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EL 18 BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
Carlos Marx (1852)
[ 007 ]
V
Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio, Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo le había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos de debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año.
La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos que le han estafado después de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en que había roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que lo concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus sesionespor tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este rival.
Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía inevitable que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente, una gran lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre los dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de este año, el partido del orden se había dispersado en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias intrigas restauradoras, a las que la muerte de Luis Felipe daba nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que residía en París y del que formaban parte miembros de la comisión permanente. Bonaparte quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez jiras por los departamentos franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente, según el estado de ánimo de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios planes de restauración, reclutando votos para sí. En estas jiras, que el gran "Moniteur" oficial y los pequeños «monitores» privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que celebrar como cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Esta sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème; con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. Así, en su expedición a Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel de águila napoleónica. Para su incursión en Boulogne, embute a unos cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el ejército. En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 miserables del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom representaba el león. En un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia.
Sólo después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los talleres nacionales y para los republicanos burgueses los gardes mobiles, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre: la fuerza combativa de partido propia de él. Las secciones de esa sociedad, enviadas por grupos a las estaciones, debían improvisarle en sus viajes un público, representar el entusiasmo popular, gritar Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los republicanos, naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de regreso a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 del Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea más privativa. Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en todos sus hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero el Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta de los Schufterle y los Spiegelberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el propio Bonaparte como autor original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia. Se había dado el caso de que representantes del pueblo pertenecientes al partido del orden habían sido apaleados por los decembristas. Más aun. El comisario de policía Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión permanente, basándose en el testimonio de un tal Alais, que una sección de decembristas había acordado asesinar al general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional, estando ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este acuerdo. Se comprenderá el terror del señor Dupin. Parecía inevitable una investigación parlamentaria sobre la Sociedad del 10 de Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso, precisamente, antes de que volviera a reunirse la Asamblea Nacional, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad, claro está que sólo sobre el papel, pues todavía a fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo el ejército privado de Bonaparte mientras éste no consiguiese convertir el ejército público en una Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada a esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional, y la hizo con el dinero que acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, abriga la convicción de que hay ciertos poderes superiores, a los que el hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre estos poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne, las aves frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso, en los salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales y suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas de tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla en una escala todavía mayor en la revista militar de Satory. El tío se acordaba de las campañas de Alejandro en Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas tierras. Alejandro era, ciertamente, un semidiós, pero Baco era un dios completo. Y, además, el dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a comparecer ante ella al ministro de la Guerra, d'Hautpoul. Este prometió que no volverían a repetirse aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había llevado el mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército de París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión permanente, jefe de la Guardia Nacional, el «salvador» del 29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte de la sociedad», candidato del partido del orden para la dignidad presidencial, el presunto Monk de dos monarquías, no se había reconocido jamás hasta entonces subordinado al ministro de la Guerra, se había burlado siempre abiertamente de la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte con una arrogante protección equívoca. Ahora, se desvivía por la disciplina contra el ministro do la Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10 de octubre una parte de la caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les saucissons!, Changarnier hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba al mando de su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su puesto en París con el pretexto de entregarle el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó este cambio de destino y viose obligado así a pedir el retiro.
Por su parte, Changarnier publicó el 2 de noviembre una orden de plaza en la que prohibía a las tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones políticas estando bajo las armas. Los periódicos elíseos atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la comisión permanente celebraba una sesión secreta tras otra, en las que se presentaba reiteradamente la proposición de declarar a la patria en peligro; el ejército parecía estar dividido en dos campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno en el Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba Changarnier. Sólo parecía faltar la reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al público francés estos rozamientos entre Bonaparte y Changarnier le merecían el mismo juicio que a aquel periodista inglés que los caracterizó en las siguientes palabras:
«Las criadas políticas de Francia barren la ardiente lava de la revolución con las viejas escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan su faena».
Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la Guerra, d'Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de ministro de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo a orden, ávido de reconciliación, lleno de resignación constitucional, en el que se trataba de todo lo divino y lo humano, menos de las questions brûlantes del momento. Como de pasada, dejaba caer las palabras de que con arreglo a las normas expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí solo del ejército. El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes:
«Francia exige ante todo tranquilidad... Soy el único ligado por un juramento, y me mantendré dentro de los estrictos límites que me traza... Por lo que a mí se refiere, elegido por el pueblo y no debiendo más que a éste mi poder me someteré siempre a su voluntad legalmente expresada. Si en este período de sesiones acordáis la revisión constitucional, una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del poder ejecutivo. En otro caso, el pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero, cualesquiera que sean las soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para que jamás la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación... Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar a Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período restante pase sin agitación y sin perturbaciones. Os he abierto sinceramente mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con vuestra confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se encargará del resto».
El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la burguesía, descubre su más profundo sentido en labios de autócrata de la Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de las meriendas de St. Maur y Satory.
Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un solo instante en cuanto al crédito que se podía dar a esa efusión cordial. Acerca de los juramentos estaban ya desde hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos del perjurio político, y el pasaje dedicado al ejército no se les pasó desapercibido. Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más importante de todas, la ley electoral, y más aun, que en caso de no revisión constitucional se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente. La ley electoral era el grillete atado a los pies del partido del orden, que le impedía andar, y no digamos lanzarse al asalto. Además, con la disolución oficial de la Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del ministro de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte había sacrificado por su propia mano en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias. Quitó la espina al choque que se esperaba. Finalmente, el mismo partido del orden procuró rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el poder ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó que su rival cosechase los frutos de ellas. «Francia exige ante todo tranquilidad». Así le venía gritando desde febrero el partido del orden a la revolución, así le gritaba al partido del orden el mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad». Bonaparte cometía actos encaminados a la usurpación, pero el partido del orden provocaba «agitación» si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo hipocondríaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie hablaba de ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir Bonaparte exigía que se le dejase hacer tranquilamente lo que quería, y el partido parlamentario sentíase paralizado por un doble temor: por el temor de provocar la agitación revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por tanto que Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz», a contestar con «guerra». El público, que ya se relamía pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban a producir al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional, viese defraudado en sus esperanzas.
Los diputados de la oposición que exigían que se presentasen las actas de la comisión permanente acerca de los acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la mayoría. Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran excitar los ánimos. Los trabajos de la Asamblea Nacional durante los meses de noviembre y diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de Justicia, Rouher, declaró que podía dictarse sin más trámites mandato de arresto contra el deudor. Mauguin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde mandó a su greffier a que le sacase por la fuerza de Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad de la propiedad privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos, declaró válida la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar que también se podría meter en la cárcel por deudas al presidente de la República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia corporación.
Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una sección de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores presentaron en relación con esto la propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta ingerencia en sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la cual el comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del Interior. Entre tanto, Alais había sido entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional.
Ahora, el 29 de diciembre el ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La Mesa de la Asamblea Nacional, acuerda no destituirle, pero ésta, asustada de la violencia de su proceder en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder ejecutivo le devolviera dos golpes por uno, no lo sanciona. Destituye a Yon en recompensa por el celo con que le había servido y se despoja de una prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta por la noche…”
(continuará)
[ Fragmento de: Karl MARX. “El 18 brumario de Luis Bonaparte” ]
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Basta cambiar fechas y nombres, y el texto, tanto en el fondo como en la forma, es de una vigencia sorprendente. "Viejo 'roué' ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable".
ResponderEliminarSegún parece, no solamente no ha habido Waterloo para esta napoleónica concepción del poder, sino que vuelve sin cesar de Elba, renovada, triunfante y acogida por sus "postmodernos" pupilos, para los que "París" bien vale una "democracia".
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Los sucesivos ajustes de cuentas –desde la Revolución francesa hasta ahora mismito– que se dan en el seno de la burguesía –el ejecutivo, el parlamento, la milicia…– están tan cubiertos de mierda como de sangre sus inclementes enfrentamientos con el caduco y residual poder feudal y, sobre todo, con la entonces emergente clase obrera revolucionaria, a la que cuando le convino utilizó ‘la triunfante burguesía’ como carne de cañón, para luego ‘desarmarla’ y condenarla a la irrelevancia política. Pero todos estos hechos que Marx nos relata de manera clara y detallada, resulta que en la historia oficial han sido cuidadosamente despreciados, marginados, omitidos u ocultados. Y ese enorme hueco ha sido posteriormente rellenado con el consabido anecdotario de pamplinas que compone todo ‘relato histórico dominante’ que se precie: unos entrantes trucados, un primero falseado, un segundo manipulado y de postre… un digestivo que sirva de anestesia para el transito intestinal de tanta piedra de molino.
ResponderEliminarSalud y comunismo