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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
(…)
05
Cuando regresó a Ghilarza, al salir de la cárcel, Francesco Gramsci no tuvo, sobre todo en los primeros momentos, una vida fácil. Salía muy poco y evitaba encontrarse con la gente: la humillación por la desgracia padecida le pesaba; además, no tenía trabajo. La imposibilidad del acceso a cargos públicos (hasta más tarde no fue rehabilitado) era un grave obstáculo para la reintegración en la vida activa, porque fuera de aquellos cargos las ocasiones de empleo escaseaban. Así que seguía viviendo como segregado, al margen de los demás. Sin embargo, los habitantes de Ghilarza le miraban con simpatía. Eran despiadados con los que merecían el descrédito, pero en el caso de Francesco Gramsci, dado el trasfondo político de su desgracia, consideraban que a la justicia se le había ido un poco la mano y la sospecha de injusticia les movía a manifestar solidaridad con quien la había sufrido. Le admitieron en el Círculo de Lectura, institución cerrada y con socios rigurosamente seleccionados. Al constituirse una mutua para el seguro del ganado bovino, le confiaron la secretaría. Fue rehabilitado y, gracias a sus estudios universitarios de derecho, pudo hacer de defensor en el juzgado de paz. Los habitantes de Ghilarza le daban trabajo con mucho gusto. Era hombre de buena pasta. Su compañía alegraba. Tenía una exuberancia meridional, era inteligente, humano; en definitiva, era un compañero que a todos agradaba tener en la mesa de quintiglio por la noche. Finalmente, obtuvo un puesto de amanuense en el catastro y con los escasos ingresos de este empleo tiró adelante el resto de su vida.
Naturalmente, después de su regreso la atmósfera de la familia había cambiado. Sin embargo, los problemas prácticos seguían siendo atosigantes: en un primer momento, por la forzada inactividad del señor Ciccillo; después, cuando hubo encontrado trabajo, por la modestia de su sueldo. Gennaro, que había ido a Turín a cumplir el servicio militar, no podía ayudar como antes. También Mario estaba fuera: en 1904, después de haber terminado la escuela elemental, había entrado en el seminario de Oristano. Así que el único de los varones que llevaba dinero a casa era Antonio. Carlo, un niño todavía, estaba en los primeros cursos de la escuela elemental. Peppina Marcias conseguía ganar algún dinero cosiendo y Grazietta y Emma hacían labores (medias, corpiños, chales) que luego vendían. Hasta finales de 1905, Francesco y Peppina no llegaron a la conclusión, tras hacer cuentas, de que, con algunos sacrificios, podrían mandar a Antonio al ginnasio de Santu lussurgiu. En los dos años pasados en Ghilarza fuera de la escuela, el muchacho se había preparado por su cuenta con algunas lecciones particulares. Ahora, a punto de cumplir los quince años, pensaba que podría inscribirse directamente en el tercer año de ginnasio. En el instituto no le pusieron ningún obstáculo: era una escuela municipal, no estatal. Antonio reanudó de este modo los estudios regulares, aunque, como veremos, se trataba de una regularidad muy relativa, dadas las condiciones de aquel ginnasio.
Santu lussurgiu está a dieciocho kilómetros de Ghilarza. Hay un estrecho semicírculo montañoso y en el borde de la cuenca se encuentra el pueblo, el cual parece haber sido construido en el cráter de un volcán. Hacia mediados de siglo dos propietarios, Pietro Paolo Carta Ledda y Giovanni Andrea Meloni, dejaron sus bienes a los escolapios, con la expresa condición de que la comunidad los utilizase para dotar al pueblo de «las escuelas de latinidad, hasta la retórica inclusive». En caso de disolución de la orden, la administración de los legados se confiaba al consejo municipal con la misma finalidad. Efectivamente, en 1866 los escolapios tuvieron que irse y aquel mismo año empezó la larga controversia entre el Ayuntamiento de Santu lussurgiu y el Patrimonio del Estado, liquidador de los bienes eclesiásticos; la controversia duró hasta 1901 y la terminó un real decreto. El ginnasio municipal abrió las puertas inmediatamente después. ¿En qué condiciones?
Antonio Gramsci lo recuerda como «un ginnasio verdaderamente desastroso», «un pequeño ginnasio en el que tres pretendidos profesores se encargaban, con mucha cara dura, de la enseñanza de los cinco cursos». Consultando los archivos donde se encuentran las actas del consejo de administración del instituto, se ve que el juicio no peca de excesiva severidad; hay muchos testimonios directos más graves todavía. He aquí, por ejemplo, lo que se vio obligado a señalar el presidente, el teólogo Francesco Porcu, en la sesión del 4 de marzo de 1905 (Gramsci se trasladó a Santu lussurgiu unos meses después):
«Dos de los profesores de este centro carecen de los títulos necesarios para enseñar. Los hemos conservado en su puesto durante dos años con la esperanza de que regularizaran su situación. Como no ha sido —concluía el presidente—, es necesario convocar un concurso para el próximo año escolar, 1905-1906»
(el primer año en que Gramsci asistió al centro). El concurso se convocó, efectivamente, pero no hubo la deseada participación de profesores de calidad y, por acuerdo de la junta, algunas clases se confiaron a los que habían obtenido las mejores notas en el examen de grado. El futuro secretario de la Cámara de Trabajo de Sassari, Massimo Stara Serra, destinado a la clase de Gramsci, presentó la dimisión al cabo de un par de semanas. Su sustituto, el milanés Alfonso Franchini, pidió un anticipo para ir a Santu lussurgiu. Tampoco fue. Hasta el 7 de febrero, ya muy avanzado el año escolar, Antonio no empezó a recibir lecciones de literatura a cargo de dos suplentes. Un ingeniero enseñaba las materias científicas y daba clases de francés. Estos fueron los profesores que tuvo Antonio en los tres años que pasó en el instituto. En una carta de la cárcel nos dirá con qué provecho:
«De muchacho tenía mucha inclinación por las ciencias exactas y la matemática. La perdí durante los años de ginnasio porque mis profesores no valían un comino».
Por lo demás, fue un miembro del consejo de administración de la escuela, el doctor Giampietro Meloni, quien denunció en la sesión del 21 de septiembre de 1906 (Gramsci había cursado ya el tercer año): «Los resultados obtenidos hasta ahora por este ginnasio son pobrísimos». El consejero creía beneficioso para todos el cierre del instituto y llegó a someter a votación un orden del día formulado de este modo: «La administración, reconociendo que el ginnasio no ha funcionado nunca bien […], delibera sobre la posibilidad de cerrarlo durante tres o cuatro años». El orden del día fue rechazado, pero en cualquier caso, a trancas y a barrancas, Antonio Gramsci pudo seguir las clases hasta el quinto año. En el último curso, las lecciones todavía no habían empezado a finales de diciembre. Los profesores, poco dispuestos a instalarse en Santulussurgiu, pedían un aplazamiento tras otro y el presidente, obligado a soportar aquel estado de cosas, no sabía ya a qué santo encomendarse. Finalmente, según las actas contenidas en el archivo, llegó a la conclusión siguiente:
Habrá que hacer venir a los profesores, aunque sea con retraso. Los alumnos sacarán siempre un provecho, pues a estas alturas les sería imposible entrar en otros institutos. Por lo demás, no es la primera vez que este ginnasio se abre en enero o febrero y no parecerá extraño si faltan los profesores durante unas semanas.
Evidentemente, la poca puntualidad y la dudosa ciencia de los profesores no eran condiciones ideales para que Antonio Gramsci recuperase el tiempo perdido en Ghilarza durante los dos años transcurridos después de la escuela elemental. Además, la insalubridad de los locales que hacían de aulas contribuía a agravar las molestias de los alumnos, especialmente de aquellos que no gozaban de buena salud, como Antonio. El ginnasio municipal Carta-Meloni, sabemos por un miembro del consejo de administración, el doctor Giomaria Manca, se había trasladado de la «atmósfera malsana del convento de los ex Observantes Menores» a una casa de alquiler; en esta, el instituto seguía en condiciones «deplorables», «con una atmósfera malsana y un espacio reducidísimo, insuficiente para las necesidades de la escuela».
Después de salir de esta, Antonio no encontraba en casa un ambiente mejor. Habitaba en el barrio de Sa Murighessa, a pensión de una campesina de mediana edad, Giulia Obinu, que había sido criada del médico del pueblo: «Pagaba cinco liras al mes por la habitación, la ropa de cama y la muy frugal comida». Esta Giulia Obinu «tenía una madre anciana, un poco simple pero no loca, que era precisamente mi cocinera; cada mañana cuando me veía, me preguntaba quién era y por qué había dormido en su casa, etc.». Aparte de esto, el ambiente no debía de ser muy alegre en aquella casa, a causa del carácter de la excriada, que quería desembarazarse a toda costa de la madre: «Quería que el municipio la enviase a sus expensas al manicomio provincial y por esto la trataba con dureza, para obligarla a cometer algún exceso grave y poder demostrar su peligrosidad». La anciana siempre decía a la hija, que la trataba de usted según la costumbre:
«¡Dame el tú y trátame bien!».
Con frecuencia, Antonio, trastornado por las escenas, se iba a estudiar a casa de algunos amigos. Caía simpático a todos. El contable Marco Massidda, su compañero de banco, recuerda: «Era un muchacho tranquilo y de buen corazón; se sentía feliz si podía ayudar a los compañeros. Siempre fue el primero de clase en todas las materias; en redacción, sobre todo, era maravilloso». No cabe duda, sin embargo, de que, en lo que se refiere a sus redacciones de entonces, el juicio resulta influido por el afecto.
Antonio iba a Santu lussurgiu el lunes por la mañana en un carruaje de cuatro caballos, dos que tiraban de él y los dos restantes atados detrás para el relevo a mitad de camino; volvía a Ghilarza el sábado, a veces a pie y no sin peligro, ya que aquella zona era, entonces no menos que hoy, un teatro de operaciones de los bandidos. Allí van a invernar los pastores de Barbagia y entre Santu lussurgiu y Ghilarza hay una zona de tráfico de los ladrones de ganado de la llanura del Campidano oristanense, de camino hacia Bòrore. Pero Gramsci no tuvo nunca molestias, aparte de la aventura que él mismo recordará en una carta a Tania.
Te quiero contar un episodio que me ocurrió en mi infancia; te divertirá y te dará una idea de lo que era la vida por aquellas tierras... Para estar veinticuatro horas más con la familia, otro muchacho y yo nos pusimos en camino a pie la tarde del 23 de diciembre, en vez de esperar la diligencia de la mañana siguiente. Andando, andando, habíamos llegado casi a la mitad del viaje a un lugar completamente desierto y solitario; a nuestra izquierda, a unos cien metros de distancia de la carretera, había una alameda con un bosquecillo de lentiscos. Nos dispararon un primer tiro por encima de nuestras cabezas; la bala pasó a unos diez metros de altura. Creímos que se trataba de un disparo casual y continuamos la marcha. Un segundo y un tercer disparos más bajos nos convencieron de que alguien nos había tomado por blanco y nos tendimos en la cuneta sin movernos durante un rato. Cuando intentamos levantarnos, hubo otro disparo y así estuvimos casi durante dos horas, con una docena de disparos que nos seguían mientras nos alejábamos arrastrándonos, cada vez que intentábamos volver a la carretera. Sin duda, era un grupo de juerguistas que querían divertirse asustándonos, pero vaya broma, ¿eh? Llegamos a casa en plena noche, bastante cansados y enfangados y no contamos lo ocurrido a nadie para no asustar a la familia. Pero nosotros no nos asustamos mucho, pues en las siguientes vacaciones de Cuaresma repetimos el viaje a pie sin incidentes.
En Ghilarza, los sábados de Antonio se iniciaban regularmente con unas cuantas bromas, una reprimenda de la madre y un «lavado de cerebro» por parte del padre.
La reprimenda era por el uso que había hecho en Santu lussurgiu de las provisiones semanales. La familia recibía continuamente noticias de que Nino, que deseaba comprar libros y periódicos, vendía algunas de sus provisiones (pasta, aceite, queso, etc.) a gentes del lugar. La madre no podía perdonárselo. No se cansaba de repetirle que adónde llegaría él, ya de por sí tan enfermizo, si no se alimentaba como era debido.
Los «lavados de cerebro» se debían a una cierta prensa subversiva que Francesco Gramsci, horrorizado, veía en manos del hijo. Aquellos periódicos y folletos llegaban de Turín. Gennaro, que ya simpatizaba con las nuevas ideas cuando trabajaba en la oficina del catastro en Ghilarza con los jóvenes técnicos llegados de regiones avanzadas, estaba haciendo ahora el servicio militar en la ciudad más roja de Italia; y con el fervor de todos los neófitos, a medida que se adhería con más convicción al socialismo, intentaba hacer prosélitos por todas partes y, naturalmente, también en su familia. Antonio, cuyo gusto por la lectura había aumentado con los años, pedía enseguida los periódicos y folletos enviados por Gennaro apenas llegaba a su casa el sábado por la tarde. Esta era la causa de las disputas con el padre. Intentaba salirse con la suya bromeando: «Es cierto —le decía— que desciendes de los Borbones». Francesco llevaba, y no por casualidad, el nombre del último rey de las Dos Sicilias, Francesco II. Había nacido en Gaeta en marzo de 1860, poco antes de que el ejército italiano la asediase, y el coronel de la gendarmería borbónica, Gennaro Gramsci, su padre, defendió encarnizadamente el último reducto de los Borbones contra las tropas del general Cialdini.
«Mi abuelo —escribirá Gramsci— era coronel de la gendarmería borbónica y probablemente fuera uno de los que detuvieron a Spaventa, el antiborbónico, fautor de Carlos Alberto».
En la familia se contaba que, durante el asedio de Gaeta, la abuela Teresa Gonzales, con su hijo Francisco de pocos meses en brazos, huyó de la ciudad hacia Formia, atravesando a pie las líneas de Cialdini. Además de la formación familiar, el conservadurismo de Francesco Gramsci obedecía a otras circunstancias. Su hermano Nicolino había sido instructor de Víctor Manuel III en Caserta y él mismo lo conoció un día en persona. Nunca olvidaba la emoción de haberse oído llamar por él y de haber estrechado la mano del augusto heredero del trono. Tenía en casa la fotografía de un caballo: era el purasangre que el futuro rey de Italia había regalado a Nicolino. Aquella fotografía suscitaba en él orgullo y respeto por la dinastía soberana. Así pues, era de ver el espanto que se apoderaba de él cuando veía a sus hijos dispuestos a dejarse intoxicar por la prensa subversiva. Además, cabe añadir que exponer ideas socialistas en aquella época, como mínimo, significaba tener una ficha en la comisaría de policía. Y el señor Ciccillo, escarmentado por los años pasados en la cárcel por cosas de las que nadie se hubiera ocupado probablemente si no hubiese andado por medio la política, tenía muy pocas ganas de volver a ver en casa tricornios de carabineros y mostachos de policías a causa de unos hijos subversivos.
Pero su autoridad paterna estaba en crisis después de la desventura judicial. Para evitar las discusiones, Antonio pidió al cartero que le entregase personalmente el Avanti! a escondidas del padre, y el resto de los materiales que le enviaba Gennaro. En casa se habló cada vez menos de política.
Es decir, volvió a hablarse, pero a escondidas, después del regreso de Gennaro, que, una vez terminado el servicio militar, había vuelto a trabajar en el catastro. La familia se encontraba nuevamente unida. Mario, pese a saber que daría un gran disgusto a la madre, había dejado el hábito de seminarista. No se sentía dispuesto a continuar aquellos estudios. «Quiero casarme —decía—. No quiero hacerme cura. Es inútil continuar. En todo caso, mandad a Nino al seminario. Él no piensa en las chicas y puede hacer de cura».
Nino fue a Oristano a pasar el examen final del ginnasio. Era el verano de 1908; tenía diecisiete años y medio. Después de los dos años de educación privada en Ghilarza y de los aventurados años de ginnasio en Santu lussurgiu, no podía esperar, desde luego, un éxito particularmente brillante. En julio ni siquiera se examinó de dos materias, Matemáticas y Ciencias. El examen de la tercera materia enseñada en Santu lussurgiu por el ingeniero, Lengua francesa, terminó en catástrofe: un tres. En cambio, tuvo buenas notas en todas las demás disciplinas. (En septiembre aprobó el francés y las dos disciplinas a las que no se había presentado). En julio tuvo un seis en el examen escrito de Italiano y un siete en el oral; un seis en las dos versiones de Latín y un siete en el oral; un siete en Geografía y un tranquilizador ocho en Historia. Desde hacía tiempo, todas sus lecturas, fuera de los libros de texto, se orientaban hacia la historia. En una carta a su hijo Delio, recordará su pasión de muchacho:
«Creo que la historia te gusta, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a hombres vivos; y todo lo que concierne a los hombres, a cuantos más mejor, a todos los hombres del mundo en cuanto que se reúnen en sociedad y trabajan, luchan y se perfeccionan a sí mismos, te ha de gustar más que ninguna otra cosa»…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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