viernes, 19 de agosto de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

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5. DE NUEVO ALEMANIA

 

Europa termina el siglo XX en un contexto estratégico cuya comparación con el de comienzos del siglo es sugerente. Hoy, al igual que en 1904, cuando todavía el nombre de la ciudad de San Petersburgo no había sido cambiado por el secularizado de Petrograd, Alemania es la potencia económicamente predominante en Europa; Gran Bretaña le contrapone su voluntad de alianza preferente con EEUU iniciada en 1895; Francia explora en Moscú un equilibrio europeo autónomo de Alemania y compatible con una alianza con EEUU que contrapese el poder del nuevo Berlín.

 

En las estrategias globales hacia el Viejo Continente la diferencia mayor respecto de 1904 es que, desde mediados de 1945, EEUU ha asumido las constantes básicas de la estrategia británica. Y si la Euro­­pa presente se ha construido a partir de este supuesto, de la evolución del mismo depende en gran medida el futuro de sus pueblos.

 

Tras la capitulación del III Reich alemán en 1945, el francés Charles de Gaulle decía que la segunda guerra intraeuropea del siglo XX la había ganado un país, «los demás hemos perdido todos». En la cuenta de pérdidas, inmediatas y mediatas, anotemos también los imperios: el continental alemán, los coloniales en ultramar de Italia, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Países Bajos y Portugal, también los restos del de España en África.

 

En las semanas que siguieron a la rendición de Alemania, la Administración Truman sentó las bases de su política hacia el Continente euroasiático sobre conceptos estratégicos gestados en el Imperio británico. Ello de modo progresivo y con el estímulo de los propios dirigentes británicos, desde el conservador Winston Churchill entonces en la oposición (ataque a la URSS, en presencia del presidente Truman en el discurso de Fulton, Kansas, 5 de marzo de 1946), hasta los laboristas Attlee y Ernest Bevin. Fueron precisamente estos dos últimos quienes solicitaron de EEUU, el 4 de marzo de 1946, que renovara su respaldo a la dictadura del general Franco sobre los españoles.

 

Frente a una Europa en ruinas, la Potencia vencedora de 1945 se estimó en condiciones de ir más allá de lo que nunca logró el Reino Unido. La Administración Truman, y las que le siguen, se sustituyeron a Gran Bretaña en el control militar de los mares que rodean a Eurasia y sus pueblos costeros. Alianzas militares como la SEATO en el sudeste asiático, CENTO en el Medio Oriente, OTAN en el oeste y sur de Europa, las guerras por el control de cabezas de puente en Corea, Vietnam, Golfo Pérsico, las intervenciones directas o indirectas en todo el Mundo, configuraron un diseño global en el que la pieza central continuaba siendo evitar una alianza independiente entre la Europa occidental y la Oriental.

 

 

I. 1989: Los alemanes se reunifican

 

A su retorno de la Conferencia de Yalta en febrero de 1945, el presidente F. D. Roosevelt dirigió un mensaje extraordinario al Congreso de EEUU. El entusiasmo por los acuerdos alcanzados lo sintetizaba al día siguiente el titular a toda plana de The New York Times –«Se acabaron las zonas de influencia». Reflejaba el principio sobre el cual Roosevelt quería construir la paz en Europa y la futura Organización de Naciones Unidas, asentadas ambas en la cooperación anglo-soviético-norteamericana. Habría que esperar al 9 de septiembre de 1990, a su regreso del encuentro en Helsinki con el presidente Gorbachov, para que otro presidente de EEUU –George Bush– dirigiera un mensaje al Congreso anunciando el «nuevo orden que está naciendo en el mundo […] ningún dictador puede contar ya con la confrontación Este-Oeste para impedir una acción concertada de las Naciones Unidas contra la agresión. Una nueva colaboración ha empezado». Tres días después las cuatro Potencias vencedoras de la segunda guerra mundial suscribían en Moscú el Tratado del Acuerdo Final con respecto a Alemania, y le devolvían su soberanía. El siguiente día 13 de septiembre de 1990 la URSS y Alemania suscribían un Tratado de Amistad y Cooperación.

 

 

El fin de la guerra de 45 años entre EEUU y la URSS coincidía con la emergencia de lo que el canciller Kohl (democristiano) llamaba «el país más poderoso de Europa». Los símbolos diplomáticos se sucedían unos a otros. El término de la división de Alemania abría la posibilidad de acabar con la de Europa. Aquel verano de 1990 la ONU parecía retornar a sus orígenes y EEUU haber perdido la hegemonía absoluta con que se encontró en 1945. ¿Quién había ganado tan larga guerra? Según el Gorbachov que acudía a Helsinki, el Mundo. La opinión predominante en EEUU, por el contrario, era casi unánime en atribuirse la victoria. Algunos pocos –en círculos intelectuales críticos– razonaban que los reales vencedores eran Alemania y Japón. Antes de fallecer en 1989 el eminente historiador de la Universidad de Wisconsin, William Apleman Williams, planteaba a sus discípulos un interrogante: «lo relevante no es si EEUU ha ganado la guerra, sino que la URSS de súbito ha decidido no continuarla. La gran cuestión es saber por qué».

 

El siglo XX es el siglo de Alemania. Termina como empezó. Por méritos propios innegables, y también ajenos, ha superado las derrotas que en 1918 y 1945 le impusieron las coaliciones británicas apoyadas en Norteamérica. La Administración Truman creó la RFA al servicio de los fines de la guerra fría, la remilitarizó, revigorizó su infraestructura industrial. Nueve lustros después, ante la resignación del Kremlin y la impotencia de Londres, París y Washington, la “zona” de ocupación anglo-americana –la RFA– absorbía la “zona” soviética –la RDA. Las estructuras y el mapa estratégico-económico de Europa empezaban a cambiar de nuevo.

 

 

La nueva Alemania emergía en su nuevo poder sin su “oficialidad prusiana”, sin los lastres de una economía militarizada pero con las FF AA convencionales más fuertes de Europa. Si bien Alemania fue aplastada dos veces por una coalición apoyada en Norteamérica, ya en 1945 los jefes militares del III Reich hacían depender el renacimiento alemán de que EEUU entrara en conflicto con la URSS. La proyección futura de la reunificada Alemania, sin embargo, resi­día más bien en mantener su entendimiento simultáneamente con EEUU y con Rusia, en una Europa donde la RFA –que dominaba la Comunidad Económica Europea– anexionaba a una RDA cuyas re­laciones económicas se prolongaban más allá de los Urales, hasta Vladivostok. El Tratado firmado en 1990 en Moscú lo permitía, al renunciar Alemania a la guerra como instrumento de política exterior, al armamento nuclear, biológico y químico, y comprometerse a reducir sus FF AA hasta un techo de 370.000 hombres. 1989-1990 era el comienzo del fin de la «pequeña Europa» de la CEE construida durante la guerra fría.

 

II. 1990: El segundo pacto germano-soviético

 

Pocas veces un acto diplomático ha sido seguido de efectos tan devastadores, mundiales, como la firma del Pacto de No Agresión y Neutralidad entre Alemania y la URSS el 23 de agosto de 1939. Desde el Japón, donde cayó de inmediato el gobierno Suzuki –cuya política se basaba en la expectativa de un ataque alemán contra la URSS–, hasta el Reino Unido –donde cayó con igual rapidez la política progermana sostenida por el gabinete Chamberlain. Ocho días después, Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania.

En 1990, 13 de septiembre, la URSS y Alemania firmaban un Tratado de Amistad y Cooperación por veinte años renovables, que contemplaba de nuevo la no agresión mutua, y la neutralidad en caso de que alguno fuera atacado por un tercer país. El poco resaltado segundo pacto germano-soviético condicionaba, de nuevo, el inmediato futuro y las relaciones externas del Viejo Mundo. En  particular con las Potencias anglosajonas. Una primera derivación cabe verla, desde las premisas de este análisis, en la exhibición militar con que los gobiernos del Reino Unido y EEUU resolvieron la crisis del Golfo Pérsico de 1990-1991. Demostración de fuerza militar que parecía dirigida no tanto a impresionar a un país del Tercer Mundo como a Europa –y Japón.

 

Cierto es que a diferencia de lo acaecido en el pacto germano-soviético de 23 de agosto de 1939, en 1989-1990 la URSS reingresaba en la política europea tras declarar acabada la irradiación expansiva de la revolución soviética, intentando reconvertir su centralizado Esta­do en confederación, dentro de un marco de seguridad colectiva acordado con EEUU (encuentros de Malta –1989–, y Helsinki –1990). A diferencia de fines de agosto de 1939 –cuando Moscú creía haber convenido un marco bilateral de seguridad con Alemania, tras fracasar sus intentos de establecer con Londres y París una estructura colectiva de seguridad europea–, el pacto bilateral de 1990 con Alemania nacía integrado en el marco colectivo de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea. Pero no menos cierto era que al mismo tiempo, sin ruido, el segundo pacto germano-soviético entrañaba la desvitalización de la estrategia angloamericana desde la primera presidencia Truman, la institucionalizada a partir de 1949 en la OTAN.

 

El 23 de agosto de 1939 los Estados Mayores europeos menospreciaban la capacidad económica y militar de la URSS –aunque temían la influencia de su revolución social–, y EEUU estaba ausente de la escena europea. Hasta aquel día, la conciliación (appeasement) británica hacia Alemania había tenido como objetivo no sólo aislar a la URSS o reprimir a las organizaciones obreras del resto de Europa, sino también evitar la guerra y continuar así excluyendo a EEUU de Europa y del Imperio británico. En 1990 pocos creían que la URSS fuera una superpotencia económica, pero nadie minusvaloraba sus recursos militares nucleares, mientras pocos temían a nuevos émulos de los bolcheviques: EEUU estaba dentro de Europa.

 

A primera vista la aparente aquiescencia estadounidense al segundo pacto germano-soviético podía ser interpretada como indicio de que en los EEUU de 1989-1990 se estaba operando un cambio estratégico trascendente: el de sustituir a Gran Bretaña por Alemania como su special relationship en Europa. En términos históricos era coherente que la Alemania de 1990 deseara mantener la alianza de la RFA con EEUU, reformulándola pausadamente en términos compatibles con la de Rusia. Una alianza fortalecía a la otra, la simul­taneidad de ambas multiplicaba sus beneficios para Alemania. El brillante quehacer del ministro Genscher para promover el entendimiento URSS-EEUU y aparecer como el aliado europeo a privilegiar tanto por Washington como por Moscú, facilitó que la RFA anexionara a la RDA. ¿Había variado, sin embargo, el posicionamiento anglo-norteamericano adverso a una Europa unida en su independencia? ¿No hablaba acaso la Administración Bush de una Europa free and whole? Sin duda, pero dentro de esa Europa incluía Bush tanto a Australia y Canadá como al propio EEUU. Tal Europa sería «entera y libre» en la medida que el Este y Rusia quedaran integrados dentro de la zona de influencia norteamericana. Era la visión del gobierno Bush al hablar de «la unidad de Europa».

 

Pero la dinámica de los hechos reales contradijo la apariencia. En la crisis de 1989-1990 por el control del petróleo del Golfo Pérsico fue notable que tanto Alemania (y Japón) como la URSS guardaron distancias respecto a la estrategia norteamericana, sobre todo en su dimensión militar. Y con razón, pues si la suerte de esta última hubiera resultado negativa para Washington, en las circunstancias concurrentes una primera consecuencia hubiera sido promover a primera línea la potencialidad económico-política de la emergente “gran ­Europa”. Tanto hacia los pueblos árabes como hacia el resto del Mundo, pero la URSS y Alemania haciendo en semejante hipótesis de gozne aceptado entre el Oeste y el Este del Continente. Potencialidad esta última incompatible con los conceptos estratégicos británicos tradicionales, lo que contribuiría a interpretar la decisión de la Administración Bush de imponer un fulminante, masivo y devastador castigo militar sobre Irak…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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