martes, 11 de noviembre de 2025

 

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GOETHE EN LA PUERTA DEL SOL

Fernando Hernández Sánchez

 

 


 

A orillas del río Ilm y al pie del monte Ettersberg, un cerro testigo de roca caliza que, con sus escasos quinientos metros de altitud, señorea la cuenca de Turingia, poblada de bosques de hayas y robles, se encuentra Weimar, cuna de la Ilustración, del romanticismo alemán, de la Bauhaus y de la constitución de la primera República Federal. Una ciudad cuya época dorada arrancó con el gobierno de Carlos Augusto de Sajonia-Weimar-Eisenach (1757-1828), mecenas de intelectuales, artistas, filósofos y científicos como Goethe, Schiller, Herder y Alexander von Humboldt.

 

Goethe se instaló en Weimar en 1775 tras el éxito de su primera novela, Las desventuras del joven Werther. Fue impulsor, junto a Herder, del manifiesto Sobre el estilo y el arte alemán (1772) y fundador con ello del movimiento literario Sturm und Drang («Tormenta e ímpetu»), considerado el preludio del romanticismo en Alemania. Se convirtió en miembro del consejo privado del duque, formó parte de las comisiones de guerra y carreteras, supervisó la reapertura de las minas de plata en la cercana Ilmenau e implementó una serie de reformas administrativas en la universidad de la vecina ciudad de Jena. También contribuyó a la planificación del jardín botánico de Weimar y a la reconstrucción de su Palacio Ducal. Se dice que a la sombra de un imponente roble erguido casi en la cima del monte Ettersberg escribió la escena de la noche de Walpurgis de su obra Fausto. No era un árbol cualquiera: según la leyenda, el destino de Alemania estaba ligado de tal forma a la vida de aquel roble que, si alguna vez este moría, el Reich Alemán caería con él.

 

La Ilustración, marejada de alcance continental, fue partera de la modernidad. Siècle des Lumières, Aufklärung, lluminismo, Siglo de las Luces: la denominación aludía por doquier al triunfo de la claridad de la razón sobre las tinieblas de la superstición y la ignorancia. Monarcas de diverso pedigrí, unidos en afán de aggiornamento, asumieron sus postulados tecnocráticos y algunos de los económicos, obviando los que pudieran acarrear transformaciones estructurales en la organización de la sociedad y en el ejercicio de su poder. Fue aquella la época del despotismo ilustrado, ese «preventivo homeopático de la revolución burguesa», en palabras de Josep Fontana. Y es este periodo aquel en el que la Real Academia de la Historia —en respuesta a una solicitud del Gobierno de la Comunidad de Madrid sobre la declaración como lugar de memoria de la antigua sede de la Dirección General de Seguridad (DGS) franquista— ha dado asilo a la historia del inmueble, para preservarlo de connotaciones negativas.

 

Vaya por delante que la RAH no es precisamente el Collège de France: ni cuenta entre sus correspondientes con figuras de la talla de Lucien Febvre, Georges Duby, Fernand Braudel o Roger Chartier, ni ha albergado debate historiográfico de calado durante la práctica totalidad de su existencia. Al fin y a la postre, la gran disputa ontológica sobre el ser de España entre Américo Castro y Nicolás Sánchez Albornoz surgió y se dilucidó en el exilio, la diáspora a la que la anti-Ilustración había empujado a ambos autores. El viejo caserón de la calle del León se asemeja a la sede de un casino de contribuyentes, a un panteón donde yace embalsamado el cadáver del historicismo. Eso sí, cuando dejan de sestear y son convocados a pronunciarse en la esfera de la historia pública, los espíritus del noble mausoleo de la Clío hispana escoran indefectiblemente a estribor. Lo hicieron en ocasión del dictamen sobre la enseñanza de las humanidades en tiempos del aznarato (1997); siguieron con la primera y peculiar edición del diccionario biográfico español (2012). Y rematan ahora sancionando que  la actual sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, «cualesquiera que hayan sido sus funciones» posteriores, se sitúa en «la historia moral y políticamente admirable y, por ello, de obligado conocimiento general de la Ilustración española, y con la misma centralidad que la Puerta del Sol tuvo, especialmente así desde el siglo XIX, con la vida social y colectiva de la capital y por extensión, de España».

 

Para la RAH, la historia no es una secuencia continua y compleja, sino un fotograma estático escogido entre todos los descartes de un carrete. El conservadurismo patrio nos tiene acostumbrados de larga data a reescribir la historia a modo de palimpsesto, esos viejos manuscritos que conservan trazas de renglones anteriores infructuosamente borrados. Efectivamente, la Casa de Correos fue edificada durante el reinado de Carlos III (1759-1788), así como los domicilios de otras instituciones como el Colegio de Farmacéuticos, la Academia de Ciencias Naturales o el Hospital de San Carlos de Madrid. Cierto: formó parte «del ambicioso programa ilustrado que también incluyó la creación de fábricas reales (como las de porcelana del Buen Retiro o vidrio en La Granja), el embellecimiento urbano de la capital con obras como las Puertas de San Vicente y Alcalá, los Jardines de Sabatini o la fuente de Cibeles». Pero, con el tiempo, fue también sede del Ministerio de la Gobernación, pieza central del dispositivo de control político del estado oligárquico del siglo XIX. Desde su despacho, Romero Robledo, cacique de caciques, apodado «el Gran Elector», fabricaba mayorías parlamentarias mediante las más variadas fórmulas de fraude electoral: el encasillado —el acuerdo previo sobre quién obtendría escaño—, el voto de lázaros —escuadras volantes de individuos que ejercían el sufragio con la identidad de fallecidos—, el célebre pucherazo o, en caso de electores tozudos, la persuasión ejercida por la «partida de la porra».

 

Su tenebrosa fama como recinto de arresto policial se remonta al primer tercio del siglo XX. Así aparece en el diálogo de Max Estrella con un detenido catalán en Luces de Bohemia (1924) donde, además de a las torturas, se alude a la ley de fugas que institucionalizaron las fuerzas del orden allí actuantes:

 

 

Max: ¿De qué te acusan?

 

El preso: Es cuento largo. Soy tachado de rebelde… No quise dejar el telar por ir a la guerra y levanté un motín en la fábrica. Me denunció el patrón […] Conozco la suerte que me espera: Cuatro tiros por intento de fuga. Bueno. Si no es más que eso…

 

Max: ¿Pues qué temes?

 

El preso: Que se diviertan dándome tormento.

 

Max: ¡Bárbaros!

 

[…] Se abre la puerta del calabozo, y El llavero, con jactancia de rufo, ordena al preso maniatado que le acompañe.

 

El llavero: Tú, catalán, ¡disponte!

 

El preso: Estoy dispuesto.

 

El llavero: Pues andando. Gachó, vas a salir de viaje de recreo.

 

 

Como toda trayectoria no carece de algún instante luminoso, la Casa de Correos experimentó su momento de gloria un 14 de abril de 1931, cuando sus balcones sirvieron de tribuna para la aclamación popular del gobierno provisional de una República que advino grávida de promesas y que pronto sería aplastada por la conjura de la España negra. Si el tiempo se hubiese congelado en ese momento, el edificio habría puesto el broche a esa continuidad con el pasado ilustrado que glosa la RAH. Pero no fue así, y los años subsiguientes no pudieron ser más ajenos a los ideales de las Luces.  La sede la Dirección General de Seguridad fue también la boca del infierno que se abría al franquear el portón de la calle del Correo para ser recibido por un pasillo de agentes que te molían a porrazos a modo de aperitivo. Fue el callejón de San Ricardo cuya altura midió, defenestrado, Julián Grimau tras ser amenazado por el traumatólogo Vicente Sentí Montagut («¿Cómo quieres que te pegue: como policía o como médico?»). Fueron los calabozos donde el socialista Tomás Centeno, destrozado por los golpes, se cortó las venas con el fleje de un somier. Son las salas de interrogatorio permanentemente alumbradas por la fría luz de un neón donde las sevicias corrían a cargo de Carlitos, Celso y Billy el Niño, tres generaciones de sayones con magníficos maestros: Francisco de la Guardia Gelabert o Saturnino Yagüe. Fue el látigo que Campanero hacía restallar sobre las espaldas de sus víctimas, el bicarbonato que Roberto Conesa ingería para sofocar el fuego de su úlcera mientras sus «niños» golpeaban la cabeza de un detenido contra la pared. Fue el paseo vigilado del preso por los alrededores para facilitar nuevas identificaciones, lo que evitó el comunista Eduardo Sánchez Biedma arrojándose bajo un convoy del metro. Fueron los días y semanas interminables —el habeas corpus solo era un latinajo en los viejos manuales de derecho— siendo «llamado a diligencias» para ser obligado a «hacer el pato», sufrir «la bañera» o pasar por «el quirófano».

 

No es la metáfora arquitectónica de la Ilustración lo que pervivió en el imaginario de quienes lucharon en el siglo XX por la materialización de los valores democráticos. No hay hilo de continuidad entre los racionalistas del XVIII y quienes hoy niegan el carácter totalitario de la dictadura franquista. Los fantasmas que vagan en los sótanos de Sol no son el de Jovellanos perfilando su proyecto de ley agraria; ni el del abate Marchena, amigo de Marat; ni el del Goya de las pinturas negras o el Cabarrús del proyectismo económico, arrojados, respectivamente, al exilio en Burdeos el primero, y a la fosa común de los penados comunes en Sevilla, el segundo; ni el de Blanco White; ni tan siquiera el del Joaquín Costa del programa básico de «despensa y escuela». Son los ectoplasmas de fray Diego José de Cádiz, de Tadeo Calomarde, del Pipaón de Galdós, de la corte de los milagros y la monja de las llagas, de Severiano Martínez Anido.

 

Haber sido en algún momento emblema de una época preclara no absuelve de vivir posteriormente tiempos terribles. En 1934, los alrededores de la montaña de Ettersberg fueron elegidos por los nazis para edificar un campo de concentración. Recibió el nombre de Buchenwald («bosque de hayas»). Se talaron los árboles y se abrieron claros para levantar barracones, letrinas y crematorios. Todo el perímetro fue cercado de alambre de espino electrificado. Se erigieron torres de vigilancia con ametralladoras, dotadas de altavoces que, los domingos, según recordaba Jorge Semprún, el prisionero 44.904, emitían a todo volumen las canciones de Zarah Leander, la estrella oficial de los estudios UFA. La cabaña del cetrero de la antigua casa de campo se constituyó en la cárcel que albergó a Léon Blum, exprimer ministro del Frente Popular francés, y con él la dignidad de la Europa democrática. Los barracones albergaron a una pléyade de la mejor cultura continental, la activamente resistente al universo anticivilizatorio del nazismo:Bruno Bettelheim, Maurice Halbwachs, Imre Kertész, Elie Wiesel, el propio Semprún…

 

Los guardianes del nuevo campo solo respetaron el roble de Goethe, que quedó solitario en mitad del recinto, junto a la lavandería. Y ahí siguió hasta que, en agosto de 1944, una escuadrilla de cuarenta aviones norteamericanos bombardeó las fábricas y talleres de armamento situados en los alrededores. Una bomba perdida provocó un incendio en un almacén desde donde se propagó a la lavandería y, lamiendo el techo, alcanzó el el mítico árbol. Un anónimo prisionero, el 4.935, narró lo acaecido después:

 

«Todavía hoy, cuando cierro los ojos, puedo ver esa imagen: el techo en llamas de la lavandería a lo lejos; sobre las escaleras de mano, las siluetas de los bomberos del campo; las precarias bombas contra incendios en acción. Más próximo a mí, el esqueleto desvalido del roble con la copa en llamas. Oigo el crepitar del fuego, veo las chispas revoloteando; las ramas quemadas caen como la tela asfáltica del tejado, hechas jirones y enrolladas. Huelo el humo. Los prisioneros, formando una larga cadena, se pasan los baldes de agua desde el estanque hasta el lugar del incendio. Salvan la lavandería, pero no extinguen las llamas del roble. En sus rostros hay una alegría secreta, un triunfo silencioso: ¡se está haciendo realidad lo que predijo la leyenda! El roble ardió toda la noche. A la mañana siguiente solo quedaba el tronco tiznado y hecho astillas. Se nos permitió talarlo, desenterrar las raíces y rellenar el hueco. Esto sucedió el 24 de agosto de 1944. El Reich Alemán le sobrevivió solo nueve meses más».

 

El árbol de Goethe sucumbió a las bombas aliadas. Su ilustre pasado no lo absolvió. La DGS no cayó por asedio, como el cuartel do Carmo en Lisboa. Conocemos la diferencia entra la victoria fulgurante y la derrota confitada a fuego lento. Pero sería deseable no tener que añorar un pacto fáustico para que alguna vez una sencilla placa, una breve inscripción, un soporte para un modesto ramo de flores recuerde la existencia de aquel lugar donde, citando al clásico, toda incomodidad tuvo su asiento y todo triste ruido hizo su habitación. Se trata de un gesto de decencia democrática y de un imperativo cívico. Sin subterfugios ni embelecos académicos.

 

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Fernando Hernández Sánchez

es historiador y profesor titular de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española. Preside la Asociación Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica, dedicada a la investigación sobre la enseñanza escolar de la historia reciente. Sus investigaciones versan sobre la historia del movimiento comunista en España. Es autor de Comunistas sin partido: Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio (2007), Los años del plomo: la reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953) (2015), La frontera salvaje: un frente sombrío de la guerra contra Franco (2018) o El torbellino rojo: auge y caída del Partido Comunista de España (2022). Colaboró en el volumen En el combate por la historia dirigido por Ángel Viñas (2012).

 

 

Fuente:

El Cuaderno Digital, octubre 2025

https://elcuadernodigital.com/2025/10/17/goethe-en-la-puerta-del-sol/

 

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