lunes, 29 de enero de 2024

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(40)

 

 

V

 

¿RECUPERACIÓN O ÚLTIMOS COLETAZOS DEL MARXISMO OCCIDENTAL?

 

 

 

 

7. La guerra y el acta de defunción del marxismo occidental

 

Reducido a religión, y una religión que busca evadirse, el marxismo occidental no logra dar respuesta a los problemas del presente, en particular al creciente agravamiento de la situación internacional. Vamos a ver qué es lo que ha sucedido en los últimos años. Sobre todo con ocasión de la guerra contra Libia en 2011, autorizados medios de prensa occidentales han reconocido su carácter neocolonial. Neocolonial y sangriento. Un eminente filósofo francés, muy alejado del marxismo, observaba: «Hoy sabemos que la guerra ha causado al menos 30.000 muertos, frente a las 300 víctimas de la represión inicial» atribuida a Gadafi (Todorov, 2012). Según otras estimaciones, el balance de la intervención de la OTAN habría sido aún peor. Y la tragedia sigue adelante: el país ha quedado destruido, el pueblo se ve obligado a optar entre la desesperación o la huida a lo desconocido, que podría implicar la muerte.

 

No me consta que haya ningún exponente de primera fila del «marxismo occidental», o bien del «marxismo libertario occidental», que haya denunciado tal horror. Incluso ha habido quienes, como Rossana Rossanda, fundadora del «periódico marxista» Il manifesto y por tanto integrada en el «marxismo occidental» o el «marxismo libertario occidental», se han quedado a un paso de invocar la intervención armada contra la Libia de Gadafi. Paso que sí va a dar Susanna Camusso, secretaria general de la CGIL (Confederación General Italiana del Trabajo; un sindicato que hace ya tiempo dejó atrás su cercanía al Partido Comunista y al marxismo «oriental»).

 

¿Cómo hemos llegado a este extremo? En el momento en que estalló la primera guerra contra Irak, mientras el Partido Comunista Italiano se encaminaba hacia su disolución, uno de sus ilustres filósofos (Giacomo Marramao) declaraba a L’Unità el 25 de enero de 1991: «Nunca en la historia se ha dado el caso de que un Estado democrático entrase en guerra con otro Estado democrático». Pero, en realidad, los dos países que se jactan de ser las democracias más antiguas del mundo, Gran Bretaña y los Estados Unidos, entraron en guerra ya en el momento en que estalló la crisis que conduciría a la fundación de la República norteamericana, y se enfrentaron pocas décadas después en otra guerra, librada con tal furor ideológico que Jefferson la concebiría, como es sabido, como una «guerra de exterminio». Y aunque estuviéramos dispuestos a admitir que los Estados democráticos viven en paz los unos junto a los otros, ¿convierte esto en una minucia el genocidio perpetrado por la República norteamericana con los amerindios y por el Imperio británico con los nativos de Australia y Nueva Zelanda, por poner dos ejemplos? Por otra parte, ¿no reveló Tocqueville, el gran teórico de la democracia, el auténtico rostro de las guerras coloniales del Occidente liberal-democrático cuando invocaba el empleo de prácticas abiertamente genocidas contra la población argelina? Refutado ya por Togliatti en los comienzos de la Guerra Fría, el mito esgrimido por Marramao no hace sino evidenciar una vez más el desencuentro entre marxismo occidental y revolución anticolonial.

 

Demos ahora un salto de unos ocho años. En 1999 la OTAN desencadenó una guerra sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. No dudó en atacar «objetivos civiles» (Ferguson, 2001) a fin de destruir Yugoslavia. Para sus apologetas, estaba bien clara la naturaleza de aquella guerra:

 

«Solamente el imperialismo occidental —aunque a pocos les guste llamarlo por su nombre— puede unir hoy el continente europeo y salvar a los Balcanes del caos» (Kaplan, 1999).

 

 

«Hoy el mundo debería tomar nota. Kosovo [amputado de Yugoslavia y convertido en sede de una gigantesca base militar estadounidense] ha traído algo bueno: la OTAN quiere y puede hacer todo lo necesario para defender sus intereses vitales» (Fitchett, 2000).

 

Y sin embargo, cuando se iniciaron las operaciones militares, un exponente de primera fila del marxismo occidental tenía el valor de escribir:

 

Debemos reconocer que no se trata de una acción del imperialismo americano. En efecto, es una operación internacional (o mejor, supranacional). Y sus objetivos no se guían por los limitados intereses nacionales de los Estados Unidos, sino que su finalidad es claramente la de tutelar los derechos humanos (en realidad la vida humana) (Hardt, 1999).

 

Al año siguiente, Imperio anunciaba la buena nueva: ya no tenía sentido hablar de imperialismo en el sentido de Lenin; ahora el mundo había quedado unificado en el plano económico y político; incluso se afirmaba la «paz perpetua y universal» (Hardt y Negri, 2000). Este mensaje tranquilizador se lanzaba al tiempo que tenía lugar, como acabamos de ver, una rehabilitación indirecta y explícita del imperialismo. La campaña se inició con la disolución del «bando socialista» y de la propia Unión Soviética, y fue creciendo impulsada por las guerras que, una tras otra, iban desencadenando Occidente y el país que lo lidera, sin autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, para demostrar que nadie podía resistirse a la voluntad soberana de Washington y sus más estrechos aliados y vasallos.

 

Durante aquellos años de euforia, los gritos de júbilo se entrecruzaban con el anuncio de ambiciosos programas: Occidente —observaba en 1991 un autorizado erudito (Barry G. Buzan)— había «triunfado sobre el comunismo y el tercermundismo» y, en consecuencia, podía rehacer el mundo a sus anchas. Un año después, el filósofo más o menos oficial de la «sociedad abierta» occidental (Karl R. Popper) proclamaba en referencia a las antiguas colonias: «Hemos dejado libres a estos Estados [las antiguas colonias] demasiado aprisa y de un modo excesivamente simple»; es como «abandonar un hospicio a su propia suerte». Para quien no lo hubiese entendido, en 1993 The New York Times Magazine, el su-plemento dominical del periódico más importante de los Estados Unidos, no se molestaba en contener su entusiasmo, ya desde el título de un artículo escrito por un exitoso historiador británico (Paul Johnson): «Vuelve el colonialismo, ¡ya era hora!». Pocos años más tarde, en marzo-abril de 2002, Foreign Affairs, una revista próxima al Departamento de Estado estadounidense, invitaba a todos, en sus titulares y en el artículo de cabecera (encargado a Sebastian Mallaby), a rendirse ante la evidencia y ante las relaciones de fuerza vigentes: «la lógica del imperialismo», o bien «del neoimperialismo», era «demasiado aplastante» como para oponerse a ella. Todavía más lejos iba el que hoy es el historiador occidental de mayor éxito (Niall Ferguson), que proponía la institución de un «Colonial Office», según el modelo del Imperio británico, y cantaba loas, con la vista puesta en Washington, al «poder imperial más magnánimo que jamás haya existido» (Losurdo, 2013).

 

Sin embargo, este programa de contrarrevolución colonial e imperial encontró crecientes dificultades. De ahí que hoy se multipliquen hasta el infinito los análisis, los discursos y las preocupaciones relativas a una guerra a gran escala, a una tercera guerra mundial, que incluso podría traspasar el umbral nuclear. Se comprende entonces que los Estados Unidos aspiren ahora a garantizarse «la posibilidad de dar ellos impunemente el primer golpe [nuclear]» (Romano, 2014), ejerciendo así un terrible poder de coacción sobre el resto del mundo: los demás países se verán obligados de facto a elegir entre la obediencia al soberano de Washington y la aniquilación. Esta aspiración estaría en la base de la rescisión por parte del presidente Bush, el 13 de junio de 2002, de un tratado firmado treinta años antes, «quizás el acuerdo más importante de la Guerra Fría» (Romano, 2015), de acuerdo con el cual Estados Unidos y la URSS se comprometían a limitar estrictamente la construcción de bases antimisiles, renunciando así al objetivo de la invulnerabilidad nuclear y, por consiguiente, al dominio planetario que garantizaría dicha invulnerabilidad.

 

La guerra para la que se preparan así los Estados Unidos es la guerra contra China, contra el país surgido de la mayor revolución anticolonial de la historia y dirigido por un Partido Comunista experimentado, y/o contra Rusia, que ha cometido con Putin el error, desde el punto de vista de la Casa Blanca, de sacudirse de encima el control neocolonial al que se había plegado y adaptado con Yeltsin (gracias a una privatización salvaje y depredadora, Occidente estaba a punto de controlar el inmenso patrimonio energético del país).

 

El marxismo occidental no está preparado para esta nueva situación internacional plagada de peligros. Por un lado, el anuncio de la paz perpetua y universal por parte de Hardt y Negri lo ha reducido a un estado de abulia; por otro lado, el discurso que identifica, al estilo de Marramao, la causa de la democracia y la causa de la paz está sometido a la ideología occidental de la guerra y puede servir para legitimar la cruzada contra China y Rusia pregonada por Washington. También es inadecuada y perversa la tesis de Harvey sobre las rivalidades eternas y las «guerras interimperialistas». Con semejante categoría no se comprenden las expediciones militares emprendidas por Occidente, y sobre todo por el país que lo lidera, tras el triunfo en la Guerra Fría y en un período en el que los Estados Unidos eran una superpotencia solitaria y absolutamente sin rival. Diciembre de 1989: invasión de Panamá; 1991: primera guerra contra Irak; 1999: guerra contra Yugoslavia; 2003: segunda guerra contra Irak; 2011: guerra contra Libia (ese mismo año comenzaba la intervención en Siria, prosiguiendo así la operación de cambio de régimen invocada por los neoconservadores estadounidenses ya en 2003).

 

¿Cómo se explica el hecho de que únicamente Occidente, y sobre todo el país que lidera Occidente («la nación elegida por Dios», o bien la «nación indispensable» y envuelta por el aura de la «excepcionalidad»), se arrogue el derecho soberano (e imperial) de intervenir en cualquier rincón del mundo incluso sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas?

 

Que nadie lo dude: para orientarnos en el presente, hay que tener siempre a la vista la revolución anticolonialista (en la mayoría de los casos liderada por partidos comunistas), que fue la cuestión más importante del siglo xx, y el perverso proyecto de hacerla retroceder, que se halla en el centro de la denominada «revolución neoconservadora» y de la política exterior estadounidense. Surgido del horror ante la carnicería de la Primera Guerra Mundial, el marxismo occidental ha sido incapaz de oponerse a las guerras neocoloniales que se han venido sucediendo, así como es incapaz de comprender y oponerse a la guerra a gran escala que se perfila en el horizonte. No queda sino levantar acta de la defunción del marxismo occidental…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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