miércoles, 7 de diciembre de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

 (…)

 

Segunda parte

ESTRATEGIAS MUNDIALES E INTERVENCIÓN

 

 

 

 III. La América Latina que no llegó a nacer

 

 

(…) Tres años duró la guerra de la Coalición de los Tronos contra los revolucionarios franceses. Saldo para España (Tratado de Basilea, 22 de julio de 1795): París anexionaba el resto de la isla de Santo Domingo. Pero, acto seguido, el mismo Godoy establecía la alianza político-militar con Francia (tratados de San Ildefonso, 1796 y 1800), de consecuencias catastróficas sin paralelo para el futuro de los pueblos de España y América Latina. No sólo puso el vehículo de comunicación con esta última –la Marina– al servicio de la política de Francia, sino que a cambio de un favor a la Dinastía Borbón en el ducado de Parma, Godoy en secreto cedió la Luisiana a París –que la tomó sin tan siquiera cumplir la contrapartida contractual en Parma. El enrolamiento de España en la coalición continental europea culminó en efemérides de calibre difícil de sobrepasar: aniquilamiento de la flota española en Cabo S. Vicente (1797) y Trafalgar (1805) –aislamiento de la América española; acuerdo para destruir Portugal –Tratado de Fontainebleau, 1807, Godoy cediendo a Francia el norte de Portugal a cambio de anexionar España el centro y adjudicarse el sur para su propia persona–, que en los hechos derivó en ocupación militar de los Estados peninsulares por el ejército francés; levantamiento de los pueblos de la Península Ibérica y la América hispana contra José Bonaparte, hundimiento de las estructuras del Estado, guerras civiles en ambos hemisferios; instauración de un francés al frente de España y las Indias con la réplica –inmediata, previsible– de la potencia naval rival “cerrando” el Mediterráneo y el océano Atlántico con su Royal Navy, cortándole a España el paso hacia América. Eran años en que el segundo presidente de EEUU, John Adams, recomendaba una estrategia comparable con la de neutralidad de Aranda –frustrada– para evitar la intervención:

 

nuestra forma de gobierno republicana, inestimable como es, nos expone más que a nada a las intrigas insidiosas y a la petulante interferencia de las naciones extranjeras. Nada puede preservarnos si no es nuestra inflexible neutralidad. Las negociaciones públicas y las intrigas secretas de los ingleses y franceses han sido usadas durante siglos en cada corte y país de Europa […]. Si los convencemos de que nuestra vinculación a la neutralidad es inmodificable, nos dejarán tranquilos; pero en tanto exista la esperanza, en cualquier potencia, de seducirnos para que entremos en guerra de su lado y contra su enemigo, seremos despedazados y convulsionados por sus maniobras.

 

 

Éstos eran los términos en que el presidente Adams desestimó la opción más convencional –auspiciada por Alexander Hamilton– de ingresar en la coalición bélica de Gran Bretaña contra Francia y recabar, a cambio, apoyo inglés a la invasión y anexión de los territorios hispanoamericanos por EEUU. El criterio de Adams se impuso, y sin guerras con Francia acabaron logrando lo mismo que Hamilton deseaba.

 

En 1808, la elite dirigente renovó en Madrid la coalición-subordinación de 1700. Superada la fase republicana de la Revolución, el Emperador de los franceses recabó la pleitesía de la corte de Madrid. Mientras los altos cargos del Estado rivalizaban en servilismo, ni Carlos IV, ni su hijo Fernando VII, ni la Potencia interventora previeron que los pueblos hispánicos se rebelarían contra el vasallaje. Desmoronadas por segunda vez en un siglo las estructuras del Estado hispánico, su parte europea se sumergió en la cruel y destructiva guerra de 1808-1812, la americana en las guerras civiles que –dos décadas después– culminarían en una independencia cuarteada, matriz de sucesivas guerras intestinas. ¿Tuvieron los dirigentes del Estado hispánico de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX otra opción estratégica? Vemos que sí. En Portugal fue un miembro de la propia dinastía reinante –la autóctona de los Braganza– quien resistió la intervención de la Potencia europea refugiándose en Brasil, e iniciando desde allí una variante de la concesión de independencia propuesta a Madrid por el conde de Aranda quince años antes respecto a los virreinatos.

 

La alianza española con la Potencia continental hegemónica durante el siglo XVIII culminó en dos derrumbes del Estado y subsiguiente guerra civil. La segunda vez, a diferencia de 1701-1714, las instituciones estatales se hundieron no sólo en Europa sino también en América. Mientras París proyectaba en 1810 anexionarse Aragón y Cataluña, Washington esperaba de Francia la recompensa de «recibir las Floridas y quizás Cuba, para prevenir nuestra ayuda a México y demás pro­vin­cias». Seis años antes un delegado del presidente Jefferson ya había comprado en París la Luisiana, lo que permitió a EEUU alcanzar el golfo de México y doblar en un día su territorio –según el propio Jefferson anticipara desde París diecisiete años antes. Francia no tenía título para vender Luisiana al incumplir la contrapartida establecida en el contrato de compraventa de 1801 que, además, prohibía venderla a un tercer Estado sin previa autorización del español –pero en 1804 el gobierno de Carlos IV incluso renunció a reclamar ante Francia los derechos sobre el este del Mississippi.

 

Una primera consecuencia del hundimiento del Estado español en 1808 fue que ni en su parte europea ni en la americana los criollos –menos aún los indígenas–, pudieron generar una estructura estatal nueva, con poder autónomo del de las Potencias. Incapacidad que se lee en la petición que el embajador de la España no ocupada por Napoleón formulara a Canning el 18 de mayo de 1809, para que Londres interpusiera su Royal Navy y disuadiera a EEUU de aprovechar el derrumbamiento del Estado español para anexionarse «toda la América española» –del golfo de México al estrecho de Magallanes. La suerte de los territorios iberoamericanos pasó desde entonces a depender de las rivalidades entre las Potencias europeas y EEUU, la de la Península Ibérica de las de Londres con París.

 

 

Cerrada la oportunidad que ofrecía la guerra de las Potencias ­europeas en la Península Ibérica, las iniciativas de EEUU en el verano de 1817 se dirigían a anexionar tan sólo Florida y el golfo de México –desde Texas hasta el Pacífico. Las peticiones de ayuda a Londres para evitarlo se sucedían desde Madrid, a pesar de que en 1812 los propios británicos habían fracasado en recuperar sus ex colonias (ocupación e incendio de Washington, D.C.). Lo que no se les ocurría a los conservadores dirigentes de Madrid era negociar un acuerdo con los “constitucionalistas” de América y la propia Península que pusiera fin a las guerras civiles. El ministro de Asuntos Exteriores inglés, Robert Castlereagh, presionó a Madrid para que cediera la Florida a EEUU, dándole esperanzas de que a cambio Washington no anexionaría Cuba y Tejas, ni reconocería a los independentistas de más al Sur –en 1819, Fernando VII aceptó la anexión de Florida por EEUU. Pero apenas tres años después, el gobierno de EEUU estudiaba de nuevo anexionar Cuba aduciendo argumentos que tendrían una larga vida: prevenir que se instalara un gobierno revolucionario en la isla, o que fuera absorbida en la zona de influencia de una Potencia rival. En aquella coyuntura el coronel inglés Lacy Evans urgía a Canning anexionar Cuba antes de que lo hiciera EEUU (o Francia), en compensación de haber anexionado EEUU la Florida y Francia reabsorbido en su zona de influencia a España.

 

Tras el Congreso de la Alianza Europea en Viena de 1814-1815, los gobiernos británicos velaron porque ningún Estado predominara en el Continente europeo y se respetaran las fronteras allí acordadas –prescindiendo del régimen político interno. Londres contaba con un sistema político –el liberal– inmune a las ondas revolucionarias del Continente, y además logró que en Viena se reconociera que no podía alterarse ninguna frontera «que tocara un Tratado en que fuera parte la Gran Bretaña». En contraste, la precaria legitimidad sociopolítica del régimen conservador de Austria hacía depender su in­tegridad territorial de la legitimidad dinástica. En consecuencia, el ministro Klemens Metternich deseaba que la Alianza Europea garantizara los Tronos y las dinastías, so pretexto de lo cual se otorgaba el derecho de intervenir en los Estados donde se produjeran revoluciones para restablecer el orden social –y evitar el “contagio”. La Rusia del zar Alejandro I, por su parte, compartía la preocupación austriaca aunque sin llegar tan lejos. Cuando a fines de 1815 el Zar propuso que la Alianza Europea garantizara a Luis XVIII de Borbón el trono de París y su Carta Constitucional otorgada, Castlereagh se opuso porque representaría «una interferencia demasiado grande e indisimulada de los Soberanos Aliados en los asuntos internos de Francia». Pero decía no a tal intervención rusa después de haber logrado Londres el compromiso de la Alianza Europea de vetar a la familia Bonaparte gobernar de nuevo en Francia. La restauración de los Borbones era, así, instrumento de los vencedores de la Revolución para reintegrar Francia en la Alianza del Trono y el Altar.

 

También en América tras disputas locales sobre la forma de gobierno se dilucidaba la rivalidad de las Potencias por esferas de influencia. En 1816, mientras el republicano José Miguel Carrera –nacido en Santiago– viajaba a EEUU y garantizaba en Baltimore con su patrimonio en Chile un préstamo para comprar armas a los independentistas, Juan Martín Pueyrredón –nacido en Buenos Aires– prestaba oídos a agentes franceses interesados en entronizar allí a un miembro de la familia Borbón, y enviaba a París como negociador a Valentín Gómez. Cuando los cuatro barcos de Carrera hicieron escala en Buenos Aires, Pueyrredón ordenó encarcelarlo y decomisar el armamento. El gobierno de EEUU se consideró perjudicado por «los anhelos de Buenos Aires de un Príncipe europeo», y en 1820 estimuló el derrocamiento de Pueyrredón. Los agentes de EEUU en Chile se lamentaban de la influencia que daban a Londres los créditos de la City y la ayuda del marino Thomas Cochkrane a los republicanos, al tiempo que éstos recelaban de EEUU porque los barcos de este último comerciaban con chilenos y peruanos “realistas”.

 

En enero de 1820, el Ejército expedicionario de América se negó a embarcar y, en Cabezas de San Juan (Cádiz), se pronunció por el restablecimiento de la Constitución de 1812. Si en 1808 los pueblos hispánicos fueron los primeros en levantarse contra el “sistema ­europeo” de Napoleón, el levantamiento liberal de 1820 repercutió también en Europa. Portugal, Nápoles, Piamonte, proclamaron a su vez la Constitución de Cádiz símbolo de resistencia a la Alianza Europea. El gobierno constitucional español de 1820-1823 fue más lúcido hacia América que los predecesores y posteriores. El 29 de febrero de 1820 la Gaceta Patriótica del Ejército Nacional, publicada en Madrid por Antonio Alcalá Galiano y Evaristo San Miguel, a la pregunta «¿Qué debería hacer un Gobierno que ahora se estableciera en España?» contestaba:

 

enviar agentes a las Américas para tratar de que la independencia de aquellas vastas regiones, inevitable ya, quedase asegurada de un modo pacífico, y que se celebrasen tratados de amistad y comercio tan íntimos como deben reinar entre los pueblos con quienes son más comunes el origen, las costumbres, la religión y el idioma.

 

Y el general en jefe del Ejército expedicionario de Costa Firme, don Pablo Morillo, firmaba un armisticio con «su excelencia el presidente de Colombia, Simón Bolívar, como jefe de la República»…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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