viernes, 28 de junio de 2024


 

1176

 

LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA

DE 1848 A 1850 

 

Karl Marx

 

[ 05 ]

 

 

 

(…) El Gobierno provisional quería despojar a la república de su apariencia antiburguesa. Por eso, lo primero que tenía que hacer era asegurar el valor de cambio de esta nueva forma de gobierno, su cotización en la Bolsa. Con el tipo de cotización de la república en la Bolsa, volvió a elevarse, necesariamente, el crédito privado. 

 

 

Para alejar hasta la sospecha de que la república no quisiese o no pudiese hacer honor a las obligaciones legadas a ella por la monarquía, para despertar la fe en la moral burguesa y en la solvencia de la república, el Gobierno provisional acudió a una fanfarronada tan indigna como pueril: la de pagar a los acreedores del Estado los intereses del 5, del 4 y medio y del 4 por 100 antes del vencimiento legal. El aplomo burgués, la arrogancia del capitalista se despertaron en seguida, al ver la prisa angustiosa con que se procuraba comprar su confianza. 

 

 

Naturalmente, las dificultades pecuniarias del Gobierno provisional no disminuyeron con este golpe teatral, que lo privó del dinero en efectivo de que disponía. La apretura financiera no podía seguirse ocultando, y los pequeños burgueses, los criados y los obreros hubieron de pagar la agradable sorpresa que se había deparado a los acreedores del Estado. 

 

 

Las libretas de las cajas de ahorro por sumas superiores a 100 francos se declararon no canjeables por dinero. Las sumas depositadas en las cajas de ahorro fueron confiscadas y convertidas por decreto en deuda pública no amortizable. Esto hizo que el pequeño burgués, ya de por sí en aprietos, se irritase contra la república. Al recibir, en sustitución de su libreta de la caja de ahorros, títulos de la deuda pública, veíase obligado a ir a la Bolsa a venderlos, poniéndose así directamente en manos de los especuladores de la Bolsa contra los que había hecho la revolución de Febrero. 

 

 

La aristocracia financiera, que había dominado bajo la monarquía de Julio, tenía su iglesia episcopal en el Banco. Y del mismo modo que la Bolsa rige el crédito del Estado, el Banco rige el crédito comercial. 

 

 

Amenazado directamente por la revolución de Febrero, no sólo en su dominación, sino en su misma existencia, el Banco procuró desacreditar desde el primer momento la república, generalizando la falta de créditos. Se los retiró súbitamente a los banqueros, a los fabricantes, a los comerciantes. Esta maniobra, al no provocar una contrarrevolución inmediata, tenía por fuerza que repercutir en perjuicio del Banco mismo. Los capitalistas retiraron el dinero que tenían depositado en los sótanos del Banco. Los tenedores de billetes de Banco acudieron en tropel a sus ventanillas a canjearlos por oro y plata. 

 

 

El Gobierno provisional podía obligar al Banco a declararse en quiebra, sin ninguna injerencia violenta, por vía legal; para ello no tenía más que mantenerse a la expectativa, abandonando al Banco a su suerte. La quiebra del Banco hubiera sido el diluvio que barriese en un abrir y cerrar de ojos del suelo de Francia a la aristocracia financiera, la más poderosa y más peligrosa enemiga de la república, el pedestal de oro de la monarquía de Julio. Y una vez en quiebra el Banco, la propia burguesía tendría necesariamente que ver como último intento desesperado de salvación el que el Gobierno crease un Banco nacional y sometiese el crédito nacional al control de la nación. 

 

 

Pero lo que hizo el Gobierno provisional fue, por el contrario, dar curso forzoso a los billetes de Banco. Y aún hizo más. Convirtió todos los Bancos provinciales en sucursales del Banco de Francia, permitiéndole así lanzar su red por toda Francia. Más tarde, le hipotecó los bosques del Estado como garantía de un empréstito que contrajo con él. De este modo, la revolución de Febrero reforzó y amplió directamente la bancocracia que venía a derribar. 

 

 

Entretanto, el Gobierno provisional se encorvaba bajo la pesadilla de un déficit cada vez mayor. En vano mendigaba sacrificios patrióticos. Sólo los obreros le echaron una limosna. Había que recurrir a un remedio heroico: establecer un nuevo impuesto. ¿Pero a quién gravar con él? ¿A los lobos de la Bolsa, a los reyes de la Banca, a los acreedores del Estado, a los rentistas, a los industriales? No era por este camino por el que la república se iba a captar la voluntad de la burguesía. Eso hubiera sido poner en peligro con una mano el crédito del Estado y el crédito comercial, mientras con la otra se le procuraba rescatar a fuerza de grandes sacrificios y humillaciones. Pero alguien tenía que ser el pagano. ¿Y quién fue sacrificado al crédito burgués? Jacques le bonhomme,* el campesino. 

[ *«Jacobo el simple», nombre despectivo que los nobles de Francia daban a los campesinos. (N. de la Edit.) ]

 

 

El gobierno provisional estableció un recargo de 45 cts. por franco sobre los cuatro impuestos directos. La prensa del gobierno, para engañar al proletariado de París, le contó que este impuesto gravaba preferentemente a la gran propiedad territorial, pesaba ante todo sobre los beneficiarios de los mil millones conferidos por la Restauración. Pero, en realidad, iba sobre todo contra la clase campesina, es decir, contra la gran mayoría del pueblo francés. Los campesinos tenían que pagar las costas de la revolución de Febrero; de ellos sacó la contrarrevolución su principal contingente. El impuesto de los 45 céntimos era para el campesino francés una cuestión vital y la convirtió en cuestión vital para la república. Desde este momento, la república fue para el campesino francés el impuesto de los 45 céntimos y en el proletario de París vio al dilapidador que se daba buena vida a costa suya. 

 

 

Mientras que la revolución del 1789 comenzó liberando a los campesinos de las cargas feudales, la revolución de 1848, para no poner en peligro al capital y mantener en marcha su máquina estatal, anunció su entrada con un nuevo impuesto cargado sobre la población campesina. 

 

 

Sólo había un medio con el que el Gobierno provisional podía eliminar todos estos inconvenientes y sacar al Estado de su viejo cauce: la declaración de la bancarrota del Estado. Recuérdese cómo, posteriormente, Ledru-Rollin dio a conocer en la Asamblea Nacional la santa indignación con que había rechazado esta sugestión del usurero bursátil Fould, actual ministro de Hacienda en Francia. Pero lo que Fould le había ofrecido era la manzana del árbol de la ciencia. 

 

 

Al reconocer las letras de cambio libradas contra el Estado por la vieja sociedad burguesa, el Gobierno provisional había caído bajo su férula. Se convirtió en deudor acosado de la sociedad burguesa, en vez de enfrentarse con ella como un acreedor amenazante que venía a cobrar las deudas revolucionarias de muchos años. Tuvo que consolidar el vacilante régimen burgués para poder atender a las obligaciones que sólo hay que cumplir dentro de este régimen. El crédito se convirtió en cuestión de vida o muerte para él y las concesiones al proletariado, las promesas hechas a éste, en otros tantos grilletes que era necesario romper. La emancipación de los obreros —incluso como frase— se convirtió para la nueva república en un peligro insoportable, pues era una protesta constante contra el restablecimiento del crédito, que descansaba en el reconocimiento neto e indiscutido de las relaciones económicas de clase existentes. No había más remedio, por tanto, que terminar con los obreros. 

 

 

La revolución de Febrero había echado de París al ejército. La Guardia Nacional, es decir, la burguesía en sus diferentes gradaciones, constituía la única fuerza. Sin embargo, no se sentía lo bastante fuerte para hacer frente al proletariado. Además habíase visto obligada, si bien después de la más tenaz resistencia y de oponer cien obstáculos distintos, a abrir poco a poco sus filas, dejando entrar en ellas a proletarios armados. No quedaba, por tanto, más que una salida: enfrentar una parte del proletariado con otra. 

 

 

El Gobierno provisional formo con este fin 24 batallones de Guardias Móviles, de mil hombres cada uno, integrados por jóvenes de 15 a 20 años. Pertenecían en su mayor parte al lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de todas clases, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gens sans feu et sans aveu,[ Gente sin patria ni hogar. (N. de la Edit.) ] que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni;  en la edad juvenil, en que el Gobierno provisional los reclutaba, eran perfectamente moldeables, capaces tanto de las hazañas más heroicas y los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil y la más sucia venalidad. El Gobierno provisional les pagaba un franco y 50 céntimos al día, es decir, los compraba. Les daba uniforme propio, es decir, los distinguía por fuera de los hombres de blusa. Como jefes se les destinaron, en parte, oficiales del ejército permanente y, en parte, eligieron ellos mismos a jóvenes hijos de burgueses, cuyas baladronadas sobre la muerte por la Patria y la abnegación por la República les seducían. 

 

 

Así hubo frente al proletariado de París un ejército salido de su propio seno y compuesto por 24.000 hombres jóvenes, fuertes y audaces hasta la temeridad. El proletariado vitoreaba a la Guardia Móvil cuando ésta desfilaba por París. Veía en ella a sus campeones de las barricadas. Y la consideraba como la guardia proletaria, en oposición a la Guardia Nacional burguesa. Su error era perdonable. 

 

 

Además de la Guardia Móvil, el Gobierno decidió rodearse también de un ejército obrero industrial. El ministro Marie enroló en los llamados Talleres Nacionales a cien mil obreros, lanzados al arroyo por la crisis y la revolución. Bajo aquel pomposo nombre se ocultaba sencillamente el empleo de los obreros en aburridos, monótonos e improductivos trabajos de explanación, por un jornal de 23 sous. Workhouses inglesas al aire libre; no otra cosa eran estos Talleres Nacionales. En ellos creía el Gobierno provisional haber creado un segundo ejército proletario contra los mismos obreros. Pero esta vez la burguesía se equivocó con los Talleres Nacionales, como se habían equivocado los obreros con la Guardia Móvil. Lo que creó fue un ejército para la revuelta. 

 

 

Pero una finalidad estaba conseguida. 

 

Talleres Nacionales: tal era el nombre de los talleres del pueblo, que Luis Blanc predicaba en el Luxemburgo. Los talleres de Marie, proyectados con un criterio que era el polo opuesto al del Luxemburgo, como llevaban el mismo rótulo, daban pie para un equívoco digno de los enredos escuderiles de la comedia española. El propio Gobierno provisional hizo correr por debajo de cuerda el rumor de que estos Talleres Nacionales eran invención de Luis Blanc, cosa tanto más verosímil cuanto que Luis Blanc, el profeta de los Talleres Nacionales, era miembro del Gobierno provisional. Y en la confusión, medio ingenua, medio intencionada de la burguesía de París, lo mismo que en la opinión artificialmente fomentada de Francia y de Europa, aquellas Workhouses eran la primera realización del socialismo, que con ellas quedaba clavado en la picota. 

 

 

No por su contenido, sino por su título, los Talleres Nacionales encarnaban la protesta del proletariado contra la industria burguesa, contra el crédito burgués y contra la república burguesa. Sobre ellos se volcó por esta causa, todo el odio de la burguesía. Esta había encontrado en ellos el punto contra el que podía dirigir el ataque una vez que fue lo bastante fuerte para romper abiertamente con las ilusiones de Febrero. Todo el malestar, todo el malhumor de los pequeños burgueses se dirigía también contra estos Talleres Nacionales, que eran el blanco común. Con verdadera rabia, echaban cuentas de las sumas que los gandules proletarios devoraban mientras su propia situación iba haciéndose cada día más insostenible. ¡Una pensión del Estado por un trabajo aparente: he ahí el socialismo! —refunfuñaban para sí. Los Talleres Nacionales, las declamaciones del Luxemburgo, los desfiles de los obreros por las calles de París: allí buscaban ellos las causas de sus miserias. Y nadie se mostraba más fanático contra las supuestas maquinaciones de los comunistas que el pequeño burgués, que estaba al borde de la bancarrota y sin esperanza de salvación. 

 

 

Así, en la colisión inminente entre la burguesía y el proletariado, todas las ventajas, todos los puestos decisivos, todas las capas intermedias de la sociedad estaban en manos de la burguesía, y mientras tanto, las olas de la revolución de Febrero se encrespaban sobre todo el continente y cada nuevo correo traía un nuevo parte revolucionario, tan pronto de Italia como de Alemania o del remoto sureste de Europa y alimentaba la embriaguez general del pueblo, aportándole testimonios constantes de aquella victoria, cuyos frutos ya se le habían escapado de las manos. 

 

 

El 17 de marzo y el 16 de abril fueron las primeras escaramuzas de la gran batalla de clases que la república burguesa escondía bajo sus alas. El 17 de marzo reveló la situación equívoca del proletariado que no permitía ninguna acción decisiva. Su manifestación perseguía, en un principio, la finalidad de retrotraer el Gobierno provisional al cauce de la revolución, y eventualmente la de conseguir la eliminación de sus miembros burgueses e imponer el aplazamiento de las elecciones para la Asamblea Nacional y para la Guardia Nacional. Pero el 16 de marzo la burguesía, representada en la Guardia Nacional, organizó una manifestación hostil al Gobierno provisional. Al grito de à bas Ledru-Rollin! marchó al Hôtel de Ville. Y el 17 de marzo el pueblo viose obligado a gritar: «¡Viva Ledru-Rollin! ¡Viva el Gobierno provisional!» Viose obligado a abrazar contra la burguesía la causa de la república burguesa, que creía en peligro. Consolidó el Gobierno provisional, en vez de someterlo. El 17 de marzo se resolvió en una escena de melodrama. Cierto es que en este día el proletariado de París volvió a exhibir su talla gigantesca, pero eso fortaleció en el ánimo de la burguesía de dentro y de fuera del Gobierno provisional el designio de destrozarlo. 

 

 

El 16 de abril fue un equívoco organizado por el Gobierno provisional de acuerdo con la burguesía. Los obreros se habían congregado en gran número en el Campo de Marte y en el Hipódromo para preparar sus elecciones al Estado Mayor General de la Guardia Nacional. De pronto, corre de punta a punta de París, con la rapidez del rayo, el rumor de que los obreros armados se han concentrado en el Campo de Marte, bajo la dirección de Luis Blanc, de Blanqui, de Cabet y de Raspail, para marchar desde allí sobre el Hôtel de Ville, derribar el Gobierno provisional y proclamar un Gobierno comunista. Se toca generala. (Más tarde, Ledru-Rollin, Marrast y Lamartine habían de disputarse el honor de esta iniciativa). En una hora están 100.000 hombres bajo las armas. El Hôtel de Ville es ocupado de arriba abajo por la Guardia Nacional. Los gritos de: «¡Abajo los comunistas! ¡Abajo Luis Blanc, Blanqui, Raspail y Cabet!» resuenan por todo París. Y el Gobierno provisional es aclamado por un sinnúmero de delegaciones, todas dispuestas a salvar la Patria y la sociedad. Y cuando, por último, los obreros aparecen ante el Hôtel de Ville para entregar al Gobierno provisional una colecta patriótica hecha por ellos en el Campo de Marte, se enteran con asombro de que el París burgués, en una lucha imaginaria montada con una prudencia extrema, ha vencido a su sombra. El espantoso atentado del 16 de abril suministró pretexto para dar al ejército orden de regresar a París —verdadera finalidad de aquella comedia tan burdamente montada— y para las manifestaciones federalistas reaccionarias de las provincias. 

 

 

El 4 de mayo se reunió la Asamblea Nacional, fruto de las elecciones generales y directas. El sufragio universal no poseía la fuerza mágica que los republicanos de viejo cuño le asignaban. Ellos veían en toda Francia, o por lo menos en la mayoría de los franceses, citoyens con los mismos intereses, el mismo discernimiento, etc. Tal era su culto al pueblo. En vez de este pueblo imaginario, las elecciones sacaron a la luz del día al pueblo real, es decir, a los representantes de las diversas clases en que éste se dividía. Ya hemos visto por qué los campesinos y los pequeños burgueses votaron bajo la dirección de la burguesía combativa y de los grandes terratenientes que rabiaban por la restauración. Pero si el sufragio universal no era la varita mágica que habían creído los probos republicanos, tenía el mérito incomparablemente mayor de desencadenar la lucha de clases, de hacer que las diversas capas intermedias de la sociedad burguesa superasen rápidamente sus ilusiones y desengaños, de lanzar de un golpe a las cumbres del Estado a todas las fracciones de la clase explotadora, arrancándoles así la máscara engañosa, mientras que la monarquía, con su censo electoral restringido, sólo ponía en evidencia a determinadas fracciones de la burguesía, dejando escondidas a las otras entre bastidores y rodeándolas con el halo de santidad de una oposición conjunta. 

 

 

En la Asamblea Nacional Constituyente, reunida el 4 de mayo, llevaban la voz cantante los republicanos burgueses, los republicanos del "National". Por el momento, los propios legitimistas y orleanistas sólo se atrevían a presentarse bajo la máscara del republicanismo burgués. La lucha contra el proletariado sólo podía emprenderse en nombre de la República. 

 

 

La República —es decir, la república reconocida por el pueblo francés— data del 4 de mayo y no del 25 de febrero. No es la república que el proletariado de París impuso al Gobierno provisional; no es la república con instituciones sociales; no es el sueño de los que lucharon en las barricadas. La república proclamada por la Asamblea Nacional, la única república legítima, es la república que no representa ningún arma revolucionaria contra el orden burgués. Es, por el contrario, la reconstitución política de éste, la reconsolidación política de la sociedad burguesa, la república burguesa, en una palabra. Esta afirmación resonó desde la tribuna de la Asamblea Nacional y encontró eco en toda la prensa burguesa, republicana y antirrepublicano. 

 

 

Y ya hemos visto que la república de Febrero no era realmente ni podía ser más que una república burguesa; que, pese a todo, el Gobierno provisional, bajo la presión directa del proletariado, se vio obligado a proclamarla como una república con instituciones sociales; que el proletariado de París no era todavía capaz de salirse del marco de la república burguesa más que en sus ilusiones, en su imaginación; que actuaba siempre y en todas partes a su servicio, cuando llegaba la hora de la acción; que las promesas que se le habían hecho se convirtieron para la nueva república en un peligro insoportable; que todo el proceso de la vida del Gobierno provisional se resumía en una lucha continua contra las reclamaciones del proletariado. 

 

 

En la Asamblea Nacional, toda Francia se constituyó en juez del proletariado de París. La Asamblea rompió inmediatamente con las ilusiones sociales de la revolución de Febrero y proclamó rotundamente la república burguesa como república burguesa y nada más. Eliminó inmediatamente de la Comisión Ejecutiva por ella nombrada a los representantes del proletariado, Luis Blanc y Albert, rechazó la propuesta de un ministerio especial del Trabajo y aclamó con gritos atronadores la declaración del ministro Trélat: «Sólo se trata de reducir el trabajo a sus antiguas condiciones». 

 

 

Pero todo esto no bastaba. La república de Febrero había sido conquistada por los obreros con la ayuda pasiva de la burguesía. Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de Febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no con la burguesía, sino contra ella, salían derrotados. Y así como la república de Febrero, con sus concesiones socialistas, había exigido una batalla del proletariado unido a la burguesía contra la monarquía, ahora, era necesaria una segunda batalla para divorciar a la república de las concesiones al socialismo, para que la república burguesa saliese consagrada oficialmente como régimen imperante. La burguesía tenía que refutar con las armas en la mano las pretensiones del proletariado. Por eso la verdadera cuna de la república burguesa no es la victoria de Febrero sino la derrota de Junio. 

 

 

El proletariado aceleró el desenlace cuando, el 15 de mayo, se introdujo por la fuerza en la Asamblea Nacional, esforzándose en vano por reconquistar su influencia revolucionaria, sin conseguir más que entregar sus jefes más enérgicos a los carceleros burgueses.

 

 

Il faut en finir! ¡Esta situación tiene que terminar! Con este grito, la Asamblea Nacional expresaba su firme resolución de forzar al proletariado a la batalla decisiva. La Comisión Ejecutiva promulgó una serie de decretos de desafío, tales como la prohibición de aglomeraciones populares, etc. Desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional Constituyente se provocaba, se insultaba, se escarnecía descaradamente a los obreros. Pero el verdadero punto de ataque estaba, como hemos visto, en los Talleres Nacionales. A ellos remitió imperiosamente la Asamblea Constituyente a la Comisión Ejecutiva, que no esperaba más que oír enunciar su propio plan como orden de la Asamblea Nacional.

 

 

La Comisión Ejecutiva comenzó poniendo dificultades para el ingreso en los Talleres Nacionales, convirtiendo el salario por días en salario a destajo, desterrando a la Sologne a los obreros no nacidos en París, con el pretexto de ejecutar allí obras de explanación. Estas obras no eran más que una fórmula retórica para disimular su expulsión, como anunciaron a sus camaradas los obreros que retornaban desengañados. Finalmente, el 21 de junio apareció en el "Moniteur" un decreto que ordenaba que todos los obreros solteros fuesen expulsados por la fuerza de los Talleres Nacionales o enrolados en el ejército. 

 

 

Los obreros no tenían opción: o morirse de hambre o iniciar la lucha. Contestaron el 22 de junio con aquella formidable insurrección en que se libró la primera gran batalla entre las dos clases de la sociedad moderna. Fue una lucha por la conservación o el aniquilamiento del orden burgués.

 

 

El velo que envolvía a la República quedó desgarrado. 

 

Es sabido que los obreros, con una valentía y una genialidad sin ejemplo, sin jefes, sin un plan común, sin medios, carentes de armas en su mayor parte, tuvieron en jaque durante cinco días al ejército, a la Guardia Móvil, a la Guardia Nacional de París y a la que acudió en tropel de las provincias. Y es sabido que la burguesía se vengó con una brutalidad inaudita del miedo mortal que había pasado, exterminando a más de 3.000 prisioneros. 

 

 

Los representantes oficiales de la democracia francesa estaban hasta tal punto cautivados por la ideología republicana, que, incluso pasadas algunas semanas, no comenzaron a sospechar el sentido del combate de junio. Estaban como aturdidos por el humo de la pólvora en que se disipó su república fantástica. 

 

 

Permítanos el lector que describamos con las palabras de la "Neue Rheinische Zeitung"43 la impresión inmediata que en nosotros produjo la noticia de la derrota de junio: 

 

 

«El último resto oficial de la revolución de Febrero, la Comisión Ejecutiva, se ha disipado como un fantasma ante la seriedad de los acontecimientos. Los fuegos artificiales de Lamartine se han convertido en las granadas incendiarias de Cavaignac. La fraternité, la hermandad de las clases antagónicas, una de las cuales explota a la otra, esta fraternidad proclamada en Febrero y escrita con grandes caracteres en la frente de París, en cada cárcel y en cada cuartel, tiene como verdadera, auténtica y prosaica expresión la guerra civil; la guerra civil bajo su forma más espantosa, la guerra entre el trabajo y el capital. Esta fraternidad resplandecía delante de todas las ventanas de París en la noche del 25 de junio, cuando el París de la burguesía encendía sus iluminaciones, mientras el París del proletariado ardía, gemía y se desangraba. La fraternidad existió precisamente el tiempo durante el cual el interés de la burguesía estuvo hermanado con el del proletariado. 

Pedantes de las viejas tradiciones revolucionarias de 1793, doctrinarios socialistas que mendigaban a la burguesía para el puebla y a los que se permitió echar largos sermones y desprestigiarse mientras fue necesario arrullar el sueño del león proletario, republicanos que reclamaban todo el viejo orden burgués con excepción de la testa coronada, hombres de la oposición dinástica a quienes el azar envió en vez de un cambio de ministerio el derrumbamiento de una dinastía, legitimistas que no querían dejar la librea, sino solamente cambiar su corte: tales fueron los aliados con los que el pueblo llevó a cabo su Febrero... 

La revolución de Febrero fue la hermosa revolución, la revolución de las simpatías generales, porque los antagonismos que en ella estallaron contra la monarquía dormitaban incipientes todavía, bien avenidos unos con otros, porque la lucha social que era su fondo sólo había cobrado una existencia aérea, la existencia de la frase, de la palabra. La revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el hecho ha ocupado el puesto de la frase, porque la república puso al desnudo la cabeza del propio monstruo, al echar por tierra la corona que la cubría y le servía de pantalla. ¡Orden!, era el grito de guerra de Guizot. ¡Orden!, gritaba Sebastiani, el guizotista, cuando Varsovia fue tomada por los rusos. ¡Orden!, grita Cavaignac, eco brutal de la Asamblea Nacional francesa y de la burguesía republicana. ¡Orden!, tronaban sus proyectiles, cuando desgarraban el cuerpo del proletariado. Ninguna de las numerosas revoluciones de la burguesía francesa, desde 1789, había sido un atentado contra el orden, pues todas dejaban en pie la dominación de clase, todas dejaban en pie la esclavitud de los obreros, todas dejaban subsistente el orden burgués, por mucha que fuese la frecuencia con que cambiase la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Pero Junio ha atentado contra este orden. ¡Ay de Junio!»

 

("Neue Rheinische Zeitung", 29 de junio de 1848).

 

 

 

El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la insurrección de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. El "Moniteur" hubo de hacerle saber oficialmente que habían pasado los tiempos en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta el más mínimo mejoramiento de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad. Y sus reivindicaciones, desmesurados en cuanto a la forma, pero minúsculas e incluso todavía burguesas por su contenido, cuya satisfacción quería arrancar a la república de Febrero, cedieron el puesto a la consigna audaz y revolucionaria: ¡Derrocamiento de la burguesía! ¡Dictadura de la clase obrera! 

 

 

Al convertir su fosa en cuna de la república burguesa, el proletariado obligaba a ésta, al mismo tiempo, a manifestarse en su forma pura, como el Estado cuyo fin confesado es eternizar la dominación del capital y la esclavitud del trabajo. Viendo constantemente ante sí a su enemigo, lleno de cicatrices, irreconciliable e invencible —invencible, porque su existencia es la condición de la propia vida de la burguesía—, la dominación burguesa, libre de todas las trabas, tenía que trocarse inmediatamente en terrorismo burgués. Y una vez eliminado provisionalmente de la escena el proletariado y reconocida oficialmente la dictadura burguesa, las capas medias de la sociedad burguesa, la pequeña burguesía y la clase campesina, a medida en que su situación se hacía más insoportable y se erizaba su antagonismo con la burguesía, tenían que unirse más y más al proletariado. Lo mismo que antes encontraban en el auge de éste la causa de sus miserias, ahora tenían que encontrarla en su derrota. 

 

 

Cuando la insurrección de Junio hizo engreírse a la burguesía en todo el continente y la llevó a aliarse abiertamente con la monarquía feudal contra el pueblo, ¿quién fue la primera víctima de esta alianza? La misma burguesía continental. La derrota de Junio le impidió consolidar su dominación y hacer detenerse al pueblo, mitad satisfecho, mitad disgustado, en el escalón más bajo de la revolución burguesa. 

 

 

Finalmente, la derrota de Junio reveló a las potencias despóticas de Europa el secreto de que Francia tenía que mantener a todo trance la paz en el exterior, para poder librar la guerra civil en el interior. Y así, los pueblos que habían comenzado la lucha por su independencia nacional fueron abandonados a la superioridad de fuerzas de Rusia, de Austria y de Prusia, pero al mismo tiempo la suerte de estas revoluciones nacionales fue supeditada a la suerte de la revolución proletaria y despojada de su aparente sustantividad, de su independencia respecto a la gran transformación social. ¡El húngaro no será libre, ni lo será el polaco, ni el italiano, mientras el obrero siga siendo esclavo! 

 

 

Por último, con las victorias de la Santa Alianza, Europa ha cobrado una fisonomía que hará coincidir directamente con una guerra mundial todo nuevo levantamiento proletario en Francia. La nueva revolución francesa se verá obligada a abandonar inmediatamente el terreno nacional y a conquistar el terreno europeo, el único en que puede llevarse a cabo la revolución social del siglo XIX. 

 

 

Ha sido, pues, la derrota de Junio la que ha creado todas las condiciones dentro de las cuales puede Francia tomar la iniciativa de la revolución europea. Sólo empapada en la sangre de los insurrectos de Junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja. 

 

Y nosotros exclamamos:

 

¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución! …

 

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Karl MARX. “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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