viernes, 20 de septiembre de 2024



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LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ 13 ]

 

 

 

 

III. LAS CONSECUENCIAS DEL 13 DE JUNIO DE 1849

 

 

(…) Sólo una fracción del partido del orden participaba directamente en el derrocamiento de la aristocracia financiera: los fabricantes. No hablamos de los medianos ni de los pequeños industriales; hablamos de los regentes del interés fabril, que bajo Luis Felipe habían formado la amplia base de la oposición dinástica. Su interés está indudablemente en que se disminuyan los gastos de la producción, es decir, en que se disminuyan los impuestos, que gravan la producción, y en que se disminuya la deuda pública, cuyos intereses gravan los impuestos. Están, pues, interesados en el derrocamiento de la aristocracia financiera. 

 

 

En Inglaterra —y los mayores fabricantes franceses son pequeños burgueses, comparados con sus rivales británicos— vemos efectivamente a los fabricantes —a un Cobden, a un Bright— a la cabeza de la cruzada contra la Banca y contra la aristocracia de la Bolsa. ¿Por qué no en Francia? En Inglaterra predomina la industria; en Francia, la agricultura. En Inglaterra la industria necesita del free trade“ (Libre cambio.); en Francia necesita aranceles protectores, o sea, el monopolio nacional junto a los otros monopolios. La industria francesa no domina la producción francesa, y por eso los industriales franceses no dominan a la burguesía francesa. Para sacar a flote sus intereses frente a las demás fracciones de la burguesía, no pueden, como los ingleses, marchar al frente del movimiento y al mismo tiempo poner su interés de clase en primer término; tienen que seguir al cortejo de la revolución y servir intereses que están en contra de los intereses comunes de su clase. En Febrero no habían sabido ver dónde estaba su puesto, y Febrero les aguzó el ingenio. ¿Y quién está más directamente amenazado por los obreros que el patrono, el capitalista industrial? En Francia, el fabricante tenía que convertirse necesariamente en el miembro más fanático del partido del orden. La merma de su ganancia por la finanza, ¿qué importancia tiene al lado de la supresión de toda ganancia por el proletariado? 

 

 

En Francia, el pequeñoburgués hace lo que normalmente debiera hacer el burgués industrial; el obrero hace lo que normalmente debiera ser la misión del pequeñoburgués; y la misión del obrero, ¿quién la cumple? Nadie. Las tareas del obrero no se cumplen en Francia; sólo se proclaman. Su solución no puede ser alcanzada en ninguna parte dentro de las fronteras nacionales; la guerra de clases dentro de la sociedad francesa se convertirá en una guerra mundial entre naciones. La solución comenzará a partir del momento en que, a través de la guerra mundial, el proletariado sea empujado a dirigir al pueblo que domina el mercado mundial, a dirigir a Inglaterra. La revolución, que no encontrará aquí su término, sino su comienzo organizativo, no será una revolución de corto aliento. La actual generación se parece a los judíos que Moisés conducía por el desierto. No sólo tiene que conquistar un mundo nuevo, sino que tiene que perecer para dejar sitio a los hombres que estén a la altura del nuevo mundo. 

 

Pero volvamos a Fould.

 

El 14 de noviembre de 1849, Fould subió a la tribuna de la Asamblea Nacional y explicó su sistema financiero: ¡la apología del viejo sistema fiscal! ¡Mantenimiento del impuesto sobre el vino! ¡Revocación del impuesto sobre la renta de Passy! 

 

 

Tampoco Passy era ningún revolucionario; era un antiguo ministro de Luis Felipe. Era uno de esos puritanos de la envergadura de Dufaure y uno de los hombres de más confianza de Teste, el chivo expiatorio de la monarquía de Julio.

 

[ El 8 de julio de 1847, comenzó ante el Tribunal de los pares de París el proceso contra Parmentier y el general Cubières por corrupción de funcionarios con objeto de obtener una concesión de minas de sal, y contra Teste, ministro de Obras Públicas de entonces, acusado de haberse dejado sobornar por ellos. Este último intentó suicidarse durante el proceso. Todos fueron condenados a fuertes multas. Teste, además, a tres años de cárcel. / Nota de F. Engels para la edición de 1895.]

 

 

También Passy había alabado el viejo sistema fiscal y recomendado el mantenimiento del impuesto sobre el vino, pero al mismo tiempo había desgarrado el velo que cubría el déficit del Estado. Había declarado la necesidad de un nuevo impuesto, del impuesto sobre la renta, si no se quería llevar al Estado a la bancarrota. Fould, que recomendara a Ledru-Rollin la bancarrota del Estado, recomendó a la Asamblea Legislativa el déficit del Estado. Prometió ahorros cuyo misterio se reveló más tarde: por ejemplo, los gastos disminuyeron en sesenta millones y la deuda flotante aumentó en doscientos; artes de escamoteo en la agrupación de las cifras y en la rendición de las cuentas, que en último término iban todas a desembocar en nuevos empréstitos. 

 

 

Con Fould en el ministerio, al encontrarse en presencia de las demás fracciones burguesas celosas de ella, la aristocracia financiera no actuó, naturalmente, de un modo tan cínicamente corrompido como bajo Luis Felipe. Pero el sistema era, a pesar de todo, el mismo: aumento constante de las deudas, disimulación del déficit. Y con el tiempo volvieron a asomar más descaradamente las viejas estafas de la Bolsa. Prueba de ello: la ley sobre el ferrocarril de Avignon, las misteriosas oscilaciones de los valores del Estado, que durante un momento fueron el tema de las conversaciones de todo París, y finalmente las fracasadas especulaciones de Fould y Bonaparte sobre las elecciones del 10 de marzo. Con la restauración oficial de la aristocracia financiera, el pueblo francés tenía que verse pronto abocado a un nuevo 24 de febrero. 

 


La Constituyente, en un acceso de misantropía contra su heredera, había suprimido el impuesto sobre el vino para el año de gracia de 1850. Con la supresión de los viejos impuestos no se podían pagar las nuevas deudas. Creton, un cretino del partido del orden, había solicitado el mantenimiento del impuesto sobre el vino ya antes de que la Asamblea Legislativa suspendiese sus sesiones. Fould recogió esta propuesta, en nombre del ministerio bonapartista, y el 20 de diciembre de 1849, en el aniversario de la elevación de Bonaparte a la Presidencia, la Asamblea Nacional decretó la restauración del impuesto sobre el vino. 

 

 

El abogado de esta restauración no fue ningún financiero, fue el jefe de los jesuitas Montalembert. Su deducción era contundentemente sencilla: el impuesto es el pecho materno de que se amamanta el Gobierno. El Gobierno son los instrumentos de represión, son los órganos de la autoridad, es el ejército, es la policía, son los funcionarios, los jueces, los ministros, son los sacerdotes. El ataque contra los impuestos es el ataque de los anarquistas contra los centinelas del orden, que amparan la producción material y espiritual de la sociedad burguesa contra los ataques de los vándalos proletarios. El impuesto es el quinto dios, al lado de la propiedad, la familia, el orden y la religión. Y el impuesto sobre el vino es indiscutiblemente un impuesto; y no un impuesto como otro cualquiera, sino un impuesto tradicional, un impuesto de espíritu monárquico, un impuesto respetable. Vive l'impôt des boissons! Three cheers and one more! (¡Viva el impuesto sobre el vino! ¡Tres vivas y un viva más!).

 


El campesino francés, cuando quiere representar al diablo, lo pinta con la figura del recaudador de contribuciones. Desde el momento en que Montalembert elevó el impuesto a la categoría de dios, el campesino renunció a dios, se hizo ateo y se echó en brazos del diablo, en brazos del socialismo. Tontamente, la religión del orden lo dejó escapar de sus manos; lo dejaron escapar los jesuitas, lo dejó escapar Bonaparte. El 20 de diciembre de 1849 comprometió irrevocablemente al 20 de diciembre de 1848. El «sobrino de su tío» no era el primero de la familia a quien derrotaba el impuesto sobre el vino, este impuesto que, según la expresión de Montalembert, barruntaba la tormenta revolucionaria. El verdadero, el gran Napoleón, declaró en Santa Elena que el restablecimiento del impuesto sobre el vino había contribuido a su caída más que todo lo demás junto, al enajenarle las simpatías de los campesinos del Sur de Francia.

 

 

Ya bajo Luis XIV era este impuesto el favorito del odio del pueblo (véanse las obras de Boisguillebert y Vauban); y, abolido por la primera revolución, Napoleón lo había restablecido en 1808, bajo una forma modificada. Cuando la restauración entró en Francia, delante de ella no cabalgaban solamente los cosacos, sino también la promesa de supresión del impuesto sobre el vino. La gentil-hommerie (La nobleza.) no necesitaba, naturalmente, cumplir su palabra a la gens taillable à merci et miséricorde. (La gente a quien se podía gravar con impuestos a discreción.) 1830 fue un año que prometió la abolición del impuesto sobre el vino. No estaba en sus costumbres hacer lo que decía ni decir lo que hacía. 1848 prometió la abolición del impuesto sobre el vino, como lo prometió todo. Por último, la Constituyente, que nada había prometido, dio, como queda dicho, una disposición testamentaria según la cual el impuesto sobre el vino debería desaparecer a partir del 1 de enero de 1850. Y precisamente diez días antes del 1 de enero, la Asamblea Legislativa volvió a restablecerlo. Es decir, que el pueblo francés perseguía continuamente a este impuesto, y cuando lo echaba por la puerta se le colaba de nuevo por la ventana. 

 

 

El odio popular contra el impuesto sobre el vino se explica por la razón de que este impuesto era suma y compendio de todo lo que tenía de execrable el sistema fiscal francés. El modo de su percepción es odioso y el modo de su distribución, aristocrático, pues las tasas son las mismas para los vinos más corrientes que para los más caros. Aumenta, por tanto, en progresión geométrica, con la pobreza del consumidor, como un impuesto progresivo al revés. Es una prima a la adulteración y a la falsificación de los vinos y provoca, por tanto, directamente, el envenenamiento de las clases trabajadoras. Disminuye el consumo montando fielatos a las puertas de todas las ciudades de más de 4.000 habitantes y convirtiendo cada ciudad en un territorio extranjero con aranceles protectores contra los vinos franceses. Los grandes tratantes en vinos, pero sobre todo los pequeños, los «marchands de vin», los taberneros, cuyos ingresos dependen directamente del consumo de bebidas, son otros tantos adversarios declarados de este impuesto. Y, finalmente, al reducir el consumo, el impuesto sobre el vino merma a la producción el mercado. A la par que incapacita a los obreros de las ciudades para pagar el vino, incapacita a los campesinos vinícolas para venderlo. Y Francia cuenta con una población vitivinícola de unos doce millones. Fácil es comprender, con esto, el odio del pueblo en general y el fanatismo de los campesinos en particular contra el impuesto sobre el vino. Además en su restablecimiento no veían un acontecimiento aislado, más o menos fortuito.

 

 

Los campesinos tienen una modalidad propia de tradición histórica, que se hereda de padres a hijos. Y en esta escuela histórica se murmuraba que todo gobierno, en cuanto quiere engañar a los campesinos, promete abolir el impuesto sobre el vino y, después que los ha engañado, lo mantiene o lo restablece. Por el impuesto sobre el vino paladea el campesino el bouquet del gobierno, su tendencia. El restablecimiento del impuesto sobre el vino, el 20 de diciembre, quería decir: Luis Bonaparte es como los otros. Pero éste no era como los otros, era una invención campesina, y en los pliegos con millones de firmas contra el impuesto sobre el vino, los campesinos retiraban los votos que habían dado hacía un año al «sobrino de su tío». 

 

 

La población campesina —más de los dos tercios de la población total de Francia—, está compuesta en su mayor parte por los propietarios territoriales supuestamente libres. La primera generación, liberada sin compensación de las cargas feudales por la revolución de 1789, no había pagado nada por la tierra. Pero las siguientes generaciones pagaban bajo la forma de precio de la tierra lo que sus antepasados semisiervos habían pagado bajo la forma de rentas, diezmos, prestaciones personales, etc.

 

 

Cuanto más crecía la población y más se acentuaba el reparto de la tierra, más caro era el precio de la parcela, pues a medida que ésta disminuye, aumenta la demanda en torno a ella. Pero en la misma proporción en que subía el precio que el campesino pagaba por la parcela —tanto si la compraba directamente como si sus coherederos se la cargaban en cuenta como capital—, aumentaba necesariamente el endeudamiento del campesino, es decir, la hipoteca. El título de deuda que grava el suelo se llama, en efecto, hipoteca, o sea, papeleta de empeño de la tierra. Al igual que sobre las fincas medievales se acumulaban los privilegios, sobre la parcela moderna se acumulan las hipotecas. Por otra parte, en la economía parcelaria, la tierra es, para su propietario, un mero instrumento de producción. Ahora bien, a medida que el suelo se reparte, disminuye su fertilidad. La aplicación de maquinaria al cultivo, la división del trabajo, los grandes medios para mejorar la tierra, tales como la instalación de canales de drenaje y de riego, etc., se hacen cada vez más imposibles, a la par que los gastos improductivos del cultivo aumentan en la misma medida en que aumenta la división del instrumento de producción en sí. Y todo esto, lo mismo si el dueño de la parcela posee capital que si no lo posee. Pero, cuanto más se acentúa la división, más es el pedazo de tierra con su mísero inventario el único capital del campesino parcelista, más se reduce la inversión del capital sobre el suelo, más carece el pequeño campesino [Kotsass] de la tierra, de dinero y de cultura para aplicar los progresos de la agronomía, más retrocede el cultivo del suelo. Finalmente, el producto neto disminuye en la misma proporción en que aumenta el consumo bruto, en que toda la familia del campesino se ve imposibilitada para otras ocupaciones por la posesión de su tierra, aunque de ésta no pueda sacar lo bastante para vivir. 

 

 

Así, pues, en la misma medida en que aumenta la población, y con ella la división del suelo, encarece el instrumento de producción, la tierra, y disminuye su fertilidad, y en la misma medida decae la agricultura y se carga de deudas el campesino. Y lo que era efecto se convierte, a su vez, en causa. Cada generación deja a la otra más endeudada, cada nueva generación comienza bajo condiciones más desfavorables y más gravosas, las hipotecas engendran nuevas hipotecas y, cuando el campesino no puede encontrar en su parcela una garantía para contraer nuevas deudas, es decir, cuando no puede gravarla con nuevas hipotecas, cae directamente en las garras de la usura, y los intereses usurarios se hacen cada vez más descomunales. 

 

 

Y así se ha llegado a una situación en que el campesino francés, bajo la forma de intereses por las hipotecas que gravan la tierra, bajo la forma de intereses por los adelantos no hipotecarios del usurero, cede al capitalista no sólo la renta del suelo, no sólo el beneficio industrial, en una palabra: no sólo toda la ganancia neta, sino incluso una parte del salario; es decir, que ha descendido al nivel del colono irlandés, y todo bajo el pretexto de ser propietario privado. 

 

 

En Francia, este proceso fue acelerado por la carga fiscal continuamente creciente y por las costas judiciales, en parte provocadas directamente por los mismos formalismos con que la legislación francesa rodea a la propiedad territorial, en parte por los conflictos interminables que se producen entre parcelas que lindan unas con otras y se entrecruzan por todos lados, y en parte por la furia pleiteadora de los campesinos, en quienes el disfrute de la propiedad se reduce al goce de hacer valer fanáticamente la propiedad imaginaria, el derecho de propiedad. 

 

 

Según una estadística de 1840, el producto bruto del suelo francés ascendía a 5.237.178.000 francos. De éstos, 3.552.000.000 de francos se destinan a gastos de cultivo, incluyendo el consumo de los hombres que trabajan. Queda un producto neto de 1.685.178.000 francos, de los cuales hay que descontar 550 millones para intereses hipotecarios, 100 millones para los funcionarios de justicia, 350 millones para impuestos y 107 millones para derechos de inscripción, timbres, tasas del registro hipotecario, etc. Queda la tercera parte del producto neto, 538 millones, que, repartidos entre la población, no tocan ni a 25 francos de producto neto por cabeza. En esta cuenta no entran, naturalmente, ni la usura extrahipotecaria ni las costas de abogados, etc. 

 

 

Fácil es comprender la situación en que se encontraron los campesinos franceses, cuando la república añadió a las viejas cargas otras nuevas. Como se ve, su explotación se distingue de la explotación del proletariado industrial sólo por la forma. El explotador es el mismo: el capital. Individualmente, los capitalistas explotan a los campesinos por medio de la hipoteca y de la usura; la clase capitalista explota a la clase campesina por medio de los impuestos del Estado. El título de propiedad del campesino es el talismán con que el capital le venía fascinando hasta ahora, el pretexto de que se valía para azuzarle contra el proletariado industrial. Sólo la caída del capital puede hacer subir al campesino; sólo un gobierno anticapitalista, proletario, puede acabar con su miseria económica y con su degradación social. La república constitucional es la dictadura de sus explotadores coligados; la república socialdemocrática, la república roja, es la dictadura de sus aliados. Y la balanza sube o baja según los votos que el campesino deposita en la urna electoral. El mismo tiene que decidir su suerte. Así hablaban los socialistas en folletos, en almanaques, en calendarios, en proclamas de todo género. Hicieron este lenguaje más asequible al campesino los escritos polémicos que lanzó el partido del orden, el cual también, a su vez, se dirigió a él y, con la burda exageración, con la brutal interpretación y exposición de las intenciones e ideas de los socialistas, fue a dar precisamente con el verdadero tono campesino y sobreexcitó el apetito de aquél hacia el fruto prohibido. Pero los que hablaban el lenguaje más inteligible eran la propia experiencia que la clase campesina tenía ya del uso del derecho al sufragio y los desengaños, que, en el rápido desarrollo revolucionario, iban descargando golpe tras golpe sobre su cabeza. Las revoluciones son las locomotoras de la historia…

 

(continuará)

 

 

 

[Fragmento de: Karl MARX “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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