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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
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03
En 1900, apenas cumplidos los dieciséis años, Gennaro fue el primero de los Gramsci que encontró trabajo y que pudo contribuir, por consiguiente, a las exhaustas finanzas familiares, aunque fuese en modesta medida.
Vivíamos en una gran pobreza —cuenta Teresina—. Mamá era una mujer tenaz, llena todavía de energía y decidida a luchar contra la mala suerte. En el trabajo era incansable, pero siete hijos son siete hijos y en casa, a medida que se gastaba el dinero obtenido con la venta de la poca tierra de la herencia Marcias, seguir adelante era cada vez más complicado. Ahorrábamos hasta lo increíble. Recuerdo que, siendo todavía criaturas Grazietta, Emma y yo, recogíamos la cera de las velas ya consumidas y fabricábamos otras velas más pequeñas para que Nino pudiese seguir leyendo al anochecer.
En aquellos años, a caballo entre el viejo y el nuevo siglo, Ghilarza era un pueblo de limitados recursos: no era de los más atrasados de la isla, pero tampoco vivía en la prosperidad. Esto se debía a las características primitivas de su economía, predominantemente agrícola.
Los habitantes de Ghilarza dividen el trabajo entre la cosecha de la cebada, la viña, la recogida de leña, la ganadería, la construcción de cercados y la conservación de los predios, con exclusión de otros brazos que no fueran los propios… Además, el patrimonio del pueblo está dividido, de modo que todos los habitantes son más o menos propietarios de parcelas; por esto faltan los brazos necesarios para un cultivo más extensivo y los campesinos que no tienen criados atienden el cultivo y la cosecha a manu torrada, es decir, con el intercambio de mano de obra.
En aquella población de «casas bajas y oscuras, calles torcidas y sucias, vestidos tradicionales, costumbres patriarcales» y de agricultura poco menos que prehistórica, con el campesino avezado en ver «sobre sus fatigas salir y elevarse el sol», las operaciones iniciadas hacia finales de 1899 para la revisión del viejo mapa catastral, formado hasta entonces con apreciaciones a ojo, habían de repercutir benéficamente en varios sentidos, como veremos más adelante. Así pues, Gennaro tuvo la primera ocasión de trabajar en el catastro y de ganar algún dinero.
Era el verano después del segundo año de escuela elemental de Antonio. Las notas obtenidas (tres dieces, un nueve, dos ochos y un siete) no demostraban, desde luego, cualidades prodigiosas. Pero sin ser el genio precoz que presentan tantas páginas hagiográficas, el pequeño Gramsci destacaba mucho entre los demás alumnos. Por esto tuvo la idea de saltar un año.
Había hecho el segundo año de escuela elemental y pensaba hacer en noviembre los exámenes de exoneración para pasar a cuarto año saltando el tercero: estaba convencido de que lo podía hacer, pero cuando me presenté al jefe de estudios para cursar la petición reglamentaria, me lanzó a quemarropa esta pregunta: «Pero ¿ya conoces los ochenta y cuatro artículos del Estatuto?». Ni siquiera había pensado en estos artículos: me había limitado a estudiar las nociones de «derechos y deberes del ciudadano» contenidas en el libro de texto. Fue para mí una terrible advertencia, que me impresionó tanto más cuanto que el 20 de septiembre anterior había participado por primera vez en el desfile conmemorativo con un farolillo veneciano, y había gritado con los demás: «¡Viva el león de Caprera! ¡Viva el muerto de Staglieno!» (no recuerdo si se gritaba el «muerto» o el «profeta» de Staglieno: quizá las dos cosas a la vez), absolutamente convencido de que pasaría el examen y conquistaría los títulos jurídicos para el electorado... Resultaba, en cambio, que no conocía los ochenta y cuatro artículos del Estatuto.
Durante el año escolar 1900-1901 hizo el tercer curso elemental. En el cuarto año tuvo por maestro al caballero Pietro Sotgiu, que era precisamente el director de los ochenta y cuatro artículos, y en el examen final obtuvo once dieces, un nueve y dos ochos, estos en gimnasia y en trabajo.
Por aquel entonces, tenía once años. Al llegar las vacaciones (verano de 1902), también él se fue a trabajar al catastro, como Gennaro. No es que tuviese buena salud para trabajar a aquella edad. Pero en casa las cosas iban de mal en peor y había que procurarse dinero con el sacrificio de todos, incluso de los más pequeños, y Antonio tuvo que adaptarse. «Desde pequeño me ocupé de mí mismo. Empecé a trabajar cuando tenía once años, ganando unas nueve liras al mes (cantidad que significaba un kilo de pan diario) por diez horas de trabajo diarias, comprendida la mañana del domingo; me pasaba todo este tiempo removiendo registros que pesaban más que yo y muchas noches lloraba a escondidas porque me dolía todo el cuerpo». El agotamiento físico de un muchacho ya físicamente atormentado no dejaba de tener repercusiones psicológicas. Toda una serie de circunstancias —la aflicción del cuerpo, la humillación por el encarcelamiento del padre, el pesado clima familiar y las inevitables renuncias (aunque en casa todas las atenciones fuesen para él: la mejor habitación, la mejor comida)— hicieron aumentar aún más su melancolía. Él mismo dirá:
Desde hace muchos, muchos años estoy acostumbrado a pensar que existe una imposibilidad absoluta, casi fatal de que yo pueda ser amado... Cuando era chico, a los diez años, empecé a pensar esto de mis padres. Me veía obligado a hacer demasiados sacrificios y mi salud era tan débil que llegué a la convicción de que era una carga, un intruso en mi propia familia. Son cosas que no se olvidan fácilmente, que dejan huellas mucho más profundas de cuanto pueda creerse.
Nennetta Cuba me dijo: «A veces incluso reía, jugaba... Pero no tenía una risa de muchacho. Nunca le he visto reír con alegría».
El quinto año de escuela elemental (1902-1903) había de ser el de su primer triunfo escolar. Las notas fueron: composición, diez; dictado, diez; aritmética, diez en el examen escrito y diez en el oral; lectura comentada de las cosas leídas y nociones gramaticales, diez; historia y geografía, diez.
Pero ¿una vez acabada la escuela elemental? Ghilarza distaba demasiado de las ciudades sardas con instituto (ginnasio) y para instalarse en ellas se necesitaba un dinero que Peppina Marcias no tenía. Pese a sus dieces, le ocurría, pues, a Antonio Gramsci lo mismo que había ocurrido a tantos otros chicos pobres, no solo de su pueblo: tenía que renunciar a los estudios. La miseria de la familia y el tener que emplearse en un trabajo provisional y mal pagado en la oficina del catastro le impedían ir al ginnasio. Con los Gramsci de la península no había ninguna relación: Peppina Marcias nunca les habría pedido que acogiesen a Antonio; por lo demás, el muchacho, que compartía los orgullosos sentimientos de la madre, no lo habría consentido si el precio tenía que ser la humillación. Así pues, se cerraba también esta posible solución (por lo menos lo había sido para Gennaro cuando vivía en Ozieri con su tío Nicolino Gramsci y podía asistir a las clases del ginnasio). Antonio tuvo que resignarse a no continuar los estudios, por lo menos hasta que el padre saliese de la cárcel. Pero no era una renuncia sin consecuencias. La imposibilidad de estudiar le exasperaba. Surgió en él el primer sentimiento de rebelión; se aisló todavía más: era un muchacho de apariencia fría, mordaz, con tendencia a la ironía. Veinte años después escribirá a su mujer Giulia: «La vida aislada que he tenido desde la infancia me ha acostumbrado a ocultar mis estados de ánimo detrás de una máscara de dureza o de una sonrisa irónica... Esto me ha hecho daño durante mucho tiempo: mis relaciones con los demás han sido durante mucho tiempo enormemente complicadas».
Años más tarde recordaba:
«¿Qué es lo que me salvó de convertirme en un verdadero guiñapo? El instinto de rebelión, que al principio iba dirigido contra los ricos porque no podía estudiar, yo que tenía un diez en todas las materias en la escuela elemental, y en cambio estudiaban el hijo del carnicero, el hijo del farmacéutico, el hijo del comerciante de tejidos...».
Solo Mario, dos años menor que él, conseguía en aquella época abrir brecha en esta coraza. Me lo describen extravagante y jovial:
Siempre fue —dice Teresina— la alegría de casa. Por el carácter era lo contrario a Nino. Así como Nino era tranquilo y reposado, Mario no estaba nunca quieto, siempre dispuesto a hacer extravagancias cómicas. Nino hablaba poco, a Mario solo conseguíamos hacerle callar cosiéndole la boca. Cuando desaparecía el gato de casa, no tardábamos en saber que él lo había metido en un horno. Recuerdo que una vez mamá lo había encerrado en casa. Para estar segura de que no se escaparía le había quitado los zapatos y se los había escondido. Mario, decidido a escaparse fuese como fuese, se pintó los pies con betún negro. A veces, solo para obligarle a permanecer en casa, mamá le vestía de niña, con alguno de nuestros vestidos. Solo así evitaba que Mario se escapase.
También Antonio se reía de las salidas de este hermano ingenioso y de temperamento expansivo. Hacían buenas migas. A veces se divertían improvisando poemas, como los de los concursos de las fiestas patronales; en estos concursos los hermanos Gramsci se burlaban de los personajes más curiosos de Ghilarza. Antonio, plenamente inmerso en el ambiente pueblerino, pero con tendencia a la ironía, tenía una buena serie de blancos con los que ejercitarse. Años más tarde, en los primeros meses de cárcel, se le ocurrió dedicar a los personajes de su infancia una canción que imitaba la Scomùniga de predi Antiogu a su populu de Masuddas, composición satírica divulgada hacia finales del siglo XIX. En una carta a su madre leemos:
Quisiera que me mandases, ¿sabes qué?, el sermón de fray Antiogu a su populu de Masuddas. Se podrá comprar en Oristano porque recientemente lo ha reimprimido Patrizio Carta en su famosa tipografía. Ya que tengo tanto tiempo que perder, quiero componer con el mismo estilo un poema donde aparecerán todos los ilustres personajes que conocí de niño: tiu Remundu Gana con Ganosu y Ganolla, maistru Andriolu y tiu Millanu, tiu Michele Bobboi, tiu Iscorza alluttu, Pippotto, Corroncu, Santu Jancu zilighertari, etc. Me divertiré mucho y dentro de unos años recitaré el poema a los niños».
Antonio pasaba los momentos que le dejaba libre el trabajo en el catastro estudiando por sí mismo un poco de latín. No había renunciado completamente a reanudar los estudios si llegaban tiempos mejores. Y para no retrasarse mucho, estudió por sí mismo en los dos años pasados en Ghilarza fuera de las aulas escolares. De vez en cuando tomaba lecciones de un muchacho que ya había terminado los estudios del ginnasio. Se llamaba Ezio Camedda y era un infeliz: también era jorobado. Lo poco que sabía de latín se lo comunicaba al pequeño Gramsci. No puede decirse que esto fuese para Antonio una preparación ideal. Pero ya era algo. Esta aplicación en el estudio le distraía, por lo menos.
Finalmente, hubo un poco de luz. El 31 de enero de 1904, Francesco Gramsci terminó de expiar la pena, reducida en tres meses gracias a una amnistía. Después de tanto tiempo, hacia Pascua, Peppina Marcias y los hijos le recibieron nuevamente en casa.
Felle Toriggia recuerda la noche de su regreso a Ghilarza.
Los estudiantes —cuenta— solíamos reunirnos en un puente a la entrada del pueblo. El pretil del puente servía para sentarnos y allí nos quedábamos charlando. Una tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, vimos llegar al señor Ciccillo y a Nannaro, que venían a pie de Abbasanta, donde está la estación de ferrocarril. El padre y el hijo caminaban en silencio, el uno al lado del otro. Cuando estuvieron cerca, dejamos de hablar. El señor Ciccillo había envejecido mucho. Estaba serio. Le saludamos y él nos miraba con timidez. Nannaro le puso una mano en el hombro y continuaron en silencio hacia el pueblo.
Por lo menos, con él volvió a la familia un poco de la serenidad perdida…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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