sábado, 9 de abril de 2022



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Karl Marx / “Miseria de la filosofía 1846-47”

 [ 021 ]

 

 

 APÉNDICES

 

 

4. DISCURSO SOBRE EL LIBRE INTERCAMBIO

 

(…)

 

“…Los economistas toman siempre el precio del trabajo en el momento en que se cambia por otras mercadas, pero dejan de lado totalmente el momento en que actúa el trabajo su intercambio contra el capital.

 

Cuando se requieran menos costos para poner en movimiento la máquina que produce las mercancías, las cosas necesarias para mantener a esa máquina que se llama trabajador costarán también menos caras. Si todas las mercancías son más baratas, el trabajo, que también es una mercancía, bajará igualmente de precio y, como lo veremos más tarde, ese trabajo mercancía bajará proporcionalmente mucho más que las demás mercancías. El trabajador que cuente siempre con el argumento de los economistas encontrará que el franco se fundió en su bolsillo y que no le quedan más que cinco centavos.

 

Sobre ello les dirán los economistas: Bien, convenimos en que la competencia entre los obreros, la cual desde luego no habrá disminuido bajo el régimen del libre intercambio, no tardará en poner los salarios al nivel de los bajos precios de las mercancías. Pero, por otra parte, el bajo precio de las mercancías aumentará el consumo; el mayor consumo exigirá una mayor producción, la cual será seguida por una mayor demanda de brazos y a esta mayor demanda de brazos seguirá un alza de salarios.

 

Todo este argumento se reduce a lo siguiente: El libre intercambio aumenta las fuerzas productivas. Si la industria sigue creciendo, si la riqueza, si el poder productivo, si, en una palabra, el capital productivo aumenta la demanda de trabajo, el precio del trabajo y en consecuencia el salario aumentarán igualmente. La mejor condición para el obrero es el acrecentamiento del capital. Y es preciso convenir en ello. Si el capital permanece estacionario, la industria no sólo quedará estacionaria sino que declinará, y en este caso, el obrero será la primera víctima. Morirá antes que el capitalista. Y en el caso en que el capital va creciendo, en ese estado de cosas al que hemos declarado el mejor para el obrero, ¿cuál será su suerte? Morirá igualmente. El acrecentamiento del capital productivo implica la acumulación y la concentración de capitales. La concentración de capitales lleva a una mayor división del trabajo y a una aplicación mayor de las máquinas. Una mayor división del trabajo destruye la especialidad del trabajo, destruye la especialidad del trabajador y, al poner en obra en lugar de esta especialidad un trabajo que todo el mundo puede hacer, aumenta la competencia entre los obreros.

 

Esta competencia se vuelve tanto más fuerte cuando más la división del trabajo da al obrero el medio de hacer por sí solo la obra de tres. Las máquinas producen el mismo resultado en una escala mucho mayor. El acrecentamiento del capital productivo, al obligar a los capitalistas industriales a trabajar con medios siempre crecientes, arruina a los pequeños industriales y los lanza al proletariado. Además, si las tasas de interés disminuyen a medida que los capitales se acumulan, los pequeños rentistas, que ya no pueden vivir de sus rentas, serán obligados a lanzarse a la industria para acabar aumentando a continuación el número de los proletarios.

 

Finalmente, cuanto más aumenta el capital productivo, más obligado se ve a producir para un mercado del que no conoce las necesidades, más precede la producción al consumo, más la oferta busca obligar a la demanda y, en consecuencia, las crisis aumentan de intensidad y de rapidez. Pero, a su vez, toda crisis acelera la centralización de los capitales y agranda el proletariado.

 

Así, a medida que crece el capital productivo, la competencia entre los obreros crece en una proporción mucho mayor. La retribución del trabajo disminuye para todos y la carga de trabajo aumenta para algunos.

 

En 1829 había, en Manchester, 1.088 hiladores ocupados en 36 fábricas. En 1841, no había más que 448, y éstos ocupaban 53.353 husos más que los 1.088 obreros de 1829. Si la relación del trabajo manual hubiera aumentado proporcionalmente al poder productivo, el número de obreros habría debido alcanzar la cifra de 1.848, de modo que las mejoras aportadas en la mecánica le han quitado el trabajo a 1.400 obreros.

 

Sabemos de antemano la respuesta de los economistas. Estos hombres privados de labor, dicen, encontrarán otro empleo a sus brazos. El doctor Bowring no dejó de reproducir este argumento en el congreso de economistas, pero tampoco dejó de refutarse a sí mismo.

 

En 1835, el doctor Bowring pronunció un discurso en la Cámara de los Comunes acerca de los 50 000 tejedores de Londres, que desde hace mucho se mueren de inanición, sin poder encontrar esa nueva ocupación que los free-traders les hacen entrever en lontananza.

 

Daremos los pasajes más salientes de ese discurso del doctor Bowring:

 

La miseria de los tejedores a mano —dice— es la suerte inevitable de toda especie de trabajo que se aprende fácilmente y que es susceptible de ser remplazado a cada instante por medios menos costosos. Como en este caso la competencia entre los obreros es extremadamente grande, el menor relajamiento en la demanda implica una crisis. Los tejedores a mano se encuentran en cierto modo colocados en los límites de la existencia humana. Un paso más y su existencia se hace imposible. El más pequeño choque es suficiente para lanzarlos a la carrera del deterioro. Los progresos de, la mecánica, al suprimir cada vez más el trabajo manual, comportan infaliblemente durante la época de transición muchos sufrimientos temporales. El bienestar nacional no podría comprarse más que al precio de ciertos males individuales. En la industria no se avanza si no es a expensas de los rezagados, y, de todos los descubrimientos, el telar de vapor es el que carga un mayor peso sobre los tejedores a mano. El tejedor ha sido puesto fuera de combate en muchos artículos que se hacían a mano, pero también será derrotado en tantas otras cosas que todavía se hacen a mano.

 

Tengo entre mis manos —dice más adelante— cierta correspondencia del gobernador general con la Compañía de las Indias orientales. Esta correspondencia concierne a los tejedores del distrito de Dacca. El gobernador dice en sus cartas: hace unos años la Compañía de las Indias orientales recibía de seis a ocho millones de piezas de algodón, fabricadas en los telares del país. La demanda cayó gradualmente y se redujo a un millón de piezas aproximadamente.

 

En este momento, ha cesado casi por completo. Además, en 1800, América del Norte sacaba de las Indias 800.000 piezas de algodón. En 1830, no llegan a 4.000. Finalmente, en 1800 se embarcaron, para ser transportadas a Portugal, un millón de piezas de algodón. En 1830, Portugal no recibía más de 20.000.

 

Los informes sobre la miseria de los tejedores indios son terribles, pero ¿cuál fue el origen de esta miseria?

 

La presencia en el mercado de los productos ingleses, la producción del artículo por medio del telar de vapor. Gran número de tejedores han muerto de inanición; el resto pasó a otras ocupaciones y sobre todo a los trabajos rurales. No saber cambiar de ocupación fue una sentencia de muerte. Y en este momento, el distrito de Dacca rebosa de hilados y de tejidos ingleses. La muselina de Dacca, renombrada en el mundo entero por su belleza y la firmeza de su tejido, fue igualmente eclipsada por la competencia de las máquinas inglesas. En toda la historia del comercio sería difícil encontrar sufrimientos semejantes a los que tuvieron que soportar de esta manera clases enteras de las Indias orientales.

 

El discurso del doctor Bowring es tanto más notable cuanto que los hechos que cita son exactos, mientras que las frases con las que busca paliarlos llevan consigo el carácter hipócrita común a todos los sermones librecambistas. Representa a los obreros como medios de producción a los que hay que remplazar por medios de producción menos costosos. Finge ver en el trabajo del que habla una labor de todo punto excepcional y en la máquina que ha aplastado a los tejedores una máquina igualmente excepcional. Olvida que no hay trabajo manual que no sea susceptible de sufrir de un día a otro la suerte del tejido.

 

La meta constante y la tendencia de todo perfeccionamiento en el mecanismo, en efecto, es dejar de lado por entero el trabajo del hombre o disminuir su costo, sustituyendo la industria de los hombres adultos por la de las mujeres y los niños o el trabajo del artesano por el del obrero burdo. En la mayor parte de las hilaturas por telares continuos, en inglés throstle-mills, la hilatura es ejecutada enteramente por muchachas de dieciséis años y menos. La sustitución de la mule-jenny común por la mule-jenny automática tuvo por efecto despedir a la mayor parte de los hiladores y de conservar a los niños y a los adolescentes.

 

Estas palabras del librecambista más apasionado, el doctor Ure, sirven para completar las confesiones de Bowring. Este habla de algunos males individuales y, al mismo tiempo, dice que estos males individuales hacen que perezcan clases enteras; habla de sufrimientos pasajeros en la época de transición y, al hablar de ello, no disimula que estos sufrimientos pasajeros han sido para la mayoría el paso de la vida a la muerte y, para el resto, el movimiento de transición hacia una condición inferior a aquella en la que estaban colocados hasta entonces. Si más lejos habla de que las desgracias de estos obreros son inseparables del progreso de la industria y necesarias para el bienestar nacional, esto significa simplemente que el bienestar de la clase burguesa tiene como condición necesaria la degradación de la clase trabajadora.

 

Todo el consuelo que Bowring prodiga a los obreros que mueren y, en general, toda la doctrina de compensación que los free-traders establecen se reduce a esto:

 

Vosotros, esos miles de obreros que perecen, no os desconsoléis. Podéis morir tranquilamente. Vuestra clase no perecerá. Siempre será más numerosa para que el capital pueda diezmarla, sin temer acabar con ella. Por lo demás, ¿cómo queréis que el capital encuentre un empleo útil, si no tuviera la necesidad de agenciarse siempre la materia explotable, los obreros, para explotarlos de nuevo?

 

 

Pero igualmente, ¿por qué plantear como problema a resolver la influencia que la realización del libre intercambio ejercerá sobre la clase obrera? Todas las leyes que han expuesto los economistas, desde Quesnay hasta Ricardo, se basan en la suposición de que las trabas que encadenan todavía a la libertad comercial ya no existen. Estas leyes se confirman en la medida en que se realiza el libre intercambio. La primera de estas leyes es que la competencia reduce el precio de toda mercancía al mínimo de, sus costos de producción. Así el mínimo del salario es el precio natural del trabajo. ¿Y qué es el mínimo del salario? Es precisamente lo necesario para producir los objetos indispensables al sustento del obrero, para ponerlo en situación de alimentarse bien o mal y de propagar su raza por poco que sea.

 

No creamos con esto que el obrero no tendrá más que este mínimo de salario; tampoco hemos de creer que tendrá este mínimo de salario para siempre.

 

No, según esta ley la clase obrera llegará a ser algún día más feliz. A veces superará el mínimo, pero este excedente no será más que el complemento de lo que tendrá por debajo del mínimo en tiempos de estancamiento industrial. Esto quiere decir que, en una cierta época que es siempre periódica, en ese círculo que sigue la industria, al pasar por las vicisitudes de prosperidad, de sobreproducción, de estancamiento, de crisis, si contamos todo lo que la clase obrera tendrá de más o menos de lo necesario, veremos que en suma no habrá logrado ni más ni menos que el mínimo; esto quiere decir que la clase obrera no se habrá conservado como clase más que después de grandes desgracias y miserias y de cadáveres abandonados en el campo de batalla industrial. Pero ¿qué importa? La clase subsiste siempre y, más aún, incluso se habrá acrecentado. Esto no es todo. El progreso de la industria produce medios de existencia menos costosos. Así es como el alcohol remplaza a la cerveza, el algodón a la lana y el lino, y cómo la papa remplazó al pan.

 

Así como encontramos siempre medio de alimentar el trabajo con cosas menos caras y más míseras, el mínimo del salario siempre va disminuyendo. Si este salario empezó por hacer trabajar al hombre para vivir, acaba por hacer vivir al hombre una vida de máquina. Su existencia no tiene más valor que la de una simple fuerza productiva, y el capitalista la trata en consecuencia.

 

Esta ley del trabajo mercancía, del mínimo del salario, se verificará a medida que la suposición de los economistas, el libre intercambio, se vuelva una verdad, una realidad. Así, una de dos: o es necesario 

renegar de toda la economía política basada en el supuesto del libre intercambio,, o bien es preciso convenir que los obreros serán golpeados con todo rigor por las leyes económicas de este libre intercambio.

 

Para resumir: en el estado actual de la sociedad, ¿qué es pues el libre intercambio? Es la libertad del capital. Cuando hayáis hecho caer las pocas trabas nacionales que encadenan todavía la marcha del capital, no habréis más que liberar su acción por entero. Mientras dejéis subsistir la relación del trabajo asalariado con el capital, el intercambio de las mercancías entre sí dándose aún en las condiciones más favorables, siempre habrá una clase que explotará y una clase que será explotada. Cuesta trabajo comprender la pretensión de los librecambistas, que se imaginan que el uso más ventajoso del capital hará desaparecer el antagonismo entre los capitalistas industriales y los trabajadores asalariados. Al contrario, de ahí resultará que la oposición de estas dos clases se dibujará con mayor claridad aún.

 

Admítase por un instante que ya no hay leyes cerealeras ni aduanas ni impuestos de consumo, en fin, que todas las circunstancias accidentales a las que el obrero puede todavía asirse como las causas de su situación miserable hayan desaparecido enteramente y habrán sido rasgados los velos que ocultan de su mirada a su verdadero enemigo.

 

Verá que el capital vuelto libre no lo hace menos esclavo que el capital vejado por las aduanas.

 

Señores, no dejéis que os impresione la palabra abstracta libertad. ¿Libertad de quién? No se trata de la libertad de un individuo en presencia de otro individuo. Es la libertad que tiene el capital de aplastar al trabajador.

 

¿Cómo es posible que queráis sancionar la libre competencia con esta idea de libertad, cuando tal libertad es sólo el producto de un estado de cosas basado en la libre competencia?

 

Hemos hecho ver qué es la fraternidad que el libre intercambio hace surgir entre las diferentes clases de una misma nación. La fraternidad que el libre intercambio establecerá entre las diferentes naciones de la tierra no será más fraterna. Llamar por el nombre de fraternidad universal la explotación en su estado cosmopolita es una idea que no podía originarse más que en el seno de la burguesía. Todos los fenómenos destructores a que la libre competencia da origen en el interior de un país se reproducen en proporciones gigantescas en el mercado del universo. No tenemos necesidad de detenernos más largamente en los sofismas que los librecambistas dedican a este tema y que equivalen a los argumentos de nuestros tres laureados: Hope, Morse y Greg.

 

Por ejemplo, se nos dice que el libre intercambio daría origen a una división internacional del trabajo que asignaría a cada país una producción en armonía con sus ventajas naturales.

 

Quizá pensáis, señores, que la producción de café y de azúcar es el destino natural de las Indias occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que no se junta con el comercio, no había puesto ahí ni cafetos ni caña de azúcar.

 

Y no pasará quizá medio siglo sin que no encontréis ahí ni café ni azúcar, pues las Indias orientales, por la baratura de la producción, han combatido ya victoriosamente tal pretendido destino natural de las Indias occidentales. Y éstas, con sus dones naturales, son ya para los ingleses un fardo tan pesado como los tejedores de Dacca, esos que estaban destinados, ellos también, a tejer a mano desde el principio de los tiempos.

 

Algo más que no hay que perder de vista es que, por lo mismo que todo se vuelve monopolio, hay también en nuestros días algunos ramos industriales que dominan a los demás y que aseguran a los pueblos que los explotan mayormente el imperio sobre el mercado del universo. Así es cómo en el comercio internacional el algodón por sí solo tiene un mayor valor comercial que todas las demás materias primas empleadas en la fabricación de ropa tomadas en conjunto. Y es verdaderamente de risa ver a los librecambistas hacer resaltar las pocas especialidades de cada ramo industrial para compararlas con los productos de uso común, que se producen muy baratos en los países donde la industria está muy desarrollada.

 

Si los librecambistas no pueden comprender cómo un país puede enriquecerse a expensas del otro, no debemos asombrarnos por ello, ya que estos mismos señores tampoco quieren comprender cómo, en el interior de un país, una clase puede enriquecerse a costa de otra.

 

No creáis, señores, que al hacer la crítica de la libertad comercial hayamos tenido la intención de defender el sistema proteccionista.

 

Aunque nos digamos enemigos del régimen constitucional, no por ello nos proclamamos amigos del antiguo régimen.

 

Por lo demás, el sistema proteccionista no es más que un medio de establecer en un pueblo la gran industria, es decir hacerle depender del mercado del universo y, desde el momento en que se depende de este mercado del universo, se depende ya más o menos del libre intercambio.

 

Además, el sistema protector contribuye a desarrollar la libre competencia en el interior de un país. Por ello vemos que, en los países donde la burguesía empieza a darse a conocer como clase, en Alemania por ejemplo, hace grandes esfuerzos para tener derechos protectores. Para ella son armas contra el feudalismo y contra el gobierno absoluto, y por lo tanto un medio de concentrar sus fuerzas y de realizar el libre intercambio en el interior del propio país.

 

Pero en general, en nuestros días, el sistema protector es conservador, mientras que el sistema del libre intercambio es destructor. Disuelve las antiguas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre la burguesía y el proletariado. En una palabra, el sistema de la libertad comercial acelera la revolución social. Sólo en este sentido revolucionario, señores, voto yo en favor del libre intercambio.”

 

 

 

[Fragmento de: Karl MARX. “Miseria de la filosofía”]

 

 

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