lunes, 21 de octubre de 2024

 

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LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ 15 ]

 

 

 

 

III. LAS CONSECUENCIAS DEL 13 DE JUNIO DE 1849

 

(…) Mientras que la utopía, el socialismo doctrinario, que supedita el movimiento total a uno de sus aspectos, que suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto y que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos, elimina en su fantasía la lucha revolucionaria de las clases y sus necesidades, mientras que este socialismo doctrinario, que en el fondo no hace más que idealizar la sociedad actual, forjarse de ella una imagen limpia de defectos y quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social; mientras que este socialismo es traspasado por el proletariado a la pequeña burguesía; mientras que la lucha de los distintos jefes socialistas entre sí pone de manifiesto que cada uno de los llamados sistemas se aferra pretenciosamente a uno de los puntos de transición de la transformación social, contraponiéndolo a los otros, el proletariado va agrupándose más en torno al socialismo revolucionario, en torno al comunismo, que la misma burguesía ha bautizado con el nombre de Blanqui. Este socialismo es la declaración de la revolución permanente, de la dictadura de clase del proletariado como punto necesario de transición para la supresión de las diferencias de clase en general, para la supresión de todas las relaciones de producción en que éstas descansan, para la supresión de todas las relaciones sociales que corresponden a esas relaciones de producción, para la subversión de todas las ideas que brotan de estas relaciones sociales. 

 

 

El espacio de esta exposición no consiente desarrollar más este tema. Hemos visto que así como en el partido del orden se puso necesariamente a la cabeza la aristocracia financiera, en el partido de la «anarquía» pasó a primer plano el proletariado. Y mientras las diferentes clases reunidas en una liga revolucionaria se agrupaban en torno al proletariado, mientras los departamentos eran cada vez menos seguros y la propia Asamblea Legislativa se tornaba cada vez más hosca contra las pretensiones del Soulouque francés, (Napoleón III) se iban acercando las elecciones parciales —que tantos retrasos y aplazamientos habían sufrido—, para cubrir los puestos de los diputados de la Montaña proscritos a consecuencia del 13 de junio. 

 

 

El Gobierno, despreciado por sus enemigos, maltratado y humillado a diario por sus supuestos amigos, no veía más que un medio para salir de aquella situación desagradable e insostenible: el motín. Un motín en París habría permitido decretar el estado de sitio en París y en los departamentos y coger así las riendas de las elecciones. De otra parte, los amigos del orden se verían obligados a hacer concesiones a un gobierno que hubiese conseguido una victoria sobre la anarquía, si no querían aparecer ellos también como anarquistas. 

 

 

El Gobierno puso manos a la obra. A comienzos de febrero de 1850, se provocó al pueblo derribando los árboles de la libertad. En vano. Si los árboles de la libertad perdieron su puesto, el propio Gobierno perdió la cabeza y retrocedió asustado ante sus propias provocaciones. Por su parte, la Asamblea Nacional recibió con una desconfianza de hielo esta torpe tentativa de emancipación de Bonaparte. No tuvo más éxito la retirada de las coronas de siemprevivas de la Columna de Julio. Esto dio a una parte del ejército la ocasión para manifestaciones revolucionarias y a la Asamblea Nacional para un voto de censura más o menos velado contra el ministerio. En vano la amenaza de la prensa del Gobierno con la abolición del sufragio universal, con la invasión de los cosacos. En vano el reto que d'Hautpoul lanzó directamente a las izquierdas en plena Asamblea Legislativa para que se echasen a la calle y su declaración de que el Gobierno estaba preparado para recibirlas. D'Hautpoul no consiguió más que una llamada al orden que le hizo el presidente, y el partido del orden, con silenciosa malevolencia, dejó que un diputado de la izquierda pusiese en ridículo los apetitos usurpadores de Bonaparte. En vano, finalmente, la profecía de una revolución para el 24 de febrero. El Gobierno hizo que el 24 de febrero pasase ignorado para el pueblo. El proletariado no se dejó provocar a ningún motín porque se disponía a hacer una revolución. 

 

 

 

Sin dejarse desviar de su camino por las provocaciones del Gobierno, que no hacían más que aumentar la irritación general contra el estado de cosas existente, el comité electoral, que estaba completamente bajo la influencia de los obreros, presentó tres candidatos por París: De Flotte, Vidal y Carnot. De Flotte era un deportado de Junio, amnistiado por una de las ocurrencias de Bonaparte en busca de popularidad; era amigo de Blanqui y había tomado parte en el atentado del 15 de mayo. Vidal, conocido como escritor comunista por su libro "Sobre la distribución de la riqueza", había sido secretario de Luis Blanc en la Comisión del Luxemburgo. Y Carnot, hijo del hombre de la Convención que había organizado la victoria, el miembro menos comprometido del partido del "National", ministro de Educación en el Gobierno provisional y en la Comisión Ejecutiva, era, por su democrático proyecto de ley sobre la instrucción pública, una protesta viviente contra la ley de enseñanza de los jesuitas. Estos tres candidatos representaban a las tres clases coligadas: a la cabeza, el insurrecto de Junio, el representante del proletariado revolucionario; junto a él, el socialista doctrinario, el representante de la pequeña burguesía socialista; y finalmente, el tercero, representante del partido burgués republicano, cuyas fórmulas democráticas habían cobrado, frente al partido del orden, una significación socialista y habían perdido desde hacía ya mucho tiempo su propia significación. Era, como en Febrero, una coalición general contra la burguesía y el Gobierno. Pero, esta vez estaba el proletariado a la cabeza de la liga revolucionaria. 

 

 

A pesar de todos los esfuerzos hechos en contra, vencieron los candidatos socialistas. El mismo ejército votó por el insurrecto de Junio contra La Hitte, su propio ministro de la Guerra. El partido del orden estaba como si le hubiese caído un rayo encima. Las elecciones departamentales no le sirvieron de consuelo, pues arrojaron una mayoría de hombres de la Montaña.

 

 

¡Las elecciones del 10 de marzo de 1850! Era la revocación de junio de 1848: los asesinos y deportadores de los insurrectos de Junio volvieron a la Asamblea Nacional, pero con la cerviz inclinada, detrás de los deportados, y con los principios de éstos en los labios. Era la revocación del 13 de junio de 1849: la Montaña, proscrita por la Asamblea Nacional, volvió a su seno, pero como trompetero de avanzada de la revolución, ya no como su jefe. Era la revocación del 10 de diciembre: Napoleón había sido derrotado con su ministro La Hitte. La historia parlamentaria de Francia sólo conoce un caso análogo: la derrota de Haussez, ministro de Carlos X, en 1830. Las elecciones del 10 de marzo de 1850 eran, finalmente, la cancelación de las elecciones del 13 de mayo, que habían dado al partido del orden la mayoría. Las elecciones del 10 de marzo protestaron contra la mayoría del 13 de mayo. El 10 de marzo era una revolución. Detrás de las papeletas de voto estaban los adoquines del empedrado.

 

 

«La votación del 10 de marzo es la guerra», exclamó Ségur d'Aguesseau, uno de los miembros más progresistas del partido del orden. Con el 10 de marzo de 1850, la república constitucional entra en una nueva fase, en la fase de su disolución. Las distintas fracciones de la mayoría vuelven a estar unidas entre sí y con Bonaparte, vuelven a ser las salvadoras del orden y él vuelve a ser su hombre neutral. Cuando se acuerdan de que son monárquicas sólo es porque desesperan de la posibilidad de una república burguesa, y cuando él se acuerda de que es un pretendiente sólo es porque desespera de seguir siendo presidente. 

 

 

A la elección de De Flotte, el insurrecto de Junio, contesta Bonaparte, por mandato del partido del orden, con el nombramiento de Baroche para ministro del Interior; de Baroche, el acusador de Blanqui y Barbès, de Ledru-Rollin y Guinard. A la elección de Carnot contesta la Asamblea Legislativa con la aprobación de la ley de enseñanza; a la elección de Vidal con la suspensión de la prensa socialista. El partido del orden pretende ahuyentar su propio miedo con los trompetazos de su prensa. «¡La espada es sagrada!», grita uno de sus órganos. 

 

 

«¡Los defensores del orden deben tomar la ofensiva contra el partido rojo!», grita otro.«¡Entre el socialismo y la sociedad hay un duelo a muerte, una guerra sin tregua ni cuartel; en este duelo a la desesperada tiene que perecer uno de los dos; si la sociedad no aniquila al socialismo, el socialismo aniquilará a la sociedad!», 

 

 

canta un tercer gallo del orden. ¡Levantad las barricadas del orden, las barricadas de la religión, las barricadas de la familia! ¡Hay que acabar con los 127.000 electores de París! ¡Un San Bartolomé de socialistas! Y el partido del orden cree por un momento que tiene asegurada la victoria. 

 

 

Contra quien más fanáticamente se revuelven sus órganos es contra los «tenderos de París». ¡El insurrecto de Junio elegido diputado por los tenderos de París! Esto significa que es imposible un segundo 13 de junio de 1848; esto significa que la influencia moral del capital está rota; esto significa que la Asamblea burguesa ya no representa más que a la burguesía; esto significa que la gran propiedad está perdida, porque su vasallo, la pequeña propiedad, va a buscar su salvación al campo de los que no tienen propiedad alguna. 

 

 

El partido del orden vuelve, naturalmente, a su inevitable lugar común. «¡Más represión!», exclama. «¡Decuplicar la represión!»; pero su fuerza represiva es ahora diez veces menor, mientras que la resistencia se ha centuplicado. ¿No hay que reprimir al instrumento principal de la represión, al ejército? Y el partido del orden pronuncia su última palabra: «Hay que romper el anillo de hierro de una legalidad asfixiante. La república constitucional es imposible. Tenemos que luchar con nuestras verdaderas armas; desde febrero de 1848 venimos combatiendo a la revolución con sus armas y en su terreno; hemos aceptado sus instituciones, la Constitución es una fortaleza que sólo protege a los sitiadores, pero no a los sitiados. Al meternos de contrabando en la Santa Ilión dentro de la panza del caballo de Troya, no hemos conquistado la ciudad enemiga como nuestros antepasados, los grecs, ( Griegos, juego de palabras: Grecs significa griegos y también, timadores profesionales. / Nota de Engels para la edición de 1895.) sino que nos hemos hecho nosotros mismos prisioneros». Pero la base de la Constitución es el sufragio universal. La aniquilación del sufragio universal es la última palabra del partido del orden, de la dictadura burguesa. 

 

 

El sufragio universal les dio la razón el 4 de mayo de 1848, el 20 de diciembre de 1848, el 13 de mayo de 1849 y el 8 de julio de 1849. El sufragio universal se quitó la razón a sí mismo el 10 de marzo de 1850. La dominación burguesa, como emanación y resultado del sufragio universal, como manifestación explícita de la voluntad soberana del pueblo: tal es el sentido de la Constitución burguesa. Pero desde el momento en que el contenido de este derecho de sufragio, de esta voluntad soberana, deja de ser la dominación de la burguesía, ¿tiene la Constitución algún sentido? ¿No es deber de la burguesía el reglamentar el derecho de sufragio para que quiera lo que es razonable, es decir, su dominación? Al anular una y otra vez el poder estatal, para volver a hacerlo surgir de su seno, el sufragio universal, ¿no suprime toda estabilidad, no pone a cada momento en tela de juicio todos los poderes existentes, no aniquila la autoridad, no amenaza con elevar a la categoría de autoridad a la misma anarquía? Después del 10 de marzo de 1850, ¿a quién podía caberle todavía ninguna duda? 

 

 

La burguesía, al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se había vestido hasta ahora, del que extraía su omnipotencia, confiesa sin rebozo: «nuestra dictadura ha existido hasta aquí por la voluntad del pueblo; ahora hay que consolidarla contra la voluntad del pueblo». Y, consecuentemente, ya no busca apoyo en Francia, sino fuera, en tierras extranjeras, en la invasión. 

 

 

Con la invasión, la burguesía —nueva Coblenza instalada en la misma Francia— despierta contra ella todas las pasiones nacionales. Con el ataque contra el sufragio universal da a la nueva revolución un pretexto general, y la revolución necesitaba tal pretexto. Todo pretexto especial dividiría las fracciones de la Liga revolucionaria y sacaría a la superficie sus diferencias. El pretexto general aturde a las clases semirrevolucionarias, les permite engañarse a sí mismas acerca del carácter concreto de la futura revolución, acerca de las consecuencias de su propia acción. Toda revolución necesita un problema de banquete. El sufragio universal es el problema de banquete de la nueva revolución. 

 

 

Pero las fracciones burguesas coligadas, al huir de la única forma posible de poder conjunto, de la forma más fuerte y más completa de su dominación de clase, de la república constitucional, para replegarse sobre una forma inferior, incompleta y más débil, sobre la monarquía, han pronunciado su propia sentencia. Recuerdan a aquel anciano que, queriendo recobrar su fuerza juvenil, sacó sus ropas de niño y se puso a querer forzar dentro de ellas sus miembros decrépitos. Su república no tenía más que un mérito: el de ser la estufa de la revolución. 



El 10 de marzo de 1850, lleva esta inscripción: Après moi le déluge!( ¡Después de mí, el diluvio! / Palabras atribuidas a Luis XV.)…

 

 

(continuará)

 

 

 

 


[Fragmento de: Karl MARX “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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