viernes, 29 de abril de 2022

 

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EL 18 BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE

Carlos Marx (1852)

 [ 005 ]

 

III

 

(…)

 

“…Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeñoburgueses, lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar con el proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia la trampa a rienda suelta.

 

El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas francesas. Este bombardeo infringía el artículo V de la Constitución, que prohíbe a la República Francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo. Además, el artículo 54 prohibía toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había desautorizado la expedición a Roma, con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones, Ledru-Rollin presento el 11 de junio de 1849 un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que estaban dispuestos a defender la Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la mano. La Montaña se levantó como un sólo hombre y repitió este llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó el acta de acusación, y la Montaña abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando «fuera de la Constitución» a Bonaparte y sus ministros; la procesión callejera de los guardias nacionales democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron a escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc., etc. Una parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento parlamentario sometió al resto a la vigilancia de maestro de escuela del presidente de la Asamblea Nacional. En París se declaró nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional fue disuelta. Así se destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza de los pequeños burgueses en París.

 

En Lyon, donde el 13 de junio había dado la señal para un sangriento levantamiento obrero, se declaró también el estado de sitio, que se hizo extensivo a los cinco departamentos circundantes, situación que dura hasta el momento actual. El grueso de la Montaña dejó en la estacada su vanguardia, negándose a firmar la proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron a publicar el pronunciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los guardias nacionales no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños burgueses, ya que a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático contagió al proletariado su propia debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus jefes.

 

Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que la campaña inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo, intentan repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un propósito serio, era necio no prever que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con las que esa lucha había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y de sus representantes democráticos no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin propuesto y acechan todos los pretextos para sucumbir. Tan pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se le pincha con una aguja.

 

Ningún partido exagera más ante él mismo sus medios que el democrático, ninguno se engaña con más ligereza acerca de la situación. Porque una parte del ejército hubiese votado a su favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto de vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que los revolucionarios se ponían al lado de los soldados romanos y en contra de los soldados franceses. De otra parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo del mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una profunda repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas una desconfianza completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas diferencias, harían falta grandes intereses comunes que estuviesen en juego. La infracción de un artículo constitucional abstracto no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se había violado ya repetidas veces la Constitución, según aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los periódicos más populares no habían estigmatizado esta Constitución como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas reconocen que tienen enfrente a una clase privilegiada, pero ellos, con todo el resto de la nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan son los derechos del pueblo, lo que los interesa, es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar los intereses y las posiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que dar la señal, para que el pueblo, con todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia, la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo indivisible en varios campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y cegado para ver en los fines puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha fracasado todo por un detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso, el demócrata sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como inocente entró  en ella, con la convicción readquirida de que tiene necesariamente que vencer, no de que él mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino de que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para ponerse a tono con él.

 

Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica de la Montaña diezmada, destrozada y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a sus jefes, por otra parte abrió paso a «capacidades» de segundo rango, a quienes esta nueva posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar sus actos a estallidos de indignación moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver encarnados en ellos, como últimos representantes oficiales de la revolución, todos los horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse en la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar el sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quiénes somos nosotros!» Nous verrons!».

 

Por lo que se refiere a los «montañeses» huidos al extranjero, basta observar que Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido arruinar irremisiblemente en menos de dos semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó llamado a formar un gobierno francés in partibus, que a lo lejos, desgajada del campo de acción, su figura parecía ganar en talla a medida que bajaba el nivel de la revolución y las magnitudes oficiales de la Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente republicano para 1852; que dirigía circulares periódicas a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba a los déspotas del continente con sus hazañas y las de sus aliados. ¿Acaso le faltaba por completo la razón a Prondhon cuando gritó a estos señores: Vous n'êtes que des blagueurs!?

 

El 13 de junio, el partido del orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña, sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y así entendía él la república, como el régimen en el que la burguesía domina bajo formas parlamentarias, sin encontrar un valladar como bajo la monarquía; ni en el veto del poder ejecutivo ni en el derecho de disolver el parlamento. Esto era la república parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba a éste a una debilidad incurable frente al poder ejecutivo y al pueblo, al repudiar a la parte más popular de la Asamblea? Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias, a la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria. El reglamento humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente de la república en la misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del régimen constitucional, como un movimiento anárquico encaminado a subvertir la sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el camino del llamamiento a la insurrección, tan pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución en contra de ella.

 

Y la ironía de la historia quiso que el 2 de diciembre de 1851, el general que bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando así el motivo inmediato para el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot, hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano, por el partido del orden, como el general de la Constitución frente a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que desde la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios por las brutalidades cometidas por él en los locales de periódicos democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales pertenecientes a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la conspiración de Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo por parte de la Guardia Nacional.

 

 

El 13 de junio tenía, además, otra significación. La Montaña había querido arrancar el que se entregase a Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos democráticos. El partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo leerse en los muros de París una proclama en la que el presidente, como sin participación suya, resistiéndose, obligado simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja, como la virtud ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y, mientras parece identificar a su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden con su persona. Además, la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de realizada, la expedición contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo de Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como rey David. Se había ganado a los curas.

 

El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica procesión callejera. Contra él no se podían, por tanto, ganar laureles guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla incruenta en un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército, como el poder del orden, en contraposición a las masas del pueblo, como la impotencia de la anarquía, y glorificaron a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un engaño, en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo de cuerda, fueron desplazados de París los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos en que las elecciones habían dado los resultados más democráticos fueron desterrados de Francia a Argelia, las cabezas inquietas que había entre las tropas, enviadas a secciones de castigo, y, por último, sistemáticamente llevado cabo el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento de la sociedad civil.

 

Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830 había decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los motines en los que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en las jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente la insurrección y equívoca frente a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando la convicción de que la revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la omnipotencia civil. Las jornadas de junio de 1848, en que todo la Guardia Nacional, unida a las tropas de línea, sofocó la insurrección, habían reforzado esta fe supersticiosa. Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la posición de la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división militar en la persona de Changarnier.

 

Como el mando de la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron al ejército sus armas sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era un trapo de lana como otro cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía y la pequeña burguesía, en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar este hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución. Así fue como la burguesía rompió ella misma su última arma contra el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella tomo vasallo, sino delante de ella como rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.

 

Entretanto, el partido del orden festejaba la conquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto basta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremonts, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repiten con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentable: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité por estas palabras inequívocas: Infanterie, Cavalerie, Artillerie!...”

 

(continuará)

 

 

[Fragmento de: Karl MARX. “El 18 brumario de Luis Bonaparte”]

 

*

 

4 comentarios:

  1. "Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático contagió al proletariado su propia debilidad". ¡Vaya! Qué actual me suena esto (solo que hoy en clave de farsa).

    Salud y comunismo

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  2. Marx predicó con el ejemplo práctico, siempre va a la raíz de las cosas, o sea a lo esencial. Y de ahí se deriva su permanente actualidad, claro que matizada por el singular desarrollo del tronco y el propio brote de cada rama:

    “…y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus jefes…”

    Y de esto hace 170 años… ayer leí un artículo de Belén Gopegui en El Salto, en el que viene a decirnos que la pobrecita Yolanda no puede hacer más de lo que hace, no por falta de voluntad política sino porque le falta ‘apoyo popular organizado’, o sea que «el pueblo deserta de su función de pedestal de la lideresa del PCE». En fin, otra que se está currando una vejez confortable a la sombra de la izquierda de pacotilla… pero ‘con los papeles en regla’.

    Salud y comunismo

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    1. Dejé de seguir la trayectoria de Belén Gopegui tras leer declaraciones suyas de una ambigüedad claramente escorada hacia esa sombra que mencionas. Tal vez se deba, es un suponer, al narcótico y placentero efecto que el "estado del bienestar" ejerce sobre sus fieles. La izquierda Armani, como la denominaba un viejo amigo y camarada comunista que abandonó el partido asqueado.
      Una pena (otra más) lo de Gopegui, que mitigué sobradamente releyendo a Vázquez Montalván.

      Salud y comunismo

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    2. En sus diarios, con su característica agudeza, escribió Rafael Chirbes sobre la compañera de su ‘amigo/editor’ Bértolo:

      “No entiendo lo que Belén Gopegui ha pretendido hacer en su última novela, ‘El lado frío de la almohada’. Me da la impresión de que el libro arrastra una gran cantidad de trabajo destinado a ponerle coturnos a un texto de una simplicidad que ha debido de parecerle sospechosa incluso a su autora. No funciona la novela de espías, que parece una excusa traída por los pelos; tampoco funciona la historia de amor, que uno no llega a saber sobre qué se levanta. En paralelo, discurre el texto supuestamente social: una serie de consignas que surgen de la nada, se colocan aquí y allá, al tresbolillo, para que el libro pueda reclamar un significado político ante el que los lectores claudican por no reconocer que lo que ocurre es que no entienden nada.”

      (…)

      “También exhibe brillantez en algunos tramos ‘Lo real’, de Belén Gopegui, un libro bienintencionado, que en su conjunto resulta artificioso, hasta rozar la cursilería en algunas metáforas y en la elección de adjetivos. Personajes y diálogos poco creíbles. Un libro que me resulta, sobre todo, aburrido.”

      En fin, al diario se le confiesa lo que se calla –hasta la tumba– en público.

      *


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Gracias por comentar