martes, 15 de noviembre de 2022

 

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Alfredo Grimaldos /  “La CIA en España”

 

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Jefes de estación

 

 

Con la discreta pero forzosa expulsión de la plana mayor de la CIA en Madrid, como consecuencia de la Operación Gino, queda en evidencia una de las facetas ocultas de la presencia norteamericana en España: las acciones encubiertas. En los medios de comunicación se llega a hablar de que la Agencia tiene destinados en nuestro país a mil quinientos agentes con distintos vínculos «profesionales», cuya actividad abarca desde la dedicación total a la colaboración ocasional. Hasta su «regreso» a Estados Unidos, en 1984, Richard Kinsman ha sido el último jefe de operaciones que ha tenido en suelo español la CIA.

 

Kinsman llega a España, junto a su mujer, en julio de 1982, un año y medio antes de ser reexportado a su país. Para él, Madrid es el final de un largo peregrinar, la cima de su carrera, antes de culminar brillantemente una intensa trayectoria profesional. Tras este destino le espera un cómodo despacho en Washington o, mejor aún, en la sede central de Langley. Con cuarenta y ocho años, de complexión fuerte, más de 1,80 metros de estatura y una cara grande y redonda, N. Richard Kinsman es, durante ese tiempo, primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Puede pasar perfectamente por uno de tantos diplomáticos extranjeros acreditados en España. Sin embargo, se dedica a ejercer de director de orquesta de una amplia red de espionaje. Este atildado funcionario resulta ser el personaje bautizado como «Mr. K» por los servicios de inteligencia españoles: el máximo jefe de la Agencia Central de Inteligencia en nuestro país.

 

En Madrid, Kinsman reemplaza a Ronald E. Estes, demasiado quemado ya, tras años de intensa actividad. En el curriculum del jefe de estación saliente destaca su estrecho seguimiento del golpe de Estado del 23-F. Antes de venir aquí, Kinsman ha estado destinado en Kingston (Jamaica) donde ocupó el puesto recién dejado por Dean J. Almy, dos años más joven que él y un buen conocedor de la historia de España. Almy operó en Madrid durante cuatro años.

 

Kinsman tiene sobradas referencias de lo que va a encontrar en Madrid, un goloso destino. Los cauces de relación con las instituciones están bien engrasados. Le espera un trabajo que, por fin, supondrá el capítulo final de su servicio en el exterior.

 

Durante su estancia en la capital española, no se deja ver mucho. Aparece en una de las corridas de toros de la feria de San Isidro de 1983, en Las Ventas. Y a su lado tiene, como buen anfitrión, a Rafael Vera, director general de la Seguridad del Estado. Al parecer, además de los habituales contactos orgánicos, Kinsman habla con Vera de los planes de educación de los policías españoles.

 

 

Después de su expulsión, a finales de 1984, fuentes oficiales de la embajada de Estados Unidos desmienten a Interviú las «ocupaciones» relacionadas con la CIA que se le atribuyen a Kinsman. Robert David Plotkin, primer secretario y agregado de prensa de la embajada, señala al periodista Enrique Barrueco: «Kinsman existe». Al menos se tiene un punto de partida común.

 

 

Hay, efectivamente, una persona con ese nombre, se trata de un diplomático de la sección política que recientemente ha abandonado España dentro de la rotación normal del personal diplomático. No tiene nada que ver con las actividades que se le achacan. Durante su permanencia en España ha mantenido los contactos normales de su cargo. Actualmente está en Washington y su trabajo nunca ha estado relacionado, ni lo está, con actividad alguna al margen de su cargo diplomático.

 

 

Sin embargo, para fuentes relacionadas con los servicios de información españoles, la adscripción de Kinsman a la CIA está fuera de toda duda. Antes de que aterrizara en Madrid, Philip Agee y su equipo de Cover Action ya habían avisado de quién era el nuevo primer secretario que llegaba a la embajada de la calle de Serrano. Entre los supuestos mil quinientos hombres vinculados a la CIA que hay en nuestro país en ese momento, según los cálculos de funcionarios españoles de los servicios de inteligencia, se encuadran colaboradores habituales y ocasionales, además de los elementos incrustados en las instituciones oficiales o privadas. Todos ellos forman un escuadrón en la sombra que la Agencia utiliza para tener un constante diagnóstico de cómo funcionan los puntos neurálgicos del país.

 

Dentro de este complejo entramado de espías y colaboradores, destacan veteranos agentes como John R. Thomas, que actúa con la cobertura diplomática de «tercer secretario y vicecónsul». Un elemento que ha mantenido estrechos contactos con los hombres del comisario Eduardo Blanco, director general de Seguridad durante los últimos años del franquismo. Thomas ha sido un eslabón fundamental de una red de tráfico de armas que ha tenido como destinataria a la extrema derecha durante los años 1976 y 1977. Un período en el que la actividad de los grupos ultras en la calle ocasiona numerosos muertos. En esa época, el tráfico de armas Bélgica-Madrid tiene uno de sus asientos en un local del paseo de Extremadura controlado por Thomas.

 

Sin la cómoda tapadera de la embajada, operan oficiales de la CIA como Joseph Said Cybulski, Norman L. Spinney, Martin I. Jonson o Charles M. Murphy. Y el experto en sabotajes Donald L. Kear, estrechamente vinculado a algunos miembros de la Agencia que trabajaron en la preparación del golpe de Estado de 1973 que derribó al presidente constitucional chileno Salvador Allende.

 

Otro elemento de la tela de araña que tiene su centro en la embajada es un periodista que firma en algunos medios de comunicación editados en Barcelona como Miguel Airol. Las letras de este seudónimo se corresponden con las de su apellido, pero colocadas al revés. Su verdadero nombre es Víctor Hugo Miguel Bruni Loria, nacido en Buenos Aires en 1930. También colaboró profesionalmente con Radio Nacional de España desde Roma. Allí trabajó en una empresa que formaba parte del entramado que forjó gran parte del terrorismo ultraderechista italiano de los años sesenta vinculado a la red «Gladio»: la agencia de prensa Oltremare, financiada por el SID (Servicio de Información de la Defensa). Este organismo italiano de contraespionaje apoyó, a través de algunos militares posteriormente involucrados en el golpe del príncipe Valerio Borghese, en 1970, una estrategia de desórdenes y atentados con el fin de provocar un giro derechista en el Gobierno italiano. También aparece citado en la prensa de Italia, como uno de los puntales de la CIA allí durante dieciocho años, entre 1955 y 1973, Evelio Verdera, que posteriormente llega a ser catedrático de derecho mercantil de la Universidad Complutense de Madrid y director general de Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, durante seis meses, cuando el Ministerio de Cultura lo ocupa Pío Cabanillas, en 1978-1979. Además, ocupa el cargo de director honorario del Real Colegio de España en Bolonia.

 

Más difíciles de descubrir son los agentes de cobertura total, que resultan prácticamente invulnerables. Uno de ellos, cuya presencia pasa inadvertida inicialmente para los propios servicios de inteligencia españoles, es el representante en España del Continental Illinois National Bank and Trust Company of Chicago, Eric Jurgensen. Esta entidad no tiene sede propia en España durante los años setenta, utiliza parte de una planta que el Banco Atlántico le cede en la oficina que tiene esta entidad en el número 48 de la Gran Vía. Jurgensen, mediador en la introducción de compañías como la Ford y la General Motors en nuestro país, cumple un eficaz papel como espía: se mueve en un ambiente empresarial de alto nivel que le hace difícilmente detectable. Incluso entabla contacto con algunos sindicalistas en la clandestinidad, para elaborar informes sobre la situación y las perspectivas del movimiento obrero. Cuando Jurgensen abandona España, el núcleo de su equipo continúa casi intacto. Las empresas multinacionales son un refugio cómodo para los espías norteamericanos…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Alfredo Grimaldos. “La CIA en España” ]

 

 

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