jueves, 12 de mayo de 2022

 

763

 

 

LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

[ 002 ]

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

“La justicia es, sin duda, la parte más sólida de la memoria”.

 

( ELIZABETH JELIN, Las conmemoraciones, 2002.)

 

 

 

Frente a los lugares de memoria existentes en algunos países europeos, una de las aportaciones españolas al gran debate sobre la memoria histórica parece ser los lugares de olvido, de los que Badajoz se ha convertido en supremo paradigma. A estas alturas la vieja plaza de toros de Badajoz, escenario de uno de esos acontecimientos —símbolo de los que aludió Pierre Vilar en su introducción al Guernica de Herbert Southworth— ya no existe, y en su lugar está prevista la construcción de un Palacio de Congresos. En un informe sobre el proyecto se lee, no sin cierta perplejidad, que la elección de la propuesta aprobada «se debe al cuidado con que se trata la historia y la memoria del lugar», lo que no deja de llamar la atención si se tiene en cuenta que, al menos en el informe, no existe la más mínima alusión a la razón por la que ese lugar es conocido en todo el mundo desde hace más de sesenta años y que no es otro que las matanzas perpetradas por el fascismo español en el verano de 1936. De no ser por este motivo, y por más original que resulte su ubicación dentro del sistema defensivo de la ciudad, la plaza de toros de Badajoz sería una más de las muchas que existen por la geografía hispana.

 

Este desenlace, después de tantos años de silencio y abandono, contrasta con el destino de los otros dos grandes símbolos del terror fascista que la memoria democrática conserva: Víznar y Guernica. O lo que es lo mismo, el asesinato de García Lorca —hecho asociado a la figura sanguinaria de Queipo de Llano y sus matarifes delegados—, y la colaboración del nazismo con los golpistas españoles. Resultaría impensable —aunque no por ello imposible— que la tierra donde yacen los restos del poeta granadino, un parque en la actualidad, fuera elegida para levantar un edificio público enteramente ajeno a lo que allí pasó. Por suerte no ha sucedido así, ya que, además de respetarse el lugar, se erigirá una obra que recuerde a los que allí yacen. Pero en esa suerte ha influido en gran medida el que, gracias a años de investigación tenaz y dura, sepamos qué representa Víznar y percibamos como un despropósito su desaparición. Granada contó con Ian Gibson y Guernica —además de con Pablo Picasso— con el admirable y ya clásico trabajo de Herbert Southworth, quienes dedicaron muchos años de sus vidas a desvelar lo que tanto interés había en ocultar.

 

Desgraciadamente nadie, salvo el último —y no a fondo—, se ocupó de Badajoz, en cuyo caso, sin embargo, se ha optado finalmente por eliminar el símbolo y su memoria colocando en su lugar algo de iguales trazas y dimensiones. Ni que decir tiene que si supiéramos de Badajoz lo mismo que de Víznar o Guernica tal cosa no hubiera pasado. Es más fácil destruir sobre la base del olvido que sobre la de la memoria. En el caso de Badajoz, digamos —retorciendo el mensaje gatopardesco— que todo debe seguir aparentemente igual para que nada permanezca.

 

Así, cuando alguien niega o minimiza hechos como los acaecidos en Víznar o Guernica, podemos hablar de revisionismo, pero cuando se hace lo mismo con la matanza de Badajoz estamos todavía ante la leyenda creada en 1937. La prohibición de la memoria primero y la apuesta por el olvido después han provocado que, todavía hoy, para negar la matanza de Badajoz lo único que haya que hacer sea menospreciar las crónicas de los periodistas que informaron de los hechos y descalificar quienes se han servido de ellas. Tan poco hay que revisar que cabe hablar de una línea de continuidad nunca rota desde la invención de la leyenda hasta lo que hoy algunos —con idénticas intenciones— llaman los sucesos de Badajoz.

 

La vieja plaza de toros era la prueba visible, el escenario real de una matanza que llegó a conocerse por un error de los que la organizaron y perpetraron; una realidad histórica que sería primero silenciada y, más tarde, negada para siempre por medio de la invención y puesta en circulación de la leyenda de Badajoz. Ya Southworth, cuando investigaba Guernica, se percató de que lo que al franquismo le interesaba, más que este tipo de acontecimientos se convirtieran en un problema de crítica histórica, era que el propio problema suscitado con la negación del hecho sustituyera al acontecimiento en sí. En el caso de Badajoz esto equivaldría —casi como es el caso— a que todavía andemos discutiendo si allí tuvo lugar o no una de las grandes matanzas del 36. Si, además, se ha expurgado previamente toda la documentación que pudiera dar luz sobre el asunto, la confusión está servida, pues a falta de documentos sólo habrá opiniones que contrastar. Pierre Vilar reproduce en su introducción al Guernica esta idea de Charles Morazé: «Toda prueba material de una decisión tiene tantas más posibilidades de ser sustraída de los archivos cuanto más importante sea su significación política». Y en España se ha dispuesto de varias décadas para ello. No obstante —incluso aunque no haya existido ni exista— resulta casi imposible sustraerse al deseo, a la imaginación, de que alguna vez pueda aparecer algún documento clave sobre lo ocurrido en Badajoz.

 

La leyenda de Badajoz surgió inmediatamente después de la matanza con el firme propósito de anular el efecto de las primeras noticias que circularon sobre ello. La estrategia inicial se encaminó a deformar todo lo relacionado con la ocupación. Para justificar la dureza de la represión había que magnificar la resistencia ofrecida y el sacrificio realizado, lo que además beneficiaba tanto a ocupantes como a defensores. Pero sólo con que se hubiera reparado —fuera cual fuera la resistencia— en que el costo humano de la operación resultó muy bajo para los ocupantes, todo el andamiaje de la leyenda se habría derrumbado, ya que la supuesta hazaña militar habría quedado reducida a vulgar carnicería. Con el tiempo se optó por la típica solución intermedia: hubo dureza pero no tanta y, en todo caso, inevitable y en proporción al costo humano de la empresa. De modo que ha sido ésta, la de la hazaña sangrienta, la versión que finalmente nos ha llegado, versión que además se ajusta bastante a ese buen tono que se ha ido imponiendo desde la transición en el sentido de que la verdad se encuentra en algún punto intermedio entre las dos memorias, la de los vencedores y la de los vencidos.

 

La plaza de toros de Badajoz y la matanza que allí tuvo lugar forman parte de la memoria incómoda, y su final, su transformación en aséptico palacio de congresos, demuestra simplemente —al cuarto de siglo de la muerte del dictador— que no se sabía qué hacer con ella. Evidentemente no se trataba del Alcázar de Toledo ni del Valle de los Caídos. Se ha perdido la oportunidad de contribuir a fijar la memoria democrática de un país tan escaso de ella como sobrado de la contraria, ya que con la plaza ha desaparecido también la obligada investigación oficial que hubiera habido que afrontar en caso de convertirla en un lugar de memoria. El primer deber de la democracia es la memoria, dejó escrito el historiador francés Pierre Vidal-Naquet, quien además proponía a los historiadores «la tarea de retirar los hechos históricos de los ideólogos que los explotan». Ardua tarea sería ésta aquí. En nuestro país, donde memoria ha sido sinónimo de rencor y olvido de reconciliación, lo entendemos de otra manera. La plaza de toros de Badajoz, que durante años fue mudo testigo del paso silencioso y cómplice de los vecinos cada aniversario del 14 de agosto, era el símbolo de la destrucción de la República y de la implantación del fascismo, y a su vez también lo era de todas las matanzas perpetradas desde Melilla a Santiago y desde Salamanca a Zaragoza. Era la representación misma no de la guerra civil sino del golpe militar del 18 de julio. En ella estaban contenidas todas las matanzas previas y todas las que habrían de llegar, incluidas las de la segunda guerra mundial. Lo que se ha hecho al destruirla es ponerlo todo al mismo nivel de olvido: ni historia ni memoria, nada. De ahí que podamos calificar el espacio donde se situará el futuro palacio de congresos como un lugar de olvido. Un caso ejemplar, muy cercano a nosotros, sería lo ocurrido en Argentina en 1998, cuando el gobierno de Carlos Ménem decidió demoler la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), uno de los lugares de represión, y convertir el espacio que ocupaba en zona verde. No pudieron. Las organizaciones de derechos humanos se movilizaron y el proyecto se paralizó. La ESMA, como la plaza de toros, constituye un símbolo universal del terror y forma parte de la memoria democrática de la humanidad.

 

En esa misma dinámica que ha llevado a la demolición de la plaza, es posible que alguna vez se olvide o se difumine que el fascismo se cebó en Badajoz. Hasta no hace mucho tiempo bastaba con recorrer la ciudad —desgarrada estructura urbana— para percibir el extremo estado de desidia y abandono en que quedó sumida durante décadas, y todavía hoy, ya recuperada para la vida ciudadana, son visibles las huellas del desastre. Parecía como si el fascismo no le hubiera perdonado nunca su rebeldía. Digamos que, más que en cualquier otro caso, no es posible entender la evolución de Extremadura —más concretamente de Badajoz— sin el golpe militar del 36, y que la forma en que los golpistas implantaron allí su modelo de sociedad no tuvo parangón.

 

Ya sabemos que en esencia ocurrió lo mismo en todos los lugares donde la sublevación se impuso, pero es evidente que el paso del Ejército de África por las tierras del suroeste en aquellos días iniciales de la sublevación creó un fenómeno particular, una forma de terror propia que nunca volvió a repetirse. Manuel Tuñón de Lara habló acertadamente de fascismo agrario. Y es que, cuando se intenta hallar el origen o explicar a qué se debió aquella furia asesina que llevó a la fosa común a miles de personas en cuestión de meses, es inevitable recurrir a una imagen previa: la de aquella masa campesina —en torno a 70 000 hombres— que a las cinco de la madrugada del 25 de marzo de 1936, puño en alto y al grito de ¡Viva la República!, invadió más de 3000 fincas extremeñas. De ello resultó que en torno a 50 000 yunteros se establecieron en unas 2000 fincas que sumaban unas 125 000 hectáreas, situadas principalmente en los partidos de Jerez de los Caballeros, Llerena y Mérida. Desgraciadamente, pese al estudio ya clásico de Pascual Carrión o a los posteriores de Edward Malefakis y Francisca Rosique, nos faltan todavía algunas claves para comprender la historia de la reforma agraria en Badajoz, provincia en la que hablar de II República equivale prácticamente a hablar de aquella reforma frustrada. Sigue atrayendo nuestra atención el terrible panorama socioeconómico dibujado por Eduardo Cerro, poco antes de la llegada de la República en la Revista de Estudios Extremeños; y, más aún, el penetrante análisis que un estudioso como Julio Senador Gómez trazaba en carta personal para el diputado de Unión Republicana Miguel Muñoz González de Ocampo, a sólo unas semanas del 18 de julio del 36. Incluso los sectores del catolicismo social reconocieron que la oleada de desahucios y de subida de cánones que afectó a la población yuntera (desde que en 1935 se aprobaron las «disposiciones transitorias» de la Ley de Arrendamientos) era una de las causas del resultado de las elecciones de febrero del 36.

 

Desde esta perspectiva, la neutralización de la Ley de Yunteros del cedista Manuel Giménez Fernández —muestra de lo que una derecha civilizada podía ofrecer en aquel momento crítico— resultó desastrosa para yunteros y jornaleros, es decir, para la inmensa mayoría de la población extremeña y andaluza. Sirva de ejemplo —citado por Francisca Rosique— el caso del propietario de Jerez de los Caballeros que desahució —él solo— a veinte familias. De ahí el decreto de tres de marzo de Ruiz Funes por el que los yunteros podían recuperar las tierras que habían trabajado, y también que el 25 de marzo los campesinos extremeños, hartos de esperar, decidieran adelantarse a la lentitud de las disposiciones legislativas. No se estaba iniciando la revolución sino la vía reformista al complejo e inaplazable problema de la tierra. Sin embargo, ya para entonces, la contrarrevolución estaba en marcha y en cada pueblo se creaban, al amparo de los principales propietarios, grupos de falangistas encargados de preparar el ambiente para el inminente golpe militar. Como han demostrado diversas investigaciones, en España —al contrario de lo que ha mantenido y mantiene la línea historiográfica para la cual la República conducía inevitablemente a la guerra— no se produjeron conflictos mayores que los de otros países europeos en la década de los treinta. Lo verdaderamente peculiar fue que la vía democrática refrendada en las elecciones de febrero del 36 fuera abortada y arrasada con una violencia inimaginable por los perdedores de esas elecciones, que no eran otros que los sectores que se oponían al proceso político iniciado en abril de 1931. Y si la sublevación estalló para acabar con la República reformista, con las elecciones, partidos y sindicatos, la represión se dirigió contra todos aquellos que le dieron vida, pero muy especialmente contra la población jornalera. Basta con mirar los listados finales para saber qué andaban buscando los golpistas. Todo lo que se asociara a la experiencia republicana o pudiera ser relacionado con ella sería destruido…”

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte” ]

 

*

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar