lunes, 22 de julio de 2024

 

1186

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

 

13

 

Empezaba la posguerra. Gennaro Gramsci había sido sargento mayor en el 21 Minatori, en Monterosso y Montenero y en las montañas sobre Caporetto. Después de licenciarse, volvió a Cagliari, donde dirigía una cooperativa de consumo en la calle Vittorio. También había vuelto a Cerdeña, a Ghilarza concretamente, el menor de los hermanos, Carlo, que había alcanzado el grado de oficial. Durante algún tiempo Carlo encontró dificultades para reintegrarse a la vida civil y obtener un empleo. A su vez, Mario seguía vistiendo el uniforme. Los estudios en el seminario le habían servido para obtener el grado de subteniente. Había conocido en Varese a una señorita de la aristocracia lombarda, Anna Maffei Parravicini, y se había casado enseguida con ella. Esperaba poder quedarse en el ejército. En Ghilarza, el señor Ciccillo y la señora Peppina vivían en compañía de Grazietta y Teresina, además de Carlo; Emma, dos años mayor que Antonio, era contable en la empresa constructora del dique del Tirso. En casa de los Gramsci no se pasaba, hasta cierto punto, la penuria económica de otro tiempo. Se vivía con relativa serenidad. Incluso con un cierto orgullo por el éxito de Nino como periodista en la gran ciudad. Desde luego, el señor Ciccillo no llegaba a entender aquella idea que el bendito muchacho se había metido en la cabeza, aquella extravagante ilusión de poder cambiar la faz del mundo. Mucho más prestigio le habría dado ser periodista en La Domenica del Corriere o en el Giornale d’Italia, periódicos como Dios manda, hechos por gente juiciosa... Cuando tocaba este tema, la señora Peppina, lectora de todo lo que Nino mandaba a casa señalado con lápiz rojo, reaccionaba dulcemente: «Será que él lo ve así…», decía para cortar el razonamiento.

 

 

En 1919, en Cerdeña apenas se sabía nada de Antonio Gramsci. Pero los habitantes de Ghilarza empezaban a considerarle ya una pequeña gloria local.

 

 

Un día —cuenta Velio Spano—, en la carretera que va de Ghilarza a Ababasan, a la entrada del pueblo, una parienta mía me dijo mostrándome a una bella muchacha: «Es la hermana de Nino Gramsci». Era la primera vez que oía aquel nombre y pregunté quién era. Me contestó de manera imprecisa, diciéndome que era un profesor, un periodista que vivía en el continente. Pero lo decía con orgullo.

 

 

Desde el 5 de diciembre de 1918, Gramsci trabajaba exclusivamente en el Avanti!, que se publicaba desde entonces en edición piamontesa impresa en Turín, en la calle Arcivescovado, número 3, esquina calle XX Settembre. Había cambiado. Tenía veintiocho años y no se parecía en nada al joven tímido, retraído, de los primeros años turineses. Había influido en su soledad la melancolía del isleño que siente la hostilidad de la gran ciudad y reacciona contra la frialdad del ambiente apartándose totalmente de él. Finalmente, había conseguido un trabajo estimulante. Desaparecía la angustia de su deformidad física. Incluso pasaba por un momento de buena salud: mostraba orgullosamente la fuerza que tenía en las manos apretando fuertemente la muñeca de los colegas de la redacción y riéndose como un muchacho. Lleno de una insospechada vitalidad, liberaba en la acción energías antes escondidas y con la plena recuperación de la seguridad en sí mismo desaparecía la imagen de aquel Gramsci más apto para «las investigaciones ascéticas del lingüista» que para la vida de combatiente. Era frío, incapaz de expansión, por la larga costumbre de dominar sus sentimientos, que escondía bajo una capa de mesura y contención. A veces bromeaba y reía, pero era una risa cerebral, voluntaria: una risa entrecortada. En cambio, eran espontáneos los accesos de ira, verdaderas válvulas de escape frente a la larga comprensión de sentimientos a veces dolorosos, frente al largo esfuerzo de voluntad en el trabajo y en el estudio. En la polémica política nunca empleaba tonos suaves.

 

 

Sus críticas teatrales eran esperadas por los comediógrafos y los actores con inquietud. Una vez, Nino Berrini estuvo cortejándole durante una semana para obtener una crítica favorable, pero el resultado fue igualmente un artículo violento. Sentía aversión por la flatterie de los escritores y los actores. En Gramsci, la sequedad del juicio era siempre la consecuencia de una aversión extrema por la hipocresía, tan aguda en él que siempre temía que un juicio indulgente contuviese un poco de insinceridad. Durante algunos meses no ejerció ningún cargo en la sección. Había formado parte del comité provisional puesto al frente de la sección después de la detención en masa de los antiguos dirigentes, por la revuelta de agosto de 1917. Al ser licenciados los militares y vaciadas las prisiones, era natural que se volviese a la normalidad. En la nueva comisión ejecutiva de la sección socialista de Turín, elegida el 28 de noviembre de 1918, descollaban los «intransigentes rígidos» (entre ellos, Francesco Barberis, Giovanni Boero, Pietro Rabezzana, Giovanni Gilodi y Luigi Parodi). Gramsci trabajaba exclusivamente en el Avanti!. Pasaba los días en una habitación del pequeño edificio de la calle del Arcivescovado, no lejos del Arsenal saboyano. Era un antiguo reformatorio para menores. Para llegar a él, después de entrar en la calle del Arcivescovado se atravesaba un patio, donde la Alianza Cooperativa turinesa tenía un depósito de zapatos. En la planta baja del antiguo reformatorio se había instalado la tipografía, una rotativa Marinoni bastante vieja y media docena de linotipias; en el primer piso estaba la redacción, siete u ocho habitaciones que se habían formado separando los compartimentos con tablas de madera. Una escalera de caracol unía los dos pisos. Gramsci tenía un escritorio antiguo, con unas estanterías pequeñas a ambos lados. En medio de grandes montones de libros, de pilas de periódicos desordenadas, de pruebas que había que corregir o que se habían acumulado de los días anteriores, escribía, estudiaba, escuchaba a los obreros y a los corresponsales de las fábricas, a los secretarios políticos y sindicales de la ciudad y de la provincia, a los jóvenes universitarios, a los miembros de las comisiones internas que iban a verle, sobre todo al atardecer. Volvía a casa muy avanzada la noche, siempre acompañado de algún colega joven: Alfonso Leonetti, pullés que se había trasladado a Turín para enseñar en el instituto Ugo Foscolo, o Giuseppe Amoretti, Mario Montagnana, Andrea Viglongo o Felice Platone.

 

 

Tasca, Togliatti y Terracini habían regresado del frente. Volvió a surgir la idea de un periódico publicado por el antiguo grupo de la universidad, Gramsci había estudiado a fondo y seguía con gran atención la Revolución de Octubre y su desarrollo. A partir de 1917 se habían empezado a conocer en Italia los primeros extractos de los escritos de Lenin, publicados por revistas francesas y por una americana, Liberator, que dirigía Max Eastman. El imperialismo, estadio supremo del capitalismo y El Estado y la revolución circulaban por Italia. A través de estas lecturas, Gramsci encontró nuevas respuestas a las cuestiones que le planteaba su experiencia de italiano del Mediodía inserto en la gran ciudad obrera. De aquí la exigencia vivamente sentida también por los otros jóvenes de contar con un periódico nuevo, donde se pudiesen discutir estos temas con la máxima libertad, fuera de la influencia de los grupos dirigentes del partido.

 

 

De los fundadores de L’Ordine Nuovo tenemos el retrato que nos ha dejado Piero Gobetti, que los trató durante mucho tiempo. Angelo Tasca, que tenía entonces veintisiete años, «llegaba al movimiento político a través de una educación predominantemente literaria, con mentalidad de propagandista y de apóstol». Propugnaba un «socialismo de literato, de profeta mesiánico, que concebía la redención popular como una palingenesia iluminista y superponía a la civilización moderna un sueño de virtud obrera pequeñoburguesa, alimentada de hábitos moderados y atávicos, de una tranquilidad encontrada en la casa y el huerto». Terracini procedía de una modesta familia judía (no de la de los Terracini diamantaires); tenía veinticuatro años; era «antidemagógico por sistema, aristocrático, contrario a las violencias oratorias, razonador sutil, firme en la polémica y en la acción hasta la aridez y la obstinación»; se le consideraba el «diplomático, el maquiavélico». Togliatti, el último que había entrado en la política, sufría las consecuencias de su inquietud, «que parecía cinismo inexorable y tiránico y era en realidad indecisión, que parecía equívoca y quizá era, únicamente, un hipercriticismo combatido en vano». Finalmente, Gramsci:

 

 

El cerebro ha vencido al cuerpo... La voz es tan cortante como disolvente la crítica, la ironía se convierte en sarcasmo, el dogma vivido con la tiranía de la lógica impide el consuelo del humorismo... Su rebelión es quizá el resentimiento y quizá el despecho más profundo del isleño que no puede abrirse si no es con la acción, que no puede liberarse de la esclavitud escolar si no es poniendo en las órdenes y en la energía del apóstol un elemento de tiranía.

 

¿De qué nuevo verbo querían hacerse portadores Gramsci, Tasca, Terracini y Togliatti? ¿Existía homogeneidad entre ellos? ¿Tenían alguna idea común, aparte de la aversión por Turati, Modigliani, Treves y demás exponentes de la tradición reformista?

 

«El único sentimiento que nos unía —dirá Gramsci— [...] era el que suscitaba una vaga pasión de una vaga cultura proletaria; queríamos hacer, hacer, hacer; nos sentíamos angustiados sin una orientación, inmersos en la vida ardiente de aquellos meses que siguieron al armisticio, cuando parecía inminente el cataclismo de la sociedad italiana».

 

 

Se reunieron, discutieron. Tasca encontró el dinero, seis mil liras. El primero de mayo de 1919 apareció el primer número de L’Ordine Nuovo, «el único documento de periodismo revolucionario y marxista —dirá Gobetti— publicado en Italia con una cierta seriedad ideológica». Bajo el título aparecía el nombre de Antonio Gramsci, «secretario de redacción». Se encargaba de las tareas administrativas Pia Carena, excelente traductora, además, de los textos franceses (Rolland, Barbusse, Marcel Martinet, etc.).

 

 

Al principio, el periódico tardó en encontrar la orientación que Gramsci deseaba. «Fue una antología y nada más que una antología [el juicio, claramente excesivo, es del propio Gramsci], una revista de cultura abstracta, con tendencia a publicar narraciones horripilantes y xilografías bien intencionadas». Pero la crítica se hizo más precisa. Gramsci acusaba a Tasca de haber rechazado «la propuesta de dedicar las energías comunes a descubrir una tradición soviética en la clase obrera italiana, a excavar el filón del verdadero espíritu revolucionario italiano». Así, ¿cuál era, en este punto, la orientación de la búsqueda gramsciana? El joven, que seguía con atención la experiencia de los sóviets (en ruso, soviet significa «consejo»), el desarrollo de los consejos de fábrica y de taller en que se habían organizado los obreros y los campesinos rusos, se preguntaba:

 

 

«¿Existe en Italia, como institución de la clase obrera, algo que pueda compararse con el sóviet, que tenga su misma naturaleza?... ¿Existe un germen, un indicio por leve que sea, de gobierno de los sóviets en Italia, en Turín?». La respuesta era: «Sí, existe en Italia, en Turín, un germen de gobierno obrero, un germen de sóviet; es la comisión interna».

 

 

Pero ¿cómo podía desarrollarse aquel embrión de democracia obrera hasta convertirse en el órgano del poder proletario? La idea central de Gramsci era que todos los obreros, todos los empleados, todos los técnicos, todos los campesinos y, en breve, todos los elementos activos de la sociedad, tanto si estaban inscritos en el sindicato o en algún partido como si no, por el solo hecho de ser obreros, campesinos, etc., habían de convertirse, de simples ejecutores, en dirigentes del proceso productivo; de piezas de un mecanismo regulado por el capitalista, en sujetos. Concluyendo: que los órganos democráticamente elegidos por los trabajadores (los consejos de fábrica, de taller, de barrio) habían de ser investidos desde abajo del poder tradicionalmente ejercido en la fábrica y en el campo por la clase propietaria y en la administración pública por los delegados del capitalista. La comisión interna era elegida por los trabajadores organizados en el sindicato. En cambio, el consejo de fábrica había de ser elegido por todos los trabajadores, incluidos los anarquistas y los católicos: Gramsci no tenía prejuicios anticlericales.54 No se trataba, como en el caso de los sindicatos, de luchar por mejores salarios, por una reglamentación democrática de la vida en la fábrica (horarios, higiene, descansos, etc.). El consejo de fábrica, formado por los delegados elegidos en cada sección, no tenía que tratar con el capitalista, sino sustituirle para regular de arriba abajo la vida de la fábrica. Sin embargo, ¿existían en aquel momento en Italia, y no solo en Turín, una preparación de masas, una madurez, un espíritu revolucionario que permitiesen la realización de un cambio de tamaña entidad? ¿Se podía pensar con fundamento que el país estaba viviendo un clima revolucionario? El debate al respecto está todavía abierto entre los que atribuyen la derrota del movimiento de los consejos de fábrica a la timidez del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo y los que consideran el movimiento como una construcción intelectual concebida por un grupo de jóvenes literatos que no conocían el terreno donde el atrevido edificio tenía que levantarse: solo la columna turinesa se apoyaba en un terreno sólido. Es indudable que en Turín la idea lanzada el 21 de junio de 1919 por L’Ordine Nuovo (con el artículo «Democrazia operaia») tuvo repercusiones inmediatas entre los obreros.

 

 

La fórmula «dictadura del proletariado» —concluía el artículo, escrito por Gramsci en colaboración con Togliatti— ha de dejar de ser una simple fórmula, una ocasión para hacer gala de fraseología revolucionaria. El que quiere el fin ha de querer los medios. La dictadura del proletariado es la instauración de un nuevo Estado, típicamente proletario, en el que confluyen las experiencias institucionales de la clase oprimida, y la vida social de la clase obrera y campesina se convierte en sistema difundido y fuertemente organizado. Este Estado no se improvisa.

 

 

La adhesión del proletariado turinés no se hizo esperar.

 

 

Togliatti, Terracini y yo —cuenta Gramsci— fuimos invitados a celebrar conversaciones en los círculos educativos, en las asambleas de fábrica, fuimos invitados por las comisiones internas a discutir en reuniones restringidas de cuadros. Continuamos; el problema del desarrollo de la comisión interna se convirtió en la idea de L’Ordine Nuovo; se planteaba como el problema fundamental de la revolución obrera, era el problema de la «libertad» proletaria. L’Ordine Nuovo se convirtió para nosotros y para cuantos lo seguían en el «periódico de los consejos de fábrica».

 

 

Se aproximaban los días —el 20 y el 21 de julio— de la gran huelga de solidaridad con las repúblicas socialistas soviéticas de Rusia y de Hungría, frente a las cuales todos los Gobiernos aliados, con la excepción del de Italia, fomentaban iniciativas contrarrevolucionarias. A finales de marzo de 1919 había sido trasladada a Turín, en servicio de orden público, la brigada Sassari, de composición predominantemente regional: casi todos los miembros eran pastores y campesinos sardos. Desde el mes de mayo, Gramsci era otra vez miembro de la comisión ejecutiva de la sección socialista de Turín, junto con los revolucionarios intransigentes todos ellos obreros, menos una mujer, la empleada Clementina Berra Perrone. El secretario era Giovanni Boero. Gramsci señalaba la necesidad de inducir a los soldados de la brigada Sassari, sus coterráneos, a fraternizar con los obreros turineses, de hacerles comprender que si disparaban contra un obrero golpearían a un hombre que luchaba también por la liberación de los pastores y de los campesinos de la esclavitud secular. No era una labor fácil y tenía que realizarse en un doble frente, porque el recuerdo de otras represiones quemaba todavía entre las masas de Turín y había que reducir a la disciplina a muchos obreros, especialmente a los anarquistas, dominados por un espíritu de revancha. En cuanto a los «sassarinos», su estado de ánimo se refleja muy bien en lo que el propio Gramsci contaba sobre la experiencia de un obrero curtidor de Sassari que había sido encargado de los primeros sondeos de propaganda. El curtidor se acercó a un «sassarino»: la acogida fue cordial.

 

 

—¿Qué habéis venido a hacer a Turín? —Hemos venido a disparar contra los señores que hacen huelga. —Pero si no son los señores los que hacen huelga, son los obreros pobres. —Aquí todos son señores; todos llevan cuello y corbata; ganan treinta liras diarias. Yo conozco a los pobres y sé cómo van vestidos; en Sassari hay muchos pobres; todos los jornaleros somos pobres y ganamos una lira cincuenta al día. —Pero yo también soy obrero y soy pobre. —Tú eres pobre porque eres sardo. —Pero si hago huelga con los demás, ¿dispararás contra mí? El soldado reflexionó un poco y, poniéndome una mano en el hombro, dijo: —Mira, cuando hagas huelga con los demás, quédate en casa.

 

 

«Este era —comenta Gramsci— el espíritu de la gran mayoría de los miembros de la brigada; en ella solo había un pequeño núcleo de mineros de la cuenca de Iglesias». Sin embargo, al cabo de unos meses, en vísperas de la huelga general del 20-21 de julio, la brigada fue sacada de Turín. Partió para Roma en tren a las dos de la madrugada del 18 de julio.

 

 

«Los turineses —recuerda el soldado Antonio Contini, de Bonorva— estaban a ambos lados de la calle, la noche en que salimos, y nos aplaudían. Estaban contentos con nosotros porque, al contrario de otros, habíamos respetado a la gente del lugar, y ellos nos habían respetado a nosotros. No hubo ni un solo disparo, ni un solo choque. Por esto estaban contentos y nos aplaudían»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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