sábado, 14 de septiembre de 2024


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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

16

 

Llegó a Moscú con una fuerte depresión. Estaba enfermo. Pagaba la tensión polémica de los últimos tiempos, las amarguras y las incomprensiones y, además, unas fatigas que no podía soportar sin grave detrimento un hombre como él, que al cuerpo desgraciado unía la desnutrición y los choques psicológicos sufridos de pequeño. Sus compañeros de trabajo se dieron pronto cuenta de sus pésimas condiciones de salud y, a principios del verano, Grigori Zinóviev, que presidía entonces la Internacional, quiso que fuese a recuperarse al sanatorio del Serebriani Bor («El bosque de plata»), en la periferia de Moscú. Tenía tics nerviosos, altibajos «casi feroces», convulsiones. «Algunas personas muy amables, que venían a hacerme compañía —contará—, me dijeron más tarde que habían tenido miedo, sabiendo que era sardo, ¡de que intentase degollar a alguien!». Entre estas personas «muy amables» había una enferma, Eugenia Schucht, algo mayor que él, que hablaba perfectamente el italiano. Una forma grave de agotamiento psicofísico le impedía andar, y gracias a la posibilidad de comunicación inmediata por su conocimiento del italiano y de Italia se hicieron amigos. Al poco tiempo, Antonio sabía ya muchas cosas de Eugenia y de su larga estancia con la familia en Italia, en Roma.

 

 

Había nacido en Siberia, durante la deportación del padre, Apolo Schucht, antizarista de origen escandinavo. Era la tercera hija. Antes que ella habían nacido Nadina y Tatiana. Hacia 1890, la familia se trasladó a Francia, a Montpellier concretamente, y después a Ginebra. En la emigración, nacieron Ana y en 1896 Julia y finalmente Víctor, el único varón. A principios de siglo la familia se instaló en Roma. Apolo Schucht, hombre rico, versado en el estudio de la literatura francesa y con una buena cultura musical, era de familia de militares y tenía un patrimonio que le permitía vivir tranquilamente sin penurias. Todas las hijas estudiaban; Nadina hizo dos licenciaturas y regresó a Rusia para casarse; Tatiana siguió los cursos de ciencias naturales de la Universidad de Roma; Eugenia fue al Instituto de Bellas Artes de la calle Ripetta, Ana y Julia, ambas con vocación musical, eran alumnas del curso de violín del Liceo Musical, anexo a la Academia de Santa Cecilia. Pasaron en Roma los años de la adolescencia y de la primera juventud. Habitaban en la calle Montserrato y después en la calle Buonconsiglio, cerca del Coliseo. Finalmente, se trasladaron a la calle Adda. Apolo no trabajaba, con excepción de una época en que dio clases de ruso a los oficiales en el Ministerio de la Guerra. En el otoño de 1913 la familia comenzó a dispersarse. Las primeras que dejaron Italia fueron Eugenia y Ana. 

 


Se trasladaron a Varsovia: Eugenia enseñaba en una escuela israelita y Ana se casó el 13 de mayo de 1915 con Teodoro Zabel. Pocos meses después, Julia, que había terminado los estudios de violín, dejó Italia, seguida al cabo de poco tiempo por su madre. Apolo y el hijo Víctor se trasladaron a Suiza. El 29 de septiembre de 1915 Apolo escribió a Leonilde Perilli, una amiga romana de las hijas: «He recibido carta de Moscú: Genia tiene trabajo, Julia todavía no. Ana irá a vivir con la madre de su marido en un pueblo cerca de Moscú». A principios de 1916, Eugenia, Ana, Julia y su madre estaban en Ivánovo Voznesiensk, una ciudad textil a un centenar de kilómetros de Moscú. En diciembre de 1916 toda la familia volvió a reunirse en Moscú, con excepción de Nadina, de la que no se han tenido más noticias, y de Tatiana, que había permanecido en Italia. El régimen zarista estaba a punto de caer. Los Schucht estaban también en Moscú cuando estalló la Revolución de Octubre. Después de la revolución volvieron a separarse: Eugenia y Víctor en Moscú; Julia, con el padre y la madre, y la nueva familia de Ana, Teodoro Zabel y su hijo, en Ivánovo.

 

 

Cuando Eugenia conoció a Gramsci, sus familiares seguían en Ivánovo. Iban a visitarla asiduamente al sanatorio del Bosque de Plata. A mediados de julio de 1922, Gramsci vio por primera vez a Julia. Hasta entonces Eugenia le había demostrado una viva simpatía. Pero fue Julia la que le impresionó. Era alta, de tez clara; tenía un rostro bello y ovalado, con grandes ojos tristes. Dos largas trenzas le descendían por la espalda. Tenía veintiséis años, cinco menos que el joven italiano. Hacía siete años que estaba en Rusia y sentía nostalgia por Italia. Siempre le había pesado el alejamiento de Italia. Después de la partida, a los diecinueve años (se trasladaba a Rusia, que todavía no conocía), decía a Leonilde Perilli en una carta escrita el 21 de junio de 1916 desde Tzarikov: «Estoy en Bulgaria. Me he acercado a Rusia, pero me he alejado de Italia, de Roma...». Y en septiembre de aquel mismo año escribió desde Moscú: «Por aquí ya hace frío. Me siento melancólica pensando que en Roma... es hoy el 15 de septiembre». Ahora daba clases en el Liceo Musical de Ivánovo.

 

 

Gramsci se sintió intimidado. Tenía treinta y un años y hasta entonces nunca se había abierto completamente a una muchacha. Se dominaba por miedo a la desilusión: le oprimía la conciencia de su estado físico. «Desde hace muchos, muchos años, me he acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal, de que yo pueda ser amado». La visión de Julia le turbaba. Después de uno de los primeros encuentros le escribió: «¿Ha venido a Moscú, como me había anunciado? La he esperado durante tres días. No me he movido de mi habitación, por temor de que pudiese ocurrir lo de la otra vez... ¿No ha estado en Moscú, de verdad? Estoy seguro de que si hubiese estado se habría acercado a mi casa, aunque fuese solo un momento... ¿Vendrá pronto? ¿Podré verla otra vez?... Escríbame. Sus palabras me hacen mucho bien, me dan más fuerza». Durante las visitas de Julia a Eugenia pasaban largos ratos juntos. Aquel joven italiano, de miembros débiles, pero con tanta dulzura en los ojos azules y con tanta fuerza interior, la cautivaba. Gramsci recordará con nostalgia los primeros encuentros en el sanatorio y el comienzo del idilio:

 


Sigo con el pensamiento todos los recuerdos de nuestra vida común, desde el primer día que te vi en Serebriani Bor, cuando no me atrevía a entrar en la habitación porque me habías intimidado (de verdad, me habías intimidado y hoy sonrío recordando esta impresión), hasta el día en que te fuiste a pie y yo te acompañé hasta la gran carretera que atraviesa el bosque y me quedé mucho rato allí, viendo cómo te alejabas sola por la gran carretera, hacia el mundo grande y terrible.

 

 

Para aquel joven que un día había confesado que solo había vivido con el cerebro y no con el corazón, todo esto representaba alcanzar un nuevo equilibrio. Hasta entonces, la vida de Gramsci había consistido en replegarse continuamente sobre sí mismo, en encerrarse dentro de sentimientos contradictorios: por un lado, el instinto de sociabilidad y, por el otro, la voluntad de ser fuerte sin necesidad de ningún apoyo afectivo.

 

 

Cuántas veces —escribirá a Julia— me he preguntado si era posible ligarse a una masa sin haber amado a nadie, ni siquiera a los propios padres; si era posible amar a una colectividad sin haber amado profundamente a criaturas humanas singulares. ¿No habrá tenido esto un reflejo sobre mi vida de militante? ¿No habrá esterilizado y reducido a un puro hecho intelectual, a un puro cálculo matemático mi cualidad de revolucionario? He pensado mucho en todo esto y he vuelto a pensar en ello estos días, porque he pensado mucho en ti, en ti, que has entrado en mi vida y me has dado el amor, me has dado lo que siempre me había faltado y me hacía a menudo malo y torvo.

 

 

Descubría finalmente que «no se puede desmenuzar y hacer trabajar una sola actividad; la vida es unitaria y toda actividad se apoya en las demás; el amor refuerza toda la vida […], crea un equilibrio, da una mayor intensidad a las demás pasiones y a los demás sentimientos». Pero las circunstancias iban a convertir aquella relación en una serie de encuentros intermitentes y de largas y penosas separaciones.

 

 

De Italia llegaban voces de catástrofe. El 28 de octubre de 1922 había tenido lugar la Marcha sobre Roma; al día siguiente, el rey había confiado a Benito Mussolini el encargo de formar Gobierno. Habían pasado dos años y medio desde que, en abril de 1920, Gramsci escribiera: «La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede o a la conquista del poder político por parte del proletariado revolucionario [...] o a una tremenda reacción por parte de la clase propietaria y de la casta gobernante». La segunda profecía se cumplía. Las Cámaras de Trabajo eran saqueadas e incendiadas, las escuadras fascistas asaltaban las redacciones de los periódicos democráticos, los dirigentes de izquierda eran perseguidos, encarcelados, apaleados, asesinados. Todo esto ocurría en vísperas del IV Congreso de la Internacional, que iba a iniciarse en Moscú el 5 de noviembre de 1922. El problema básico era el siguiente: ¿cómo habían de reaccionar todos los partidos democráticos ante la ola de violencia? ¿Divididos o, al contrario de lo que había ocurrido en el pasado, luchando en una trinchera común? Zinóviev, Bujarin y los bolcheviques más influyentes en la Internacional recomendaban, en general, el frente único de los partidos proletarios; les parecía indispensable la fusión de los comunistas con los socialistas, especialmente después de la expulsión del ala reformista del PSI en el congreso de octubre de 1922. Bordiga y el mismo Terracini se oponían con intransigencia a esta orientación.

 

 

En una reunión del Comité Central del Partido Comunista de Italia, Graziadei dirá dirigiéndose a los antifusionistas: «La escisión de Liorna se realizó, inevitablemente, demasiado a la izquierda. Al igual que otros camaradas, yo la consideré un mal. En cambio, vosotros la considerasteis un bien y os sentisteis contentos. En esta diversidad de juicios está la base de una profunda divergencia política». Pero si bien es cierto que la hostilidad a la fusión con los socialistas era muy neta entre los que en Liorna habían considerado que la ruptura a la izquierda era un bien, los fautores de la fusión y sus tenaces adversarios se dividían ahora en torno a otra cuestión: el juicio sobre el fascismo. La mayoría, sectariamente encerrados en esquemas rígidos, metían en el mismo saco a fascistas y a socialdemócratas; todos eran enemigos de clase, todos eran igualmente defensores del orden burgués; Mussolini era lo mismo que Turati. Así que no constituía ninguna novedad el hecho de que un partido burgués, el fascista, hubiese ocupado el lugar de otro partido burgués en la dirección del Gobierno. Para Amadeo Bordiga lo que había ocurrido en Italia después de la Marcha sobre Roma era un simple cambio de Gobierno. Lo mismo pensaban todos los exabstencionistas: pero no solo ellos, Terracini calificaba la Marcha sobre Roma y la entrega del poder a Mussolini de «crisis ministerial un poco movida». A su vez, Togliatti había escrito el 27 de julio de 1922: «El torvo tirano contra el que deberán levantarse todas las energías todavía vivas en las multitudes tendrá un solo aspecto y un triple nombre. Se llamará, a la vez, Turati, don Sturzo y Mussolini». Los dirigentes comunistas italianos no comprendían las diferencias entre el fascismo y los partidos democráticos tradicionales. Y al no advertir su peligrosidad, tampoco se planteaban el problema de una dictadura burguesa que se disponía a suplantar la democracia burguesa. La nueva directiva de la Internacional (el cambio del objetivo inmediato y el paso de una línea de ataque a una de defensa: la lucha por la defensa de las libertades democráticas y no, al menos por el momento, la revolución proletaria) no era, pues, comprendida; y todavía se comprendía menos la necesidad de las alianzas o de la fusión con fuerzas que, a juicio de la mayoría de los comunistas, no representaban nada más que el ala izquierda de las fuerzas burguesas. Gramsci fue uno de los pocos que supieron captar la nueva sustancia del fascismo, la gravedad del peligro que este representaba y la justicia de la línea defensiva propuesta por la Internacional.

 

 

Dejó el sanatorio para participar en las labores del IV Congreso. Había superado la fase aguda de la enfermedad, pero todavía no estaba curado del todo: «Al empezar el IV Congreso, hacía pocos días que había salido del sanatorio, después de seis meses de permanencia que me habían aliviado poco; solo habían impedido la agravación del mal y una parálisis de las piernas que me habría podido inmovilizar en cama durante algunos años. Desde el punto de vista general, persistía el agotamiento y la imposibilidad de trabajar por la amnesia y el insomnio». En el congreso se le acercó pronto Mátyás Rákosi. Gramsci no le tenía en mucha estima, pues le consideraba «un tonto» sin «un solo gramo de inteligencia política». «Con la delicadeza política que le caracterizaba —contará— me asaltó para ofrecerme la jefatura del partido, tras eliminar a Amadeo, que sería excluido del Comintern si persistía en su línea». Pese a disentir de Bordiga, Gramsci estaba fascinado por su fuerte personalidad y temía que una ruptura provocase la disolución del partido:

 

 

Mis posiciones nunca eran autónomas; siempre provenían de la preocupación de lo que haría Amadeo si yo pasase a la oposición: se retiraría, provocaría una crisis, pero nunca aceptaría llegar a un compromiso […]. Si yo me hubiese opuesto (a Bordiga), la Internacional me habría apoyado. Pero ¿con qué resultados, cuando el partido se organizaba con dificultades, en plena guerra civil, siempre bajo la mirada atenta del Avanti!, que aprovechaba todas nuestras disensiones para disgregarnos?

 

Así que rechazó la propuesta de Rakosi:

 

 

Le dije que haría lo posible para ayudar al ejecutivo de la Internacional a resolver la cuestión italiana, pero que no creía que se pudiese, en modo alguno (y menos con mi persona), sustituir a Amadeo sin una labor preventiva de orientación del partido. Además, para sustituir a Amadeo en la situación italiana se necesitaba contar con más elementos, porque por su capacidad general de trabajo Amadeo vale, al menos, por tres.

 

 

Los debates sobre la fusión se prolongaban interminablemente. Por un lado, Tasca estaba de acuerdo con la Internacional en la fusión inmediata. Bordiga, terco en la resistencia, pedía que la solución se aplazase, por lo menos. «Yo andaba sobre ascuas —escribe Gramsci— y desde luego no era la labor más adecuada para mi condición de debilidad crónica». Adoptó la actitud de «serpentear», como él mismo dice. En el seno del PSI se había constituido la fracción «tercerinternacionalista» (los llamados terzini), que proclamaba su fidelidad a la III Internacional Comunista. La propuesta intermedia de Gramsci fue que se procediera enseguida a la fusión no con todo el PSI, sino por el momento únicamente con los terzini. Fue esta la propuesta que prevaleció. («Me he ganado involuntariamente —dirá Gramsci más tarde— la fama de un zorro de infernal astucia»). Se fijaron en catorce puntos las condiciones de la fusión y se nombró una comisión mixta para su aplicación. Bordiga, que había sido designado para formar parte de ella, se negó a aceptarlo y Gramsci ocupó su puesto; los demás miembros eran Scoccimarro y Tasca por los comunistas y Serrati y Maffi por los socialistas.

 

 

Pero Gramsci no regresó a Italia. Serrati fue detenido apenas hubo entrado en el país y Tasca tuvo que expatriarse a Suiza. En Italia, la labor de fusión era llevada adelante por Scoccimarro y Maffi, pese a la resistencia de la mayoría de los comunistas y de los socialistas. Gramsci seguía trabajando en Moscú en el ejecutivo de la Internacional: había de sacrificar una gran parte de su vida privada a las tareas políticas. Iba a menudo al sanatorio para curarse y para visitar a Genia Schucht. Allí pasó la Navidad de 1922:

 

 

Hice el último árbol de Navidad en 1922, para divertir a Genia, que todavía no podía levantarse de la cama o, por lo menos, no podía andar sin apoyarse en las paredes y en los muebles. No recuerdo bien si se había levantado; eso sí, recuerdo que el árbol estaba sobre una mesita junto a la cama, repleto de velas que encendimos simultáneamente cuando Julia, que había dado un concierto para los enfermos, entró en la habitación, donde yo había permanecido para hacer compañía a Genia.

 

 

En general, los encuentros con Julia eran intermitentes, a causa de la labor política. «No sé todavía —le escribía el 13 de febrero de 1923— si el domingo podré venir a su casa. Nos están convocando a cada momento, en las horas más imprevistas, y me disgustaría mucho no asistir a una reunión sin poder justificar mi ausencia». Realizaba su labor de funcionario de la Internacional con gran escrúpulo. Pero la joven y dulce violinista era ya una parte de él: «Deseo, deseo absolutamente que usted me quiera... Yo he tomado todo esto en serio, muy en serio». Después de haber conocido a Julia, «la más bella, la más grande, la más fuerte razón del mundo», le distraía de pensamientos, de ocupaciones y de batallas otrora exclusivos, absorbentes de todos los residuos de energía intelectual y física. Y así, aquel disciplinadísimo y rígido funcionario de la organización que desde Moscú manejaba los hilos de la revolución proletaria en medio mundo pasó de la fase «oso de las cavernas» a la de «lobo sentimental» y un buen día decidió cometer una transgresión de la disciplina. Había llegado un telegrama de Italia: el Comité Central del PCI anunciaba la existencia de un mandato de detención contra Gramsci. Así que se le aconsejaba que no regresase al país. Fueron a buscarlo muy de mañana al Lux, el hotel de la calle Gorki donde habitaba. No estaba allí y ninguno de los italianos supo decir dónde se encontraba; Gramsci no había dicho nada ni dejado ninguna nota. Estuvieron dando vueltas por todo Moscú en un automóvil: era inútil, ni la sombra se encontraba del joven italiano. Los mensajeros empezaron a inquietarse e, impresionados por la desaparición, llegaron a movilizar al GPU. Cuando Gramsci regresó al Lux, todos lo miraban como «un resucitado», dirá él mismo. Simplemente había ocurrido que por una noche había querido ser un enamorado y nada más. De este modo, ligados a tareas que les obligaban a vivir en ciudades distintas, él en Moscú, ella en Ivánovo, y casi corriendo uno tras otro, aprovechando los pocos momentos de libertad, Antonio y Julia vivieron sus momentos más felices, hasta que vino la separación.

 

 

En Italia la situación se había agravado. Los responsables de la Internacional observaban con preocupación al PCI, disgregado por la ola de detenciones (Bordiga y Grieco estaban en la cárcel desde el 3 de febrero de 1923), reducido al inmovilismo por el espíritu sectario de muchos de sus dirigentes y caído en pleno marasmo.

 

 

Habiendo sido detenido el ejecutivo en las personas de Amadeo (Bordiga) y de Ruggero (Grieco) —escribe Gramsci—, en Moscú se esperaron en vano durante un mes y medio informaciones que estableciesen con exactitud cómo habían ocurrido los hechos, con qué límites había chocado la policía al destruir la organización, qué medidas había tomado el ejecutivo en libertad para reanudar los vínculos de organización y reconstituir el aparato del partido. Después de una primera carta en la que se decía que todo había sido destruido y que la central del partido había de reconstituirse ab imis, no se recibieron más informaciones concretas, sino únicamente cartas polémicas sobre la cuestión de la fusión, escritas con un estilo que parecía tanto más arrogante e irresponsable en cuanto que su autor había creado, con la primera carta, la impresión de que el partido no existía más que en su persona… Se planteó brutalmente la cuestión del valor del centro del partido italiano. Las cartas recibidas fueron criticadas duramente y se me preguntó qué podía yo sugerir […]. Yo también estaba bajo la desastrosa impresión de las cartas... Por eso llegué a decir que, si se consideraba que la situación era realmente la que parecía objetivamente en el material de que disponíamos, sería mejor acabar de una vez y reorganizar el partidodesde fuera con elementos nuevos elegidos por la Internacional.

 

 

El ejecutivo ampliado de la Internacional decidió, pues, en junio de 1923 liquidar la antigua mayoría bordiguiana y designar para el ejecutivo del PCI a Togliatti, Scoccimarro, Fortichiari, Tasca y Vota. Fortichiari, exabstencionista, rechazó el nombramiento. Le sustituyó Gennari, contrario a las posiciones de Bordiga. Pero el 21 de septiembre de 1923 el nuevo Comité Ejecutivo (Togliatti, Tasca, Vota, Gennari y Leonetti, que sustituía a Scoccimarro) fue sorprendido también por la policía en casa del obrero Renato Scanziani, en un suburbio de Milán, y fue encarcelado en bloque. Así que se encargó a Gramsci que se trasladase a Viena para seguir más de cerca la difícil «situación» del partido en Italia. El joven sardo pasaba del estado de relativo aislamiento del último periodo de Turín a la responsabilidad máxima. A los treinta y dos años era, a juicio de la Internacional, el líder efectivo del partido italiano.

 

 

Salió de Moscú para Viena a finales de noviembre de 1923, después de año y medio de trabajo en el ejecutivo de la Internacional. Este periodo había significado un gran cambio en su vida. Solo le deprimía la idea de tener que separarse de Julia. Pero la joven violinista era consciente del sacrificio que le exigía la actividad de Antonio. Pocos meses después, el 7 de junio de 1924, Gramsci escribirá a su madre: 

 

 

«Mi compañera comparte plenamente mis ideas: no es italiana, pero ha vivido mucho tiempo en Italia y ha hecho sus estudios en Roma. Se llama Juila (Julka en su lengua) y es licenciada en el Liceo Musical: es valiente, de fuerte carácter y estoy seguro de que todos la apreciaréis y la querréis cuando la conozcáis. El verano que viene o el otoño quiero ir a Cerdeña por unos días, con ella»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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