viernes, 25 de octubre de 2024



1230

 

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

18

 

 

(…) Las condiciones de trabajo eran cada vez más difíciles. En julio, en plena crisis Matteotti, creía inminente la caída del fascismo. El diagnóstico, formulado en una reunión del Comité Central, se basaba en los siguientes elementos: 1) el fascismo había subido al poder aprovechando y organizando «la inconsciencia y la estupidez de la pequeña burguesía, llena de odio contra la clase obrera»: «El hecho característico del fascismo consiste en haber conseguido constituir una organización de masas en la pequeña burguesía. Es la primera vez que esto ocurre en la historia. La originalidad del fascismo consiste en haber encontrado la forma adecuada de organización para una clase social que siempre ha sido incapaz de tener una trabazón y una ideología unitaria»; 2) el fascismo no ha cumplido ninguna de sus promesas, no ha satisfecho ninguna esperanza, no ha aliviado ninguna miseria: «Las clases medias, que habían puesto todas sus esperanzas en el régimen fascista, han sido trastornadas por la crisis general»; 3) así pues el fascismo está condenado a muerte:

 

 

La ola de desprecio suscitada por el delito (Matteotti) sorprendió al partido fascista, que se estremeció de pánico y se sintió perdido: los tres documentos escritos en aquel momento angustioso por el honorable Finzi, por Filippelli y por Cesarino Rossi, y dados a conocer a la oposición, demuestran que los altos dirigentes del fascismo habían perdido también su seguridad y acumulaban un error tras otro. Desde aquel momento, el régimen fascista ha entrado en la agonía; todavía le rodean las fuerzas llamadas sustentadoras, pero le rodean igual que la cuerda sostiene al ahorcado. El delito Matteotti demostró que el partido fascista no llegará a ser nunca un verdadero partido de gobierno, que Mussolini no tiene de estadista y de dictador más que algunas pintorescas poses exteriores: no es un elemento de la vida nacional, es un fenómeno de folclore aldeano, destinado a pasar a la historia como una más de las diversas máscaras provinciales italianas y no como un Cromwell, un Bolívar, un Garibaldi.

 

 

En realidad, las fuerzas que flanqueaban el fascismo no eran para este la cuerda que sostiene al ahorcado, ni mucho menos. Una vez superado el pánico inicial, los fascistas, que contaban con el apoyo del capitalismo agrario e industrial, empezaron a recuperar toda su agresividad. El 31 de agosto, Mussolini había dicho a los mineros de Monte Amiata: 

 


«El día que (los grupos del Aventino) salgan de la vociferación molesta para ir a cosas concretas, les convertiremos en paja para los campamentos de los camisas negras».

 

 

La ola de violencia fascista se había reanudado: como en 1921-1922, volvían a registrarse apaleamientos, asesinatos, devastaciones, asaltos de periódicos, registros y saqueos de las casas de los opositores. El 5 de septiembre de 1924 fue terriblemente apaleado, en Turín, Piero Gobetti (sus padres, después de que los fascistas les hubieran incendiado la casa, fueron a vivir a la casa que habían habitado Angelo Tasca y Gramsci, entre la plaza Carlina y la calle San Massimo). El 12 de diciembre, un desequilibrado, Giovanni Corvi, asesinó en Roma, dentro de un tranvía, al diputado fascista Armando Casalini. Para los fascistas aquel asesinato compensaba el de Matteotti. La represión volvió a ser durísima. Gramsci no gozaba ya de la libertad de movimientos de los meses anteriores:

 


Antes me dejaban tranquilo, pero después de la muerte del diputado fascista Casalini, vuelven a vigilarme; un fascista turinés me reconoció y me señaló a un grupo de amigos suyos. Para defenderme, la policía empezó a seguirme, es decir, a dificultarme los movimientos y a obligarme a circular en coche y no en tranvía cuando debo ir a alguna reunión.

 

 

Había que actuar con extrema decisión. El 20 de octubre, acogiendo la sugerencia de Gramsci, el grupo parlamentario comunista propuso al comité de las oposiciones que el Aventino se transformase en Antiparlamento, en la única asamblea representativa de la voluntad popular contra el grupo parlamentario fascista, reducido a pura expresión de la arbitrariedad. La propuesta fue rechazada.

 

 

Mientras tanto, se habían celebrado en numerosas ciudades de Italia los congresos de las federaciones comunistas, en presencia de Gramsci. Fue aprovechando una pausa en esta actividad febril como Antonio pudo estar algunos días con su familia en Ghilarza, después de haber intervenido en el congreso regional del partido, celebrado clandestinamente en Cagliari, en un prado próximo a las salinas de Quartu, el 26 de octubre de 1924.

 

 

Era un domingo. Gramsci, que había llegado a Cagliari la noche anterior en el tren de Olbia, había pasado la noche en el estudio del abogado Alberto Figus en la calle Ospedale, a unos centenares de metros de la casa de la calle Vittorio, donde había vivido cuando estudiaba en el Liceo Dettori. Le habría gustado salir un poco, ir a dar una vuelta para ver los lugares en que había transcurrido su primera juventud. Pero, de momento, convenía la prudencia. Tres días más tarde era el segundo aniversario de la Marcha sobre Roma y los milicianos fascistas se habían movilizado ya en todas partes. Durmió en una hamaca. En el pequeño estudio había una mesa, algunas sillas, una lámpara de petróleo. Al día siguiente, al despuntar el alba, fue a buscarlo un joven metalúrgico de Costruzioni Meccaniche, Nino Bruno.

 

 

Llevaba una camisa sucia y no tenía corbata —me dice Bruno—. Yo no le había visto nunca, pero había oído hablar mucho de él y me lo imaginaba alto y fuerte, un coloso. Pero, en vez de esto, tenía un cuerpo anormal y ni siquiera se preocupaba de su aspecto: iba sin afeitar, los cabellos abundantes y mal peinados y llevaba un traje modesto y manchado. Salimos para trasladarnos al lugar de la reunión que yo había sugerido. Había poca luz y las calles estaban desiertas. Había escogido un itinerario tranquilo, las calles en la periferia parecían de pueblo: una vuelta larga para no saltar demasiado a la vista. Pero no parecía cansado. Era un hombre alegre, bromeaba, reía y me hablaba en sardo. A eso de las siete, llegamos al punto convenido, Is Arenas, entre el Poetto y Monte Urpinu. Ya estaban allí algunos delegados y otros iban llegando por separado. En total no llegaríamos a la veintena. El congreso empezó enseguida. Era la época de los granados. Nos sentamos en el suelo y nadie podía vernos, lejos de la carretera, en medio de viñas y de matorrales. Gramsci, sentado bajo un árbol, presentó el informe. Habló de Bordiga y de la necesidad de reorganizar el partido y de hacer propaganda en Cerdeña para convencer a los pastores, a los campesinos y a los pescadores de que se uniesen a los obreros de toda Italia. Se inició después la discusión. El único favorable a Bordiga era el delegado de Sassari, pero tuvo que marcharse pronto para tomar el tren de las dos. Comimos. Uno de Oristano, Scalas, había llevado pastas; Gramsci no quiso tomar y dijo alegremente que prefería pane e casu, pan y queso; bebió un poco de vino y comió algunas manzanas. A las seis de la tarde dimos por terminado el congreso. Volvimos a la ciudad cada uno por su lado, excepto Gramsci que iba acompañado.

 

 

Al día siguiente, terminado ya el congreso y, por consiguiente, sin la preocupación de que le siguiesen, fue a comer en pleno corazón de la ciudad, en la casa Fanni, un restaurante de Largo Carlo Felice. Fue a tomar café a un bar de la plaza Jenne. Le sirvió un joven comunista, Giovanni Lay (con el que siete años más tarde se encontraría en la cárcel de Turi). A las dos, Gramsci tomó el tren para Ghilarza.

 

 

No había estado en el pueblo desde la muerte de Emma, en 1920. En la familia habían cambiado algunas cosas. Carlo, que ya había cumplido los veintisiete años, tenía una zapatería e iba tirando con aquel comercio bastante desmedrado. Teresina, empleada en la oficina de correos, se había casado hacía algunos meses con Paolo Paulesi, gerente de la oficina. En casa solo se habían quedado, haciendo compañía a los padres (el señor Ciccillo tenía 64 años; la señora Peppina, 63), Carlo y Grazietta; además vivía con ellos una niña de cuatro años, Edmea, hija de Gennaro. Todos esperaban a Nino con grandes preparativos. La señora Peppina, sobre todo, vivía con el ansia de volver a abrazar a aquel hijo que a los treinta y tres años era diputado y (mayor felicidad no podía darle) tenía mujer y un hijo. También el señor Ciccillo contaba las horas y los minutos.

 

 

Los viejos amigos fueron a recibir a Nino a la estación de Abbasanta.

 

 

Apenas hubo bajado del tren —cuenta Peppino Mameli, de Ghilarza—, nos abrazó. Enseguida noté que hacía un gesto con los ojos y vi a una cierta distancia un par de individuos que habían bajado del tren y estaban por allí, intentando adoptar un aire indiferente. Eran policías. Nino siguió charlando con nosotros ante la puerta abierta del vagón y, cuando el jefe de estación dio la señal de partida, volvió a subir al tren. Los policías le imitaron. El tren se puso en marcha. Le saludamos agitando la mano. Nino abrió rápidamente la puerta y saltó. No sé si los policías llegaron a darse cuenta. El tren había tomado velocidad y no podían bajar ya. Nino se los había quitado de encima.

 

 

Se encaminaron todos hacia Ghilarza. Había estado allí hacía cuatro años, pero había sido una escapada de tres o cuatro días, en un momento difícil. Emma había muerto a los treinta y un años; existía, además, la crítica situación de Turín, la derrota del movimiento de los consejos de fábrica, la amenaza de supresión inminente de la edición piamontesa de Avanti!, por la acusación de indisciplina hecha por Serrati en el debate que precedió al congreso, y las discusiones no siempre amistosas con Togliatti y Terracini, de los cuales se había separado en los meses anteriores. Es decir, todo un conjunto de motivos de desánimo y de incertidumbre, de pensamientos tumultuosos... Puede decirse que desde el verano de 1913, o sea, desde hacía once años, no había hecho ninguna estancia larga en el pueblo. Nada parecía haber cambiado, Ghilarza le parecía igual que siempre, con sus casas bajas de piedra lávica, el humo azulado que fluctuaba lentamente sobre los tejados, el olor de los naranjos, el trote de los asnos en que montaban los campesinos al volver del trabajo, y las tías Tane y los Cozzoncu y los Remundu Gana, en el portal. La única novedad eran las primeras bicicletas, que empezaban a hacer la competencia a los asnos. Al verlo, los ancianos se llevaban un dedo a la visera de la gorra, en signo de saludo. Y corría la voz: «Ha llegado el hijo de Peppina Marcias, ha llegado el sobrino de Garzìa Delogu».

 

 

Enseguida empezó el desfile de los prinzipales, los notables del pueblo, «incluso los fascistas —cuenta Gramsci—, que venían a visitarme con mucha gravedad, felicitándose de que fuese… diputado, aunque comunista. Es un honor para los sardos, ¡eh! Forza paris! ¡Adelante Cerdeña!». Él se divertía mucho: «También vinieron los socios de la sociedad local de socorros mutuos, formada por artesanos, obreros y campesinos, empujando a su presidente, que no quería comprometer el apoliticismo de la sociedad, y me hicieron muchas preguntas: sobre Rusia, sobre cómo funcionaban los sóviets, sobre el comunismo, sobre lo que significaban el capital y los capitalistas, sobre nuestra táctica ante el fascismo, etc.». Carlo, que había organizado la reunión, permanecía fuera, de guardia. Refiriendo la narración que Gramsci le había hecho de aquellas conversaciones, Celeste Negarville escribe:

 

 

Eran hombres muy primitivos, deshechos por una vida de miserias y de fatigas; todos estaban pendientes de sus labios. No era fácil explicarles lo que querían saber, pero aquella singular capacidad que Gramsci tenía de conversar con los trabajadores le sirvió de maravilla. Al final del primer día, un campesino le dijo: «Cuando supimos que eras candidato en las elecciones, decidimos votar por ti, porque te conocemos y sabemos que eres un hombre honrado. Pero nos dijeron que no podíamos hacerlo (Gramsci era candidato en la circunscripción de Venecia Julia y en el Piamonte) y esto nos disgustó. Pero, si quieres que te digamos la verdad, no sabíamos muy bien en qué partido te habías metido en el continente». Gramsci les dijo que estaba en el Partido Comunista y les explicó lo que era. Los campesinos se quedaron pensativos hasta que al final uno de ellos dijo: «Pero ¿por qué después de haberte marchado de Cerdeña por lo pobre que es te has metido en un partido de pobres?

 

 

A la señora Peppina la molestaban mucho estas visitas. Por lo demás, el mismo Nino, con excepción de algunas concesiones a los visitantes gratos o no, prefería charlar con la madre o jugar con la hija de Gennaro. Hablaba a sus familiares de Julia, les contaba cómo se habían conocido, lo que hacía; y la señora Peppina no se cansaba de escucharle, estática: «Los ojos le brillaban de emoción —me dice Teresina— porque veía a Nino como nunca, feliz por el amor de Julia y por haber tenido un hijo». Quizá pensando en Delio, Gramsci se entretenía jugando con Mea, la cual ha conservado de aquellos momentos recuerdos vagos en algunos sentidos, precisos en otros. «Siempre reía —cuenta— y me acompañaba en viajes fabulosos, haciéndome saltar sobre las rodillas; se divertía mucho con mis travesuras». Para Gramsci fueron momentos de intensa paz. Algunos días después escribió a Julia:

 

 

He jugado mucho con una sobrina mía de cuatro años. Tenía miedo de unos cangrejos hervidos y le hice vivir toda una novela en la que entraban 530 cangrejos malos mandados por su general Mascacaldo, ayudado de un brillantísimo estado mayor (la maestra Sanguijuela, el maestro Escarabajo, el capitán Barbazul, etc.) y un pequeño grupo de cangrejos buenos, Diablillo, Patapum, Barbablanca, Barbanegra, etc. Los malos le pellizcaban las piernas con mis manos, los buenos acudían en triciclo armados de lanzas y de escobas para defenderla; el chuf chuf del triciclo alternaba con los golpes de escoba, con diálogos de ventrílocuo, y toda la casa se llenaba de cangrejos en plena actividad, ante el estupor de la pequeña, que lo creía todo y se apasionaba por el desarrollo de la novela, inventando por sí misma nuevos episodios y nuevos combates. He vuelto a vivir un poco de mi infancia y me he divertido mucho más así que recibiendo las visitas de los notables del pueblo.

 

 

Las vacaciones duraron unos diez días, desde el 27 de octubre hasta el 6 de noviembre de 1924. Llegó, finalmente, el momento de la despedida. La señora Peppina había dado al hijo, para que se la regalase a Julia, una cofia sarda del pueblo de Desulo. Cuando se separaron, ella no sabía que era el último abrazo…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

**


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar