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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
(…)
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Angélica Balabánova le había obtenido el permiso de residencia en Viena. Vivía en una calle bastante alejada del centro. La habitación no tenía calefacción y la cama era —escribía— «alemana, muy dura, muy incómoda, con una especie de colcha en vez de sábanas y mantas que se me cae por todos los lados y me despierto continuamente con un pie o un hombro al aire congelados». La patrona de la casa, una judía convertida al catolicismo, había abjurado también de esta segunda religión para casarse con un comunista, Joseph Frey. Sin embargo, había vuelto a las prácticas del culto, sentía nostalgia por su viejo y buen emperador y maldecía al partido que la obligaba a tener en casa a un extranjero, por cuya causa la policía podía molestarla (al cabo de algunos meses Gramsci cambió de casa). Pasaba el tiempo en una especie de semiclausura. Solo salía para ir al restaurante o a alguna cita convenida. La ciudad no le atraía: «La nieve cubre las calles, el paisaje es una sucesión de montículos blancos que me recuerdan las salinas de Cagliari con los correspondientes forzados. Pero Viena es mucho más triste que Moscú. No hay aquí los trineos que con su ruido de campanas surcan alegres la blancura de las calles: no hay más que el estrépito de los tranvías. La vida transcurre triste y monótona». Vivía aislado. Tenía un secretario, Mario Codevilla, consumido por la tuberculosis y de escasa vivacidad intelectual: «Estoy siempre solo. Mi compañero no me procura ninguna comunión de pensamiento que vaya más allá de una banal conversación». Por eso esperaba con ansia que Julia fuese a reunirse con él.
Este era el tema de sus cartas: «Vivo aisladísimo y creo que tendré que seguir viviendo así durante bastante tiempo. Siento tu ausencia, siento un gran vacío en torno a mí. Hoy comprendo mejor que ayer y que anteayer lo mucho que te quiero, comprendo que cada día se puede querer más. ¿Cuándo será posible que vengas a vivir y a trabajar conmigo?». Siempre insistía en la cuestión de vivir juntos:
He pensado que quizá sea demasiado egoísta al pedirte que vengas a vivir conmigo, que te separes de tu vida habitual para estar junto a mí, lejos de la actividad fervorosa que te rodea, que está en el aire que respiras, aunque tu trabajo personal sea mecánico y externo. He pensado que quiero tenerte cerca porque estoy muy solo y esta soledad me entristece demasiado... Querida, debes venir conmigo. Te necesito. No puedo vivir sin ti... Estoy como suspendido en el aire, como alejado de la realidad. Siempre pienso, con un pesar infinito, en el tiempo que hemos pasado juntos, con tanta intimidad, con una expansión tan grande de nosotros mismos.
Pero Julia no se trasladó a Viena. Estaba débil, ya se manifestaban los primeros síntomas del agotamiento que años más tarde, durante la prisión de Antonio, la llevará a las puertas de la locura. Para justificar la imposibilidad de ir a Viena decía que no podía dejar solos a sus familiares. Y Antonio insistía: «Yo también he pensado en tu familia, pero ¿no puedes venir, aunque solo sea por unos meses? Qué bello sería un nuevo paréntesis de vida común, de alegría cotidiana en cada hora, en cada minuto… Me parece sentir tu mejilla junto a la mía y la mano que te acaricia la cabeza y te dice que te quiero aunque la boca calle». En las cartas de Julia se filtraba algo de su debilidad física y mental, pero solo un eco, un leve eco.
Me parece verte —le escribía Antonio el 21 de marzo de 1924— siempre seria, preocupada. Por eso quisiera que estuvieses junto a mí; creo que encontraría las cosas más ingeniosas para ponerte contenta, para hacerte sonreír. Haría relojes de corcho, violines de cartón, lagartos de cera con dos colas; en fin, agotaría todo mi repertorio de recuerdos sardos. Te contaría otras historias, a cuál más maravillosa, de mi infancia un poco selvática y primitiva, tan diferente de la tuya. Y después te abrazaría y te besaría una y otra vez, para sentirte viva en mí, vida de mi vida.
Julia permaneció en Moscú; esperaba un hijo. Al principio solo se lo había anunciado vagamente a Antonio. «Me ha dado un vuelco el corazón al leer tu carta. Sabes por qué. Pero tu referencia es vaga y yo me consumo, me muero de deseo, porque quisiera abrazarte y sentir una nueva vida, que une las nuestras más de lo que ya lo están, amor mío queridísimo». Después del primer anuncio hubo unas semanas de silencio. El 29 de marzo de 1924 Antonio le escribió:
El 24 de febrero hiciste una vaga referencia a tu maternidad que me había causado una gran alegría. Deseaba ardientemente que fueses madre; pensaba que esto fortalecería tu personalidad, que te haría superar una crisis que me parecía ver latente en ti, ligada a tu pasado, a tu infancia, a todo tu desarrollo intelectual, y te habría permitido amarme con un abandono más completo... Tu amor me ha fortalecido, me ha hecho un verdadero hombre o, por lo menos, me ha hecho comprender lo que es ser hombre y tener una personalidad. No sé si mi amor por ti ha tenido las mismas consecuencias; creo que sí porque también he sentido vivamente en ti, como en mí, esta potencia creadora. En el breve periodo de nuestra felicidad plena he pensado intensamente en que tu maternidad contribuiría a coronar todo esto. Has hecho una referencia a la misma, y después no has dicho nada más.
Al dolor por la separación de Julia se sumaba, en aquellos meses de vida en Viena, la desvinculación política. Gramsci se esforzaba en seguir, con las informaciones que recibía, las vicisitudes rusas y las del partido en Italia. Desde principios de 1922 Lenin sufría parálisis de las piernas y del brazo derecho y en marzo de 1923 había perdido el uso de la palabra. En el Partido Comunista ruso la lucha de las corrientes empezaba a endurecerse. El 13 de enero de 1924, ocho días antes de la muerte de Lenin, Gramsci escribía:
No conozco todavía los términos exactos de la discusión llevada a cabo en el partido (ruso). Solo he visto la resolución del Comité Central sobre la democracia del partido, pero no he visto ninguna otra resolución. No conozco el artículo de Trotski ni el de Stalin. No consigo explicarme el ataque de este último, que me ha parecido bastante irresponsable y peligroso. Pero quizá mi juicio sea equivocado por el desconocimiento de los materiales.
En Italia, la confusión dentro del partido había llegado al máximo desde hacía más de un año. La minoría de derecha (Tasca, Vota, Graziadei) y la mayoría (Togliatti, Scoccimarro, Terracini) se combatían encarnizadamente (Bordiga estaba en la cárcel y desde junio de 1923 no formaba parte del ejecutivo). Las orientaciones tácticas de la Internacional (primero, «el frente único»; después, la fusión con los socialistas; finalmente, al fracasar las negociaciones para la fusión, el bloque político entre los dos partidos) eran acogidas siempre de uñas por la mayoría, sin ninguna voluntad seria de ponerlas en práctica. Eran todavía fuertes en la mayoría los residuos de sectarismo, incluso después de la deposición de Bordiga en junio de 1923 por el ejecutivo ampliado de la Internacional. En la reunión del Comité Central del 9 de agosto de 1923, Tasca dijo:
Ha llegado a mis manos el acta de una reunión entre camaradas de la mayoría y de ella resulta que si, por un lado, el camarada Palmi (Togliatti) y otros han expresado el deseo de colaborar con la política de la Internacional, después de una aclaración que precisase la posición pasada y presente de la mayoría, el camarada Urbani (Terracini), en cambio, ha expresado la opinión de que se debía aceptar exteriormente, pero siguiendo con la aplicación a escondidas de las viejas directivas del partido, desaprobadas por Moscú.
El acta a que se refiere Tasca, conocida, indudablemente, por vías indirectas, es un claro signo del clima del PCI en aquellos meses. Togliatti refiere al respecto: «En la lucha de fracciones, que se reflejaba incluso en los organismos de dirección más delicados, era una regla la búsqueda por ambas partes de las cartas y los documentos que pudiesen utilizarse contra los exponentes del grupo adversario». En aquella atmósfera viciada, en la que habían llegado a ser habituales la ambigüedad y la intriga, se debatía una iniciativa tomada por Bordiga en la cárcel. Cabe decir que este, aunque fuese hombre de ideas extremas, tenía por lo menos el mérito de no ocultarlas y asumía la responsabilidad hasta las últimas consecuencias, por desagradables que fuesen, sin excluir la pérdida del poder. Su idea era, pues, que la mayoría del PCI tenía que romper con la Internacional. Con este fin, proponía la publicación de un manifiesto firmado por todos los dirigentes, con excepción, naturalmente, de Tasca y de los demás miembros de la minoría de derecha. Gramsci fue el único de los interpelados que rechazó sin vacilar la iniciativa. La misma actitud, aunque en un plano diferente, había adoptado Leonetti. En cambio, Terracini y Scoccimarro la compartían. Togliatti estaba indeciso. Por un lado, consideraba la propuesta de Bordiga «conforme a una lógica rigurosa hasta el exceso» («La táctica de la Internacional tiende a ligarnos al PSI exactamente igual que como estábamos antes de Liorna, por no decir peor»); pero, por otro lado, era consciente de los grandes riesgos de la ruptura:
En la práctica, en las actuales condiciones, hacer lo que dice Amadeo significa entrar en lucha abierta contra la Internacional Comunista, salirse de esta y, por consiguiente, privarse de un poderoso apoyo material y moral, reducidos a un pequeñísimo grupo unido por vínculos casi exclusivamente personales, y condenados en poco tiempo, si no a dispersarnos, por lo menos a perder toda influencia real y práctica inmediata en el desarrollo de la lucha política en Italia.
El 5 de enero de 1924, Gramsci escribió a Scoccimarro desde Viena comunicándole los motivos de su negativa a firmar el manifiesto:
Después de la publicación del manifiesto la mayoría podría ser totalmente descalificada e incluso excluida del Comintern. Yo creo que la exclusión se produciría si la situación política en Italia no se opusiese a ella. Según la concepción del partido que se deriva del manifiesto, la exclusión debería ser taxativa. Si una de nuestras federaciones hiciese solo la mitad de lo que la mayoría del partido quiere hacer con el Comintern, su disolución sería inmediata. No firmaré el manifiesto porque no quiero parecer un completo payaso.
La negativa de Gramsci no obedecía únicamente al aspecto formal. Desde los años de su primera formación política había sido el hombre del «diálogo», de la «apertura». El sectarismo le repugnaba. Lo había combatido ya antes de Liorna, en polémica con el grupo de Il Soviet. Después se había constituido el PCI, inevitablemente, por las directivas de la Internacional, con una ruptura mucho más a la izquierda de lo que él decía querer hasta un mes antes del congreso de Liorna. El «paso a la derecha» sugerido después por la Internacional no podía dejar de satisfacerle. «No creo, en absoluto, que la táctica elaborada en las reuniones del ejecutivo ampliado y en el IV Congreso (donde se aprobó la fusión del PCI con el PSI) sea errónea. Ni por el planteamiento general ni por los detalles relevantes». El manifiesto ponía a Gramsci ante la urgente necesidad de resolver dos problemas, mezclados entre sí: 1) cómo disuadir a Bordiga de la iniciativa; 2) cómo formar un nuevo grupo dirigente dispuesto a aplicar con lealtad las nuevas directivas de la Internacional.
Gramsci no se hacía muchas ilusiones sobre la flexibilidad de Bordiga: «Tiene una personalidad vigorosa y está tan profundamente convencido de tener razón que es absurdo pensar en engatusarlo con un compromiso. Seguirá luchando y en todas las ocasiones volverá a presentar sus tesis intactas». Y añadía: «Estoy convencido de que es inamovible; estoy convencido incluso de que no vacilaría en separarse del partido y de la Internacional antes que ocupar un cargo responsable en contra de sus convicciones». Quedaba el problema, muy delicado, de la actitud a adoptar frente a él:
Yo también creo que el partido no puede pasarse de su colaboración, pero ¿qué hacer?... Su carácter inflexible y tenaz hasta el absurdo nos obliga a pensar en la posibilidad de construir el partido y el centro dirigente sin él y contra él. Creo que en las cuestiones de principio no hemos de llegar a más compromisos, como en el pasado: vale más la polémica clara, leal, una polémica que vaya al fondo de las cosas, ayude al partido y lo prepare para todas las eventualidades. Naturalmente, la cuestión no está cerrada: este es mi parecer, por ahora.
El problema era quién habría de constituir el nuevo grupo dirigente. A fines de enero de 1924 Gramsci todavía tenía al respecto muchas dudas y vacilaciones. Consideraba ya totalmente disgregado el antiguo grupo de L’Ordine Nuovo y, por lo menos en aquel momento, excluía que la renovación del partido pudiese basarse en los hombres y el programa del viejo grupo turinés. El 28 de enero de 1924, escribió a Alfonso Leonetti:
No comparto tu punto de vista de que se debe revalorizar el grupo de Turín formado en torno a L’Ordine Nuovo... Tasca pertenece a la minoría que ha llevado a las consecuencias extremas la posición asumida desde enero de 1920 y culminada en la polémica entre él y yo. Togliatti no sabe decidirse, como ha sido siempre un poco su costumbre: la «vigorosa» personalidad de Amadeo le ha impresionado fuertemente y le hace adoptar una posición intermedia, con una indecisión que quiere justificar incluso con argumentos puramente jurídicos. Umberto (Terracini) creo que, en el fondo, es más extremista incluso que Bordiga, porque ha absorbido su concepción, pero no posee su fuerza intelectual, su sentido práctico y su capacidad de organización. ¿Cómo podría revivir, pues, nuestro grupo? No parecería nada más que una camarilla reunida en torno a mi persona por razones burocráticas. Las mismas ideas fundamentales que caracterizaron la actividad de L’Ordine Nuovo son anacrónicas... Hoy las perspectivas son diferentes y hay que evitar insistir demasiado en el hecho de la tradición turinesa y del grupo turinés. Acabaríamos cayendo en polémicas de tipo personalista para disputarnos una herencia de recuerdos y de palabras.
Pero las posibles soluciones no eran muchas, dadas las circunstancias. En las semanas que siguieron Gramsci revisó hasta cierto punto su posición inicial, debido probablemente no solo al examen crítico de la experiencia turinesa y de su desarrollo, sino también al desánimo momentáneo. El día de Año Nuevo de 1924 había escrito a Julia: «Da un tirón de orejas a Bianco. Dile que escribo por lo menos media docena de cartas al día. En toda mi vida no he escrito tantas cartas como en estos días». La literatura epistolar no había sido nunca su género preferido. Siguió escribiendo durante toda su estancia en Viena. Poco a poco las indecisiones de algunos camaradas desaparecieron y otros consideraron conveniente dar la impresión de que habían desaparecido. Así que el nuevo grupo no se formó sin equívocos. Sin embargo, se habían creado las condiciones para una labor alineada con las directivas de la Internacional. El primero de marzo de 1924, Gramsci escribió a Scoccimarro y Togliatti:
Yo no tenía ni la capacidad ni la voluntad necesarias y no quería asumir el peso de determinar la nueva situación en las condiciones en que me encontraba. Hoy, después de vuestra carta, pienso de otra manera; se puede constituir un grupo capaz de laborar y de tomar la iniciativa. Yo daré a este grupo toda la contribución y la colaboración que mis fuerzas me consientan, en lo que buenamente valgan. No me será posible hacer todo lo que quisiera, porque sigo sufriendo una atroz debilidad que me hace temer una recaída en el estado de sopor y de atontamiento por el que pasé hace algunos años; pero a pesar de esto me esforzaré igualmente.
A pesar de la mala salud, trabajaba también haciendo traducciones y escribiendo para la prensa del partido. El 12 de febrero de 1924 se había publicado en Milán el primer número de L’Unità. Desde el primero de marzo se publicaba la tercera serie de L’Ordine Nuovo, ahora quincenal. El 15 de marzo escribió a Julia:
Te envío el primer número de L’Ordine Nuovo, del que estoy poco satisfecho. Hacía ya un mes que estaba redactado cuando salió, y lo habíamos escrito con prisas porque parecía que iba a salir enseguida. Ha tenido éxito. Se ha hecho una tirada de 6.500 ejemplares (1.500 más que en 1920) y el primer día se agotó toda la edición. Desde Turín y Milán pedían a Roma dos mil ejemplares más, que no se pudieron suministrar... Esta adhesión y las esperanzas que muchos camaradas ponen en la obra que podrá realizar L’Ordine Nuovo renacido me abaten; siento más todavía mi debilidad, mi incapacidad. Se necesitaría una voluntad de hierro, un cerebro siempre lúcido y dispuesto, una capacidad de trabajo material que son, precisamente, las cosas que me faltan.
Quería que Julia estuviese junto a él para recuperar algunas de estas fuerzas. Pero ella no podía moverse, porque esperaba el nacimiento del hijo.
¿Te podré sacar la lengua, todavía? Ahora somos personas serias, dentro de poco tendremos un hijo y no hay que dar malos ejemplos a los pequeños. ¿Ves cuántos horizontes nuevos se nos abren?... Hago un poco el loco, pero sin muchas ganas. La verdad es que te quiero mucho, que pienso en ti continuamente y de vez en cuando creo abrazarte estrechamente, muy estrechamente. Me ocurren cosas raras: apenas hube recibido tu última carta, me pareció que habías llegado a Viena y que te iba a encontrar por la calle. Me había sentido mal, una vez más sin poder dormir, y tu carta me había exaltado. Cuando pueda abrazarte, creo que me sentiré mal, hasta tal punto me trastornará la pasión. Querida Julia, eres toda mi vida, como nunca la había sentido antes de amarte: es algo grande y bello que llena todos los minutos y todas las vibraciones del ser. Hoy quiero ser fuerte como nunca lo he querido, porque quiero ser feliz por tu amor y esta voluntad se refleja en toda mi actividad. Pienso que, cuando vivamos juntos, seremos invencibles y encontraremos el medio de derrotar incluso al fascismo; queremos un mundo libre y bello para nuestro hijo y lucharemos para conseguir que así sea como nunca hemos luchado, con una astucia que nunca hemos tenido, con una tenacidad, con una energía que derribará todos los obstáculos.
El 12 de mayo de 1924 dejó finalmente Viena después de una estancia de cinco meses y medio. En las elecciones del 6 de abril había sido elegido diputado por una circunscripción véneta. Gracias a la inmunidad parlamentaria, que le garantizaba ahora contra la detención, podía regresar a Italia. Dos años hacía desde que salió. Enseguida pudo oír, por boca de los mismos que las habían sufrido, las trágicas vicisitudes de aquellos años, los asesinatos, las tropelías, los incendios. También su hermano Gennaro había sufrido las violencias de los fascistas.
[ Gramsci dirá a su mujer: «Ha sido triste regresar a Italia y [...] conocer enseguida por boca de otros la persecución que los fascistas, creyéndome en Turín, han hecho objeto a mi sombra, y los palos y las cuchilladas que ha sufrido por mi cuenta mi hermano, que ha perdido un dedo y la mitad de su sangre». ]
Esto había ocurrido en diciembre de 1922; una camarada, Pia Carena, había ayudado después a Gennaro a huir a Francia.
Cuando volvió a Italia, Gramsci pudo comprobar también que el partido, como organización homogénea, no existía. Entre la cabeza y el cuerpo, entre el nuevo grupo dirigente y los cuadros periféricos, había una escisión, una desvinculación que provocaba la parálisis o, peor aún, la contradicción de un organismo orientado en un sentido por el pensamiento (las directivas de la Internacional y de Gramsci) y movido en sentido opuesto por las piernas (el aparato de base). Bordiga, desposeído de la dirección del partido por una intervención autoritaria de la Internacional, seguía controlando la mayoría de las federaciones. Las masas, permeables a un cierto tipo de predicación incendiaria, le seguían en su extremismo, en su negativa a aceptar otra perspectiva, ni siquiera intermedia, que no fuese la insurrección. Gramsci pudo hacerse cargo de la correlación de fuerzas dentro del partido durante la conferencia clandestina convocada en mayo cerca de Como, pocos días después de su regreso a Italia. La reunión fue la primera ocasión para contar las propias fuerzas, recuento que resultó decididamente desfavorable para Gramsci.
[ La reunión, escribirá Gramsci, «se celebró como si se tratase de una excursión por la montaña de los empleados de una fábrica de Milán: durante el día discutíamos sin parar sobre las tendencias, sobre la táctica, y a la hora de comer en el albergue, lleno de huéspedes, pronunciábamos discursos fascistas, entonábamos himnos a Mussolini: era una comedia general para no despertar sospechas y para que no nos inquietasen en las reuniones que celebrábamos en unos valles bellísimos, cubiertos de blancos narcisos». ]
Los participantes se encontraron ante tres mociones: la primera, presentada por la nueva mayoría del Comité Central (Gramsci y su grupo), tuvo el voto de solo cuatro miembros del Comité Central (tres de los cuales estaban ausentes) y de cuatro secretarios de federación; a la segunda, presentada por la minoría de derecha (Tasca y su grupo), se adhirieron cuatro componentes del Comité Central y seis secretarios interregionales o federales; la moción Bordiga, claramente victoriosa sobre las demás, fue apoyada por un miembro del Comité Central, por treinta y nueve secretarios interregionales o federales y por el representante de la federación juvenil. Gramsci pudo comprobar aquel día lo mucho que quedaba por hacer para la conquista efectiva del partido, internacionalista en el vértice y bordiguiano al nivel de los cuadros intermedios. Pero no se rindió. En los dos años pasados en el extranjero había cambiado. Había cumplido los treinta y tres años y tenía más garra, manifestaba una voluntad de dominio antes insospechada en él. Ahora veía más claramente que en el pasado la necesidad de que coincidiesen la elaboración del pensamiento político y el ejercicio del poder para la afirmación de aquel pensamiento. No se había restablecido totalmente de la crisis física. Seguía padeciendo insomnio. Sin embargo, animado por aquella voluntad que tantas veces le había ayudado a salir del abismo de unas crisis terribles, se puso a laborar sin un momento de respiro…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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