lunes, 5 de febrero de 2024

 

1108

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(41)

 

 

 

VI

 

CÓMO PUEDE RESUCITAR EL MARXISMO EN OCCIDENTE

 

 

 

 

1. Marx y el futuro en cuatro etapas

 

¿Puede resucitar el marxismo en Occidente?, ¿bajo qué condiciones?

 

Para responder a esta pregunta conviene preguntarse de qué modo el pensamiento de Marx y de Engels confluyó y colisionó con la historia real del siglo xx, que obviamente no previeron ni podían prever. Centrado como está en la transformación del orden existente, su discurso hace referencia constantemente al futuro cuya realización garantizarían el proletariado (la clase revolucionaria por excelencia) y el partido que es expresión política de dicha clase.

 

Previamente hay que precisar que el futuro al que remitían los dos grandes pensadores y revolucionarios se despliega en cuatro etapas muy distintas entre sí. Cuando escribe en 1844 La cuestión judía, Marx habla de la República norteamericana como el país de la «emancipación política plena»: se había eliminado sustancialmente la discriminación censitaria (en el ámbito de la comunidad blanca); casi todos los varones adultos, incluidos los pobres, gozaban del derecho al voto y podían ser elegidos para los órganos representativos. O bien, por decirlo ahora con los Grundrisse, se habían suprimido definitivamente las

 

«relaciones de dependencia personal», sancionadas por ley, propias de la sociedad feudal y preburguesa, sustituidas con la llegada de la sociedad capitalista por la «independencia personal, que se asienta sobre la dependencia material» (Marx).

 

Con el nuevo ordenamiento, imperaban en el plano legal y formal la libertad y la igualdad; en cambio, las relaciones sociales de producción y distribución de la riqueza material sancionaban las desigualdades más estridentes, empezando por la «esclavitud asalariada» impuesta a los obreros, libres en el plano formal como quienes les daban trabajo e iguales a ellos. En base a la visión esbozada en La cuestión judía y los Grundrisse, las persistentes discriminaciones que excluían por ley a determinadas categorías de personas de la participación en la vida política irían desapareciendo espontánea y gradualmente; el paso a la «emancipación política plena», o bien a la «independencia personal basada en la dependencia material» podía considerarse como una tendencia inmanente a la propia sociedad burguesa, y esa tendencia se impondría de forma más o menos rápida. Así pues, el primer tipo de futuro que encontramos en Marx y Engels es lo que podríamos denominar futuro en acto, un futuro no pos-capitalista, sino ya en acto en la sociedad burguesa, el futuro que la propia sociedad burguesa realizaría progresivamente en el curso de su propio proceso de maduración.

 

La superación del capitalismo (con la abolición de la «esclavitud asalariada» y la agregación de la emancipación económica y social a la emancipación política) implica referirse a otro tipo de futuro. La Crítica del programa de Gotha prevé y auspicia, tras derrocar el poder político de la burguesía, un período de transición bajo el motivo de la «dictadura revolucionaria del proletariado» (MEW) y de la incipiente transformación socialista. A ojos de Marx, se trataba de un problema que llamaba a las puertas ya en el momento en que escribía; por consiguiente, un futuro próximo. El período de transformaciones desemboca finalmente en el comunismo. En palabras de El manifiesto comunista, «en lugar de la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, imperará una forma de asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno es condición del libre desarrollo de todos» (MEW). La llegada del comunismo presupone la derrota definitiva del capitalismo y su total superación. De modo que se trataría de un futuro remoto. Cuando después se imagina y se describe el comunismo como una sociedad por fin libre del todo de contradicciones y conflictos, y que en consecuencia puede incluso prescindir del Estado en cuanto tal, el futuro remoto acaba por convertirse en un futuro utópico. En conclusión, tras el futuro en acto, que debería realizar, por la propia dialéctica interna de la sociedad burguesa, la «emancipación política plena», la construcción del orden pos-capitalista comprende tres tipos de futuros: el futuro próximo, el futuro remoto y el futuro utópico.

 

Conviene advertir de inmediato que las cosas han sucedido de un modo bastante distinto a como previeron Marx y Engels. En Occidente la «emancipación política plena» no ha sido en modo alguno el resultado de una dialéctica espontánea interna a la sociedad burguesa. La primera gran discriminación (el monopolio propietario de los derechos políticos y la exclusión de quienes no son propietarios) solo se superó gracias a una prolongada lucha por parte del movimiento obrero de inspiración socialista y marxista. Esto vale también para la superación de la segunda gran discriminación, que les negaba a las mujeres, a la vez que el ejercicio de los derechos políticos, la posibilidad de acceder a las profesiones liberales, recluyéndolas en la esclavitud doméstica o en los segmentos inferiores del mercado laboral. Pero importa sobre todo la historia de la tercera gran discriminación, la que afecta a los pueblos coloniales o de origen colonial. En la muy democrática República norteamericana, lejos de producirse en virtud de una evolución gradual de la sociedad burguesa, la abolición de la esclavitud negra fue el resultado de una guerra civil que provocó más muertos entre la población estadounidense que las dos guerras mundiales juntas. Por lo demás, la derrota del Sur esclavista no significó el final de las relaciones de trabajo serviles, que en las colonias han seguido subsistiendo a gran escala aún durante el siglo XX.

 

En conclusión, siglos de desarrollo del sistema capitalista mundial, bajo la hegemonía de países con una consolidada tradición liberal, no han logrado llevar a cumplimiento la emancipación política. En la medida en que elaboraba un modelo teórico, por definición «abstracto», Marx podía decir perfectamente que la propia dialéctica interna de la sociedad burguesa llevaba en dirección a la «emancipación política plena»; en realidad había otra tendencia todavía más fuerte que anulaba esta: la tendencia al expansionismo colonial propia del capitalismo. Esto ha provocado que se impongan formas monstruosas de desigualdad y falta de libertad, no solo en las colonias, sino en la propia metrópoli capitalista. En la República norteamericana, a ojos de Marx el país por excelencia de la «emancipación política plena», se siguió privando de los derechos políticos, y a menudo también de derechos civiles, a los negros aun después de concluida la guerra de Secesión. Lo demuestran la práctica de los linchamientos organizados como espectáculo de masas y el cartel que vetaba el acceso «a perros y negros» a determinados parques públicos del Sur de los Estados Unidos. Como sabemos, en la China convertida en colonia o semicolonia, quienes se asimilaban a perros para la raza de los señores eran los chinos, expuestos a todas las formas de discriminación y a injurias de todo tipo también cuando emigraban a los Estados Unidos en busca de trabajo.

 

 

 

2. La larga lucha contra el sistema colonialista-esclavista mundial

 

Así las cosas, nos vemos en la obligación de replantearnos el esquema histórico esbozado por Marx, así como su teoría de la emancipación. A sus ojos, antes de la decisiva revolución que iba a sancionar la emancipación social, el punto de partida se situaba en la Revolución americana (de la que surgió el país de la «emancipación política plena») y en la Revolución francesa (que puso sobre la mesa la cuestión de la emancipación política en el conjunto de Europa). Pero en realidad, como hemos visto, la revuelta de las colonias que desembocó en la fundación de los Estados Unidos fue más bien una contrarrevolución, por lo que se refiere a las relaciones con los pueblos coloniales y de origen colonial.

 

Estas relaciones deben ocupar el centro de nuestra atención, y ello por dos razones: en primer lugar, fue en las colonias donde emergió el sistema más duro de poder, que a menudo implicaba la esclavitud e incluso el genocidio de los pueblos sometidos; en segundo lugar, la inmensa mayoría de la humanidad ha sufrido, de facto o potencialmente, ese sistema de poder.

 

A continuación, debemos señalar que la revuelta de los esclavos negros de Santo Domingo, acaudillados por Toussaint Louverture, le infligió el primer gran golpe al sistema capitalista-esclavista mundial. Si queremos seguir situando en la Revolución francesa el punto de partida del gigantesco choque entre emancipación y contra-emancipación que atraviesa la historia contemporánea, deberíamos datarla de un modo distinto al tradicional, fechando en 1789-1791 el inicio de la gigantesca conmoción y enlazando así en un único proceso la caída del Antiguo Régimen en Francia y la sublevación contra la esclavitud y el sometimiento colonial en Santo Domingo.

 

Podemos describir la naturaleza del sistema colonialista-esclavista mundial prestando oídos a testimonios y autores en absoluto ajenos al Occidente liberal. Por ejemplo, un historiador liberal británico de mediados del siglo XIX llamaba la atención sobre el «reino de terror» que Inglaterra impuso en la India en momentos de crisis, un «reino de terror» respecto al cual «todas las injusticias de los anteriores opresores, asiáticos y europeos, parecían una bendición» (Macaulay, 1850). Las cosas no son muy distintas en las colonias de Europa. El amigo y compañero de Tocqueville durante su viaje a América (Gustave de Beaumont) habla a propósito de Irlanda de «una opresión religiosa que supera todo lo imaginable»; las vejaciones, humillaciones y sufrimientos impuestos por el «tirano» inglés a este «pueblo esclavo» demuestran que «en las instituciones humanas hay un grado de egoísmo y de locura cuyos límites escapan a toda medida». Se habla de la dominación del Imperio británico sobre la desafortunada isla como del límite extremo del Mal, como el Mal absoluto…, una descripción que hoy se reserva para el Tercer Reich.

 

Veamos ahora qué es lo que sucede en los Estados Unidos. A nadie sorprende que el terror se cerniera sobre los esclavos negros. La situación que se produjo en Virginia tras la revuelta de 1831 es descrita por un viajero en estos términos:

 

«Día y noche se llevan a cabo operaciones militares [por parte de patrullas blancas]; Richmond parece una ciudad bajo asedio […] Los negros […] no se atreven a hablar entre sí por miedo a que los castiguen».

 

Pero es más interesante advertir que el terror termina por afectar a la propia comunidad blanca. Veamos el testimonio de una importante personalidad política de la Unión sobre el clima que imperaba en el Sur de la República norteamericana en los años anteriores a la guerra civil: no es que el partido abolicionista no tenga representación, pero «el miedo lo ha obligado a someterse»; quienes aborrecen la esclavitud «ni siquiera se atreven a conversar con quienes piensan igual, por miedo a que los traicionen». El historiador contemporáneo que refiere estos testimonios concluye diciendo que, mediante el recurso a linchamientos, a la violencia y a amenazas de todo género, el Sur no solo logró acallar la oposición, sino hasta la más tibia disensión. Aparte de los abolicionistas, también fueron amenazados o se sintieron amenazados quienes quisieron distanciarse de tan despiadada caza de brujas. El terror llevó a todos a «tener bien cerrada la boca, ahogar las dudas y enterrar cualquier reserva». No hay duda: es una muy buena descripción del terror totalitario y del totalitarismo.

 

Herbert Spencer, filósofo liberal, describe de qué modo procede el expansionismo colonial (cuyos protagonistas son a menudo los países que encarnan la tradición liberal):

 

a la expropiación de los derrotados la sigue su «exterminio». Los «indios de Norteamérica» y los «nativos de Australia» no han sido los únicos en pagar las consecuencias.

 

El imperio colonial británico ha recurrido en todas partes a prácticas genocidas:

 

en la India «acabó con regimientos enteros», acusados de «haberse atrevido a desobedecer las órdenes tiránicas de sus opresores».

 

Unos cincuenta años después, Spencer se ve obligado a cargar las tintas:

 

«hemos entrado en una época de canibalismo social, en la cual las naciones más fuertes devoran a las más débiles»; hemos de reconocer que «los blancos salvajes de Europa están superando de largo a los salvajes de color de cualquier otra parte».

 

En efecto:

 

la Bélgica liberal redujo «la población indígena [del Congo] de los 20-40 millones de 1890 a los 8 millones de 1911».

 

Conocemos, por otra parte, las prácticas genocidas que emplearon los Estados Unidos para truncar el movimiento independentista en Filipinas.

 

No solo se practica el genocidio, también se teoriza tranquila y alegremente sobre él. Ya vimos como Roosevelt teorizaba a finales del siglo XIX «una guerra de exterminio» contra los pueblos coloniales rebeldes que no debía perdonar siquiera a «mujeres y niños». El presidente estadounidense nos legó esta frase tan elocuente:

 

«No llego hasta el punto de pensar que no haya más indios buenos que los indios muertos, pero creo que es así en nueve de cada diez casos; por lo demás, no quiero hurgar demasiado a fondo en el décimo».

 

No hay que tomárselo a broma: en la República norteamericana aumentaban las voces que veían en la «extinción de los inadaptados» una «ley divina de la evolución» y que declaraban urgente la «solución final ( ultimate solution) de la cuestión negra», como una buena réplica de la solución final de la cuestión amerindia, sustancialmente concluida.

 

Es arbitrario desligar las páginas más negras del siglo xx, las que escribieron el nazismo y el fascismo, de la tradición colonial. Hitler se proponía imitar a Gran Bretaña y a los Estados Unidos: pretendía establecer las «Indias germanas» en Europa oriental, o bien promover allí una expansión colonial similar a la que se produjo en su momento en el Far West de la República norteamericana. Las palabras clave de la ideología nazi: Untermensch, Endlösung, surgieron durante la opresión colonial y racial desplegada por esta contra los nativos y los negros: under man, ultimate solution. El imperio colonial germánico debía edificarse gracias al trabajo forzado de los «indígenas», de los eslavos, sustancialmente reducidos a la condición de esclavos.

 

Este proyecto hundía sus raíces en una larga historia, una historia que rebasaba de largo los límites de Alemania. Con el final de la guerra de Secesión, los esclavos negros fueron sustituidos por los coolies, por semiesclavos «amarillos» procedentes de la India o de China. Con independencia de los coolies, el expansionismo colonial —también el de los países liberales— comportó la imposición de formas modernas de esclavitud o semiesclavitud sobre los pueblos sometidos. Por eso Lenin, en relación con el choque entre las grandes potencias capitalistas y colonialistas que protagonizaron la Primera Guerra Mundial, hablaba de una «guerra entre esclavistas por la consolidación y el fortalecimiento de la esclavitud». ¿Se trata de una exageración con el ánimo de polemizar? Cuando estalló el conflicto, los campesinos egipcios a los que sorprendían en los bazares eran «arrestados y enviados a los centros de movilización más próximos». En palabras de un historiador británico conservador (A. J. Taylor), «cerca de 50 millones de africanos y 250 millones de indios» fueron obligados por Inglaterra a combatir y a morir en masa en una guerra de la que nada sabían.

 

Si lo que define la esclavitud es el poder del amo sobre la vida y la muerte, la definición de Lenin resulta adecuada: las grandes potencias coloniales se arrogaban el poder de vida y muerte sobre los pueblos sometidos a ellas. Y ese poder afectaba también, en cierto modo, a la fuerza de trabajo más o menos servil que Gran Bretaña y Francia enviaban desde las colonias al frente para la excavación de trincheras o para otros trabajos más duros y arriesgados. Esta última práctica inspiró particularmente al Tercer Reich, que —con una ulterior escalada de brutalidad— recabó una colosal masa de esclavos de los territorios sometidos de Europa oriental para obligarlos a trabajar y morir de fatiga y de miseria en el mantenimiento del aparato productivo necesario para la prosecución de la guerra.

 

Los elementos de continuidad son también claros en cuanto se refiere a la ideología racial. Vamos a ver una «profesión de fe racial» de comienzos del siglo XX:

 

1) «Importa la sangre»; 2) La raza blanca debe dominar; 3) Los pueblos germánicos se declaran a favor de la pureza racial; 4) El negro es un ser inferior y seguirá siéndolo; 5) «Este es un país de blancos»; 6) Decimos no a la igualdad social; 7) Decimos no a la igualdad política […]; 10) Al negro se le proporcionará la instrucción profesional más adecuada para que sirva al blanco […]; 14) El hombre blanco de más baja extracción vale más que el negro de condición más elevada; 15) Estas declaraciones han sido dictadas por la Providencia.

 

¿Es un manifiesto nazi? No, se trata de consignas que esgrimían en el Sur de los Estados Unidos, durante los años que precedieron a la formación del movimiento nazi en Alemania, hombres armados y uniformados, que desfilaban en los «Jubileos de la supremacía blanca», y que estaban decididos a recurrir a cualquier medio con tal de afirmar la «superioridad de los arios» y la condición servil o semiservil de los negros (en Woodward, 1951).

 

Por lo que se refiere al Imperio del Sol Naciente, un historiador actual de gran éxito reconoce que los japoneses «acabaron copiándolo todo, desde la indumentaria y los cortes de pelo occidentales a las prácticas europeas [y en particular británicas] de colonización de países extranjeros» (Ferguson, 2011). Por último, los nacionalistas italianos, que confluyeron en el fascismo llevados por el expansionismo colonial, habían frecuentado la escuela «de los Kipling y los Roosevelt» (Croce, 1928), la escuela del colonialismo-imperialismo británico y estadounidense.

 

El horror del sistema colonialista no terminó, sin duda, con la derrota del Tercer Reich y sus aliados. En lugar de remitirme a Argelia y Vietnam, voy a limitarme a poner el ejemplo de dos tragedias quizás no tan conocidas. Entre 1952 y 1959 estalló en Kenia la Rebelión del Mau Mau. Apoyándose en la historiografía más reciente sobre el asunto, una prestigiosa revista liberal estadounidense ha descrito del siguiente modo los métodos que empleó el gobierno de Londres para restablecer el orden en su colonia:

 

en el campo de concentración de Kamiti las mujeres «eran interrogadas, fustigadas, obligadas a pasar hambre y sometidas a duros trabajos, incluso llenando fosas comunes con cargamentos de cadáveres procedentes de otros campos de concentración. Algunas daban a luz en Kamiti, pero la tasa de mortalidad entre los niños era abrumadora. Las mujeres enterraban a sus hijos en montones de a seis» (Losurdo, 2015).

 

De África pasamos a América Latina. Por los mismos años vemos a los Estados Unidos no solo instaurando feroces dictaduras militares, sino también perpetrando o ayudando a perpetrar «actos de genocidio»: lo subraya la «comisión para la verdad» de Guatemala, que alude a la suerte que corrieron los indios mayas, que se con-denaron por simpatizar con los opositores de un régimen afín a Washington (Navarro, 1999).

 

Si este mundo, hecho de esclavitud, semiesclavitud, relaciones de trabajo serviles, formas monstruosas de privación de libertad, estridentes discriminaciones y terribles cláusulas de exclusión sancionadas incluso o toleradas legalmente, si este mundo, tras sufrir los primeros golpes a manos de los jacobinos de París y sobre todo de los jacobinos negros de Santo Domingo, ha entrado en crisis es gracias al movimiento comunista, gracias a su acción directa y a la influencia que ha ejercido.

 


Esta influencia se ha dejado sentir incluso en el corazón de la metrópoli capitalista. Piénsese en los afroamericanos. Eran oprimidos por un régimen terrorista de supremacía blanca cuando estalló la Revolución de Octubre, que enseguida difundió un espíritu nuevo entre los pueblos de origen colonial. En lugar de sufrir la opresión como una condición prácticamente natural y casi insuperable dadas las relaciones de fuerza vigentes, comenzaron a rebelarse. Vemos así a un afroamericano declarar a modo de desafío:

 

«Si combatir por los propios derechos significa ser bolchevique, entonces no le den más vueltas: somos bolcheviques»

(Franklin, 1947).

 

En efecto, los negros decididos a sacudirse de encima el yugo colonial y racial constituían una parte esencial del Partido Comunista que se estaba formando. También los blancos que colaboraban con ellos eran considerados «extranjeros» y miembros de una raza inferior, así que se los trataba en consecuencia:

 

ser comunista (y desafiar la supremacía blanca) significaba «afrontar la eventualidad de la cárcel, las palizas, el secuestro e incluso la muerte» (Kelley, 1990).

 

Eran los años de la Gran Depresión y de la desocupación y la miseria de masas, pero nada de ello, a pesar de la dura competencia en el mercado de trabajo, silenció la lucha contra el régimen de supremacía blanca ni quebró la unidad entre los blancos y los negros embarcados en esta lucha y organizados, la mayoría de las veces, en seno del Partido Comunista.

 

Dando un salto de dos décadas, vamos a ver ahora como se caracterizó el final del régimen de supremacía blanca. En diciembre de 1952 el ministro estadounidense de Justicia enviaba a la Corte Suprema, empeñada en discutir la cuestión de la integración en las escuelas públicas, una elocuente misiva: «La discriminación racial alimenta la propaganda comunista y suscita dudas también entre las naciones amigas sobre la intensidad de nuestra devoción democrática». Washington —observa el historiador americano al que debemos la reconstrucción de estos hechos— corría el riesgo de perder a las «razas de color» no solo en Oriente y en el Tercer Mundo, sino en el interior mismo de los Estados Unidos: también aquí la propaganda comunista obtenía un éxito considerable en su intento de ganar a los negros para la «causa revolucionaria», haciéndoles perder la «fe en las instituciones americanas» (Losurdo, 2005). Impulsada por tales preocupaciones, la Corte Suprema declaraba inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas. En síntesis: no se comprende el desmantelamiento del régimen supremacista en los Estados Unidos (heredero tenaz del sistema colonialista-esclavista mundial) sin el desafío planteado por la Revolución de Octubre y el movimiento comunista…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

*


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar