miércoles, 24 de abril de 2024

 

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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

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El 17 de noviembre de 1910, a las pocas semanas de que Antonio Gramsci hubiese regresado a Cagliari para el tercer curso del instituto, aparecieron en la misma página de L’Unione Sarda dos noticias de distinto relieve: el anuncio de la muerte de Lev Tolstói y la inminente llegada a Cerdeña del honorable Guido Podrecca, diputado socialista y director del periódico anticlerical L’Asino. Sobre todo la segunda fue la que turbó a los calleritanos.

 

Se atravesaba un momento de inquietud general. La campaña de prensa de L’Unione Sarda contra el Gobierno de Luzzatti proseguía con acritud. La inspiraba la hostilidad de Cocco Ortu contra aquel ministerio. Pero si la había promovido el resentimiento de un influyente político excluido del ejercicio del poder, los hechos le daban un contenido serio: los problemas que seguían acumulándose sin solución y agravándose con la elección giolittiana de las alianzas de clase en el norte, en perjuicio del sur. El objetivo del grupo dirigente político era favorecer los altos beneficios de la industria (el proteccionismo contribuía a ello) y narcotizar al movimiento obrero con la práctica de las adaptaciones salariales. Habían de ser sobre todo las masas campesinas del Mediodía las que cargasen con las consecuencias de esta orientación; pero a los grupos que ejercían el poder esto les importaba poco. Eran masas alejadas de las competiciones políticas a causa del analfabetismo; por ello eran incapaces de influir en las cuestiones nacionales y la clase dirigente política no tenía por qué preocuparse de sus estados de ánimo: le bastaban unos cuantos fusiles del ejército para reprimir las eventuales revueltas. De hecho, en Cerdeña la economía agrícola —es decir, una buena parte de la economía de la isla— era una serpiente que se mordía la cola: los bajos rendimientos y la dureza de las cargas fiscales (bandidaje fiscal del Estado, se decía) impedían el ahorro y, por consiguiente, la acumulación de capital; sin capital resultaba imposible toda iniciativa de transformación agraria; y la subsistencia de condiciones atrasadas, con métodos primitivos de explotación de la tierra, era una causa de los bajos rendimientos. Continuó el abandono de los pueblos. Aumentó el número de trabajadores en paro. Los precios volvieron a subir: los alquileres y los precios de los víveres y, sobre todo, los de los artículos manufacturados de importación, gravados con fuertes tarifas aduaneras. Se habían aprobado algunas leyes en favor de la isla, pero las pocas que se conseguía hacer aplicar se hacía solo en parte y siempre tarde y mal. Ni siquiera se satisfacían reivindicaciones marginales, como la abolición de las tarifas diferenciales para el transporte de mercancías y de pasajeros. El aislamiento se agravó por la irregularidad de las comunicaciones marítimas, a causa de la decrepitud de los barcos y de las frecuentes averías de las instalaciones telegráficas, que apartaban a Cerdeña del resto del mundo. La exasperación se extendía. Todas las capas sociales se resentían de este estado de abandono. Desde comienzos del verano soplaban en Cagliari vientos de tempestad. A primeros de julio, el alcalde Marcello y el consejo municipal en pleno habían dimitido en señal de protesta por las insuficiencias gubernamentales.

 

En los días de aquella y de otras dimisiones en masa de órganos electivos, L’Unione Sarda había subrayado la sucesión de los acontecimientos con una tempestad de títulos llamativos, un martilleo de titulares desplegados a toda página. La batalla periodística continuó con la misma vehemencia durante todo el verano. Es fácil comprender que el anuncio de la visita del honorable Podrecca, en aquella atmósfera de revuelta, excitase el entusiasmo de la mayoría de los ciudadanos y llenase de consternación a las autoridades gubernativas y a los ambientes clericales.

 

Habían sido la sección socialista y la Cámara de Trabajo las que habían invitado a Cagliari al diputado de Budrio. Sobre todo, la Cámara de Trabajo constituía por entonces el punto de confluencia de los obreros, los intelectuales, los empleados y los pequeños comerciantes. Era secretario de la misma un sindicalista toscano, Gino Pesci, que pertenecía al grupo de emigrados políticos llegados a Cerdeña después de Cavallera. Gennaro Gramsci, que tenía entonces veintiséis años, pasaba allí una buena parte de su tiempo libre y a veces Antonio le seguía. Ir a la Cámara de Trabajo, con la atmósfera de catacumba que en ella se respiraba, era entonces para los jóvenes como aventurarse en un mundo prohibido, estimulante precisamente por esto; era como un acto de desafío, un gesto demostrativo de la propia energía moral: concurrir asiduamente a los locales de la calle Barcellona, siempre vigilados por la policía, significaba exponerse al peligro de persecuciones. En definitiva, en una época marcada todavía por el temple romántico, esta atmósfera de nuevo carbonarismo favorecía el proselitismo. Con el anuncio de la visita de Guido Podrecca, se perfilaba ahora la perspectiva de choques en la plaza pública con los clericales, quienes tenían detrás un diario, Il Corriere dell´Isola.

 

El diputado socialista tenía que pronunciar un ciclo de conferencias: el martes 22 de noviembre, en el teatro Valdés de Cagliari, sobre «El pensamiento revolucionario de Ricardo Wagner»; el jueves 24, sobre el tema «Fe y moral», y el sábado 26, en Iglesias, en la antigua iglesia de San Francesco, sobre «El esposo del alma». Como conclusión, tenía que celebrarse un gran mitin en Cagliari, en la plaza del Carmine, la tarde del domingo 27 de noviembre, sobre el tema «La organización obrera». Cuatro días antes de que el director de L’Asino llegase a Cagliari, L’Unione Sarda publicó una nota fuertemente anticlerical. «Se dice —informaba— que los clericales tienen la intención de concentrarse en la estación del ferrocarril cuando llegue el honorable Podrecca para hacer objeto al diputado socialista de una manifestación hostil, manifestación que se repetirá en todas sus conferencias». A guisa de comentario de los rumores, el diario proclamaba indignado: «Sería una verdadera villanía». Y añadía: «No se nos puede acusar de demasiada simpatía por ciertos métodos del socialismo italiano, pero esto no nos impide saludar en el honorable Podrecca el combatiente por una idea y el colega brillante y valeroso». Las temidas manifestaciones de hostilidad no tuvieron lugar. El diputado socialista fue acogido triunfalmente; y en Iglesias, según la prosa ditirámbica de L’Unione Sarda, «fue tal la fascinación ejercida por el orador que ni siquiera los clericales pudieron abstenerse de aplaudir». Exageraciones aparte, el viaje propagandístico del popular diputado y periodista tuvo el efecto de dar un nuevo ímpetu y una más segura mordiente a las organizaciones de izquierda.

 

Por aquellos días se había producido un hecho alarmante, que había aumentado todavía más la inquietud de los ciudadanos y había provocado una nueva ola de protestas contra la pasividad de las autoridades: una epidemia de meningitis. «Las camillas van y vienen», denunciaba el 8 de diciembre L’Unione Sarda. Junto a las rúbricas habituales, «Gorros y togas», «Sardos que nos honran», «El que parte», «Poco a poco», etc., se publicaba ahora otra lija: «La meningitis cerebro-espinal». «Estamos expuestos a un gravísimo peligro»: tal era el grito de alarma del articulista, que además de denunciar fustigaba la «ineptitud y la debilidad del prefecto». En cuanto al comisario regio, nombrado a raíz de la dimisión del alcalde Marcello y del consejo municipal en pleno, el periódico se quejaba diciendo:

 

«Hoy el Ayuntamiento de Cagliari es una sección más de la Prefectura (y quizá también de la Curia)». «¿Y el Gobierno? Calla. Y en la Cámara ¿quién protesta? Nadie. Pero aquí la gente se muere».

 

 

Tal era la dramática conclusión del articulista, con gran aceptación del público.

 

El domingo 11 de diciembre de 1910, en plena campaña periodística por la epidemia de meningitis, se celebró en la Cámara de Trabajo una asamblea de delegados de todas las asociaciones ciudadanas. La meningitis cerebro-espinal no se había incluido en el orden del día. En una circular enviada cuatro días antes a las organizaciones en cuestión, Gino Pesci había señalado «la inquietud en que viven los ciudadanos a causa del progresivo aumento del precio de los víveres y de los alquileres» y decía que estaba convencido de que «para detener el movimiento ascendente» era «necesario participar en la intensa agitación de muchas otras ciudades de Italia». La asamblea fue realmente plenaria. Se constituyó un «comité de agitación contra la carestía de los víveres y de los alquileres». Y L’Unione Sarda aprobó la iniciativa añadiendo:

 

 

El prefecto, el comendador Germonio, que duerme profundamente cuando se trata de luchar enérgica y eficazmente contra la epidemia de meningitis, quiso mostrar ayer el máximo celo enviando un funcionario de la seguridad pública a la reunión de la Cámara de Trabajo, que tenía un carácter y unos objetivos exclusivamente económicos. Pero al comendador Germonio, que no quiere ni sabe dar satisfacción a los intereses supremos de los ciudadanos, no le gusta que le cojan de improviso. Por esto estableció un excelente servicio de información para conocer los nombres de la «canalla» que interviene en la Cámara de Trabajo.

 

 

En aquel clima de ánimos tensos, se supo al día siguiente que el jefe de policía de Bari, destituido a raíz de una investigación, era trasladado a Cagliari. La epidemia de meningitis estaba en su punto culminante. Existía una verdadera exasperación ante la astronómica subida de los precios. Solo faltaba, para excitar todavía más las pasiones, la nueva demostración de la idea que las autoridades centrales tenían de Cerdeña como una tierra de castigo. «De modo que —reaccionó L’Unione Sarda— para el gran Luzzatti, amigo entrañable de Cerdeña, Cagliari y toda la isla son tierras de castigo, de relegación, y si un funcionario, por incapacidad o indignidad, resulta incompatible en el continente, se encuentra enseguida la solución: Cerdeña es el domicilio adecuado para estas gentes».

 

 

Poco después, se convocaron para los días 6, 7 y 8 de enero de 1911 las elecciones para la renovación de la comisión ejecutiva de la Cámara de Trabajo. Los candidatos eran el ferroviario Salvatore Baire, el picapedrero Salvatore Crovato, el metalúrgico Luigi Pavero, el empleado Gennaro Gramsci, el marmolista Luigi Onali, el sastre Angelo Pischedda y el calderero Alfredo Romani. Gennaro Gramsci fue uno de los elegidos y se encargó de la caja. Naturalmente, la cosa no podía dejar de tener consecuencias, dado el severo control que la policía ejercía entonces sobre los dirigentes sindicales. Al poco tiempo, Francesco Gramsci y Peppina Marcias supieron en Ghilarza que se había solicitado información sobre Gennaro. Su inquietud fue terrible. Furioso e inquieto, el señor Ciccillo pensaba hacer un viaje a Cagliari para ver todo con claridad. Antonio escribió entonces a su madre (la carta se publica aquí por primera vez):

 

 

Te contesto inmediatamente para que papá no haga la tontería de venir aquí. Os asustáis porque la policía pide informaciones de uno. No hay razón alguna para inquietarse. No sé que os imaginaréis: que Nannaro está en la cárcel, entre cuatro carabineros. No tengáis miedo, que no pasará nada de esto. Nannaro ha aceptado algunos cargos en la Cámara de Trabajo; por esto, su nombre, hasta ahora desconocido, ha llegado a los ojos de la policía, que ha querido saber quién era este revolucionario, este nuevo degollador: esa ha sido la causa de que haya pedido informaciones. ¿Estás satisfecha? Como ves, no se trata de nada malo y todo termina ahí. Ha habido una huelga y, dado que Nannaro es el tesorero de la Cámara de Trabajo, la policía quería saber su dirección para secuestrar los fondos y hacer cesar la huelga; pero la huelga ha terminado por sí sola y los fondos se han quedado donde estaban. Para otra vez, cuando sepáis cosas de este tipo, quedaos tranquilos y reíos en las barbas del teniente y de todos los carabineros, como hago yo mismo: pobrecillos, en el fondo hay que compadecerlos. Ocupándose como se ocupan de socialistas y de anarquistas, no tienen tiempo de pensar en los ladrones y malhechores y tienen miedo de que les roben el tricornio.

 

 

Antonio Gramsci tenía veinte años. Se había integrado mejor en el ambiente de la ciudad y, leyendo sus cartas inéditas de este periodo, nos formamos de él una nueva imagen: la de un estudiante desmelenado, un tumultuoso frecuentador del gallinero de los teatros. «Por mi espléndida cabellera que ondea por el viento, me han tomado por una muchacha y se han extrañado de que una mujer hiciese tanto ruido en el teatro, porque solo veían la cabeza y la mano que hacía un sonoro chasquido. Yo no me lo he tomado mal; al contrario, he agradecido la atención que me prestaban». Y añadía: «La otra noche me llamaron la atención porque admiraba en voz alta los espléndidos bigotes de un guardia; le he dicho que, si no quería que se hablase de su bigote, se lo cortase». Pero detrás de esta apariencia de buen humor la vida de Antonio era muy triste.

 

 

Sin la ayuda de casa, el salario de Gennaro no bastaba ya para los dos. La vida se había encarecido y dos personas no podían vivir con cien liras al mes. Antonio escribió entonces a su padre:

 

«Nannaro ya se ha sacrificado bastante; se ha hecho anticipar algún dinero, pero ahora no sabe cómo arreglárselas; cada día le veo más serio y hoy estaba decidido a enviarme nuevamente a Ghilarza… Solo con mis ruegos he podido convencerle de que escribiéndote esta noche todo se arreglará».

 

Siguió sus estudios en Cagliari, pero en condiciones muy difíciles. Años más tarde recordará:

 

«Empecé por dejar de tomar el café por la mañana; después procuraba comer lo más tarde posible y así me ahorraba la cena. Durante ocho meses hice una sola comida al día y llegué al final del tercer año de instituto en condiciones de grave desnutrición».

 

 

Los chicos de su edad, la quinta de 1891, pasaban la visita para la movilización. Eran en toda la isla 11.632; más de la mitad, 7.968, fueron excluidos del servicio militar por inútiles; y la causa declarada de la inutilidad de 2.486 de ellos fue la desnutrición. Era inconcebible que entre aquellas masas hambrientas y entre aquellos intelectuales sentimentalmente próximos a las mismas pudiese propagarse la estrecha concepción del socialismo de los sindicatos reformistas del norte, sustancialmente alineado con los fautores del proteccionismo y, por consiguiente, insensible de hecho a la trágica condición del subproletariado agrícola meridional. Al contrario, empezaba a despuntar el socialismo «campesino», de inspiración salveminiana. Por su hermana Teresina sabemos que Gramsci seguía con gran interés los escritos de Salvemini. En La Voce del 13 de octubre de 1910, el intransigente meridionalista había anticipado una parte de su informe al congreso socialista de Milán, donde exponía la posición de los «reformistas disidentes»: estos «no aceptan el revolucionarismo verbal, pero tampoco pretenden que el reformismo sea sinónimo de ministerialismo, de giolittismo, de masonería crónica y haga del partido socialista una nueva organización oligárquica al servicio exclusivo de las corporaciones obreras más poderosas y en detrimento de la mayor parte de la clase trabajadora no electoral». En Cerdeña, la orientación que correspondía en cierto sentido a la de Salvemini era una mezcla de sardismo, radicalizado hasta el separatismo, y de socialismo, no exento de tonos revolucionarios: el resultado era una especie de socialsardismo tan heterodoxo en relación con Marx como son las concepciones federales de un Cattaneo. La lucha de clases era uno de sus elementos doctrinales; pero la clase a combatir se identificaba, confusamente y con una peligrosa generalidad, con los ricos del continente; y entre los ricos, o por lo menos entre los privilegiados, se incluía a los obreros de la industria. La organización política del sardismo, el Partido Sardo de Acción, con temas y un programa precisos, no se fundó hasta 1919; hasta entonces el sardismo no fue más que un clima de rebelión contra el centralismo estatal.

 

En marzo de 1911 se celebraron en Turín las grandes fiestas conmemorativas del primer cincuentenario de la unidad. Podía ser una excelente ocasión para la tregua, para el adormecimiento de los encendidos ánimos regionalistas. Pero el aluvión de retórica no bastó. El resentimiento era tenaz y contribuyó a agudizarlo el hecho de que no se concediesen facilidades de viaje a los alcaldes sardos invitados a Turín para la gran asamblea que había de celebrarse el 17 de marzo. El alcalde de Cossoine, Agostino Senes, rechazó la invitación con este telegrama: «No asistiré porque las grandes reducciones ferroviarias no llegan a la vieja Cerdeña, olvidada por todos». Se le unió el alcalde de Fluminimaggiore con esta otra respuesta: «Dada la gran distancia y la no concesión de rebajas para el viaje desde Cerdeña y las limitaciones financieras de mi ayuntamiento me es imposible asistir a la asamblea de alcaldes, a la cual me adhiero, sin embargo, con corazón de italiano». Con matices distintos, representaban el estado de ánimo generalizado en Cerdeña. L’Unione Sarda calificó al ministro Sacchi de «mezquinamente tacaño».

 

 

En aquella época, ¿a qué fase de desarrollo había llegado el «proceso vital» de Antonio Gramsci? Por una carta de 1924 sabemos que por entonces estaba convencido de que «había que luchar por la independencia nacional de la región». También parece ilustrar sobre la primera formación de Gramsci en aquel periodo de estudios secundarios una composición de Italiano que escribió en el tercer año (en enero de aquel mismo año, Gramsci había cumplido los veinte años). El profesor de segundo año Raffa Garzìa estaba enfermo y había pedido la excedencia. Le había sucedido en la cátedra de Italiano un hombre alto y soñador, Vittorio Amedeo Arullani, lector agudo de los textos clásicos y, en política, abierto a todas las ideas, sin ser de izquierda. Fue con él con quien Antonio Gramsci hizo una redacción sobre el colonialismo y los pueblos oprimidos:

 

Un día se propaga la noticia: un estudiante ha asesinado al gobernador inglés de la India; o bien: los italianos han sido derrotados en Dogali; o bien: los boxers han exterminado a los misioneros europeos. Entonces, la vieja Europa horrorizada lanza imprecaciones contra los bárbaros, contra los salvajes, y se lanza una nueva cruzada contra aquellos pueblos infelices… Las guerras se hacen en nombre del comercio, no de la civilización: los ingleses han bombardeado muchas ciudades de China porque los chinos no querían aceptar su opio. ¡Esto no es la civilización precisamente! Y los rusos y los japoneses se han matado entre sí para dominar el comercio de Corea y de Manchuria.

 

 

El tema terminaba de una manera que ya revelaba claramente la adhesión del joven alumno del Liceo Dettori al marxismo:

 

 

La Revolución francesa abatió muchos privilegios, liberó a muchos oprimidos, pero no hizo más que sustituir el dominio de una clase por el dominio de otra. Sin embargo, dejó una gran enseñanza: que los privilegios y las diferencias sociales son producto de la sociedad y no de la naturaleza y por esto pueden superarse. La humanidad tiene necesidad de un nuevo bautismo de sangre para cancelar muchas de estas injusticias: ¡que los dominadores no se arrepientan entonces de haber dejado a las masas en el estado de ignorancia y de ferocidad en que hoy se encuentran!

 

 

Esto se escribió en 1911; seis años después caería el régimen zarista. En el examen de grado, Gramsci obtuvo un nueve en Italiano escrito; fue el profesor Arullani quien puso la nota. Las notas restantes, incluso las de las materias científicas, fueron también satisfactorias. Gramsci cuenta:

 

Después del primer año de instituto dejé de estudiar Matemáticas; elegí, en cambio, Griego (entonces había que optar entre las dos disciplinas); pero en el tercer año demostré que había conservado una notable «capacidad». Ocurría que, en tercer año, para estudiar Física había que conocer los elementos de Matemáticas que los alumnos que habían elegido Griego no tenían obligación de saber. El profesor de Física, que era muy calificado (Francesco Maccarone, socialista y amigo de Gennaro Gramsci), se divertía enormemente planteándonos dificultades. En el último interrogatorio del tercer trimestre me puso preguntas de física relacionadas con la matemática, diciéndome que de la exposición que hiciese dependía el promedio anual y, por consiguiente, la obtención de la licencia con o sin examen: se divertía mucho viéndome en la pizarra y me dejó todo el tiempo que quise. Estuve media hora ante la pizarra, me llené de yeso de la cabeza a los pies, intenté, volví a intentar, escribí, borré, pero finalmente «inventé» una demostración que el profesor consideró excelente, aunque no se encontrase en ningún tratado. Este profesor —concluye Gramsci—, que conoció a mi hermano mayor, en Cagliari, me torturó con sus risas durante todo el tiempo que quedaba de escuela: me llamaba el físico helenizante»

 

 

Aparte del nueve en Italiano escrito, Antonio Gramsci concluyó los estudios del instituto, en la primera sesión, con un ocho en todas las materias…

 

(Continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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