miércoles, 15 de mayo de 2024

 

1157

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

Andrés Piqueras

 

(06)

 

 

 

 

 

PARTE I

 

De la agonía del capital(ismo) y del

desvelamiento de su ilusión democrática

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

Del carácter ilusorio de la democracia capitalista

 

El fetichismo es la inversión que se produce cuando una relación social se cosifica y aparece “cristalizada” en un objeto. La mistificación se da cuando una relación social se oculta y aparece con una forma distinta, como fenómeno apto para ser recogido en categorías jurídicas y formales extraídas de la superficie de los hechos, pero que no implica cosificación, es decir, aparición de esa relación como propiedad de una cosa. Una ilusión social, en cambio, es una apariencia o imagen compartida sobre hechos o procesos, que no tiene base material. Las raíces de la “ilusión” de la democracia capitalista brotan del subsuelo fetichista de este sistema, y están ligadas también a la mistificación salarial o supuesto intercambio libre de fuerza de trabajo por salario en la esfera de la circulación del capital.

 

Así lo expresó Marx:

 

“La órbita de la circulación o del cambio de mercancías, dentro de cuyas fronteras se desarrolla la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad, el verdadero paraíso de los derechos del ser humano. Dentro de estos linderos sólo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad (…). La libertad, pues el comprador y el vendedor de una mercancía, v.gr. de la fuerza de trabajo, no obedece a más ley que la de su libre voluntad. Contratan como personas libres e iguales ante la ley. El contrato es el resultado final en que sus voluntades cobran una expresión jurídica común. La igualdad, pues compradores y vendedores sólo contratan como poseedores de mercancías, cambiando equivalente por equivalente. La propiedad, pues cada cual dispone y solamente puede disponer de lo que es suyo”

 

A estas condiciones añadía Marx el interés individual, que la economía clásica, en virtud de alguna supuesta providencia (u orden natural), concilia siempre de la mejor manera con el interés de todos los demás. Lo cual resulta aún más milagroso en un régimen de mercancía, donde el trabajo humano pasa a convertirse en trabajo abstracto, sin aparente vinculación con el del resto, y por tanto de por sí nadie tiene necesariamente que tener en cuenta a los demás,  pues cada uno debe preocuparse de lo suyo. Por eso, y como quiera que la alienación de la subjetividad asume la forma del sujeto al comando (el capital), en el capitalismo se tiende a una permanente contradicción entre individuo y sociedad, esto es, lo individual y lo social no son complementarios (Mészáros). Porque la histórica constitución del valor-capital como sujeto implica la alienada subjetividad del trabajo social (en lugar del potencial consciente control sobre su propia actividad). La fuerza de trabajo sólo puede presentarse en el mercado laboral capitalista como una mercancía en cuanto que sea vendida como tal por su propio poseedor. El secreto de ello está basado en el proceso de desposesión o proletarización de las personas que es inherente al desarrollo histórico del capitalismo, por el que a la gran masa de la población no le queda más propiedad que le sirva para vivir que su fuerza de trabajo, jamás una propiedad que le permita obtener capital (el capital, recordemos, es dinero que se valoriza a sí mismo, al invertirse para obtener plusvalía productiva mediante el trabajo ajeno). Quienes poseen la fuerza de trabajo (la población en su conjunto) y quienes poseen el capital (la reducida clase capitalista) se encuentran libremente en el mercado, unos como vendedores y otros como compradores. Unas y otras son, por tanto, personas jurídicamente iguales y libres de hacer lo que hacen.

 

De nuevo Marx:

 

“Para que esta relación se mantenga a lo largo del tiempo es, pues, necesario que el dueño de la fuerza de trabajo sólo la venda por cierto tiempo, pues si la vende en bloque y para siempre, lo que hace es venderse a sí mismo, convertirse de libre en esclavo, de poseedor de una mercancía en mercancía (. .) La segunda condición esencial que ha de darse para que el poseedor del dinero encuentre en el mercado la fuerza de trabajo como una mercancía, es que su poseedor, no pudiendo vender mercancías en que su trabajo se materialice, se vea obligado a vender como una mercancía su propia fuerza de trabajo, identificada con su corporeidad viva”

 

 

Para poder vender mercancías distintas a su fuerza de trabajo, una persona necesitaría poseer en escala suficiente instrumentos de producción, materias primas, etc., algo sólo reservado a unos pocos en el modo de producción capitalista. Entonces, puesto que en él los seres humanos al vender su fuerza de trabajo ceden también cualquier derecho sobre los productos de su trabajo (quedan enajenados de los mismos), pierden de vista las cantidades de trabajo concreto y hasta la propia concreción de trabajo que incorporan las distintas mercancías y que los precios enmascaran. Tienden a concebir, por eso, al salario, al beneficio y a la renta como partes de la riqueza que producen el trabajo, el capital y la propiedad del suelo (o bienes inmuebles) respectivamente. Esta “fórmula trinitaria” (mística) de la alienación, implícita en la cosificación de las relaciones sociales capitalistas, hace que el valor de la fuerza de trabajo quede convertido a los ojos de la sociedad en “valor del trabajo”, y por tanto parezca que el salario pague el mismo, es decir, que el salario sea el cambio adecuado al trabajo realizado (Heinrich, 2008).

 

“El salario es un dispositivo social orientado a la obtención de la mayor extracción de plustrabajo cuyo resultado es, al mismo tiempo, la cosificación de la relación de explotación y una modalidad de subjetivación del ‘capital’ y del ‘trabajo’. Es por medio de este doble resultado que trabajadores y capitalistas se enfrentan como personificaciones del trabajo y del capital” (Piva, 2017).

 

 

Las mistificaciones de la sociedad capitalista se entienden vinculadas a su base fetichista (de la mercancía, del dinero y del capital). Porque “el fetichismo no es solamente una representación invertida de la realidad, sino una inversión de la realidad misma […] el carácter fetichista de la sociedad capitalista es su propia ‘célula germinal’ […] reside en su base misma e impregna todos sus aspectos” (Jappe, 2016).

 

Es una suerte de a priori o esquema formal que precede toda experiencia concreta y la modela, que condiciona todos los contenidos de la conciencia. Pero a diferencia del a priori kantiano, ideal, ahistórico, antropológico, se trata de un a priori dialéctico, imbricado en la lógica del valor (Jappe, 2017). El fenómeno del fetichismo es expresión de una realidad social que existe por sus formas, donde las formas velan o distorsionan su propio contenido. La realidad está indisolublemente ligada a una ilusión, no obstante, el fetichismo no es una ilusión mental, sino la verdadera realidad de las relaciones sociales capitalistas; es una ilusión real o una ilusión objetiva (Adorno, 1993, García Vela, 2015).

 

Y esto es así porque la alienación inherente a este modo de producción está directamente vinculada a la enajenación que padecen los seres humanos respecto de los medios de producción, de su propia actividad y de su vida genérica, que se tiene que individualizar para sobrevivir como mera mercancía (“fuerza de trabajo”); o incluso por fuera de ella, a menudo como elemento sustentador-posibilitador de esa particular mercancía (trabajo reproductivo). Esto último tiende a conllevar para las personas su generización (su construcción social como “mujeres” u hombres), o bien su etnificación o racificación (únicas “agrupaciones” útiles que favorece el capital), pero siempre, en definitiva, su exogenización de los procesos productivos y de las condiciones de ciudadanía, como trabajo impago o semipago sostenedor de los mismos.

 

 

Tales condiciones elementales de alienación-enajenación hacen viable el arraigo y propagación de las ilusiones de la igualdad, la libertad y la democracia capitalistas en la esfera de la circulación de las mercancías. Esto es posible porque, como se dijo, de la dependencia personal se pasa aquí a la “independencia” de las personas fundada en su dependencia respecto de las cosas: las mercancías y el dinero. Pero esa misma alienación inherente a los procesos de la mercancía hace que, en cambio, la desigualdad no sea atribuida a ningún factor estructural o ajeno, sino a la diferente capacidad de cada quien de conseguir más o menos dinero. El “apartheid” que éste provoca respecto de los bienes, servicios y ámbitos sociales, queda difuminado (y legitimado) mediante la “igualdad” formal.

 

 

Es en la esfera de la circulación (donde se da la compra-venta de las mercancías), además, donde los individuos son imaginados como soberanos, entes autónomos en cuanto que consumidores (con posibilidad de elección) de mercancías hechas por otros y vendedores libres de su propia mercancía fuerza de trabajo (Marx), pues como tales adquieren la ilusión de poder elegir y por tanto también de decidir.

 

Los/as ciudadanos/as consumidores/as en la esfera de la circulación deben poder también elegir entre unas u otras facciones del capital en el subsistema de la política (la manera más ‘saludable’ de que se realice la ganancia precisa que la competencia entre empresas en la esfera de la circulación tenga su réplica en la competencia de unas u otras personificaciones del capital, con sus respectivos intereses particulares, en el ámbito de la política). Este razonamiento lo llevarían al extremo los propios ideólogos neoliberales:

 

“…desde Ludwig von Mises hasta Milton Friedman, han calificado la libre elección del consumidor de característica definitoria de la economía de mercado deseada, y al consumidor soberano de agente capaz de dictar la producción económica e impulsar la actividad política. Al establecer un paralelismo directo entre la elección en el mercado y ante la urna electoral, los neoliberales no solo afirmaron que los consumidores soberanos eran los principales impulsores del capitalismo y de la democracia liberal, sino que también calificaron la votación diaria en el mercado de verdadero impulsor de la representación individual y de la participación en la sociedad (…) También explica cómo se utilizó esta gura para reinventar el mercado como el espacio democrático por excelencia: el sistema de precios se convierte en un mecanismo para registrar una elección continua, como expresó Mises” (Zamora, 2019).

 

 

Nada que ver con la “soberanía”. Pero si las relaciones sociales de producción capitalistas requieren de la “libertad” contractual entre poseedores de medios de producción y poseedores de fuerza de trabajo, y que estos últimos sean, por tanto, “libres”, en condiciones “normales” del capitalismo la dominación de clase debe aparecer como no-dominación de clase. Si el valor se realiza como beneficio en la venta dando lugar a la dictadura de la tasa de ganancia sobre las vidas humanas, posibilita también por contra que “cuando la explotación adquiere la forma de intercambio, [esa especial] dictadura puede tomar la forma de democracia” (Jessop, 2019). Tal posibilidad se concibe a través de la forzada separación que el capitalismo hace de lo económico y lo político, de la explotación y la dominación (por la cual puede parecer “soberano” elegir a quienes ya detentan el Poder del capital o a sus representantes).

 

 

En otros modos de producción no hay una separación clara entre el poder económico y el político. En el orden feudal la relación de explotación entre el señor y el siervo era claramente a la vez económica y política, a través de la apropiación-sustracción de parte de lo producido. La relación fundante del capitalismo es, sin embargo, la apropiación de trabajo no retribuido. La explotación se invisibiliza en la forma mercancía. Ya no se establece mediante el dominio directo, personal, sino a través del intercambio de mercancías (mediante la compra-venta de la fuerza de trabajo y del trato como mercancía del producto del trabajo). Aquí un terrateniente, por ejemplo, no tiene por sí mismo ninguna entidad militar que le permita perpetuar esa condición, ni, en general, una persona asalariada depende personalmente de un capitalista. Las relaciones de dominación y explotación pasan por claves impersonales, razón por la cual tienen que terminar coagulando en una entidad supra-individual,  en una suerte de “capitalista colectivo institucionalizado”: el Poder adquiere la forma-Estado, con su distinto aparataje de fuerza, coacción, control y administración-gestión social, que se encuentra separado del proceso inmediato de explotación. Dicho de otra forma, la explotación sin coacción directa, personal, precisa de una coerción unificada, social, condensadora de las relaciones de fuerza constitutivas del capitalismo.

 

“… del mismo modo que sólo en el dinero se expresa la naturaleza social de los trabajos privados, sólo en el estado se expresa la naturaleza social de la dominación de los comandos privados de los muchos capitales, aunque lo haga en una forma trasmutada. Aquel a desigualdad real revestida de igualdad formal se duplica en la forma estado, donde la dominación social de clase se estructura como imperio de la norma objetiva sobre ciudadanos libres e iguales”

(Piva, 2012).

 

 

Independencia y dependencia a la vez de la fuerza de trabajo en los procesos productivos conduce, por tanto, a perfilar las formas de dominación capitalistas, dando lugar así a un orden político basado en el “gobierno de la ley” e “igualdad ante la ley”, donde las “luchas económicas” ocurren dentro de la lógica del mercado y las “luchas políticas” dentro de la lógica del Estado (Jessop, 2019). Esto es lo que permite que el mecanismo de constreñimiento del Estado no esté constituido como el instrumento privado de la clase dominante, sino que esté parcialmente disociado de ella como un dispositivo impersonal de autoridad pública, pretendidamente (ilusoriamente) aislado (del resto) de la sociedad.

 

Por primera vez en la historia de las sociedades desigualitarias, en el capitalismo se da una separación entre el estatus civil y la condición de clase. Eso quiere decir, por un lado, que los derechos de ciudadanía no están determinados por la posición socioeconómica (a diferencia de la democracia antigua, por ejemplo). Pero por otro, que la “igualdad civil” no interfiere con ladesigualdad de clase, por lo que la democracia formal deja intacta la explotación de clase. Una vez que la democracia quedó con nada a una formalmente separada esfera “política”, para el capitalismo no fue necesaria la anterior separación civil entre “privilegiados” o “propietarios-dirigentes” y “trabajadores”. Estos últimos podían ser aceptados en la ciudadanía (e integrados al orden del capital) a condición de que el alcance de la misma quedara limitado a los confines de lo “político-jurídico” o formal-constitucional (Meiksins Wood, 2000).

 

Pero el Estado, sus despliegues institucionales, dispositivos y aparatos no son “algo externo” a la sociedad, sino que forman parte constitutiva de ella, están empotrados en ella. La artificial separación que el capitalismo fuerza entre la esfera de la economía y la de la política, cada una con sus (percibidas como) propias lógicas, intereses y campos en que se desenvuelven las luchas de clase,  excluye la asunción de una instrumentalidad simple, por la que la clase dominante hace del Estado su arma principal de combate. Más bien se mueve entre esa instrumentalidad de clase y la “autonomía” relativa de los poderes de clase. Aunque al mismo tiempo, –y aquí radica la clásica dificultad o ambigüedad de la teoría sobre el Estado–, la real interdependencia de lo económico y lo político conduce a que el Estado deba intervenir sistemáticamente en pro de la acumulación (es parte activa y no pasiva de la misma, ya que tiene que intentar ordenar de alguna manera la “anarquía” de la producción capitalista), dependiendo a su vez de la buena marcha del “sujeto automático”, lo que marca claramente los límites hasta donde las luchas de clase pueden llegar dentro del Estado capitalista. Aun así, unas u otras formas de Estado resultan también en buena parte expresión de las condiciones internas (“nacionales”) y externas (hoy mundiales) de aquellas luchas. Con ello,

 

“por un lado, a través del Estado la clase dominante presenta sus intereses como generales. Por otro lado, éste ‘condensa toda la sociedad civil’, es decir la relación de fuerzas en un momento dado: el Estado no es un puro instrumento a disposición de una clase, sino una arena política. Esa característica de la sociedad dividida en clases requiere de un Estado que cumpla la función de garantizar la continuidad de las relaciones de dominación, esto es ser factor de cohesión en una sociedad dividida” (Cantamutto, 2015).

 

Puede que no siempre el Estado consiga grados satisfactorios de “cohesión social”, mas garantiza al menos la articulación o ensamblaje de las partes mediante su igualdad formal que auspicia las bases de una identificación –identidad– interna traducida como “ciudadanía” y como “nación”, de donde se deriva su potencialidad de legitimación del orden del capital y también las posibilidades de la hegemonía. Pues si es cierto que el Estado tiene que conjugar intereses del conjunto social, siempre lo hace bajo la férula de las personificaciones más fuertes del capital. Podría decirse de otra forma, si el Estado es un “campo de lucha”, las reglas del mismo vienen impuestas por el valor-capital y sus personificaciones (veremos en el capítulo 5 cómo esas “reglas” se han ido estrechando drásticamente con la actual degeneración del valor-capital.

 

 

Por eso, y a pesar de que el Estado es resultado también de las correlaciones de fuerzas de clase por la distinta plasmación de instituciones y poderes político-jurídicos, sea cual sea el resultado de ellas en cada momento histórico y lugar, dentro del modo de producción capitalista el Estado expresa de una u otra manera el puesto de mando, gestión y administración del orden del valor-capital, como su “expresión más consciente”, como “capital ideal” (Engels) o colectivo, que debe velar por el funcionamiento del todo, con mayores o menores equilibrios entre las clases y dentro de la propia clase dominante.

 

 

Es en atención a esta última pugna intra-clase dominante que se entiende que la “democracia” capitalista esté concebida, además, como se ha dicho, para que unas u otras facciones del capital compitan entre sí por el control de ese capitalista colectivo institucionalizado que es el Estado, para ver cuál de aquéllas es capaz de ganarse más parte de apoyo social. Como consecuencia,  gana así también legitimidad el orden del capital. Tenemos, entonces, que las propias formas de dominación y explotación capitalistas segregan la ilusión de –la formalidad de– la igualdad y libertad apegadas a la ruptura de lazos de dominación directa, mientras que la desigualdad material entrañada en la apropiación privada de los medios de vida de la sociedad y la extracción de plusvalía del trabajo humano, la contradicen intrínsecamente. De ahí vendría también la esquizofrénica distinción entre ciudadano/a y trabajador/a. El/la primero/a, sujeto de derechos, con posibilidad decisoria, luego teorizada incluso como “soberana”, el/la segundo/a sin posibilidad alguna de “decidir” sobre la producción, sus tiempos, formas, objetivos, productos, destino… simplemente obedece, acata, ejecuta. Por otra parte, la generalización de la relación mercantil comportó también, como se dijo, el principio de individuación que fue minando la constitución de jerarquías, rangos y comunidades del mundo pre-capitalista. Esa individuación desbarataría las comunidades para ir generando sociedades en cuanto que “masas de individuos”. Todas las prácticas fundamentales del Estado están implicadas en ese proceso; descomponen a la población en individuos, no en cuanto que individuos concretos sino “abstractos”, despersonalizados, listos para dar vida al valor, base del ordenamiento de las relaciones sociales. El trabajo abstracto generador de valor-plusvalor, tiene por tanto su réplica en la ciudadanía abstracta y todos sus principios ideales de semejante carácter. Es por ello que en el capitalismo consolidado hay un permanente recurso a la ciudadanía para desleír la relación de clase y ocultar las clases, dado que su principio de “igualdad” (en la esfera de la circulación) –a pesar de estar implicado en las propias luchas de clase históricas– no hace sino confirmar la dominación de clase capitalista (Holloway, 1994) cuando la ciudadanía es tratada como esfera ajena a la explotación basal de la sociedad del capital. Las propias formas electorales del capital conllevan un proceso de fragmentación de la población como clase trabajadora, de borrado de esa condición en favor de la abstracción “individuo”. El capitalismo instaura así, metabólicamente, un procedimiento de representación que al tiempo es de exclusión de la clase trabajadora. Por eso la individuación es parte de la constitución del Estado, y el electorado deviene la “des-unidad” básica a través de la que se constituyen las relaciones políticas. Esta es una de las maneras en que la fetichización de la mercancía adquiere traducción política: la conversión de las relaciones de fuerza y de clase en formas no-clasistas.

 

En definitiva, de la identificación trabajador/a libre – consumidor/a –ciudadano/a deviene la “ilusión” democrática y de ella la doble asunción de la política como campo autónomo sujeto a la decisión de los individuos y de la política como rectora de la economía. Pero unas y otras referencias son sólo eso: ilusiones.

 

El campo de la política institucional resulta intencionalmente extirpado de las raíces del Sistema, de manera que la ciudadanía no pueda decidir nada en la esfera en que se genera el valor. De cierto, cuando la crisis del valor-capital llega al punto de hacerse crónica, como en la actualidad, todas las formas de Estado capitalista tienden a virar hacia el autoritarismo (Piqueras, 2014). El Capital puede servirse aún de formas electorales, con procedimientos circulatorios más o menos democráticos según los casos, pero está cada vez más forzado a limitar crecientemente la capacidad de las clases subalternas para influir en sus políticas, especialmente las etiquetadas como económicas.

 

Para calibrar mejor la endeblez del terreno en el que brotan aquellas ilusiones, es imprescindible, por tanto, analizar la decadencia del valor y sus correspondientes consecuencias. A ello van destinados los dos próximos capítulos…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL  /  Andrés Piqueras ]

 

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