miércoles, 16 de noviembre de 2022

 

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NUESTRO MARX

Néstor Kohan

[ 040 ]

 

 

PRIMERA PARTE:

Una visión crítica de los usos de Marx

 

EL MARX DEL REFORMISMO (DE EDUARD BERNSTEIN, NIKITA KRUSCHEV Y EL EUROCOMUNISMO A JOHN HOLLOWAY)

 

 

John Holloway, ¿cambiar el mundo sin revolución?

 

(…) Por otra parte, en su libro Holloway intenta prolongar la teoría crítica del fetichismo hacia la noción de identidad, homologándola con lo cosificado y con el quiebre del flujo del hacer. Creemos que ese ejercicio extiende de manera inapropiada la crítica del fetichismo hacia un ámbito que, a diferencia de lo que Holloway piensa, no es reforzado por el sistema capitalista sino fracturado. Es el capitalismo el que fragmenta la identidad de los pueblos y de las clases subalternas — basta pensar, por un segundo, en el papel nefasto que en este sentido juegan los grandes monopolios de comunicación norteamericanos en América Latina o el papel de Hollywood, según las explicaciones de Fredric Jameson— para descentrar toda perspectiva histórica, romper la continuidad en el tiempo, ocultar las tradiciones de lucha para que las nuevas generaciones no las conozcan, impedir luchar y neutralizar los reclamos dispersando las demandas en mil fragmentos inconexos (reducido cada uno a su propio juego de lenguaje y a su política de gueto).

 

La identidad histórica del sujeto colectivo es lo que permite el grito y la utopía defendidos por Holloway, el proyecto a largo plazo de una nueva y buena sociedad y el desarrollo de la resistencia cotidiana. La lucha contra la cosificación es, precisamente, una lucha por  la identidad colectiva de un pueblo y de la clase, no la identidad de gueto, diluida y dividida en un abanico interminable de ramilletes identitarios y tribus culturales posmodernas, sino la identidad colectiva de un pueblo que aglutina muchas subjetividades, rebeldías y voluntades diversas en un proyecto estratégico común de lucha contra el poder del capital y a favor de un nuevo ordenamiento social más humano, más racional, de convivencia y reconocimiento mutuo no mediados por el mercado, la policía, el ejército y la violencia monocorde de los grandes monopolios de incomunicación.

 

En el pensamiento de Holloway el rechazo de la noción de identidad —que en la realidad social nunca es una esencia repetidamente igual a sí misma sino que se conforma y se construye en las luchas históricas— corre parejo con su "olvido" de la historia.

 

En algunos tramos de su libro aparece la interrogación si hay que basarse en la experiencia histórica. Su respuesta es que "no sólo" hay que apoyarse en ella, tras lo cual afirma que el siglo XX ha sido "un siglo de malas experiencias". Pero ese argumento es muy débil. Porque al margen de las experiencias y dejando de lado la historia... toda la discusión sobre el poder, el antipoder y al contrapoder termina adquiriendo un "carácter extremadamente abstracto".

 

Cuando en sus ensayos Holloway hace referencias a luchas históricas concretas su análisis se vuelve mucho más interesante, sugestivo y polifacético, en cambio cuando prescinde de la historia se desliza hacia tentaciones metafísicas. En el primer caso, recordamos su excelente y emblemático ensayo "La rosa roja de Nissan". Como ejemplo del segundo, podría mencionarse, precisamente, su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder.

 

En lugar de admitir sus falencias, en varias polémicas Holloway acelera a fondo y termina desbarrancándose, tirando por la borda el supuesto "lastre" de la historia y, con ello, desmarcándose del pensamiento marxista dialéctico, centralmente historicista, que con tanta meticulosidad había intentando desempolvar, rescatarlo del olvido y emplearlo en su argumento cuando afirmaba que "la perspectiva del hacer-grito es inevitablemente histórica". En lugar de repensar con calma, tranquilidad, cautela y paciencia algunas de las críticas que recibió, Holloway escribe el ensayo "Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos", título poco feliz inspirado en unos versos poéticos de William Blake pero que, en el contexto de los miles de desaparecidos de América Latina, resulta completamente desafortunado (además de políticamente erróneo por sus presupuestos e implicancias políticas). En esa respuesta, en lugar de aminorar la intensidad de sus afirmaciones sobre "el Poder" en general o de reconocer su insuficiente conocimiento de la historia de las luchas a las que hace referencia, radicaliza su postura y desecha de plano la historia (confundiendo la historia lineal y evolutiva del positivismo con cualquier dimensión histórica tout court).

 

El mismo Holloway lo expresa del siguiente modo:

 

"Necesitamos llevar los argumentos hacia delante, no hacia atrás. Los libros, como las revoluciones, no pueden ser defendidos: avanzan hacia delante o mueren".

 

Ese "ir hacia delante", a paso forzado, implica desprenderse completamente del peso de la historia para así, supuestamente, ir más livianos y... ¿ganar la discusión?

 

Una posición que ya se vislumbraba en la respuesta a Lliwy cuando planteaba, en una expresión realmente poco feliz, que:

 

"quiero apartarme de las discusiones interminables y muy aburridas de la izquierda sobre Stalin, Trotsky, Rosa Luxemburg, Kronstadt, etc." [...] "la historia se convierte tan a menudo en una coartada para no pensar y por no admitir que somos solo nosotros (los vivientes) los que tenemos la responsabilidad de asegurar que el capitalismo no destruya a la humanidad".

 

¿Es realmente la historia una coartada "para no pensar"? Si en la historia empírica de nuestra América el "poder-sobre" (es decir, el Estado burgués, sus Fuerzas Armadas y sus asesores norteamericanos en tortura, secuestro y desaparición de personas) ha ejercido y ejerce una represión brutal sobre nuestros pueblos, ¿no deberíamos reflexionar acerca de ello y, aunque sea, incluir ese tema como problema pendiente en la agenda y el orden del día de los debates marxistas sobre el poder? ¿Se puede hacer tabla rasa con el problema de la represión y la forma de enfrentarla eficazmente?

 

La historia no es el espacio lineal de las respuestas ya sabidas, como cree Holloway al ubicarla en el falso lugar de "la gran coartada para no pensar". La historia y la experiencia pasada —pensemos por ejemplo en la experiencia de Salvador Allende y su intento de ir hacia el socialismo sin tomar el poder ni prepararse para responder a la violencia que, como un secreto a voces, se le venía encima a él y a su pueblo— es el ámbito de las grandes preguntas abiertas que mucho nos pueden enseñar para nuestros problemas actuales y los desafíos futuros.

 

Si la historia ya no sirve para pensar, el problema de la represión genocida ? cuyo Moloch se ha devorado en nuestra América más de 100.000 personas desaparecidas, sólo en la segunda mitad del siglo XX— se evapora de la escena. Así la conciencia del teórico queda satisfecha y puede seguir insistiendo tranquilamente con su tesis. Aunque grave, esa ausencia podría quizás admitirse, como mera hipótesis hermenéutica, para continuar discutiendo a fondo sus argumentos. Pero la represión (y la manera de contrarrestarla mediante un contrapoder) no es el único problema político y teórico que Holloway desconoce, soslaya u oculta. En sus reflexiones y ensayos tampoco existen el problema nacional, la dependencia ni la dominación imperialista.

 

Nuestro autor se contenta, de manera autocomplaciente, con describir el capitalismo como "una red global desde el inicio". Es cierto que el capitalismo constituye un sistema mundial en expansión permanente, desde su misma génesis (hace por lo menos 500 años), pero ese sistema mundial se ha estructurado y continúa haciéndolo a partir de desarrollos desiguales, asimetrías, dominaciones y dependencias donde no todas las sociedades están en un mismo espacio, plano, chato y homogéneo. ¿No hay, por ejemplo, asimetrías entre América Latina y Estados Unidos?

 

Tal vez Holloway debería reflexionar sobre la relación de México, el país donde actualmente vive, y toda la historia de la rapiña y la conquista estadounidense sobre parte de su territorio. Haciendo gala de un eurocentrismo galopante —en este caso común a Toni Negri, para quien las relaciones de dependencia tampoco existen y todas las sociedades juegan un rol equivalente, homologable e intercambiable en el sistema mundial— Holloway se incomoda y se queja de que en las rebeliones y revoluciones latinoamericanas el antiimperialismo "se mezcla con el nacionalismo y con el anticapitalismo". ¿Tal vez estará pensando, por lo bajo y sin decirlo, en la revolución cubana? Precisamente, no sólo en Cuba sino en todos los países del tercer mundo, donde la dominación del capital se ha entrecruzado y se sobreimprime con otras dominaciones (nacionales, étnicas, culturales, etc.) las rebeliones populares y las revoluciones sociales han llevado y deberán llevar a cabo luchas antimperialistas que invariablemente deben ser al mismo tiempo anticapitalistas si pretenden independizar a fondo sus (nuestros) países de toda tutela imperial. Para poder desarrollar ese programa donde diversas tareas emancipatorias se combinan, se amalgaman y se fusionan en un mismo proyecto colectivo, las revoluciones radicales han tenido históricamente que enfrentar la represión de los Estados implementada por las burguesías vernáculas, socias menores del imperialismo y el gran capital. Las grandes matanzas y todo el genocidio de los años '70 en nuestro continente han sido producto directo de ese estrecho vínculo entre el poder de la dominación norteamericana —con asesores en contrainsurgencia y especialistas en tortura, secuestro, desaparición— y el poder de la dominación local de las burguesías lúmpenes y dependientes (en el asesoramiento a los carniceros y verdugos locales también estuvieron presentes los militares franceses, genocidas y torturadores del pueblo de Argelia y de Vietnam). El poder estatal de las Fuerzas Armadas latinoamericanas (con sus aparatos de inteligencia y sus policías), asesoradas, entrenadas y guiadas por el Comando Sur del Ejército norteamericano, ha conformado un núcleo de acero en la implementación de ese genocidio mediante el cual se garantizó y posibilitó una nueva reproducción ampliada del capital a escala continental ¿Quizás las idealizadas ONGs y las redes de correos electrónicos de Holloway habrían podido frenar, enfrentar y derrotar ese talón de hierro que tanta sangre y tragedia dejaron y continúan dejando a su paso en nuestro continente?

 

Sólo concibiendo la dominación del capital de modo absolutamente "desterritorializado", o sea haciendo olímpica abstracción de ese vínculo estrecho? históricamente verificable y corroborable— entre las dominaciones sociales y las dominaciones nacionales, Holloway puede reprochar a los revolucionarios y pueblos de América Latina y el tercer mundo esa amalgama de anhelos entrecruzados, tanto de emancipación social del capital como de emancipación nacional del imperialismo y la dependencia.

 

Despojados de estrategia (pues responder alegremente con la frase poética del subcomandante Marcos "No sabemos, preguntando caminamos" resulta muy seductor pero... implica carecer de estrategia, al menos de una estrategia revolucionaria) y sin contar con la compañía y la ayuda de Clío, la musa de la historia (sobre todo sin explorar la historia latinoamericana) sólo nos resta hacer metafísica sobre "el Poder" en general. No el poder tal como ha funcionado y funciona en las formaciones sociales de América Latina —insertas desde 1492 en el sistema mundial capitalista— sino "el Poder" como un objeto de estudio tradicional de la filosofía académica, sin relaciones de fuerzas, sin historia, sin nombre ni apellido, sin clases sociales, intervenciones militares, invasiones, golpes de Estado, guerras civiles, guerras imperialistas, guerras de guerrillas, huelgas generales, insurrecciones populares ni revoluciones. Es decir, un "Poder" infectado, monstruoso y omnímodo que todo lo mancha y fagocita pero que no puede enfrentarse, golpearse, destruirse ni asirse por ningún lado ya que se desdibuja quien lo ejerce y contra quien lo ejerce.

 

En ese sentido, recordemos que mucho antes que John Holloway publicara su best seller, Isaac Deutscher llamaba la atención sobre el estribillo de 1984, la conocida novela futurista del escritor británico George Orwell. Pensando en el poder, el personaje central de la antiutopía de Orwell afirmaba: "entiendo cómo, no entiendo por qué". Más tarde, Michel Foucault prolongó ese estilo de abordaje en su Microfísica del poder cuando apuntó que lo que verdaderamente importa no es ya quien ejerce el poder sino cómo lo ejerce.

 

Por su origen, por las categorías que emplea, por sensibilidad y trayectoria, John Holloway pertenece a otra constelación cultural y filosófica (donde la teoría crítica del fetichismo y la dialéctica son centrales), bien distinta de la de Orwell y Foucault. No obstante, sin historia, sin estrategia y haciendo completa abstracción de las luchas latinoamericanas, Holloway no puede sino terminar ubicándose en la orilla de esa otra familia de pensamiento que demoniza, escupe e insulta contra "el Poder" en general sin terminar nunca de aferrarlo teóricamente (y por lo tanto sin permitir la elaboración de una estrategia de confrontación directa para enfrentarlo y derrotarlo en la práctica).

 

Impotentes, desnudos y desprovistos de una estrategia revolucionaria inspirada en el pensamiento radical de Karl Marx, sólo nos quedaría la frustración de tener que aceptar el viejo legado reformista, ahora reformulado —a diferencia de los malos modales del PCUS de Kruschev o de los bodoques impresentables de Garaudy— con elegancia estilística, atractivo filosófico, jerga dialéctica y ademanes supuestamente libertarios. Un viejo refrito que tiene más de un siglo de historia, formulado primero en el seno de la tradición socialdemócrata, luego en las filas del stalinismo, más tarde en el lenguaje eurocomunista y ahora, en un envase proveniente de la (vieja) nueva izquierda europea, oportunamente reciclada tras la derrota de 1968 y adaptada a la sensibilidad de las ONGs y los Foros Sociales Mundiales (FSM).

 

 

Esa modernización del antiguo reformismo sólo puede ofrecer una nueva invitación a eludir la confrontación y el enfrentamiento, renunciando de antemano a frenar, contrarrestar y derrotar la represión y la violencia de las clases dominantes, recurrentes a lo largo de toda la historia de América Latina y muy particularmente en la segunda mitad del siglo XX.

 

Esa es, quizás, una de las conclusiones principales que nos deja el libro de Holloway. Aun cuando reconocemos su inteligente rescate de Karl Marx como teórico del fetichismo (y la fetichización), no obstante haber apelado —contra la moda universitaria— al pensamiento dialéctico y a pesar de su esfuerzo genuino y sincero por ser radical.

 

Sin embargo, parafraseando aquel viejo refrán popular, creemos que el camino del infierno reformista (que pretende eludir la confrontación y evadir la violencia, pero termina sucumbiendo trágicamente a ellas con miles de desaparecidos en el camino) suele estar plagado de buenas intenciones pretendidamente radicales...

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Néstor KOHAN. “Nuestro Marx” ]

 

 

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