jueves, 11 de julio de 2024

 

1181

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

12

 

 

(…) La Città Futura se abría con el artículo «Tre principi, tre ordini», censurado en numerosos puntos:

 

 

El orden y el desorden —afirmaba el joven revolucionario— son las dos palabras que se encuentran con más frecuencia en las polémicas de carácter político. Partidos de orden, hombres de orden, orden público... La palabra «orden» tiene un poder taumatúrgico, la conservación de las instituciones políticas, en gran parte, se confía a este poder. El orden actual se presenta como algo armónicamente coordinado, establemente coordinado, y la multitud de los ciudadanos vacila y se asusta en la incertidumbre de lo que puede aportar un cambio radical… En la fantasía se forma la imagen de algo violentamente lacerado, no se ve el nuevo orden posible, mejor organizado que el antiguo, más vital que este... No se ve más que la laceración violenta y el alma pávida se detiene con miedo de perderlo todo, de encontrarse ante el caos, ante el desorden ineluctable.

 

Gramsci concluía:

 

Los socialistas no deben sustituir el orden por el orden. Deben instaurar el orden en sí. La máxima jurídica que quieren realizar es la concesión a todos los ciudadanos de la posibilidad de realizar íntegramente la propia personalidad humana. Con la concreción de esta máxima se derrumban todos los privilegios constituidos. Lleva a un máximo de libertad con un mínimo de constricción. Pretende que la regla de la vida y de las atribuciones sea la capacidad y la productividad, fuera de todos los esquemas tradicionales. Que la riqueza no sea un instrumento de esclavitud, sino que pertenezca a todos impersonalmente y a todos dé los medios para el máximo bienestar posible. Que la escuela eduque a los inteligentes, sea cual sea su procedencia social... De esta máxima dependen orgánicamente todos los demás principios del programa máximo socialista. No es una utopía. Es universal, concreto, puede ser realizado con un acto de voluntad. Es un principio de orden, del orden socialista. De aquel orden que creemos que será una realidad en Italia antes que en los demás países.

 

 

En el número único juvenil se reflejaban nítidamente algunos aspectos de la personalidad de Gramsci: la tensión del hombre que siente la exigencia de militar y combatir, la intransigencia frente a los adversarios de clase, la vena sarcástica, la aversión por la retórica populista de las «manos desnudas y callosas», la confianza en la «voluntad tenaz del hombre» como motor de la historia y la correspondiente aversión por la «superstición científica» de los positivistas, por los reformistas del tipo Claudio Treves, idólatras de la «ley natural», de la «marcha fatal de las cosas». La polémica del joven Gramsci contra el ala reformista del PSI iba a ser a partir de aquel momento apretada y mordaz:

 

«Esperar que seamos la mitad más uno es el programa de las almas tímidas que creen que el socialismo se hará con un real decreto refrendado por dos ministros».

 

 

Ya se anunciaba el Gramsci de L’Ordine Nuovo. Una nota al final de la última página de La Città Futura decía, por lo demás:

 

 

Hemos dado a esta hoja un título que no es solo nuestro. Antes de que la guerra azotase el mundo con su látigo irresistible, habíamos decidido con algunos amigos lanzar una nueva revista de vida socialista que fuese algo así como el foco de las nuevas energías morales, del nuevo espíritu (palabra censurada, quizá «revolucionario») e idealista de nuestra juventud… Con la gran fe de nuestro ánimo joven y ardoroso pensábamos recomenzar una tradición plenamente italiana, la tradición mazziniana revivida por socialistas. Pero no hemos abandonado el intento. Las partes de nuestro ánimo que la guerra se ha llevado volverán al hogar. Y la revista será una realidad.

 

 

Era el mes de febrero. No tardaron en estallar los sucesos de Rusia.

 

Al principio no era fácil comprender lo que había ocurrido exactamente en San Petersburgo. Las dificultades objetivas para la obtención de informaciones exactas, la censura y la tendencia de algunos periódicos, como la Gazzetta del Popolo, a deformar los acontecimientos por cálculos de propaganda interna impedían una visión clara de lo ocurrido. El 18 de marzo se supo que el zar había sido derrocado, que se había creado un Gobierno provisional decidido a continuar la guerra, pero que un grupo de maximalistas ultrarrevolucionarios dirigidos por Lenin propugnaban ya la paz inmediata al precio que fuese. El primer comentario de Gramsci se publicó en Il Grido el 29 de abril de 1917. Se decía en él que «leyendo los periódicos, leyendo las noticias que la censura ha dejado publicar» no era fácil captar la sustancia de la revolución rusa, saber si era liberal o proletaria.

 

 

Los periódicos burgueses [...] nos han dicho que el poder de la autocracia ha sido sustituido por otro poder todavía no bien definido y que ellos esperan que sea un poder burgués. Y han establecido enseguida el paralelismo: Revolución rusa, Revolución francesa, y han encontrado que los hechos se parecen... Sin embargo, nosotros estamos convencidos de que la Revolución rusa es, además de un hecho, un acto proletario y desembocará naturalmente en el régimen socialista.

 

La Stampa dio el 10 de mayo noticias mucho más detalladas. Entre otras cosas, informaba de la consigna leninista: paz inmediata, todo el poder al proletariado a través de los consejos de obreros y campesinos. Lenin se convirtió enseguida en el blanco de los ataques de toda la prensa conservadora italiana; por esto el proletariado le consideraba el «más socialista», el «más revolucionario de los jefes de los partidos socialistas rusos» (así decía Il Grido).

 

 

Los maximalistas rusos son la revolución misma. Kérenski, Tsereteli, Chernov (protagonistas de la revolución democrático-burguesa de marzo) constituyen el hoy de la revolución, son los realizadores de un primer equilibrio social, la resultante de fuerzas en que los moderados tienen todavía mucha importancia. Los maximalistas son la continuidad de la revolución: por esto son la revolución misma […]. [Lenin] ha suscitado energías que ya no morirán. Él y sus compañeros bolcheviques están convencidos de que es posible realizar el socialismo en cualquier momento.

 

Dada esta resonancia en Italia de la revolución democrático-burguesa de marzo, y la confianza que los escritores socialistas (Gramsci en primera línea) y los dirigentes de una de las alas del movimiento obrero italiano tenían en el partido de Lenin —bajo cuyo impulso, esperaban que la revolución rusa se convirtiese de liberal en socialista—, era natural la acogida que cuarenta mil trabajadores tributaron el 13 de agosto de 1917 en Turín a Goldenberg y Smirnov, enviados del Gobierno provisional liberal para una primera toma de contacto con los países aliados. Unos días antes, Goldenberg había declarado al corresponsal en París de La Stampa: «Lenin no es nuestro amigo, somos adversarios». Cuando los dos delegados del Gobierno de Kérenski aparecieron en el balcón del palacio de la calle Siccardi, la multitud les acogió al grito de: «¡Viva Lenin!». Diez días después se levantaban barricadas en Turín y se combatía en ellas.

 

 

El motivo inicial de la batalla fue la falta de pan. Pero el ímpetu de los sublevados, demostrado por la violencia de la lucha y el número de muertos y heridos, solo podía obedecer a otras razones. La propaganda contra la guerra se había intensificado en los últimos meses. En el sentimiento popular se había impuesto la tesis de que al proletariado le convenía más perder quinientos de los suyos en una batalla por la causa obrera que dejar sacrificar diez mil contra los alemanes en interés exclusivo de la burguesía. En las fábricas, donde la disciplina era controlada por un representante del ejército y estaba vigente el código penal militar de guerra, la impaciencia de los obreros era cada vez mayor. En aquel ambiente, propicio a la idea de «hacer lo mismo que en Rusia», la tentativa insurreccional era inevitable.

 

 

Se empezó a disparar por la mañana del jueves 23 de agosto. La revuelta se extendía sin jefes ni dirección. Grandes árboles abatidos, vagones de tranvía y de ferrocarril volcados sobre las vías aislaban los centros de la insurrección. No había ninguna relación entre los dirigentes socialistas y los insurrectos. La multitud, lejos de actuar según un plan revolucionario bien calculado, no parecía tener más que un objetivo: saquear, destruir. Y los soldados, en cuya propensión a fraternizar con los obreros se había confiado excesivamente, reaccionaban disparando. Hubo una cincuentena de muertos y más de doscientos heridos. Siguió una gran ola de detenciones, que privó a la sección socialista de casi todos sus dirigentes. A partir de entonces, un comité provisional se encargó de dirigir el movimiento obrero turinés en la medida en que era posible llevar a cabo una acción de este tipo en una ciudad declarada en septiembre de 1917 zona de guerra (lo cual quería decir comparecer ante un consejo de guerra por actividades, informaciones y juicios divergentes de las directivas y de las informaciones oficiales de la autoridad militar).

 

 

Gramsci era uno de los doce miembros de este comité. Por primera vez, a los veintiséis años, ocupaba un cargo directivo en la sección socialista de Turín. El 1 de marzo de 1921 escribirá en L’Ordine Nuovo, convertido ya en diario:

 

 

En momentos muy graves y difíciles para la clase obrera turinesa se confiaba a algunos de nosotros cargos de partido de gran responsabilidad; al ser dispersada la sección y ocupado militarmente el palacio de la calle Siccardi después de los hechos de agosto de 1917, uno de nosotros fue nombrado secretario político de la sección; después de Caporetto, uno de nosotros fue enviado a la reunión de Florencia, en la que había que decidir la actitud y la orientación del partido.

 

 

Lazzari y Bombacci, de la dirección, y Gino Pesci, de la fracción maximalista revolucionaria, habían convocado una reunión clandestina que se celebraría en Florencia el 18 de noviembre de 1917 (Pesci había sido secretario de la Cámara de Trabajo de Cagliari cuando Gennaro Gramsci ocupaba el cargo de tesorero; Antonio, que iba todavía al Liceo Dettori, lo había conocido entonces). El objetivo de la reunión era reafirmar, incluso después de Caporetto, que el proletariado era ajeno a la guerra de la burguesía. Gramsci compartía la tesis de Bordiga sobre la oportunidad de una intervención activa del proletariado revolucionario en la crisis bélica.

 

 

Hacía apenas cuatro días que los bolcheviques estaban en el poder (6-14 de noviembre). A Italia llegaban escasísimas noticias truncadas por la censura y deformadas por la gran prensa de información. Con el título de «I saturnali del leninismo»,la Gazzetta del Popolo había escrito el 10 de noviembre: «Una multitud de maximalistas saqueó las bodegas del Palacio de Invierno y se embriagó hasta ser dispersada por las fuerzas armadas». El gran acontecimiento histórico se reducía a un alboroto de unos cuantos granujas. Pero Gramsci, el joven de veintiséis años que unos meses antes, el 28 de julio, había manifestado claramente su confianza en el desarrollo socialista de la revolución liberal, intuyó rápidamente, pese a los vacíos provocados por la censura y las deformaciones de la prensa burguesa, que se estaba realizando un cambio fundamental. El 24 de noviembre, en una breve nota de presentación de un artículo de Souvarine, escribió en Il Grido:

 

 

No se tiene ninguna noticia precisa sobre los últimos acontecimientos de la revolución rusa. Es probable que no tengamos ninguna durante cierto tiempo. Il Grido había previsto —y era fácil hacerlo— que la revolución rusa no podía detenerse en la fase Kérenski. La revolución rusa continúa y continuará todavía.

 

 

Aquel mismo día, el 24 de noviembre de 1917, se publicó en la edición nacional del Avanti! un editorial con el título «La rivoluzione contra il Capitale», firmado por Antonio Gramsci. Era un nuevo testimonio, tal vez el más estentóreo, de la formación idealista de Gramsci y de su tendencia a no encerrarse en esquemas demasiado rígidos, como los de algunos intérpretes de Marx.

 

 

La revolución de los bolcheviques —afirmaba el joven editorialista en su primera «incursión» fuera de las páginas y de las publicaciones de Turín— es la revolución contra El capital de Karl Marx. El capital de Marx era en Rusia el libro de los burgueses, más que de los proletarios. Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia tenía que formarse una burguesía, iniciarse una era capitalista e instaurarse una civilización de tipo occidental antes de que el proletariado pudiese ni siquiera pensar en su insurrección, en sus reivindicaciones de clase, en su revolución. Los hechos han provocado el estallido de los esquemas críticos que tenían que servir de marco al desarrollo de la historia de Rusia según los cánones del materialismo histórico. Los bolcheviques reniegan de Karl Marx, afirman, con el testimonio de la acción desplegada de las conquistas realizadas, que los cánones del materialismo histórico no son tan férreos como se podía creer y se ha creído»

 

 

Era una argumentación impregnada de hegelianismo y de crocismo:

 

 

Si los bolcheviques reniegan de algunas afirmaciones del Capital, no reniegan de su pensamiento inmanente, vivificador. No son «marxistas», eso es todo; no han compilado a base de las obras del maestro una doctrina exterior, hecha de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Viven el pensamiento marxista, el que no muere, el que es la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán y que en Marx se había contaminado de incrustaciones positivistas y naturalistas.

 

 

Gramsci rechazaba una vez más la concepción de la historia como una evolución espontánea y fatal determinada por los simples hechos económicos; contraponía al determinismo de los positivistas la voluntad del hombre, autor máximo de la historia. Cabe añadir (y esta conciencia de las dificultades que conlleva toda laceración histórica estará siempre viva en él) que el joven estudioso y militante se diferenciaba de los que creían eufóricamente que en Rusia se había instaurado, con el simple derrocamiento del viejo orden, un mundo de plena felicidad. 

 

 

«Al principio, será el colectivismo de la miseria, del sufrimiento», afirmaba crudamente. Pero añadía: «El capitalismo no podría hacer enseguida en Rusia más de lo que podrá hacer el colectivismo. Hoy haría mucho menos porque tendría ipso facto contra él un proletariado descontento, frenético, incapaz de soportar unos cuantos años más los dolores y las amarguras que conllevarían las dificultades económicas».

 

 

Aparte de la actividad periodística, la censura militar consentía a Gramsci pocas iniciativas de organización y de propaganda en aquel periodo de su gestión provisional de la secretaría de la sección. Sin embargo, debe registrarse una resolución contra el proteccionismo aduanero que hizo aprobar al ejecutivo provisional. Sobre este tema, que tanto interesaba a Gramsci desde su primera juventud, se había publicado el 20 de octubre de 1917 un número especial de Il Grido, con intervenciones de Ugo Mondòlfo, Umberto Cosmo, Bruno Buozzi y un artículo de Togliatti, el primero que escribió para un periódico socialista. Esta se puede considerar como su entrada en la política activa; después de haberse licenciado en Derecho se había inscrito en la Facultad de Filosofía y en aquel momento seguía en Caserta un curso para alumnos oficiales. Por lo demás, Gramsci no podía producir mucho al nivel de la organización, dada la situación objetivamente desfavorable. Sin embargo, había organizado un club de vida moral; la educación política de los jóvenes seguía siendo lo que más le interesaba. «Asigno una tarea a cada joven —sabemos por una carta de Gramsci a Giuseppe Lombardo-Radice—, un capítulo de Cultura e vita morale de B. Croce; de Problemi educativi e sociali, de Salvemini; de La Rivoluzione francese o de Cultura e laicità del propio Salvemini; del Manifiesto de los comunistas; una Postilla de Croce sobre la Critica o cualquier otro texto que refleje el movimiento idealista actual». Algunos días después, la asignación de la tarea iba seguida de la discusión, casi siempre al aire libre.

 

 

Hacíamos grandes caminatas bajo las arcadas —me dice Carlo Boccardo, uno de los jóvenes del club—. Gramsci se colocaba en el centro, con andar lento, y nosotros le rodeábamos. Asistían Andrea Viglongo, Attilio Carena, hermano de Pia, y a veces también Angelo Pastore, hermano menor de Ottavio. Gramsci nos dejaba hablar. Éramos muchachos de dieciséis o diecisiete años: nuestra ignorancia era proporcional a la edad, y la presunción, a la edad y a la ignorancia. Pero Gramsci no se impacientaba; nunca adoptaba la actitud del teórico depositario de toda la sabiduría; le gustaba recoger las ideas de los demás y escuchaba de buena gana. Cuando intervenía finalmente para encuadrar el problema, comprendíamos nuestros errores y los corregíamos. Durante un par de meses nos reunimos todas las noches. Recuerdo la última noche de 1917 en casa de Andrea Viglongo. Para celebrar el fin de año y la llegada del año nuevo, la madre de Andrea nos había preparado un gran plato de buñuelos. Estábamos en la dirección de la escuela de la que era bedel el padre de Andrea. Esperamos el año nuevo leyendo y comentando las Meditaciones de Marco Aurelio. Después fuimos llamados a filas, uno tras otro, y el club se disolvió.

 

 

Es una lástima que se haya perdido una dedicatoria de Gramsci al joven Attilio Carena, antes de que este fuese movilizado; Gramsci la había escrito en una de las primeras páginas del libro editado por Barbèra en 1911 Ricordi dell’ imperatore Marc’ Aurelio Antonino y, según Alfonso Leonetti, contenía una serie de preceptos que constituían como una especie de decálogo del club de vida moral: serás, harás, etc.

 

 

Después de la detención de Maria Giudice, Gramsci era el único redactor de Il Grido y en la práctica lo dirigía. El semanario de la sección socialista cambió pronto de aspecto. El joven director —tenía entonces veintisiete años— seguía con atención el desarrollo de la revolución rusa y hacía traducir por un compañero polaco, Aron Wizner, textos de autores bolcheviques, noticias y documentos que él publicaba en su periódico.

 

 

El pequeño semanario de propaganda del partido —recuerda Piero Gobetti— se convirtió en 1918 en una revista de cultura y de pensamiento. Publicó las primeras traducciones de los escritos revolucionarios rusos, propuso la exégesis política de la acción de los bolcheviques. El animador de esta tarea era el cerebro de Gramsci. La figura de Lenin se le aparecía como una voluntad heroica de liberación: los motivos ideales que constituían el mito bolchevique, profunda y ocultamente enraizados en la psicología popular, tenían que actuar no como el modelo de una revolución italiana, sino como la incitación a una iniciativa libre y operante desde abajo.

 

 

Así que no era un modelo que había que transponer mecánicamente, sino una lección, un estímulo para el reconocimiento histórico y socio-económico de la realidad italiana. Gramsci seguía rechazando el concepto de la política como abstracta ciencia normativa, ajena a las categorías del tiempo y del espacio. El primer esfuerzo del joven estudiante en la metrópolis industrial había sido la superación de un modo de vida y de pensamiento «aldeanos». Ahora Gramsci tendía a superar incluso el horizonte nacional «o, por lo menos —según los testimonios autobiográficos—, a confrontar el modo nacional con los modos europeos (en la medida en que esto era posible y factible en aquellas condiciones personales, es cierto; pero, por lo menos, según exigencias y necesidades fuertemente experimentadas en este sentido)». Y así como la originalidad del «triple o cuádruple provincial» había consistido en un esfuerzo de integración en la cultura nacional, pero sin repudiar la experiencia sarda, la originalidad del hombre de cultura italiano consistía en el esfuerzo de vincularse a las corrientes europeas y de «asimilar» la revolución socialista, sin abandonar la atención de los datos típicos y «autónomos» de la realidad nacional, distinta a la rusa. El «autonomismo» de Gramsci, el esfuerzo de investigación de las condiciones en que se había formado la sociedad italiana y del modo en que, específicamente en aquella sociedad, se podría desarrollar la lucha de clases, eran bien evidentes en Il Grido.

 

 

El último número del semanario se publicó el 19 de octubre de 1918. En una nota de despedida, su «redactor único», la revelación del periodismo turinés de los años de guerra, podía decir, con razón, que lo había convertido de «semanario de crónicas locales y de propaganda evangélica» en una «pequeña revista de cultura socialista, desarrollada según las doctrinas y la táctica del socialismo revolucionario»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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