miércoles, 22 de mayo de 2024

 

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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

10

 

Corría el mes de marzo de 1913. Antonio Gramsci, cumplidos los veintidós años, seguía el segundo curso de Letras. En la vida del país habían empezado a pesar las consecuencias de la expedición a Libia; una vez más, las clases humildes eran las que cargaban con las peores consecuencias. El malestar se propagaba rápidamente entre los muchos que tenían que pagar un altísimo precio por una guerra que no habían querido. El 19 de marzo, en Turín, 6.500 obreros de la industria automovilística dejaron de acudir a la fábrica. Se amenazó con el despido a los que no se hubiesen reintegrado al trabajo antes del día 25, pero el frente de la huelga no se quebró. En vez de pasar las rejas de la Fiat, de la Spa, de la Lancia, los obreros se reunían todas las mañanas al otro lado del Po, en el parque Michelotti. Allí estaban Bruno Buozzi y los líderes sindicalistas; allí se intercambiaban noticias y se decidía cada día lo que había que hacer, con la práctica de la consulta permanente entre la base y los dirigentes. «En los primeros días —recuerda Gino Castagno—, la tribuna de los oradores era una mesa que nos había prestado una fonda vecina. Después, algunos compañeros emprendedores encontraron mesas y construyeron una pequeña tribuna estable, al abrigo de un grupo de grandes plátanos que hacían de telón de fondo y de bastidores». Así transcurrieron abril y mayo. Los industriales resistían, el frente obrero no cedía y las grandes concentraciones del parque Michelotti eran ya una faceta habitual, casi diríamos la más destacada de la vida ciudadana. El mismo Gramsci se sintió impresionado.

 

 

A ciertas horas de la mañana —cuenta Togliatti—, cuando abandonábamos el aula y salíamos del patio hacia el Po, encontrábamos grupos de hombres diferentes de nosotros que seguían aquella calle. Una verdadera multitud se dirigía hacia el río y hacia los parques de sus riberas. Y allí íbamos también nosotros acompañando a aquellos hombres; escuchábamos sus discursos, hablábamos con ellos y nos interesábamos por su lucha. A primera vista parecían distintos de nosotros, los estudiantes; parecían otra humanidad. Pero no eran otra humanidad.

 

 

La huelga terminó victoriosamente el 23 de junio, después de noventa y seis días de lucha. Gramsci seguía todavía al margen de la organización socialista, pero no era indiferente a lo que ocurría.

 

 

Siguió haciendo una vida apartada. Le torturaban las malas condiciones de salud. De poco le había servido el descanso durante el verano en Ghilarza y en Bosa Marina. El frío, la desnutrición, el hecho de no poder distraerse de los estudios por el peligro de perder la beca del colegio albertino eran las causas de un estado físico extremadamente precario. La soledad hacía todavía más pesada su situación. Distinto a los demás por su constitución deforme y con pocos vínculos, tanto en el ambiente universitario como fuera de él, el joven sardo, de temperamento huraño y poco propenso a las amistades fáciles, solo frecuentaba a un par de colegas. Se relacionaba también con Matteo Bartoli, su profesor de Lingüística, y juntos pasaban largas horas bajo las arcadas de Corso Vinzaglio, donde vivía el profesor, charlando sobre todo de lingüística. Por lo demás, Gramsci hacía una vida totalmente aislada, con toda clase de privaciones. No iba a los espectáculos, no se le veía nunca en el café. Solo hubo dos cosas a las que nunca renunció: los cigarrillos y los libros. Así como en Santu lussurgiu, durante sus estudios secundarios, vendía una parte de sus provisiones para comprar libros, en Turín administraba mal las setenta liras de la beca y era capaz de quedarse sin dinero a cambio de los libros que le interesaban. Una vez, durante el segundo curso universitario, compró un stock de libros sobre Cerdeña procedentes de la biblioteca del marqués de Boyl, cuyos herederos se habían desprendido de los libros de tema sardo. Por una de sus cartas sabemos que entre los libros comprados estaban Voyage en Sardaigne, de Alberto La Marmora; Storia di Sardegna y Storia moderna di Sardegna dall´anno 1773 al 1799, de Giuseppe Mannu, y «un grueso volumen encuadernado (un peso de diez kilos por lo menos) con todas las cartas de Arborea». Absorbido por estas y otras lecturas similares, prefería pasar las horas libres en las mismas aulas universitarias, a veces en otra facultad. Togliatti escribe al respecto:

 

«Lo encontraba por todas partes donde hubiese un profesor que iluminase problemas esenciales, desde Einaudi hasta Chironi y Ruffini. Recuerdo que Antonio Gramsci estaba presente, atento, en el curso, hoy célebre, en que Francesco Ruffini elaboró la nueva concepción de las relaciones entre la Iglesia y el Estado».

 

 

El agotamiento físico y nervioso no apagaba su curiosidad intelectual. Pero estaba bajo de tono, un poco alejado de la vida. Ni siquiera contestaba las cartas de su familia. El 6 de mayo de 1913 su madre le escribió: «Querido, es la cuarta vez que te escribo y me apena mucho no recibir noticias tuyas desde hace tanto tiempo. No sé qué pensar, ¿estás enfermo, quizá?... Si no contestas enseguida, me obligarás a recurrir al colegio. Espero con ansia». En julio, Gramsci pidió a la secretaría de la fundación albertina que se tomasen en consideración sus pésimas condiciones de salud y volvió a Ghilarza sin haberse examinado.

 

Era un verano de elecciones, las primeras desde la extensión del sufragio. En Cerdeña la polémica librecambista había llegado a un momento de máximo fervor. La habían alimentado las campañas contra el proteccionismo de La Voce de Prezzolini, de L’Unita de Salvemini y de la Riforma Sociale. A llevarla al terreno de la acción directa se dedicaba un joven intelectual de Nuoro, Attilio Deffenu, que se había graduado el año anterior en Pisa con una tesis sobre Teoria marxista della concentrazione capitalistica. Por iniciativa suya se había formado en la isla un Grupo de Acción y Propaganda Antiproteccionista y en los primeros días de agosto apareció en algunos periódicos locales un documento del grupo escrito por Deffenu y otro joven publicista, Nicolò Fancello, documento que La Voce publicó a su vez el 28 de agosto de 1913, en su número 35. A pie de página figuraban, además de las firmas de los redactores, las de Gino Corradetti, secretario del sindicato de ferroviarios y de la Cámara de Trabajo de Cagliari; del profesor Massimo Stara, secretario de la Cámara de Trabajo de Sassari (había sido profesor de Antonio Gramsci en Santu lussurgiu durante algunas semanas); del profesor Giovanni Sanna, que más tarde había de ser junto con Antonio Graziadei el autor de las tesis sobre la cuestión agraria en el II Congreso del Partido Comunista de Italia, celebrado en Roma en marzo de 1922; de Francesco Dore, futuro diputado popular, y de dos jóvenes abogados de orientación republicana, Pietro Mastino, de Nuoro, y Michele Saba, de Sassari. En el documento se renovaba la protesta contra el régimen proteccionista, al cual Deffenu y sus amigos atribuían «la detención del desarrollo, la creciente miseria y el paro forzoso de las masas trabajadoras, la carestía de los víveres, la despoblación del campo, la emigración». «Para favorecer algunas industrias que, como ha demostrado la experiencia, no tenían necesidad alguna de protección o eran absolutamente incapaces de vivir y desarrollarse sin esta —proseguía el manifiesto— se ha condenado la economía meridional a languidecer miserablemente». En especial la economía sarda se veía perjudicada en primer lugar por los «elevados tributos que encarecen artificialmente el coste de los productos manufacturados, de las máquinas y de los instrumentos de producción»; chocaba con obstáculos para «la exportación y el comercio de sus mejores productos, ganado, vino, aceite, fruta, quesos», que habían perdido sus mercados exteriores porque «el proteccionismo italiano provoca las represalias de los demás Estados (basta recordar el cierre del mercado francés ante el floreciente comercio de ganado y de productos agrícolas sardos)». El documento terminaba solicitando la adhesión moral o financiera de los sardos progresistas a todas las iniciativas del grupo. Gramsci escribió a La Voce desde Ghilarza. En el número 41, del 9 de octubre de 1913, consta su adhesión a las tesis del Grupo de Propaganda Antiproteccionista. Era la primera vez que el joven estudiante sardo se adhería públicamente a una batalla política.

 

 

Mientras tanto, la lucha electoral estaba llegando a su punto culminante. El 26 de octubre había que votar para enviar a doce diputados al Parlamento; la gran novedad era la admisión de los analfabetos en las urnas; con ello, el número de electores en Cerdeña pasaba de golpe de 42.000 a 178.000: un incremento de 136.000 electores que podía dar lugar a un verdadero terremoto. «Existía la convicción mística —escribirá más tarde Gramsci— de que todo iba a cambiar después de la votación, de que iba a producirse una verdadera palingenesia social, por lo menos en Cerdeña». En realidad, ¿cuál era la situación?

 

 

Entre finales de 1911 y principios de 1913, las organizaciones socialistas habían retrocedido en vez de progresar. Carecían de medios y de cuadros. Algunos dirigentes de notable capacidad, como Giuseppe Cavadera, se habían marchado totalmente desanimados. Incluso en los principales centros, Cagliari, por ejemplo, la sección socialista y la Cámara de Trabajo habían cerrado las puertas. En aquel vacío de iniciativas, sin haber organizado nada hasta la víspera misma de las elecciones y sin núcleos políticamente educados que pudiesen servir de centros de irradiación de las nuevas ideas entre las masas analfabetas, la labor de los pocos hombres de buena voluntad que intentaban hasta el último momento poner en pie un mínimo de organización ante la proximidad de las elecciones, era una empresa complicada. «Noventa de cada cien trabajadores siguen sin comprender un ápice del nuevo verbo», tenía que admitir con melancolía Il Risveglio dell’Isola, «semanario proletario». Pero ¿era culpa de los trabajadores o bien había que atribuir también una buena parte de culpa a la interpretación de los nuevos dirigentes, alejados de la psicología de las masas y prisioneros de unas cuantas fórmulas débiles? Puede decirse que el socialismo sardo de la época era menos tributario de Marx que de L’Asino de Podrecca. Su rasgo más destacado era un anticlericalismo tosco de taberna. En el número del 6 de julio de 1913, refiriéndose a un forajido del Sàrrabus, Il Risveglio dell’isola escribía: «Aunque Tramatzu fuese todavía más delincuente de lo que es, feroz hasta el canibalismo, brutal hasta el exceso, nosotros lo preferiríamos a los curas». Dos socialistas de la sección de Domusnovas, Francesco Saba y Giuseppe Onnis, habían sido expulsados del partido «por haber servido en la misa, el primero, y por haber tocado las campanas con ocasión de las fiestas de San Juan, el segundo» (este fue el motivo oficial). Los dirigentes aguerridos y preparados eran una minoría. En aquel otoño de 1913 se presentaban como candidatos tres socialistas: Giuseppe Cavallera (reclamado expresamente de Génova, donde residía) en la circunscripción de Iglesias; Gino Corradetti, en Cagliari, y Massimo Stara, en Sassari. Por primera vez entraban en la competición electoral otros dos hombres nuevos; el reformista Felice Porcella, en Oristano, y el católico Francesco Dore, en Nuoro. ¿Hasta qué punto la ampliación del cuerpo electoral permitiría quitar de en medio a los viejos giolittianos?

 

 

Entre los conservadores reinaba el temor. Hasta entonces —como escribirá más tarde Gramsci—, «las elecciones giraban en torno a cuestiones muy genéricas, porque los diputados representaban posiciones personales y locales y no posiciones de partidos nacionales. Cada elección parecía ser para una asamblea constituyente y a la vez para un club de cazadores». No había ni siquiera un poco de polémica ideológica. El voto se compraba, se conseguía con la intimidación o con la intriga de los órganos públicos; o bien correspondía a un rito votivo, por gracia recibida. Las facciones locales se combatían sin tener en cuenta la orientación de los candidatos —orientación muy voluble, por lo demás— y sustituyendo el debate ideológico por la difamación, la insinuación y el escarnio. En cambio, ahora, con el sufragio casi universal, se imponía un cambio de método, por lo menos parcial. Corromper a todos los electores, que se habían multiplicado por cuatro, resultaba más bien caro. Además los socialistas presentaban bien o mal argumentos políticos y había que oponerles otros. Pero ¿cuáles? Se escogió el argumento del miedo. Miedo insinuado en las curias, entre los pequeños comerciantes, entre los propietarios de un minúsculo trozo de tierra (pero propietarios, según un esquema profundamente enraizado): el miedo a saltar al vacío.

 

 

Las cosas se clarificaron. Durante muchos años, los parlamentarios conservadores excluidos de un ministerio, los periódicos que apoyaban a aquellos diputados y los periódicos de tendencia popular, los alcaldes gregarios del político feudal furioso contra Sonnino o contra Luzzatti y los administradores municipales en dificultades por la incuria de los Gobiernos, los propietarios territoriales irritados por las exigencias del fisco y los obreros y campesinos en el límite de la resistencia por la escasez de los salarios y la carestía creciente de la vida, se habían encontrado juntos en una misma trinchera: la trinchera de la reivindicación sardista. Pocos eran los que advertían que las razones de la protesta eran diversas, cuando no contradictorias, que nada tenían en común la desesperación del campesino hambriento y el despecho del parlamentario conservador excluido del ministerio Sonnino o del ministerio Luzzatti; y, desde luego, nadie sacaba de ello las debidas consecuencias. Se disparaba indiscriminadamente contra los Gobiernos, y en aquella atmósfera de jacobinismo sardista el resentimiento ocasional de los reaccionarios y el ímpetu de la rebelión de los oprimidos acababa confundiéndose, aunque una cosa fuese el justo descontento de las masas heridas y otra el simple interés en instrumentalizar aquel descontento para abatir a un Gobierno, no porque fuese incapaz, sino porque se había excluido de él a un político feudal sardo. Finalmente, la amenaza representada por la aparición en la escena electoral de las clases subalternas sirvió para trazar una línea divisoria entre intereses que antes parecían coincidir bajo la capa de un sardismo ambiguo. En esto consistió la clarificación provocada por las elecciones de 1913; a un lado estaban los grupos de la conservación y al otro, los trabajadores. Lejos ya del viejo equívoco de la común batalla sardista, eran posiciones de clase bien definidas: no se podía caer ya en la confusión.

 

 

El blanco de la clase propietaria sarda había cambiado: no era ya el Gobierno, con el cual había hecho las paces y se entendía, sino las organizaciones socialistas. Había aprovechado el sufrimiento popular para abatir a los Gobiernos poco condescendientes y con este fin había apoyado algunas iniciativas de las Cámaras de Trabajo. Ahora, invertido súbitamente el sistema de alianzas, utilizaba el Gobierno a sus funcionarios periféricos y la capacidad corruptora de sus fondos para combatir la vanguardia organizada de las clases humildes. Finalmente podía dejarse de lado la excusa del sardismo, útil hasta entonces en el marco de una táctica determinada. En los periódicos de la clase hegemónica aparecían otros temas: el martirio de los jóvenes que la misma clase dirigente había enviado a morir en Libia, el apoyo incondicionado del aumento de los gastos militares, el aplauso a los asesinos de los obreros en huelga, la presentación de las reivindicaciones salariales como intentos de perturbación de la «paz entre el capital y el trabajo», y los ríos, los grandes ríos, las inundaciones de dinero que el Gobierno amigo destinaba a las obras públicas en la amiga Cerdeña.

 

 

En torno a los candidatos ministeriales se habían coaligado todas las fuerzas antisocialistas. En Iglesias, donde parecía probable la elección de Giuseppe Cavallera, el candidato de las compañías mineras Erminio Ferraris retiró su candidatura para que todos los votos de la derecha se concentrasen en Giuseppe Sanna Randaccio. Pese al anticlericalismo declarado de este, la curia suprimió el non expedit a su favor. Para los mineros, expresar durante la campaña electoral una idea heterodoxa en relación con la del patrono comportaba el peligro de perder el trabajo. Organizarse era un delito. En Monteponi, diecinueve carreteros de un total de veinticuatro pidieron la reducción de la jornada de trabajo —que era de dieciséis horas diarias— y un aumento del salario —que era de dos liras setenta al día—. No pertenecían a ninguna organización. Pero el hecho de que hubiesen sido diecinueve los firmantes de la petición bastó para que la dirección calificase la iniciativa de «conjura» y castigase al «jefe de la conjura» (el primer firmante) con la pérdida del empleo. En todas partes la lucha se llevaba a cabo en este plano por la intransigencia patronal. Los candidatos gubernamentales eran abiertamente apoyados por los diarios y por las prefecturas. Solo porque estaba dirigida por el socialista Curreli, la administración municipal de Serramanna fue disuelta por orden de la autoridad. «Los procesos contra nuestro Corradetti —señalaba el semanario socialista— no se pueden ya contar... Instigación al odio entre las clases, a la guerra civil, insultos contra las instituciones, delitos de lesa majestad... No hay número del Risveglio que no sea perseguido judicialmente». Junto con los detentores del poder económico se movilizaban en apoyo de los candidatos giolittianos los fiscales del reino, las delegaciones de policía y todos los sectores del aparato estatal que influían en la vida del ciudadano. Pero ocurrió algo nuevo. En Iglesias venció el socialista Cavallera; en Oristano, el reformista Porcella; en Nuoro, Dore. Aquella experiencia iba a ser decisiva para el «proceso vital» de Antonio Gramsci.

 

 

Desde Ghilarza escribió una larga carta al amigo y colega de facultad Angelo Tasca.

 

Le había impresionado mucho —dice Tasca— la transformación producida en aquel ambiente por la participación de las masas campesinas en las elecciones, aunque estas no supiesen ni pudiesen todavía servirse por su cuenta de la nueva arma. Fue aquel espectáculo y la meditación sobre él lo que hicieron definitivamente de Gramsci un socialista. Cuando volvió a Turín, al empezar el nuevo año académico, pude comprobar el valor decisivo que para él había tenido aquella experiencia.

 

 

Sin duda, las elecciones habían revelado a Gramsci la ambigüedad de la antigua protesta sardista, a la cual se había asociado anteriormente hasta el punto de creer que había que «luchar por la independencia nacional de la región». Ahora veía con toda claridad la insensatez de su viejo grito «¡Al mar, los continentales!». Sí, «a muchos kilómetros de allí un malvado o un egoísta había cortado la vena de agua que alimentaba la fertilidad de Cerdeña». Pero ¿quién había cortado la vena? ¿Quién había condenado a Cerdeña al atraso y a la miseria? ¿Era realmente todo el continente?

 

 

En el estudiante sardo comenzó a abrirse paso la idea de que los verdaderos opresores de los campesinos, de los pequeños propietarios y de las capas medias de la isla y de todas las clases pobres del Mediodía no eran los obreros industriales junto con las clases propietarias del norte, como había creído durante tanto tiempo, sino las clases propietarias del norte junto con los grupos reaccionarios sardos, con los grupos reaccionarios de todo el Mediodía. Allí había que buscar a los que habían cortado la vena de agua que alimentaba antes a Cerdeña. Allí estaban, a igual distancia del proletariado industrial que había luchado en Turín durante noventa y seis días, entre marzo y junio.

 

 

Tasca recordará: «A partir de aquella época, las relaciones de Gramsci con el movimiento socialista fueron sobre todo relaciones con los jóvenes del fascio Centro»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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