jueves, 6 de noviembre de 2025

 

1374

 

STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.


( 25 )

 


ENTRE EL SIGLO VEINTE Y LAS RAÍCES HISTÓRICAS PREVIAS, ENTRE HISTORIA DEL MARXISMO E HISTORIA DE RUSIA: LOS ORÍGENES DEL "ESTALINISMO"

 

 

 

Stalin y la conclusión del Segundo período de desórdenes

 

La  Revolución  rusa  se  muestra  ahora  bajo  una  perspectiva  nueva:  «Sin  duda,  el  éxito  de  los bolcheviques  en  la  guerra  civil  se  debió,  en  última  instancia,  a  su  extraordinaria  capacidad  para "construir  el  Estado",  capacidad  que  sin  embargo  faltaba  a  sus  adversarios». Quienes  han  llamado  la atención  sobre  esta  cuestión  fueron,  en  la  Rusia  de  1918,  algunos  de  los  enemigos  declarados  de  los bolcheviques. A éstos últimos Pavel Miliukov reconoce mérito de haber sabido «restablecer el Estado».

 

Vassily  Maklakov  va  más  allá.  «El  nuevo  gobierno  ha  comenzado  a  restaurar  el  aparato  de  Estado,  a restablecer  el  orden,  a  luchar  contra  el  caos.  En  este  campo  los  bolcheviques  han  dado  muestras  de energía,  diré  aún  más,  de  un  innegable  talento».  Tres  años  después,  en  un  periódico  americano ultraconservador  incluso  se  podía  leer  «Lenin  es  el  único  hombre  en  Rusia  que  tiene  el  poder  para mantener el orden. Si fuese derrocado, sólo reinaría el caos».

 

La  dictadura  revolucionaria  surgida  de  la  Revolución  de  octubre  asume  también  una  función nacional.  Lo  entiende  bien  Gramsci  cuando,  en  junio  de  1919, celebra  a  los  bolcheviques  como protagonistas de una gran revolución, sí, pero también por haber demostrado su grandeza revolucionaria conformando un grupo dirigente constituido por «estadistas» excelentes y capaces por tanto de salvar a toda  la  nación  de  la  catástrofe  en  la  que  se  había  precipitado  por  el  antiguo  régimen  y  la  vieja  clase dominante.  El  año  después  lo  mencionará  indirectamente  el  mismo  Lenin  cuando,  en polémica contra el extremismo, subraya que «la revolución no es posible sin una crisis de toda la nación (que implique por tanto a explotados y explotadores)»; conquista la hegemonía y consigue la victoria la fuerza  política  que  se  muestra  capaz  de  resolver  precisamente  tal  crisis.  Es  sobre  esta  base  que  se adhiere  a  la  Rusia  soviética Aleksei  Brusilov,  el  brillante  general  de  origen  noble  al  que  hemos  visto intentar en vano salvar a sus oficiales, llevados al suicidio por la violencia salvaje de los campesinos alzados: «Mi sentido del deber hacia la nación me ha obligado a menudo a desobedecer a mis naturales inclinaciones  sociales».  Pocos  años  después,  en  1927,  al  esbozar  un  retrato  de  Moscú,  Walter Benjamín subrayaba con agudeza «el fuerte sentido nacional que el bolchevismo ha desarrollado en todos los  rusos,  sin  distinción».  El  poder  soviético  había  conseguido  conferir  una  nueva  identidad  y  una nueva autoconsciencia a una nación no solamente terriblemente puesta a prueba, sino también de algún modo trastornada y a la deriva, carente en todo caso de firmes puntos de referencia.

 

Y, sin embargo, la «crisis de toda la nación rusa» no había acabado realmente Habiendo estallado en toda su violencia en 1914 pero con un largo período de incubación a sus espaldas, ha sido definida en alguna  ocasión  un  "Segundo  período  de  desórdenes",  en  analogía  con  el  que  arreció  Rusia  en  el  siglo diecisiete. La lucha entre los pretendientes al trono, se desarrolla entrelazándose con la crisis económica y la revuelta campesina así como con la intervención de las potencias extranjeras, se agudiza en el siglo veinte  con  la  ampliación  del  conflicto  también  a  los  diversos  principios  de  legitimación  del  poder.

 


Siguiendo la tripartición clásica de Weber, el poder tradicional había acompañado en la sepultura a la familia  del  Zar,  aunque  algún  que  otro  general  intentaba  desesperadamente  exhumarlo;  ya  en descomposición tras el duro conflicto surgido a causa del tratado de Brest-Litovsk, el poder carismático no sobrevive a la muerte de Lenin; finalmente, el poder legal encuentra una extraordinaria dificultad para afirmarse, después de una revolución que triunfa ondeando una ideología completamente atravesada por la utopía de la extinción del Estado, en un país en el que el odio de los campesinos por sus señores se expresaba tradicionalmente en tonos violentamente antiestatales.

 

De ser todavía posible un poder carismático, su realización más probable descansaba en la figura de Trotsky,  genial  organizador  del  Ejército  rojo,  brillante  orador  y  escritor  que  pretendía  encarnar  las esperanzas de triunfo de la revolución mundial, de la que hacía descender la legitimidad de su aspiración a gobernar el partido y el Estado. Stalin era sin embargo la encarnación del poder legal-tradicional que con  esfuerzo  intentaba  afianzarse:  a  diferencia  de  Trotsky,  llegado  tarde  al  bolchevismo,  Stalin representaba la continuidad histórica del partido protagonista de la revolución y por tanto detentar de la nueva legalidad; por añadidura, afirmando la posibilidad del socialismo también en un sólo (gran) país, Stalin daba una nueva dignidad e identidad a la nación rusa, que superaba así la temible crisis -de ideas además  de  económica-  sufrida  tras  la  derrota  y  el  caos  de  la  primera  guerra  mundial,  para  encontrar finalmente  una  continuidad  histórica.  Pero  precisamente  por  esto  los  adversarios  proclamaban  la "traición" consumada, mientras que para Stalin y sus seguidores los traidores eran todos aquellos que con el riesgo que suponía facilitar la intervención de las potencias extranjeras, ponían en peligro en última instancia  la  supervivencia  de  la  nación  rusa,  que  era  al  mismo  tiempo  la  vanguardia  de  la  causa revolucionaria.  El  choque  entre  Stalin  y  Trotsky  es  el  conflicto  no  solamente  entre  dos  programas políticos sino también entre dos principios de legitimación.

 


Por  todas  estas  razones,  el  Segundo  período  de  desórdenes  se  concluye  con  la  derrota  de  los defensores  del  antiguo  régimen  apoyados  por  las  potencias  extranjeras,  como  comúnmente  se  sostiene, sino más bien con el final de la tercera guerra civil (la que divide al mismo grupo dirigente bolchevique y  también  con  el  final  del  conflicto  entre  principios  de  legitimación  contrapuestos;  por  lo  tanto  no  en 1921, sino en 1937. Pese a dejar atrás el Período de desórdenes propiamente dicho con la llegada de la dinastía  de  los  Romanov,  la  Rusia  del  siglo  diecisiete  conoció  una  consolidación  definitiva  con  la ascensión  al  trono  de  Pedro  el  Grande.  Tras  haber  atravesado  su  fase  más  aguda  en  los  años  que  van desde el estallido de la Primera guerra mundial hasta el final de la intervención de la Entente, el segundo período  de  desórdenes  acaba  con  el  afianzamiento  del  poder  de  Stalin  y  la  industrialización  y "occidentalización" impulsadas por él en previsión de una guerra cercana…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

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