jueves, 10 de octubre de 2024



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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

18

 

Vivía en Roma, en una villa de la calle Vesalio, que hacía esquina con la calle Nomentana. Era huésped de una familia alemana, los Passarge, que sabían muy poca cosa de él e ignoraban incluso que era diputado comunista.

 

 

En aquella habitación —recuerda Felice Platone, que había formado parte del grupo de L’Ordine Nuovo— no tardó en reanudar las viejas costumbres: discusiones, visitas numerosas, hervor de ideas y de trabajo. En los primeros días no nos cansábamos de recordar el periodo de L’Ordine Nuovo; volvía a tomar contacto con los viejos amigos que quería tener todavía junto a él; se informaba de la situación de cada uno de ellos; estaba impaciente por volver a ver a Amoretti y a Montagnana, los dos «viejos» redactores de L’Ordine Nuovo. El restaurante donde acostumbrábamos a comer (cerca de la estación Termini; lo había «descubierto» Gennari) se convirtió pronto en un centro de reunión para los camaradas que querían o debían hablar con Gramsci. Nuestras distracciones consistían en algunos paseos nocturnos, con preferencia hacia el Coliseo, y en ir de vez en cuando al cine.

 

 

Como en los años de Turín, Gramsci dedicaba la máxima atención a los jóvenes. Después de las elecciones del 6 de abril de 1924, empezaban a constituirse en Roma grupos de L’Ordine Nuovo. «El primer grupo —cuenta Velio Spano— lo formábamos una veintena: el mayor de nosotros tenía veintidós años. Habíamos preparado una serie de temas y para cada uno de ellos se nombraba un ponente. Nos reuníamos en un viejo almacén, detrás de la plaza Venezia, en el que no había más que una mesa y tres o cuatro sillas; la mejor se la dábamos a Gramsci y otra al ponente. Los demás permanecían generalmente de pie. Queríamos que Gramsci hablase; él, en cambio, quería que hablásemos nosotros».

 

 

Estalló la crisis Matteotti. No hacía ni un mes que Gramsci había vuelto a Italia cuando, el 10 de junio de 1924, Matteotti desapareció. Toda la opinión pública se sintió desconcertada; estaba intimidada por tres años de terrorismo y en los primeros días las reacciones fueron inciertas. Gramsci no vaciló y pasó enseguida al ataque.

 

 

Un policía —recuerda Giuseppe Amoretti, redactor de L’Unità, que se publicaba en Milán— vino al periódico a comunicarnos con aire de misterio la desaparición del diputado socialista. Nos dijo que solo había que publicar la noticia y, en sustancia, que había que guardar silencio sobre el asunto. Bajo la forma diplomática, el sentido de la recomendación era amenazador. «Si no obedecemos —replicamos—, ¿también nosotros tendremos el fin de Matteotti?». El policía asintió como queriendo decir: «Si es esto lo que queréis...». Y se fue. Nos quedamos sin saber qué hacer. Todo el aparato de represión pesaba, amenazador, sobre nosotros. En la puerta había siempre un pelotón de camisas negras. El periódico podía ser devastado, nos podían abrir otra vez las cabezas... Precisamente fue entonces cuando Gramsci nos llamó por teléfono desde Roma. Había que atacar y nosotros teníamos que ser los primeros en el ataque. Había que empujar hacia delante a las masas populares, en plena agitación.

 

 

L’Unità salió con un titular a toda página: «Abasso il Governo degli assassini» («Abajo el Gobierno de los asesinos»).

 

 

Incluso aquel sector de la opinión pública que al principio había reaccionado con más lentitud y torpeza ante el avance fascista —favoreciéndolo, de hecho— se sublevó esta vez. Menos de dos semanas después de la desaparición y el asesinato de Matteotti, el 22 de junio, Gramsci escribía a Julia:

 

 

He vivido días inolvidables y sigo viviéndolos. Con los periódicos es imposible hacerse una idea exacta de lo que está ocurriendo en Italia. Caminábamos por encima de un volcán en ebullición; de golpe, cuando nadie lo esperaba, y menos que nadie los fascistas, archiseguros de su poder infinito, el volcán ha estallado, lanzando un inmenso río de lava ardiente que ha invadido todo el país, arrollando a todo el fascismo. Los acontecimientos se han desarrollado con una rapidez fulminante, inaudita: cada día, cada hora la situación cambiaba, el régimen era asediado por todas partes, el fascismo era aislado y sentía su aislamiento por el pánico de sus dirigentes, por la huida de sus gregarios. El trabajo ha sido febril; a cada hora había que tomar disposiciones, dar directrices, intentar orientar el torrente popular desbordado. La fase aguda de la crisis parece hoy superada. El fascismo reagrupa desesperadamente a sus fuerzas, que, aunque reducidas, siguen dominando porque cuentan con el apoyo de todo el aparato estatal y porque las masas se encuentran en una dispersión y una desorganización increíbles. Pero nuestro movimiento ha dado un gran paso adelante: el periódico (L’Unità) ha triplicado la tirada; en muchos lugares, nuestros camaradas se han puesto al frente de las masas y han intentado desarmar a los fascistas; nuestras consignas se acogen con entusiasmo y se repiten en las mociones votadas en las fábricas; creo que en estos días nuestro partido se ha convertido en un verdadero partido de masas.

 

 

La ilusión de Gramsci sobre la eficiencia del partido no duró mucho tiempo. Una vez superada la desbandada inicial, el fascismo remontaba la corriente y se reorganizaba para la contraofensiva: su fuerza radicaba en la dispersión de las masas y, especialmente, en la inercia de las oposiciones parlamentarias.



Los grupos decididamente adversarios del fascismo y los que solo disentían de él por algunas reservas sobre sus métodos de gobierno no coincidieron más que en un solo punto: abandonar el Parlamento en signo de protesta. Pero ¿qué voluntad política seria animaba a los partidos del Aventino? Subsistían las distancias entre los grupos, la desconfianza recíproca, la irreconciliabilidad de las ideologías y de las líneas tácticas. La oposición iba desde un ala sustancialmente semifascista, propensa a apoyar al Gobierno solo con que Mussolini garantizase el restablecimiento de la legalidad constitucional, hasta los comunistas, que formaban un grupo reducido (diecinueve diputados) orientado a provocar la caída del Gobierno con el llamamiento a las masas. Entre uno y otro polo estaban los grupos liberales, confiados todavía pese a todo lo ocurrido en la prudencia del rey, de quien esperaban una intervención decisiva; estaban los católicos del Partido Popular, tan hostiles al socialismo (por no decir más) como al fascismo. La larga polémica había abierto un abismo entre el PCI y el nuevo grupo dirigente socialista Vella-Nenni. En definitiva, al fascismo no se le oponía un bloque uniformemente resuelto y combativo, sino una asociación ocasional de grupos desligados, indecisos sobre las iniciativas a tomar y, en la práctica, incapaces de ir más allá de unas cuantas manifestaciones verbales de desprecio. En los primeros días de la crisis Matteotti, cuando por la calle no se veía ni un solo distintivo fascista en el ojal, Gramsci propuso al Comité de los Dieciséis (una especie de ejecutivo del Aventino) la huelga general política. La propuesta fue rechazada y Gramsci comentó el 22 de junio: 

 


«Grandes palabras, pero ninguna voluntad de acción: un miedo increíble a que nosotros nos hiciésemos con la dirección y, por consiguiente, maniobras para obligarnos a abandonar la reunión».

 

 

Durante meses, la actividad del Aventino siguió reduciéndose a afirmaciones abstractas de principios, a algunos artículos de periódico y, en sustancia, a una monótona sucesión de lamentaciones inocuas. Sin embargo, cabe decir que el extremismo de que había dado pruebas el Partido Comunista desde su constitución contribuía a aumentar la desconfianza de algunos grupos hacia la propuesta de Gramsci de formar un frente único, no limitado a la «vociferación molesta» (como definía Mussolini el programa real del Aventino dando plenamente en el clavo). La acción política de Gramsci sufría de la grave limitación de estar al frente de un partido joven, poco organizado todavía y, lo que era peor, debilitado por el veneno del sectarismo, es decir, mantenido en posiciones inmovilistas por la acción frenadora de los izquierdistas. Gramsci estaba inevitablemente condicionado por esta situación. Comprendía que la ola reaccionaria fascista había hecho retroceder a la clase obrera italiana a posiciones desde las cuales era más difícil dar el salto revolucionario. Partiendo de esta realidad, no vacilaba en sacar dos conclusiones naturales: en primer lugar, la necesidad de recuperar las posiciones perdidas antes de lanzar el asalto decisivo para el derrocamiento del orden burgués; en segundo lugar, la imposibilidad de recuperar las posiciones perdidas sin un amplio sistema de alianzas con las fuerzas antifascistas, incluidas las burguesas. Bordiga no quería alianzas, simplemente porque rechazaba el fin, la restauración de la democracia burguesa: su único objetivo era la dictadura del proletariado, que había que instaurar superando las fases intermedias. También Gramsci se proponía, como objetivo final, la revolución proletaria, pero, al contrario que Bordiga, no se dejaba desviar por la idolatría del medio. Por su formación cultural estaba poco dispuesto a encerrarse en fórmulas mágicas, inmutables en todos los momentos históricos. Por esto había aceptado las últimas orientaciones de la Internacional, considerándolas las más adecuadas a la nueva situación. En sustancia, estas orientaciones eran: en primer lugar, resistir la tempestad reaccionaria y, después, en régimen de libertades burguesas, preparar el ataque para el triunfo de la revolución socialista. Estos dos momentos, la resistencia al fascismo y la propaganda revolucionaria, tendían, sin embargo, a confundirse en la acción política de Gramsci. Quizá dependía esto de la circunstancia de ser el dirigente nominal de un partido sustancialmente bordiguista, como lo había demostrado claramente la conferencia de mayo en Como. Lo cierto es que mientras por un lado proponía a los grupos dirigidos por Treves, por Arturo Labriola y por Amendola la unidad de las fuerzas antifascistas, coherente con el plan de la Internacional y suyo de encontrar aliados para la recuperación de las libertades burguesas, por otro lado polemizaba violentamente contra los mismos Treves, Arturo Labriola y Amendola, considerados como otras tantas expresiones del orden capitalista que había que abatir. Así que la iniciación de un diálogo serio resultaba difícil por las múltiples desconfianzas que lo truncaban desde el primer momento. Este era el cuadro completo del Aventino: no había concordia entre los grupos de la democracia burguesa y los partidos obreros; graves divergencias separaban el partido reformista (Turati, Treves) del Partido Socialista (Vella, Nenni) y los dos partidos socialistas del comunista; las divisiones se multiplicaban en el interior de los partidos: la actividad fraccionista de los bordiguistas reducía la fuerza del Partido Comunista, lacerado por disputas no solo ideológicas (puesto que la difamación personal entraba en juego con frecuencia), precisamente cuando más necesaria era la cohesión para enfrentarse a la desesperada voluntad de los fascistas de no sucumbir.

 

 

El único resultado evidente de la crisis Matteotti fue el aflojamiento del régimen de represión. Gramsci podía moverse por la ciudad sin dificultades «porque la policía no funciona, como tampoco funciona ningún órgano del Estado fascista; todos son saboteados por los funcionarios. No sé cuánto podrá durar este estado de cosas. Los acontecimientos obligan al partido a un aprendizaje muy difícil, después de tres años de ilegalidad y de pura defensa de la organización. Hay que moverse, hacer agitación, salir al aire libre; los camaradas, que no estaban preparados para este salto súbito, se han mostrado un poco inciertos». Todas las semanas celebraba tres o cuatro reuniones con los organismos dirigentes del partido o con las formaciones locales de camaradas: «Reuniones muy interesantes —dirá—, especialmente las que celebro con los obreros. Conversaciones, discusiones, informaciones, problemas a resolver, cuestiones de principio y de organización que hay que sistematizar». Fuera del ambiente del partido no frecuentaba a nadie.

 

 

Vivía en Roma un hermano de su padre, Cesare, funcionario del Ministerio de Finanzas. No fue a visitarlo y escribió a su madre (carta inédita):

 

 

No he encontrado nunca al tío Cesare y no sé dónde vive. Pero aunque supiese su domicilio, no iría a verle ni a la oficina ni a su casa. Todavía recuerdo su terror cuando fui a verle en 1917, encontrándome en Roma como testigo en un proceso político: temía que le comprometiese y me contó una serie de mentiras para hacerme creer que la policía había ido a su casa a buscarme, cosa absolutamente inventada por su miedo. Él sabe que estoy en Roma y puede venir a verme al Parlamento. Si no lo ha hecho es porque tendrá sus buenas razones, que yo me guardaré mucho de discutir o de poner a prueba.

 

Estaba solo.

 

 

El 7 de julio escribió a Julia: «Querida Julia: el recuerdo de tus caricias me da fiebre, me hace sentir todo el peso de mi soledad melancólica. No me permito gozar de la belleza de Roma; quisiera recorrerla contigo, verla juntos, recordar juntos. Por eso me encierro en casa. Me parece que me he vuelto un oso de las cavernas». Volvía a padecer insomnio, debilidad:

 

 

Pensar me fatiga, el trabajo me reduce los nervios a condiciones deplorables. Debería hacer muchas cosas, pero no consigo hacerlas.Pienso en ti, en la dulzura de amarte, de saberte tan próxima aunque estés tan lejos. Querida Julia, estás lejos, pero pensar en ti me ayuda a ser más fuerte. Aunque mi vida no podrá volver a ser normal mientras estemos separados; el amor que siento por ti es una parte demasiado grande de mi personalidad para que pueda sentirme normal sin tu presencia.

 

 

Los acontecimientos en los que se encontraba inmerso no le permitían ser demasiado optimista:

 

 

Hay que reorganizar el partido, que es muy débil y, en conjunto, trabaja muy mal. Formo parte del centro político y soy secretario general; también tendría que ser director del periódico (L’Unità), pero las fuerzas no me alcanzan. Todavía puedo trabajar poco. Habría que seguirlo todo de cerca, verlo todo... Nos faltan trabajadores responsables, especialmente en Roma. Las reuniones en que participo me producen satisfacción por el cuadro de buena voluntad y de ardor de los camaradas, pero me hacen sentir también pesimista por la falta de preparación general. La situación es óptima para nosotros... El fascismo se deshace; parece haber enloquecido, no sabe encontrar una medida política que le sea útil. Todo se vuelve contra él. Pero el desarrollo de los acontecimientos será relativamente lento, porque somos todavía pocos y demasiado mal organizados.

 

 

La carta es del 18 de agosto de 1924. Gramsci era padre desde hacía ocho días, pero la carta en la que Julia se lo comunicaba todavía no le había llegado.

 

 

Tres días antes, el 15 de agosto, había escrito a su madre: «Mi hijo debe de haber nacido ya, uno de estos días, pero todavía no he recibido noticias, dada la distancia que me separa de mi compañera; sé que los médicos habían previsto el nacimiento entre el 8 y el 15 de agosto. Creo que todo habrá ido bien y espero tener noticias la semana que viene». El 18 escribió a Julia:

 

 

Mientras te escribo, quizá nuestro hijo ya haya nacido, está cerca de ti y puedes acariciarlo, después de haber sufrido para darle la vida. Por eso mi alegría es un poco melancólica. Hay tantas cosas que quisiera saber y que no puedo saber. Pero ¿qué importa saber si no he podido sufrir contigo?... Mi felicidad es un poco triste... He escrito a mi madre que dentro de poco tendremos un hijo; está ansiosa por tener noticias. Si puedes mandarme fotografías, envíame dos ejemplares de cada una: daré una gran alegría a mi madre, que siente los vínculos familiares como todos los sardos, de forma muy violenta y apasionada.

 

 

Al día siguiente, el 19 de agosto, salió para Milán y Turín. Estuvo fuera de Roma quince días. Al volver, el 3 de septiembre, encontró dos cartas de Julia. Le contestó de este modo:

 

 

Después de haber leído, no sé qué escribirte. ¿Cosas serias y melodramáticas? Me burlo de mí mismo. No sé, en fin... Quizá una leve caricia expresara mejor lo que quiero decirte que un diluvio de palabras. Apruebo todo lo que has hecho. Apruebo incluso el nombre aunque me parece exagerado para un niño de tres kilos y medio (pero quizá hoy pesa ya un poco más) y que todavía no tiene un solo diente, eso de llamarse Lev. Pero seguro que llegará a ser un verdadero Lev, ¿no es cierto?... Pero es que además nada de esto me importa; lo único que me importa es que el niño sea un niño vivo, que sea nuestro hijo y que nosotros nos queramos más que ayer porque nos veamos en él más fuertes y más felices... Esperaré compartir tu alegría siguiendo el desarrollo sucesivo de la personalidad del niño. Me parece que un momento importante será cuando se meta por primera vez un pie en la boca: tendrás que informarme enseguida de este acto, que señalará la toma de posesión de los límites extremos de su territorio nacional.

 

 

Dos días después, el 5 de septiembre, anunció a su madre el nacimiento del niño:

 

 

Nació el 10 de agosto y su madre está bien porque me ha escrito dos cartas, una al día siguiente mismo, el 11 por la mañana, y otra el 18. Pesaba tres kilos seiscientos gramos tenía muchos cabellos castaños, la cabeza bien formada, la frente grande, los ojos muy azules —te estoy copiando la descripción que de él hace su madre, la cual añade, muy poéticamente, que parece bañado del sol como un fruto que todavía está en la rama—. Han pasado veinticinco días desde el nacimiento y ya debe de haber crecido. Se llama Lev, que en italiano significa Leone. Esto me parece un tanto exagerado para un niño que solo pesa tres kilos y medio y todavía no tiene ningún diente. Me pesa mucho estar tan lejos de mi compañera en este momento. Creo que tendrá que retrasar su venida durante algún tiempo: es difícil hacer cinco días de tren con un niño de pocos meses. Mientras tanto, sigue viviendo con su familia. En cuanto sea posible, me mandará una fotografía del niño, que te enviaré. Así podrás ver a tu nuevo nieto, que de momento solo tortura, a tres mil kilómetros de Italia, a su madre. La verdad es que ella escribe verdaderas locuras sobre él: que le saca la lengua para hacerle rabiar, lo cual me parece exagerado. ¿No crees? Pero quizá todas las madres vean estos milagros en su primer hijo.

 

 

El niño se llamó finalmente Delio, como Delio Delogu, el primo con el que Antonio había vivido de pequeño en Oristano y que había muerto muy joven (en una carta preguntará a su madre: «¿Sabe el tío Serafino que he dado el nombre de Delio a mi hijo?»).

 

 

Vivir lejos de Julia le entristecía ahora todavía más: «A veces me pasan por la cabeza muchas ideas melancólicas. Pienso en todo este tiempo pasado lejos el uno del otro; en tu vida intensa y en mi ausencia de tantas cosas, en tantos momentos. Lo peor es que no veo ninguna solución próxima a este estado de cosas y que durante algún tiempo será muy difícil que pueda salir de Italia; por otro lado, comprendo las dificultades que se oponen a que tú vengas a Italia». Quería ayudarla como fuese; pero ella, que no estaba en una situación muy boyante, creía que debía arreglárselas por sí sola y rechazaba el dinero. Fue el comienzo de largas discusiones:

 

 

Pero ¿por qué no has querido aceptar el dinero que él (Vincenzo Bianco, un emigrado político que residía en Moscú) tenía el encargo de darte? No creo que esto contravenga los principios y nuestras normas de vida: para mí habría sido un gran placer que lo aceptases. Pienso a menudo que no puedo hacer nada por vosotros, por el niño, y quisiera hacer algo. Creo que, si supiese que mi trabajo tiene alguna importancia en vuestra vida o que os ayuda a superar una dificultad, me sentiría muy feliz: me parecería que se habría creado un nuevo vínculo para unirnos, para darnos la ilusión de que estamos más cerca.

 

 

El intento fracasó. El 6 de octubre de 1924 le escribía, casi en tono de excusa:

 

 

¿Por qué he querido que Bianco te entregase algo de mi parte?... Solo he pensado en esto: que me habría gustado saber que algo de la vida del niño y de la tuya se debía a mí; para mí no representaba más que un pequeño sacrificio, digamos que un paquete de cigarrillos o un café de menos. ¿Por qué todo esto? Creo que se trata de un recuerdo de mi vida de niño, ligado a los padecimientos materiales y a las dificultades que se superan junto con la madre y los demás hermanos y que ligan, crean vínculos de solidaridad y de afecto que nada puede luego destruir. ¿Crees tú que la mejor de las sociedades comunistas podrá modificar fundamentalmente esta condición de las relaciones individuales? Yo creo que no, durante bastante tiempo.

 

 

La tendencia a unirse, a apretarse para superar todos juntos las dificultades —explicaba— es un sentimiento que no tiene nada de burgués; al contrario, es propio de las clases que sufren la inestabilidad de la vida y la inseguridad del pan, del vestido, del techo para los hijos y los ancianos. «Crees que estás a cubierto de todo riesgo porque vives en un Estado soviético; pero debes admitir que incluso en un Estado soviético estas condiciones siguen vigentes para muchísimos». Existían las leyes soviéticas que confiaban el niño al cuidado de la sociedad en general, además de confiarlo al cuidado del padre y de la madre, etc., y Julia se lo había recordado. Pero a Antonio esto le parecía más propio de Rousseau que de Lenin: «Cuando me describes la escena de los niños distribuidos a las madres que deben alimentarlos, todos llorando en una gran carriola, la escena me parece tan nítida que creo que te haré rabiar si digo que quizá cada vez den a la madre un niño distinto, pues la disciplina soviética no es tan perfecta como para dar una conciencia segura a las nianie(niñeras) de los hospitales». Finalmente, volvía a tocar el motivo de fondo de su melancolía: 

 

«Es una lástima que no haya podido compartir contigo las ansias y las alegrías de los primeros días de nuestro hijo; esto lo encontraré a faltar durante toda mi vida»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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