martes, 18 de octubre de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

 

 

(…)

 

 

7. Entre EEUU y Alemania

 

El monopolio del arma atómica permitió en 1945 a EEUU la ocupación militar sobre Japón y Alemania sin auxilio de tropas soviéticas, y en términos aceptables para la opinión pública norteamericana –que deseaba el retorno del grueso de sus tropas. En la Conferencia de Potsdam (julio-agosto de 1945), el presidente Truman exigió a la URSS que optara entre aceptar las normas de EEUU para Europa, o resistirlas –asumiendo el costo de aislarse del sistema económico mundial, y tener que desviar masivos recursos a gastos militares. Stalin optó por acuartelarse. La guerra preventiva subsiguiente tenía como objetivos, a la luz de la documentación que hemos considerado, marginar a la URSS del escenario europeo, retrotraer sus fronteras a las del 23 de agosto de 1939 (Tratado de Brest-Litovsk, 1918), cambiar su sistema político y modo de producción, desintegrarla por último como Estado.

 

El monopolio atómico concluyó en 1949. Cuatro décadas después. EEUU había alcanzado sus objetivos de la guerra fría, aunque no todos en el mismo grado de plenitud ni con las deseadas consecuencias. El Imperio británico se había desvanecido, Estados independientes bordeaban la mayor parte de las costas de Eurasia, las esferas de influencia en Europa y Asia habían cambiado de manos, EEUU y Rusia habían reducido su supremacía relativa y enfrentaban serios problemas económicos. Por más que la guerra fuera “fría” entre las Potencias, átomo mediante (la sangre ha corrido, y sigue, en las zonas de influencia), los costos acumulados durante más de cuatro décadas han sido perturbadores. Los aparatos de seguridad se convirtieron en mastodónticos, en 1989 se calculaba que no menos de diez millones de norteamericanos vivían de ellos. EEUU no sufrió las destrucciones de la segunda guerra mundial, sus rivales comerciales quedaron devastados; en 1945 pudo capturar los mercados mundiales (excepción hecha del soviético y zona de influencia), orientar su producción, comercio y finanzas. El final de la guerra fría tenía lugar en un mapa económico distinto. La absoluta superioridad de EEUU de 1945 había desaparecido, el sistema militar lastraba el crecimiento productivo –en 1988 se estimaba que cada 1% del PNB en gasto militar le suponía una reducción del 1,5% en el crecimiento económico global. La factura de 500.000 millones de dólares que invertía en la “defensa de Europa” era objeto de atención creciente en Washington.

 

Es improbable que Japón asuma la misión, deseada por algunos círculos de EEUU, de financiar la continuación de estrategias inspiradas en conceptos históricos británicos. En el Washington de 1988, y de modo más evidente en los años ulteriores, había indicios de que núcleos importantes del gran capital transnacional no estaban interesados en la guerra, su interés era cerrarla del modo más rápido y favorable. La Administración Reagan que empezó su mandato en 1981 en cruzada contra el “imperio del mal”, y gastó más de dos billones de dólares en armas, terminaba su período en 1989 considerando al presidente de la URSS como un amigo digno de ser creído en sus proposiciones y fines. «¿Quién es el enemigo?», se preguntaba en The Washington Post el 12 de noviembre de 1988 Lawrence J. Korb, un alto responsable del Pentágono entre 1981 y 1985, «uno debe realmente replantearse toda la política y estrategia». El 7 de junio de 1989, en el mismo periódico, el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor iba más allá: «yo no miro especialmente a los soviéticos como un enemigo. Por cierto, en la última gran guerra mundial donde estuvimos eran nuestros aliados».

 

El costo de la guerra fría contribuyó a la crisis de la URSS, cuya partida militar engullía en 1989 el 15,6% del presupuesto anual y la deuda externa el 7,26%, mientras el déficit fiscal sobrepasaba el 6,2% del Producto Nacional Bruto y la caída de los precios del petróleo encogía sus entradas de divisas. Bajo Gorbachov Moscú abandonó el modelo de política exterior heredado de Stalin. La guerra también castigó a la economía de EEUU y de su Coalición mundial, la cadena de quiebras financieras de Estados en América Latina, Europa, Asia y África no se ha interrumpido. El endeudamiento de los siete principales países capitalistas había superado en 1986, los seis billones de dólares. En EEUU los mayores bancos estuvieron amenazados, 79 quebraron en 1986, 120 en 1985, 138 en 1986, 184 en 1987, 221 en 1988; más de 1.000 Cajas de Ahorro lo hicieron en los mismos años, con descubiertos totales superiores a 400.000 millones de dólares. En 1986 el déficit presupuestario del Gobierno Reagan sobrepasó los 200.000 millones, el de la balanza comercial alcanzó un nivel sin precedentes –141.000 millones de dólares–, superado en 1987 –160.700 millones. La deuda externa acumulada sobrepasaba los 400.000 millones en 1986. De ser primer acreedor mundial –desde 1914– EEUU pasó a primer deudor en 1982. La deuda interna estatal, por su parte, según el Departamento del Tesoro sobrepasaba en abril de 1990 la barrera también histórica de los tres billones de dólares, pero desde 1986 el pasivo desfinanciado de la Seguridad Social superaba los seis billones, el de las pensiones de funcionarios federales y militares sumaba otro billón largo, y el endeudamiento de las sociedades privadas alcanzaba el billón novecientos mil dólares. En síntesis, el monto de la deuda interna había superado ya en el primer trimestre de 1988 los 10,3 billones de dólares.

 

En contraste, la especulación financiera avanzaba más rápido que las actividades productivas. El porcentaje que las empresas de EEUU percibían de la primera pasaba del 13% en 1963 al 29% en 1978 y al 48,3% en 1983. La fusión de empresas existentes consumía 33.000 millones de dólares en 1980, 125.000 millones en 1984 y 190.000 millones en 1986. La tasa real de interés había pasado de –1,1% en 1975 a 8,8% en 1982, estimulando al alza el dólar entre 1979 y 1985. Año este en que los mercados de divisas y la Administración Reagan devaluaron fuertemente el dólar para elevar las exportaciones, aumentar la producción interior y disminuir los déficit. Washington pedía a Japón y a la RFA que activaran sus economías e incrementaran la deprimida demanda internacional, lo que no surtía mayor efecto y mostraba nuevos límites en la concertación económica dentro de la Coalición de la Guerra Fría. Tokio y Bonn actuaban con independencia en decisiones que entrañaban riesgo de incrementar su inflación y endeudamiento, o de reducir su excedente financiero, se resistían a asumir el pago de los déficit comercial y fiscal de EEUU. Mientras tanto, la mayor parte de las materias primas en el intercambio mundial venía reduciendo sus precios relativos desde 1981, y la deuda interna y externa de los Estados seguía ascendiendo. El déficit comercial de EEUU para 1987 era estimado en unos 160.000 millones de dólares, y el presupuestario en otros 148.000 millones.

 

La dinámica hacia la recesión-deflación parecía lanzada. El crac de la Bolsa de Nueva York el 19 de octubre de 1987, y sus efectos en otras Bolsas, volatilizaron más de un billón de dólares en veinticuatro horas –tres veces el conjunto de la deuda externa de toda América Latina. El movimiento de fondo prefiguraba una posible crisis de liquidez internacional más que una depresión cíclica. El 22 de abril de 1987 The Wall Street Journal publicaba un artículo del profesor Paul C. Roberts, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad Georgetown, donde se leía:

 

Mr. Baker es consciente de que una recesión mundial puede comprometer la confianza de los votantes en los gobiernos conservadores de EEUU, Francia, Gran Bretaña, Japón y Alemania […]. A no ser que suframos un amplio período de deflación para salvar el patrón dólar, o a menos que recurramos a un patrón yen japonés-marco alemán como tapón temporal, el regreso al patrón oro parece inevitable.

 

La gravedad de la evolución económica conducía a situaciones nuevas. Si la crisis de los años veinte contribuyó a la reacción fascista de la década siguiente que, a su vez, desembocó en la guerra mundial de 1939-1945, desde entonces otra guerra total había parecido inviable de no darse una previa ruptura tecnológica en los sistemas de armas, o un fenómeno estratégico imprevisto como el pacto germano-ruso de agosto de 1939. La crisis económica estimuló a la segunda Administración Reagan (1985-1989) y a la dirección de la URSS a reducir sus gastos militares. Las conversaciones Reagan-Gorbachov de 1986 en Islandia abrieron el camino hacia la destrucción parcial de armas nucleares en Europa (acuerdo de Washington, 9 de diciembre de 1987).

 

Alemania y Japón dominan de nuevo la economía de Europa y Asia, con las consecuencias políticas y militares que de ello derivarán. Que algunos alemanes continúen proponiéndose recuperar en Europa oriental la hegemonía perdida en 1945, es coherente. Hacerlo desde dentro de la CEE les permitiría, además, coordinar, si no dirigir, a quienes tenían en Europa oriental importantes mercados financieros antes de 1914 y 1939 –como Francia y Bélgica. Que el capital alemán persiga estos propósitos bajo protección militar de EEUU, es también comprensible. Ronald Reagan terminó en 1989 su segundo mandato con políticas distintas de las de 1981, con mayores rivalidades económico-financieras por el control de excedente económico mundial e iniciativas alemanas para evitar un conflicto bélico sobre su territorio. Factores cuyo desarrollo conducía a Alemania a disminuir su dependencia respecto de EEUU, a fortalecer sus vínculos con otros Estados europeos. ¿Cuál, cuáles? De la respuesta dependían muchas consecuencias. El capital francés había concedido prioridad a su tradicional política de vincularse a una Alemania enfrentada a la URSS –una manera de mantener la división entre las dos Alemanias y ligar la RFA a las políticas galas. Pero contra la división actuaba el deseo de entendimiento interalemán, y contra la subordinación militar la voluntad de la mayoría de los alemanes de que su suelo no fuera teatro de una nueva guerra.

 

Durante la guerra fría los sectores sociales dominantes de Francia y la RFA dieron prioridad a su alianza contra la URSS. Pero, ¿se puede sostener el subeje París-Bonn si angloamericanos y rusos cierran su guerra, o las estructuras de CEE entran a su vez en crisis? Moscú impulsó desde 1985 iniciativas de desescalada militar que le franquearan el paso a acuerdos político-económicos con el resto de Europa, Asia y América. La crisis simultánea del sistema económico global impulsaba a Washington y Moscú a buscar medios de cooperación inéditos desde Truman, pero la superación de la confrontación Moscú-Washington aumentaba, a su vez, el margen de libertad de Japón y la RFA hacia China y Europa oriental. Todo ello ponía en evidencia lo obsoleto y antieconómico de mantener los bloques bélicos de la guerra fría –OTAN, Pacto de Varsovia, Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), etc.–, y generaba un contorno favorable al fortalecimiento del sistema de Naciones Unidas.

 

En paralelo con la voluntad de Moscú de incorporarse a un “concierto” de naciones que cerrara las trinchera de la guerra, nuevos caminos se abrían. En la CEE, realineamientos económico-políticos se superponían a los económico-militares. Ha sido propio de las combinaciones diplomático-económicas de EEUU, Francia, Reino Unido y RFA ambicionar disponer de los recursos del mercado y territorio ibéricos. Mientras perdure la Coalición bélica entre estas Potencias, los sectores que dirigen el posalazarismo y el posfranquismo tenderán a seguir las directrices que aquéllas les marquen en la OTAN y la CEE. Si la Coalición fuera disuelta, la rivalidad de las Potencias en torno de España y Portugal se plantearía en otros términos. A diferencia de lo ocurrido antes de 1936, durante la guerra fría el capital francés, alemán y angloamericano concordaron sus intereses también en España. Más intervenidas se hallan España y Portugal al terminar la guerra fría, menos autónoma es su participación en la construcción de una Europa que supere las estructuras de la guerra. En la medida en que Alemania logre arrastrar tras de sí al resto de la Coalición bélica, sin fragmentarla, en aquella se dilucidará parte del futuro próximo de los Estados que, como España desde 1977, tienen sus centros neurálgicos de decisión ocupados por personas o equipos cooptados desde Bonn. En lo estratégico, los gobiernos españoles (UCD y González) no han adoptado una sola medida que pudiera disentir con lo que la RFA consideraba de su interés.

 

Pero una Europa que supere las consecuencias de la guerra iniciada en 1945 no se puede edificar contra los pueblos eslavos, sino con éstos, y con los Estados que fueron neutrales o no alineados. También es improbable que una paz duradera se instale en Europa mientras ésta continúe bajo hegemonía de los sectores que se protegieron con el fascismo antes de 1939 y con la guerra fría después de 1945. La paz puede nacer de sociedades con estructuras económicas y sociopolíticas democráticas, no de Estados orientados a mantener o recuperar añejas relaciones de dominación. Para estos últimos España es una circunscripción administrativa de las multinacionales políticas y económicas, un emplazamiento geográfico de las militares.

 

 

¿Es concebible construir en Europa un sistema que no designe como su enemigo a una parte de sí misma? ¿Es posible que desde Alemania, o desde Gran Bretaña, se propongan medidas orientadas a desmontar el inmenso andamiaje militar instalado en Europa, el más denso del Planeta? Difícilmente cabe esperarlo de intereses que medran con el statu quo, ni de los nacionalismos xenófobos. Cuando en agosto de 1986 el Congreso de Nuremberg del SPD, o el del Partido Laborista en Blackpool en septiembre-octubre del mismo año, aprobaban la retirada de armamento atómico de la RFA y de Gran Bretaña –a pesar de la protesta formulada por el Pentágono ante el Labour Party–, estaban apuntando a un prerrequisito necesario aunque no suficiente para cambiar la política interior y exterior en Europa. El líder del Partido Laborista, Neil Kinnock, explicaba en las elecciones de mayo-junio de 1987 que los británicos deberían programar su defensa con armamento convencional, y puesto que una guerra nuclear sería el “punto final” (terminal) para su sobrevivencia agregaba que un gobierno británico nunca debiera ordenar su uso ni pedir a otro que lo hiciera en su lugar. Consecuentemente, defendió la renuncia al armamento atómico propio y al “paraguas nuclear” de EEUU, considerando «inconcebible que la URSS ataque a Europa occidental». El ministro de Defensa de Margaret Thatcher replicó que una doctrina de defensa semejante «conduciría inexorablemente a la ruptura de la OTAN y a la emergencia de una Gran Bretaña neutralista». Y más, podemos agregar nosotros. La propuesta Laborista de 1987 entrañaba abandonar conceptos heredados de la estrategia imperial británica, como los que condujeron al propio Labour Party en 1948 a pedir a EEUU que creara la OTAN. Mutación difícil: en octubre de 1989, Kinnock hacía marcha atrás, el Labour Party reasumía mantener el armamento atómico.

 

El camino por recorrer es largo. Las organizaciones democráticas europeas están trabadas en estructuras multinacionales que les obligan a avanzar coordinadas por nuevos caminos, a ritmos en cierto modo similares. Y el centro de decisiones para lo nuevo (o para la continuidad de lo viejo), se encuentra fuera de España. En este contexto el uso del término democracia es multívoco y equívoco. Al igual que el de socialismo. De ambos se hace uso y abuso. Pero las alternativas concretas, globales y sectoriales (a corto, mediano y largo plazo) al sistema construido desde 1945 apenas si empiezan a ser formuladas, son vagas y difusas…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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