jueves, 6 de octubre de 2022

 

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LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

[ 018 ]

 

 

2

LA TOMA DE BADAJOZ

 

(…)

 

 

La reunión decisiva

 

La última oportunidad de los golpistas sucede en la noche del día 21, cuando Cantero —«tibio, descompuesto y con voz apagada», según el teniente León Barquero— reúne a los oficiales para comunicarles la orden recibida sobre la una de la noche desde el Ministerio de la Guerra para que un batallón parta hacia Madrid. Cantero expuso crudamente que de cumplir aquella orden se situarían frente a los facciosos y que en caso contrario quedarían sublevados frente al Gobierno legal.

 

A continuación dijo que los partidarios de lo primero se pusieran a un lado y el resto a otro. Algunos —a los que el teniente coronel Valeriano Furundarena, el capitán Fernández Palacios y el teniente Pedro León Barquero se encargan de llevar a la reunión— saben que la salida de ese batallón es el final de la sublevación en Badajoz. El ayudante del coronel, el capitán Luis Andreu Romero, intenta controlar sin éxito la fuerte discusión que se produce, en la que se llega a echar mano a las pistolas y que concluye cuando la mayoría de los oficiales allí reunidos deciden sumarse a la sublevación sin decir nada a los suboficiales. ¿Cómo contar —decía el alférez Antonio González Dorado— con los cabos, todos comunistas menos uno?. En ese momento son las tres de la madrugada. Cantero plantea entonces a Madrid que se aplace la salida de las fuerzas, pero Madrid reitera la orden, con lo cual Andreu aboga por acatar lo que decida el coronel. Acto seguido, por iniciativa de varios oficiales, especialmente el comandante Enrique Alonso, se decidió ampliar la consulta a los suboficiales, lo que se realizó de inmediato. Frente a las voces que pedían sumarse a la sublevación, los alféreces Joaquín Borrego Martínez, Benito Méndez Lemo y José Terrón Martínez; los brigadas Ramiro Cabalgante Vilela, Juan Pérez Rodríguez, Máximo Gragera Paredes, Juan Tena Franco y Pilar Macarro Peña, y los sargentos José Balas López, Antonio Balas Lizárraga, Rafael Méndez Penco y Fernando Gómez Muñoz, abogaron por mantenerse junto al pueblo y con la legalidad. Entonces el capitán Andreu comunicó a los oficiales que sus compañeros no se sumaban. Pero en ese momento algunos oficiales (los capitanes Otilio Fernández Palacios, José Almansa Díaz y Martín González Delgado) accedieron de nuevo a la reunión e intentaron convencerlos a todos —«que teníamos que ser todos uno y que donde hiciera falta el auxilio de uno fuéramos todos, que nadie desertara del acuerdo»—, encontrando una fuerte oposición en el grupo formado por Máximo Gragera Paredes, Ramiro Cabalgante Vilela, Juan Tena Franco, José Menor Barriga, los hermanos Luis y Eugenio Blázquez Sánchez, José Balas López, Antonio Balas Lizárraga, Eladio Frutos Moreno, etc., quienes mantuvieron que, aunque fuese solos, partirían hacia Madrid.

 

En esta reunión el sargento Méndez Penco dijo que «su opinión era que puesto que estamos bajo el mando de un gobierno legalmente constituido había que obedecer su mandato». Sin embargo, como existía una mayoría favorable al golpe, se adoptó finalmente la decisión de sublevarse, comunicada enseguida por los suboficiales republicanos a la Casa del Pueblo, con la que ya existía una relación previa y pública, pues para nadie era secreto el contacto entre el oficial Luis Moriano Carnicero y conocidos izquierdistas como José Aliseda Olivares o los hermanos Nicanor y Francisco Almarza Ferrón (socialista el primero y comunistas los segundos). Los partidarios del golpe, por medio de un soldado llamado Ibáñez, intentan transmitir lo acordado a su grupo de militares retirados, guardias civiles y falangistas, todos expectantes, pero al soldado ya no le es permitido salir del cuartel. Entonces, mientras algunos inician los preparativos para la declaración inmediata del estado de guerra, otros —como los comandantes José Ruiz Farrona, Enrique Alonso García y Antonio Bertomeu Bisquert, los capitanes de Miguel Ibáñez y Andreu Romero, y los alféreces Méndez Lemo, Borrego Martínez y Terrón Martínez— acuerdan con el coronel Cantero que no habrá sublevación y se seguirían las órdenes de Madrid, decisión que fue comunicada a las compañías. El teniente Pedro León Barquero imaginaba en declaración posterior que a Cantero le dijeron «que la Casa del Pueblo ya lo sabía, que había miles de campesinos armados y que dentro del cuartel nos cortarían la cabeza». Pero lo que realmente le dijeron —lo conocemos por el teniente Alfonso Ten Turón, que quedó allí por orden de Recio— fue que era un disparate desobedecer al Gobierno y que pensase que la máxima responsabilidad recaería sobre él. Cuando los anteriores se dan cuenta, ya es demasiado tarde y lo que sale no es la fuerza a declarar el bando, sino el batallón para Madrid al mando del comandante José Ruiz Farrona, firme partidario de que prime la legalidad y que aprovecha la situación para llevarse con él a declarados progolpistas como el capitán Juan Ruiz de la Puente, los tenientes José Sánchez Arellano, José Rodríguez Rodríguez, Guillermo García Fernández y Emeterio Martínez Touriño, o el alférez León Carlos Borrajo. Como dirá luego el teniente Ten Turón, todos los oficiales que fueron a Madrid, salvo Ruiz Farrona, el único voluntario, eran de derechas. Algunos —los que creen que el bando de guerra no ha sido declarado por cobardía— piensan que las dos compañías que saldrían hacia la capital tendrían oportunidad de sumarse a los sublevados en Villanueva de la Serena y que la salida de Ruiz Farrona podría beneficiar a los que en la ciudad deseaban sublevarse, pero nada de eso ocurriría. Cuando a las nueve de la mañana del 21 de julio sale el batallón del cuartel camino de la Estación cientos de milicianos estaban cubriendo su trayecto cautelarmente.

 

Estos hechos acarrearían una ruptura entre ambos sectores que no haría sino agrandarse con el paso de los días. Poco después, una de esas noches, el brigada Tena dijo en voz alta: «Con el pueblo no hay quien pueda y mañana vienen cinco o seis mil milicianos armados de los pueblos», ante lo cual el alférez Antonio González Dorado acudió primero al teniente coronel Furundarena, que le dijo: «¿Y qué quiere usted que yo haga? Como la otra vez, que me dieron ustedes una patada y me quedé solo»; luego pasó al teniente coronel Recio, que se limitó a recordarle su condición de agregado sin mando y finalmente al coronel Cantero, que le espetó: «Bueno, pues que vengan». Los oficiales que apostaron por la sublevación contarían luego que a partir de ese día se ejerció una vigilancia continua sobre ellos similar a la que, temerosos de que se produjera una matanza de oficiales, ellos mismos realizaron sobre los suboficiales. Hicieron recaer su frustración sobre el coronel José Cantero, al que calificarían una y otra vez de pusilánime cuando no de mero comparsa entre Puigdengolas y Bertomeu. Uno de los principales elementos del golpe en Badajoz, el teniente coronel Manuel Pereira Vela, ausente de la ciudad entre el 17 de julio y el 19 de agosto, declaró después al instructor que «no puede determinar las causas que hayan motivado el que [las] cosas se hayan desarrollado de manera totalmente contraria a como estos señores se manifestaban». Más sincero aún resultaría el brigada Santiago Agujetas García al decir que «el criterio de unos cuantos había podido más que tantos, cuando tan sencillo hubiera sido encerrarlos y matarlos».

 

La Guardia Civil —con oficiales claramente facciosos como el comandante Miguel de la Vega Mohedano (Mérida), el capitán Justo Pérez Almendro (Badajoz), el capitán Luis Alguacil Cobos (Mérida), el teniente Antonio Miranda Vega (Azuaga), el teniente Ramón Silveira Nieto (Fregenal) o el capitán Manuel Gómez Cantos (Villanueva)— seguía siendo un misterio sólo avalado por el comandante Vega Cornejo, quien sufriría la primera decepción cuando, al enviar al capitán Rafael Durán Machuca al mando de fuerzas que habrán de ocupar San Vicente de Alcántara, recibió la noticia de que el guardia civil se ha pasado al enemigo. Fue entonces cuando se decidió que lo mejor que se podía hacer con los guardias civiles —unos mil en toda la provincia agrupados en nueve compañías—, y así alejar de paso a algunos de los oficiales, era agruparlos en Badajoz y enviarlos a Madrid. Habría de ser otra columna formada por fuerzas de Infantería, Asalto, Guardia Civil y milicias la que ocuparía San Vicente unos días después. La Guardia Civil —con 250 guardias de Badajoz al mando del comandante de la Vega y 50 de Mérida al mando del capitán Alguacil— saldría finalmente para Madrid el día 31 de julio. Cuando llegaron a Medellín tomaron la estación en medio de un salvaje tiroteo y destrozaron cuanto hallaron a su paso hasta salir en dirección a Miajadas. Al tener noticia del incidente en Madrid y en Badajoz se ordenó de inmediato el desarme de los restantes guardias civiles, el cual —como luego veremos— no fue completo.

 

¿Por qué fracasó el golpe en Badajoz? En primer lugar podemos decir que pese a que la mayoría de la oficialidad era favorable a la sublevación, al contrario que en otras guarniciones, existía un activo núcleo prorepublicano o simplemente legalista que iba más allá de los jefes. Así, la actitud de los comandantes será decisiva. La trama golpista en Badajoz era amplia y similar en sus ramificaciones externas a la de otros lugares, pero al no contar de manera efectiva con los niveles superiores era inoperante. Esto fue lo que captaron García-Pumariño y Pereita antes de abandonar la ciudad en dirección a Cádiz y Sevilla, respectivamente, días antes del golpe. Por otra parte, la Guarnición de Badajoz no tenía relación alguna con las del sur —como las de Sevilla o Cádiz, minadas por un feroz antirrepublicanismo—, que habían vivido a lo largo de la República lo que podríamos denominar una situación de golpe permanente. En este sentido sería significativo el caso de Cádiz, donde las maniobras por las que se ocupa la ciudad el 18 de julio son las mismas practicadas desde marzo del 36, por motivos de orden público. O el caso de Sevilla, donde el golpe resume las experiencias acumuladas desde los graves sucesos del verano de 1931 hasta las prácticas contrarrevolucionarias de octubre de 1934, pasando por el triunfo del diez agosto de 1932. Nada de esto existió en Badajoz, pese a que el tono revolucionario de la provincia —más en sintonía con Andalucía que con Castilla— pudiera haberlo presagiado.

 

En segundo lugar, la sublevación fracasó en Badajoz porque la gente se lanzó a la calle en defensa de la República y las autoridades civiles y los líderes políticos y sindicales supieron dar una respuesta inmediata, tanto en la capital como en el resto de la provincia. No obstante, este apoyo popular fue similar al que se produjo en todo el sur y en gran parte de España, de forma que lo que en realidad influyó para que la situación se definiera en un sentido o en otro no fue sino la actitud de quienes tenían las armas. Sin embargo, la participación ciudadana sí es importante cuando el día 21 tienen lugar las reuniones que deciden si las fuerzas parten para Madrid o se sublevan. Han pasado ya varios días y con la ciudad y la provincia en plena efervescencia los militares saben que ya sólo podrán imponerse a sangre y fuego. Además en esas reuniones se produce lo que en ninguna otra guarnición: se permite que la máxima autoridad militar, sin definirse aún respecto a la sublevación, consulte a los suboficiales, hecho que será considerado posteriormente por los sublevados como clave del fracaso de la sublevación en Badajoz, y adjudicado en exclusiva al comandante Enrique Alonso García. Tal como podía leerse en una de las sentencias:

 

Que como causa cooperante con la debilidad y falta de espíritu militar del mando, influyó también en la conducta mantenida por el Regimiento la situación del Cuerpo de Suboficiales en razón a haber hecho adeptos entre los Brigadas y Sargentos las propagandas revolucionarias, relajando la disciplina y favoreciendo la relajación de la tropa, y así los escasos Jefes y Oficiales que sostenían franca y decididamente el criterio de adhesión al Gobierno rojo contaron desde el principio con un núcleo de aquellos que secundaron tal actitud, se impusieron a sus compañeros de contraria ideología y arrastraron a los neutrales dando por resultado que, contra el parecer de los más, las Unidades expedicionarias salieran para Madrid y no se declarara el Estado de Guerra en la Plaza.

 

A partir de ese momento, con la guarnición dispuesta a mantener la legalidad y con el pueblo volcado en la defensa de la victoria electoral de febrero, sólo falta dar el paso siguiente: disponerse a rechazar el avance del fascismo mediante la instrucción de milicias ciudadanas y la entrega de armamento…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte” ]

 

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