lunes, 15 de abril de 2024

 

1142

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

07

 

A punto de cumplir los dieciocho años, Antonio Gramsci saltó del pueblo a la ciudad para asistir al Liceo Dettori de Cagliari. Fue a finales de 1908. Su familia había decidido que Gennaro pidiese el traslado a la oficina del catastro de Cagliari y que Antonio se fuese a vivir con él. Pero, una vez en la ciudad, Gennaro no estuvo mucho tiempo en el catastro. Se le presentó la ocasión de entrar de contable en la fábrica de hielo de los hermanos Marzullo. Consideró el empleo más conveniente y dejó la oficina del catastro cuando llevaba allí apenas un mes.

 

Cagliari era por aquel entonces una ciudad pequeña, pero viva. Se publicaban tres diarios: L’Unione Sarda, que seguía la línea del honorable Cocco Ortu; Il Paese, radicalizante, y el Corriere dell’Isola, clerical. Había también algunas revistas, entre ellas, el semanario socialista La Voce del Popolo. Por el escenario de dos buenos teatros, el Civico y el Politeama Margherita, pasaban los nombres más grandes del teatro en prosa y de la lírica. En el Valdès y en el cine-teatro Edén empezaban a exhibirse las primeras cantantes en jupe-culotte. Había muchos círculos que se convertían de vez en cuando en salas de concierto o en aulas de conferencias. Las películas por episodios de la época (Rocambole, Le cantiche dantesche, Los miserables) se proyectaban en el Iris o en el Edén. No faltaban las sociedades y los restaurantes con música. Antonio Gramsci, que había vivido hasta los dieciocho años en lugares como Ghilarza y Santu lussurgiu, tenía que sentirse forzosamente desplazado por el salto a la ciudad.

 

Gennaro y él se habían instalado en una habitación de alquiler en el número 24 de la calle Príncipe Amedeo, que va del promontorio del castillo hasta el barrio de la Marina. Debían arreglárselas con el salario de Gennaro, cien liras al mes; así que no vivían alegremente.

 

 

No recuerdo haber visto nunca a Nino Gramsci con abrigo —recuerda uno de sus compañeros de instituto, Renato Figàri—. Llevaba siempre el mismo traje; los pantalones le quedaban cortos y la chaqueta le iba estrecha. Cuando hacía frío, venía a la escuela con una bufanda de lana debajo de la chaqueta. No tenía libros, o por lo menos no los tenía todos. Pero seguía atentamente las lecciones y, además de la gran inteligencia, le ayudaba mucho su fortísima memoria. Yo, que estaba en el banco de atrás, le veía tomar apuntes con una caligrafía menuda. A veces le prestábamos los libros nosotros o se los prestaba el profesor.

 

Entró en el liceo con cierta inseguridad. En enero de 1909 escribió al padre:

 

He sabido finalmente el promedio del trimestre; tendría que haber sido mejor, pero no es culpa mía, porque, como ya te habrá escrito Nannaro, he estado tres días fuera de la escuela por no haber llevado el diploma; precisamente eran los días de los exámenes trimestrales. Por esto no he tenido nota en Historia natural y en Historia solo he tenido un cinco; el profesor me ha dado incluso una reprimenda, pero no es culpa mía... Pese a esto, he salido bastante bien, porque en Historia natural bastan las dos notas del segundo y del tercer trimestres y en Historia sería raro que no me recuperase. Las notas han sido las siguientes: Italiano, 6/7 (en realidad, la nota en el Italiano oral era 8 y no 7, como transcribió Gramsci); Latín, 6-7/7; Griego, 6/7; Filosofía, 6; Matemática, 6; Química, 8. Como ves, he tenido notas discretas; debes tener en cuenta que se trata del primer trimestre y que no he venido de Santu lussurgiu con la mejor preparación, especialmente en latín, griego y matemáticas.

 

 

Esta carta, de carácter tan rústico, de estructura sintáctica dialectal y estilísticamente defectuosa incluso en relación con las cartas del periodo inmediatamente posterior, parece demostrar que las condiciones de partida del joven Gramsci no eran muy buenas, después de cinco años de ginnasio decididamente irregulares: los dos primeros, en privado en Ghilarza, y los tres últimos, en el ginnasio Carta-Meloni de Santu lussurgiu. Pero Antonio tenía una facultad de recuperación realmente notable. En el segundo trimestre subió el cinco de Historia a siete y en Historia natural obtuvo un seis. En junio aprobó los exámenes con un seis en casi todas las asignaturas, a excepción hecha de dos sietes en Latín y un ocho en Italiano oral. Era un signo de que en aquel primer año de instituto los vacíos de la preparación del ginnasio habían sido colmados hasta cierto punto.

 

Al volver de las vacaciones, pasadas con la familia en Ghilarza, cambió de casa, trasladándose al número 149 de Corso Vittorio, frente a la calle Maddalena. Era una habitación «que había perdido todo el encalado a causa de la humedad y no tenía más que una ventana pequeña que daba a una especie de pozo, más letrina que patio». El cambio de pensión le resultó bien. En una carta inédita del 26 de noviembre de 1909, casi al comienzo del segundo año de instituto, escribe: «Por lo que a la patrona de la casa se refiere, estamos bastante bien; es una mujer honesta que no nos roba nada. De hecho, estoy mucho mejor que el año pasado». Le mandaban de casa las provisiones; comía en la habitación o en una fonda de la plaza del Carmine, con Gennaro. Un compañero de pensión, el abogado Dino Frau, le recuerda aislado, aunque no misántropo:

 

 

Hacía una vida apartada —cuenta—. Allí, en la pensión de la señora Doloretta Porcu, debíamos de ser unos seis o siete huéspedes. Estábamos en el último piso, al que subíamos por una escalera de peldaños muy altos y ”abruptos. Antonio Gramsci ascendía lentamente, se ahogaba. Se encerraba en su habitación sin familiarizarse con nosotros. Solo entré en su habitación un par de veces. Era sencilla, sin ningún adorno; olía a queso y estaba llena de libros y papeles. Una noche nos invitó a todos los huéspedes. De su habitación salían cantos y ruidos. Encontramos a algunas personas desconocidas; la mayoría, gente de pueblo. Cantaban, alguno bailaba. En medio de todos estaba Gramsci, intentando ejecutar danzas populares sardas con un órgano de fuelle.

 

 

Estudiaba ya sin las vacilaciones del primer año. Apenas habían transcurrido dos meses desde el comienzo del año escolar y ya podía escribir al padre (la carta inédita lleva fecha del 5 de enero de 1909; sin embargo, es de suponer que en los primeros días del nuevo año Gramsci repetía por automatismo la cifra del viejo: tanto las notas como las circunstancias se refieren al segundo año, que cursó en ” 1909-1910):

 

«En la escuela voy a toda vela; por las noticias que me han llegado, en Latín tendré 7 y 8 de promedio, en Italiano no tengo nota porque falta el profesor; en todo lo demás voy bien. Si puedo, estoy decidido a pasar bien el examen final».

 

En otra carta del 31 de enero comenta las notas trimestrales (Latín, siete y ocho; Griego, siete y ocho; Historia de la cultura griega, ocho; Historia y geografía histórica, ocho; Filosofía, seis; Historia natural, seis; Física y química, seis): «Como ves, he tenido buenas notas; y en este trimestre espero mejorarlas, porque he tenido un seis por verdadera desgracia». Por lo demás, el estudio era su única ocupación. Se permitía muy pocas distracciones.

 

 

Si lo encontrábamos por casualidad —cuenta Claudio Cugusi, médico—, venía con nosotros de buena gana. «Antoni-cheddu, hale, vamos», le decía, cogiéndole por el brazo. Y él, feliz por la invitación, se unía a nosotros, pero solo para dar cuatro pasos por el Corso, desde la pastelería Clavot hasta el café Tramer, donde por aquella época se efectuaba sa passillada, el paseo de tarde de los calleritanos. Hablaba poco, prefería escuchar. Después, cuando nos íbamos todos a Su Cau, una sala de billar del Corso, él se quedaba en la puerta. Saludaba y se iba a casa.

 

Se mantuvo apartado de las fiestas y de las reuniones en las sociedades. Renato Figàri recuerda:

 

No fumaba, hasta que entró en el instituto. No bebía, y si alguno de nosotros le ofrecía algo, lo rechazaba amablemente: no sé si por orgullo o porque no quería tomar gusto a cosas que no podía permitirse. Venía poco a un círculo fundado por los jóvenes, la Asociación Anticlerical de la Vanguardia, un par de habitaciones a poca distancia del Dettori, en la calle Barcellona. Además de algunos miembros jóvenes de las profesiones liberales, lo frecuentaban estudiantes del instituto y de la universidad, casi todos de ideas revolucionarias, socialistas, barricadistas; todos veneraban, naturalmente, a Giovanni Bovio y Giordano Bruno. Celebrábamos tertulias y recitales dramáticos. Yo declamaba de vez en cuando versos de Sebastiano Satta, de Ugo Foscolo, de Stecchetti. Gramsci venía raramente a estas manifestaciones. No acabo de entender por qué... Quizá sus condiciones físicas... Pero no. Porque aunque fuese deforme no era feo. Tenía la frente alta, los cabellos abundantes y ondulados y detrás de los quevedos recuerdo un brillo azul, una mirada de metal que impresionaba. Es cierto que nos separaban muchas cosas. Éramos algo derrochadores, elegantes o, por lo menos, con pretensiones de serlo, un poco fatuos, como se es siempre en aquella edad… Yo creo que si hacía vida separada era por la gran miseria en que vivía.

 

 

Es muy probable. La comparación con los compañeros de escuela le humillaba. Hasta entonces nunca se había preocupado por sus vestidos; en cambio, ahora se sentía humillado por tener que ir vestido como iba. El 10 de febrero de 1910 escribió a su padre:

 

 

El 26 de febrero los estudiantes de segundo y de tercero harán una excursión a Gùspini para visitar las minas de Montevecchio. Esto quiere decir que yo también tendré que ir y la verdad es que estoy indecente con esta chaqueta que tiene ya dos años y está toda pelada y apagada. Envía, pues, una carta a cualquier sastrería para que me pueda hacer un traje a tu cuenta… Hoy no he podido ir a la escuela porque he tenido que hacerme poner medias suelas en los zapatos. Durante el carnaval no he salido para nada de casa, acurrucado en un rincón y enfadado, hasta el punto que Gennaro creía que estaba enfermo.

 

 

Pocos días después, el 16 de febrero escribía:

 

«Queridísimo papá: parece que crees que puedo vivir del aire. Nannaro hace ya demasiado, porque con lo que me envías cada mes en Cagliari no se puede vivir, si no es comiendo pan, y aun en poca cantidad, porque cuesta 50 el kilo».

 

Quizá obtuviera algún dinero, pero seguramente no lo que necesitaba para el traje. Por ello insistió:

 

 

Ahora hemos de tocar un punto doloroso: sobre lo del traje no me has escrito nada; y yo, cuando estuve en Ghilarza, iba ya indecente, como tú mismo dijiste... Para no hacerte avergonzar no he salido de casa desde hace diez días. Entonces estaba indecente y ahora, que ha pasado un mes y medio y han aumentado las manchas y los rotos, no estoy ya indecente, sino sucio y estropajoso... Si el director me manda al bedel a casa, le digo claramente que no voy a la escuela porque no tengo un traje limpio que ponerme.

 

A comienzos del segundo trimestre del segundo año, Antonio Gramsci conoció finalmente a su profesor de Italiano. Se llamaba Raffa Garzìa y era un joven de treinta y tres años de aspecto no muy agradable, enjuto y bajo, con el ceño siempre fruncido: la tristeza en persona. Era irascible, no tenía ninguna contemplación con los imbéciles y los presumidos y no toleraba las insuficiencias en el aprovechamiento y la conducta: así que no tardó mucho en convertir a aquel grupo de alumnos bulliciosos en un rebaño atemorizado. Tenía ya un cierto renombre. Unos diez años antes había publicado un ensayo, Il canto di una rivoluzione, examen comparado del himno logudorés de Francesco Ignazio Mannu contra los feudales sardos y de Il Giorno de Parini. Asimismo, dirigía L’Unione Sarda, que, pese al montaje artesanal, era el diario de mayor tirada de la isla. Cabe añadir, para completar el retrato de Garzìa, que era anticlerical intransigente y radicalizante y no vacilaba, a pesar de procurar diferenciarse de los socialistas, en divulgar las iniciativas de estos en su periódico (suyo en todos los sentidos: era también el propietario), llegando incluso a apoyarles. Así se unía a otros dos profesores de Gramsci de ideas igualmente avanzadas o más: el profesor de Latín y Griego Costante Oddone, hombre de origen humilde, y el profesor de Física Francesco Maccarone, amigo de Gennaro Gramsci y militante socialista. Gramsci se convirtió enseguida en el alumno predilecto de Garzìa.

 

 

Sus deberes se leían en clase como ejemplos no solo de estilo, sino también de claridad intelectual. Garzìa prestaba al joven discípulo libros, escolares o no. En la escuela y con los tipógrafos y los periodistas era de maneras bruscas, pero frente a Gramsci se volvía dulce y amable. A veces le invitaba a su estudio de la calle Regina Margherita, donde se reunían los colaboradores de L’Unione Sarda. En fin, se habían establecido entre los dos unas relaciones que bien podían llamarse de amistad.

 

La distracción preferida de Gramsci seguía siendo la lectura.

 

Lo leía todo —me contaba Gennaro—. Cuando volví de cumplir el servicio militar en Turín, yo era socialista militante: a principios de 1911 fui nombrado tesorero de la Cámara de Trabajo y secretario de la sección socialista de Cagliari. Por esto me reunía a menudo con Cavallera, Battelli, Pesci, los jóvenes dirigentes del socialismo en Cerdeña; a veces Nino venía con nosotros. A casa iba a parar una gran cantidad de material de propaganda, libros, periódicos, folletos. Nino pasaba la mayoría de las noches encerrado en casa sin salir ni un solo momento y leía con gran rapidez todos aquellos libros y revistas.

 

Se había acercado ya a Marx: «Por curiosidad intelectual», como dirá en una carta de 1924. También incluía en sus lecturas a Carolina Invernizio, La Domenica del Corriere y «el periódico socialista Il Viandante, dirigido por el revolucionario Tomaso Monicelli» (según sus propias palabras). «Dirás a Teresina —recomendaba en una carta (inédita) a su padre— que me conserve todos los artículos que publican en la Tribuna: especialmente, si es posible, que me mande un artículo de Pascoli que han publicado hace cosa de un mes. Yo le estoy conservando la Domenica del Corriere y a la primera ocasión que tenga le enviaré todos los ejemplares» (en una posdata pedía la recuperación de L’olmo e l’edera de Anton Giulio Barrili y de un número de Secolo XX). También leía a Grazia Deledda, pero no le gustaba.

 

 

Lo que prefería de Sebastiano Satta —me dice Renato Figàri— eran las odas a los muertos de Buggerru, a Giuseppe Cavallera, a Efisio Orano. Una vez asistió a un recital de poesías en el círculo de la Vanguardia. Yo dije en aquella ocasión que nos correspondía a nosotros, los jóvenes, valorizar a los escritores sardos. Al día siguiente insistió en el tema. Recuerdo que criticaba a los autores sardos que se mantenían alejados de los temas vivos del momento. Cerdeña, objetaba, no solo consiste en cercados, saltos, bardanas y madres de muertos. Él hablaba de las condiciones de la isla y de los mineros que trabajaban a centenares de metros bajo el suelo en beneficio del capital belga y francés y no disponían ni siquiera de sanatorios, de escuelas ni de abrigo y chocaban con la tropa a la primera reivindicación.

 

Seguía Il Marzocco y La Voce, de Prezzolini, y en aquellas revistas encontraba a sus autores predilectos.

 

 

A veces —cuenta su hermana Teresina—, después de que Nino hubiese indicado el cambio de domicilio, las revistas seguían llegando durante algún tiempo a Ghilarza. Yo estaba encargada de colocar en una carpeta los recortes de los escritores que más le atraían, sobre todo, Croce y Salvemini. Recuerdo que también le gustaban Emilio Cecchi y Papini. Nino tenía una gran admiración por Cecchi. Pero en sus recomendaciones, cuando me pedía que recortase los artículos y los guardase ordenadamente en la carpeta, siempre otorgaba la máxima importancia a Croce y Salvemini.

 

 

En aquellos tiempos estaban en boga los estudios sobre la cuestión meridional y de las islas y Gramsci tuvo sus primeras experiencias culturales de reivindicación sardista, en la cual convergían todos, los giolittianos, los socialistas y los radicales, dando ambigüedad al movimiento de opinión. Desde marzo de 1919, el periódico de Raffa Garzìa (el redactor jefe responsable era Jago Siotto, que ya había sido director de La Lega, el periódico de las primeras organizaciones socialistas) tenía un blanco fijo: el ministerio Luzzatti. Esto dependía en gran parte de la influencia que Francesco Cocco Ortu, excluido de aquel Gobierno después de haber sido ministro varias veces, ejercía sobre el periódico, siempre pasivo y dispuesto por tanto, a plegarse más o menos a los cálculos políticos de quien le subvencionaba. La línea del momento era concentrar el fuego desde todas las posiciones contra el «gran Gigione» (así llamaba L’Unione Sarda a Luzzatti, con un burlesco doble sentido: Luigi-Gigi-Gigione y gigione-guitto), sin cuidarse mucho de que los ataques fuesen contradictorios entre sí. Estos procedían a veces de la derecha (por ejemplo, los ataques contra el proyecto de reforma electoral y contra la colusión entre Luzzatti y los reformistas de Bissolati) y a veces de la izquierda. La exuberancia polémica del editor-director Garzìa y del redactor-jefe Siotto se alimentaba sobre todo de savia sardista: el periódico se había convertido en una caja de resonancia de la protesta popular y cabe decir que las ocasiones de protesta no faltaban en un país atrasado en todo y que solo iba delante de los demás en el analfabetismo, la malaria, el tracoma, la tuberculosis y la muerte por inanición.

 

 

El 23 de mayo de 1910 desembarcaron en Cagliari del yate real Trinacria Víctor Manuel III y la reina. Permanecieron en la ciudad hasta la tarde del 25. El rey puso la primera piedra de un dormitorio público en la calle Ospizi, la reina hizo entregar 2.800 liras de dulces a los niños de los asilos. Al día siguiente, L’Unione Sarda, que había dado gran relieve a la visita de los soberanos, llegando a publicar incluso una foto, privilegio que solo se había concedido aquel año a un divo calleritano del teatro lírico, Piero Schiavazzi, publicaba un comentario respetuoso para con los soberanos, pero de una violencia extrema contra el Gobierno:

 

 

Las fiestas se han acabado —empezaba diciendo el artículo de Raffa Garzìa—. Los pendones han bajado al suelo; las banderas se han guardado para otra ocasión; los sombreros de copa y el frac han vuelto a la protección paternal de la naftalina; han regresado a sus sedes los alguaciles que por algunos días han dado al capitán Bousquet la satisfacción de tener una compañía a la que mandar; se han liberado del privilegio feudal los medios de transporte y han sido restituidos a la sociedad burguesa; han cesado las ansias, las palpitaciones, la histeria de las autoridades que vigilaban en las aguas del puerto… La paz retorna a nuestra ciudad.

 

 

Pero ¿por qué el ministerio Luzzatti quiere la visita de los soberanos?, se preguntaba L’Unione Sarda. Una visita de este tipo tiene sentido cuando se quiere consagrar un acontecimiento extraordinario, un nuevo estado de cosas. «¿Y qué es lo que hay de nuevo, hoy por hoy, entre nosotros?». Solo un poco de polvo «lanzado desvergonzadamente a los ojos de los tontos». En definitiva, la visita de Víctor Manuel III y de la reina había tenido el efecto de suscitar la unanimidad, pero una unanimidad de cierto tipo, contraria a la que las autoridades deseaban. La Voce del Popolo, órgano de las clases trabajadoras sardas, que se publicaba en Cagliari, dedicó este párrafo (ni una línea más) a la visita:

 

«¡Qué ostentación! ¡Cuántas chisteras, cuántos redingotes, cuántas mujeres hermosas, cuántas sonrisas de complacencia y de satisfacción moral, qué automóviles tan estupendos, cuántas riquezas, cuántas banderas, cuánta tropa, cuántos policías de paisano y de uniforme. He aquí el Rey!».

 

El diario rival de L’Unione Sarda, Il Paese, cuya línea consistía en oponerse constantemente a lo que dijesen Garzìa, su inspirador y sus colaboradores, esta vez no siguió su costumbre y el domingo 29 de mayo escribió: «Pese a la visita de Víctor Manuel III, todo seguirá en Cerdeña como antes y nuestros sufrimientos no disminuirán en absoluto». Fue incluso más allá, llegando a denunciar el despilfarro de dinero por la acogida hecha a los soberanos:

 

«Sea grande o pequeña la suma que costarán estos ridículos espectáculos coreográficos, estos alardes inútiles y serviles, estas vacías fiestas oficiales que no edifican, sino que corrompen el sentimiento popular, decimos que ha sido simplemente un dinero mal gastado».

 

 

El prefecto Germonio había invitado a Cagliari, el miércoles 25 de mayo, a todos los alcaldes de la provincia: el rey —decía la convocatoria— deseaba verles. Il Paese publicó el telegrama de respuesta del abogado Felice Porcella, alcalde de Terralba:

 

«Siento no poder adherirme a tal honorífica invitación hecha por Su Señoría en espera de que el Gobierno de Su Majestad se digne responder finalmente a justas y desatendidas reclamaciones de estos alcaldes, promulgando pronta y debidamente leyes para mejorar esta región mísera y doliente».

 

El vendaval sardista había vuelto a agitar los ánimos con más ímpetu todavía.

 

Dos semanas después, terminado el segundo año de instituto y antes de regresar a Ghilarza, Gramsci fue a ver a Garzìa. Tenía diecinueve años y le habría gustado, de haber sido posible, dar sus primeros pasos en el periodismo con algunas correspondencias breves del pueblo durante el verano. Raffa Garzìa le dijo que el periódico ya tenía corresponsal en Ghilarza, pero añadió que la cosa tenía remedio: Gramsci podía ejercer la corresponsalía de un pueblo cercano a Ghilarza, Aidomaggiore. El joven partió con la promesa de que pronto recibiría su primera credencial de periodista. Y así fue.

 

 

La carta de Garzìa que acompañaba la credencial (de fecha 21 de julio de 1910) no tenía el tono burocrático habitual en estas circunstancias: «Le envío la credencial deseada —escribía el severo crítico y profesor de italiano—. Sea bienvenida su colaboración: esperamos que nos mande todas las noticias de interés público; tanto nosotros como nuestros lectores se lo agradeceremos. Cuente con mi sincero afecto».

 

 

La primera correspondencia de Antonio Gramsci, seguramente su primer texto publicado, apareció en L’Unione Sarda cinco días después, el 26 de julio. Son veinticinco líneas en total; una simple noticia, pero expuesta con ejemplar penetración y buen humor, sin el énfasis típico del debutante provincial. La noticia (firmada GI) dice así:

 

 

En los pueblos vecinos había corrido la voz de que con motivo de las elecciones iban a ocurrir en Aidomaggiore acontecimientos grandes y terribles. La población quería introducir de un solo golpe el sufragio universal —es decir, quería elegir al alcalde y los consejeros plebiscitariamente— y parecía dispuesta a toda clase de excesos. El teniente de los carabineros de Ghilarza, el caballero Gay, seriamente preocupado por estos síntomas, hizo llamar a todo un cuerpo de ejército, 40 carabineros y 40 soldados de infantería —menos mal que sin cañones—, y a un delegado de la seguridad pública (parece ser que bastaba con uno solo). Al proceder a la apertura de las urnas, el pueblo estaba desierto; tanto los electores como los no electores, por temor a la detención, se habían esfumado y la autoridad tuvo que ir casa por casa a desalojar a los reacios.

 

 La noticia terminaba con una fórmula típicamente gramsciana: «¡Pobres almendrales de Aidomaggiore! ¡Los soldados de infantería son como la filoxera!»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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