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Francisco Espinosa Maestre.“La justicia de Queipo”.
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La sublevación en marcha:
los años republicanos
EL 18 DE JULIO Y SUS LEYENDAS
El 18 de julio sevillano poco tiene que ver con la imagen predominante. Y parece ya tiempo de desvelar la leyenda de Queipo por más que algunos se aferren a ella como si la propia esencia de la ciudad —nueva Covadonga, la llamó Queipo— fuera a esfumarse. Sin duda, dado su arraigo, costará tiempo desmontarla. Da la sensación de que las versiones que no se ajustan a ella, incluso las suaves como la contenida en el libro El último virrey de Manuel Barrios, son rechazadas una y otra vez como cuerpo extraño. Barrios tuvo el mérito de exponer muy pronto tres ideas básicas: que Sevilla no se tomó con un puñado de soldaditos, que los golpistas contaron con la complicidad de Villa-Abrille y que el cerebro del golpe en Sevilla fue el comandante José Cuesta Monereo. Sin embargo, y pese a que el análisis racional llevaba a las tesis de Barrios, la leyenda, difundida por la prensa progolpista sevillana a raíz del primer aniversario del 18 de julio y perfilada en la Historia de la Cruzada, llega por diversos conductos hasta la actualidad, y todavía en la actualidad hay quienes mantienen que Queipo tomó la ciudad con unos «soldaditos» o incluso quienes creen, por poner un ejemplo aún más ridículo, en el cuento de los moros paseados una y otra vez en camiones para que parecieran más. Nos encontramos ante sesenta años de propaganda unilateral, ante una campaña de desinformación incesante que llega hasta hoy mismo y que utiliza todo tipo de foros y vías, incluidas las que se suponen que debían guiarse estrictamente por la investigación y la razón. Ni que decir tiene que los testimonios contrarios a la versión oficial, algunos tan valiosos como los de Koestler, Bahamonde o Barbero, han sido imposibles de encontrar en ninguna de las bibliotecas universitarias de la ciudad hasta nuestros días.
Contamos en esta ocasión con las declaraciones de aquellos militares sevillanos, juzgados por supuesto, que sin apoyar el golpe tampoco se opusieron, e igualmente contamos con las de sus compañeros triunfadores como Cuesta Monereo o los capitanes Manuel Escribano Aguirre y Manuel Gutiérrez Flores. Así, por ejemplo, el comandante de Estado Mayor Francisco Hidalgo Sánchez declaró, para justificar su desconocimiento de lo que se tramaba, que aunque era Jefe del Servicio de Información, ni investigaba a los oficiales ni nada que no fuera manejo extremista. A pesar de todo recordó claramente la visita que a finales de junio Queipo realizó a Villa-Abrille. Comentó entonces el general Queipo —Hidalgo lo sabía porque estaba presente— que «ciertos generales… estaban amenazados de muerte por su proceder no leal con la oficialidad», tras lo cual amenazó de manera directa al general Villa-Abrille diciéndole que precisamente él era uno de esos militares sospechosos. Recordó también que ese mismo día el general Villa-Abrille y el comandante Cuesta Monereo almorzaron juntos. Consciente de que algo raro ocurría y como Jefe del Estado Mayor, preguntó unos días después a Cuesta «que qué había», a lo que éste le respondió: «Nada».
El comandante Federico Hornillos Escribano reconoció durante la instrucción del proceso que tanto él como su general, Julián López Viota, sabían lo que se preparaba. Varias semanas antes del golpe, Cuesta acordó con Hornillos un encuentro entre el comandante Eduardo Álvarez-Rementería Martínez y el general López Viota. Aunque inicialmente éste se mostró reticente, acabó por recibir a Álvarez Rementería en su domicilio particular. Mostró sus dudas pero también guardó silencio. Julián López Viota fue el Comandante Militar que firmó el Bando del 6 de octubre de 1934 en Sevilla. Por su parte, el comandante Hornillos decidió que seguiría a su jefe.
Tenemos pues al general Queipo moviéndose a su antojo; a la máxima autoridad militar de la División en relación más que sospechosa con los conspiradores y guardando un silencio cómplice; y al Estado Mayor, controlado por Cuesta Monereo, ultimando detalles. Dicho de otro modo, tenemos a los responsables de la División, el general Villa-Abrille, el general López Viota y el Jefe del Estado Mayor Hidalgo, en el papel de «mudos espectadores», en palabras de Cuesta. Sería sin embargo el capitán Manuel Gutiérrez Flores, del Estado Mayor, el que más gráficamente describió la situación en que se encontraban sus superiores aludidos, silenciosos pero remisos, cuando dijo que sufrían «empacho de legalidad».
Sabemos por el comandante Hornillos que después de celebrarse en la mañana del sábado 18 de julio la reunión de jefes militares, reunión en la que tras comunicar con diversas comandancias militares como las de Granada, Málaga y Algeciras, se decidió permanecer leales al mando, su jefe, el general López Viota, se entretuvo hablando con Villa-Abrille, tras lo cual decidió irse a comer. Al salir Villa-Abrille a despedirlo, vieron a varios militares hablando y gesticulando, los cuales al preguntárseles qué hacían allí se marcharon sin dar explicaciones. Fue entonces cuando los dos generales observaron que en la Sala de Estado Mayor había un numeroso grupo de oficiales, por lo que Villa-Abrille ordenó a su ayudante, el teniente coronel Manuel Lizaur Raúl, que los llamara. De inmediato parte del grupo se desplazó hacia donde se hallaba el general Villa-Abrille, destacándose el comandante Cuesta, que mientras avanzaba venía diciendo en voz alta: «Estos oficiales no están conformes…». No acabó la frase, pues en ese momento salió de entre el grupo el general Queipo, quien dirigiéndose directamente hacia Villa-Abrille lo abrazó, marchando ambos en conversación más bien amistosa hacia el despacho del segundo seguido del grupo de oficiales. En el despacho, además de Villa-Abrille, López Viota y Lizaur, entraron Cuesta, Queipo, su ayudante López-Guerrero y varios oficiales más. Los restantes, entre los que se encontraban Manuel Díaz Criado y los hermanos José y Antonio García Carranza, quedaron vigilantes en la puerta. Cuando a Hornillos, que había quedado fuera, le fue permitido entrar en el despacho, ya estaban detenidos los generales Villa-Abrille y López Viota.
Estos hechos quedaron reflejados en la hoja de servicios de Manuel Díaz Criado de forma poco acorde con la leyenda: «Forma parte del grupo de oficiales que detuvieron al entonces general Villa-Abrille…».
Otro que apareció en mal momento fue el comandante Francisco Hidalgo Sánchez. Había llegado ese mismo sábado 18 de Madrid con el tiempo justo para asistir a la reunión de jefes celebrada en la División. Cuando concluyó la reunión, Hidalgo entregó las notas tomadas al comandante Cuesta «por si tenía él que ausentarse en algún momento que estuviera enterado de todo». Poco antes de las 14.00 horas Hidalgo se retiró a su despacho para almorzar. Fue después, al bajar y dirigirse hacia el despacho del general Villa-Abrille, cuando se encontró con Cuesta, quien directamente le preguntó por su actitud respecto al movimiento militar. Hidalgo respondió: «Yo con el General Villa-Abrille», a lo que Cuesta añadió: «Como siempre, no sé para qué te pregunto». Luego Hidalgo dijo que quería hablar con el general y al entrar en su despacho se encontró con que Villa-Abrille ya no estaba allí. Preguntado de nuevo por Cuesta que de qué lado estaba dijo «que la única autoridad que reconocía era la del General Villa-Abrille, resolviendo de esta forma el conflicto que se le planteaba entre sus sentimientos y su deber», recordaría más tarde en sus declaraciones. «Pues ya sabes lo que tienes que hacer», le dijo finalmente Cuesta indicándole el camino de los detenidos. «Desde ese momento empecé a actuar como Jefe del Estado Mayor del General Queipo», declaró el comandante Cuesta Monereo. Posteriormente diría en favor del comandante Hidalgo que, pese a estar al tanto de sus encuentros con Queipo en su despacho, «no dificultó la acción de los que realizamos el acto de fuerza».
El teniente coronel de Infantería Lucio Berzosa García declaró ignorar todo sobre la trama golpista. Cuando el sábado 18, al término de la reunión de jefes, el coronel Manuel Allanegui Lusarreta le ordenó que se acuartelaran dos compañías con un jefe, cargo que recayó sobre él mismo por estar de cuartel, no se extrañó. Sabía lo de África. Salió a comer tranquilamente y al volver a su cuartel el oficial de guardia le dijo: «Pasa que el general está dentro». Él pensó que sería Villa-Abrille, pero no, el que estaba dentro, en el despacho de ayudantes, era el general Queipo de Llano con el coronel Allanegui y con los jefes y oficiales del Estado Mayor y del Regimiento. Allanegui, militar legalista llegado a Sevilla dos meses antes, escuchaba las explicaciones sobre el alcance del movimiento militar. Berzosa recordaría que eran las 14.15 horas. Tras escuchar las explicaciones de unos y otros, Allanegui dijo que con él no contaran. Entonces Queipo se volvió a Berzosa y éste respondió inmediatamente que estaba con su coronel. En ese momento sonó un toque de escuadra y el coronel Allanegui preguntó a Berzosa que quién había dado tal orden; cuando éste quiso acercarse a la ventana para mirar, Queipo le ordenó que no hiciera tal cosa y su ayudante, López-Guerrero, lo rodeó con el brazo y, señalando a Queipo con la mirada, preguntó a Berzosa: «¿No lo conoces?» Éste mostró extrañeza y preguntó de qué se trataba, diciéndosele que había una sublevación del Ejército y la Marina. Después Fernández de Córdoba y otros intentaron nuevamente convencer al coronel Allanegui, pero debía de estar clara su actitud cuando alguien vestido de paisano (pero que era comandante del Estado Mayor de la División) dijo a Queipo: «Mi general, no hay que perder tiempo», a lo que el general respondió: «Bueno, vamos a ver al general Villa-Abrille». Y todos marcharon hacia la cercana División como si el general Villa-Abrille hubiera de decir la última palabra sobre la decisión a tomar. Es evidente que tanto el coronel Allanegui como Berzosa desconocían lo ocurrido con anterioridad y la situación en que estaban los generales Villa-Abrille y López Viota o el comandante Hornillos. Primero salieron Allanegui y Berzosa, y a continuación Queipo, Fernández de Córdoba, Gutiérrez Flores, el capitán Delgado, el comandante de paisano y otros militares y paisanos. Al entrar en la División los dos primeros debieron entregar las armas, después de lo cual y sin trámite alguno fueron conducidos directamente a la habitación donde se encontraban ya los otros detenidos.
Así pues, si el violento altercado entre Queipo y Villa-Abrille no existió y lo del choque con Allanegui no fue para éste sino una vil encerrona, y todo ello sin peligro alguno para el general Queipo, siempre con las espaldas bien cubiertas por el grupo de civiles y militares golpistas, ¿qué resta de la leyenda? En teoría quedaría solamente el mito de la escasez de fuerzas con que se efectuó la ocupación de la ciudad, otro de los cuentos favoritos del general y sus hagiógrafos. Pues bien, incluso esto es falso.
En la toma de la ciudad no solo intervinieron la mayoría de los miles de hombres que aparecen en la Historia del Glorioso Alzamiento de Sevilla de Guzmán de Alfarache (Enrique Vila) de 1937, sino otros muchos. No fueron sesenta ni cien, ni ciento sesenta, ni trescientos. A Queipo le fastidiaron las listas del libro citado (Manuel Barrios llegó a sumar 5782 hombres) y aprovechó el aniversario para imponer su versión. Sin embargo no pudo controlar el B. O. E. El 29 de septiembre de 1937 se concedió la Medalla Militar Colectiva a las fuerzas de la guarnición de Sevilla que el día 18 de julio contribuyeron con su actuación al Glorioso Movimiento Nacional. A las pocas semanas comenzaron los problemas y las quejas, pues muchos que se consideraban con derecho a la distinción se vieron privados de ella. Ante las numerosas solicitudes de revisión presentadas, hubo que aclarar que sólo tenían derecho a la Medalla los que, entre la salida de las fuerzas y la caída del Gobierno Civil, actuaron en la calle participando en la lucha arma en mano. Lo cierto es que a partir de noviembre las quejas comenzaron a llover y que en muy breve plazo más de quinientas personas, no en todas las solicitudes se enumeraba la lista completa de solicitantes, plantearon su derecho a la Medalla Militar. Por otra parte, resulta evidente por las notas manuales escritas en las solicitudes el deseo de las autoridades militares golpistas de limitar al máximo el número de premiados, especialmente al rechazar a los que aun actuando en tareas diversas en pro de la sublevación, no estuvieron en ciertas calles o actuaron sin armas; también se denegó la solicitud a los que realizaron las maniobras iniciales del golpe a media mañana y a los que después de la caída del Gobierno Civil se sumaron a las tareas de control y represión. Entre los solicitantes de la Medalla Militar no incluidos en el decreto inicial se encontraban fuerzas de Artillería, Intendencia, Sanidad, Zapadores-Minadores, Transmisiones, Movilización, Destinos, Transportes, Caja de Reclutas, Estación de Radio, los veintiocho requetés que tomaron parte a las órdenes de Redondo y varios casos individuales.
Las solicitudes de inclusión en la Medalla Colectiva demuestran que cada grupo cumplió su papel y que, por más que Queipo y los del Estado Mayor pensaran lo contrario, todos se consideraban merecedores de ella. Si importante fue la función desempeñada por los que tomaron Sierpes o Tetuán y declararon el Bando, no menos lo fue la de los que actuaron en El Prado, en la Puerta de la Carne, en Reyes Católicos, en Transportes y Comunicaciones, en la Guardia Civil, etc. Sólo así se pudo llegar al extremo de limitar la concesión a los que actuaron en la calle entre la salida de las fuerzas y la caída del Gobierno Civil. Luego, sin embargo, y en estrecha relación con la misma operación, recibieron la Medalla Militar gente como Castejón (Macarena y Triana) o Haro Lumbreras (La Pañoleta y Triana). Una prueba más de este ocultamiento, cierre perfecto del círculo trazado por Queipo y los suyos, sería la imposibilidad actual de saber quiénes fueron los beneficiarios de la medalla, pues contra toda previsión no aparecen en el texto de la concesión ni en los archivos militares. En consecuencia, debemos remitirnos a las listas del libro de «Guzmán de Alfarache» y, olvidando los interesados comentarios de Queipo y las rígidas condiciones para recibir la medalla, contemplar cuerpo a cuerpo y página a página los miles de hombres que consiguieron que la ciudad pasase a manos de los golpistas. Evidentemente todo esto resulta mucho menos sublime que la leyenda, pero es la verdad.
Nos hallamos sin duda ante uno de los golpes de estado mejor tramados de nuestra historia, pródiga en ellos. En Sevilla hubo tres acciones básicas: el control inmediato de los centros neurálgicos de la ciudad, un férreo dominio de los accesos al centro y un uso indiscriminado de la violencia. Ese plan escueto, eficaz para un tiempo reducido, se vería complementado con la llegada al día siguiente de las fuerzas de choque africanas. Hubo movimientos de tropas idénticos a los de agosto de 1932, hasta el punto de que alguna de las fotografías que mostraban la artillería en Plaza Nueva el 10 de agosto fue incluida en más de un reportaje sobre el 18 de julio de 1936 sin que nadie lo percibiese. Pero en 1936, a diferencia de 1932, no se permitió ni la libre circulación de civiles por la ciudad ni la más mínima iniciativa contraria a la implantación del estado de guerra. Si lo miramos desde este punto de vista, agosto de 1932 fue el ensayo general de julio de 1936, con casi todos los actores y con Cuesta en el Gobierno Civil. Por todo ello hay que decir que el general Queipo, en la primavera de 1936, no se acerca a la boca del lobo, a ese «Moscú» aireado por la extrema derecha, sino a la ciudad soñada por cualquier militar golpista. ¿Qué importaba que hubiera miles de rojos si estaban desarmados? ¿Qué podían hacer Triana «La Roja» y el «Moscú» macareno sin colaboración ni ayuda militar alguna? Los encuentros con Cuesta, a la vista de todos, le debieron confirmar a Queipo que se podía contar con la oficialidad de la guarnición y que los jefes y oficiales contrarios a la conspiración serían fácilmente neutralizados o no representaban peligro alguno, empezando por el propio capitán general Fernández de Villa-Abrille, quien sabedor de las intrigas ocultó todo al Gobierno.
La leyenda se derrumba. Como era previsible —ya recogió en tiempos Guillermo Cabanellas la duda de si no sería un diálogo ensayado—, Queipo no discutió nada con Villa-Abrille, sino que en amistosa charla y siempre seguido del «grupo de oficiales» golpistas se dirigió al despacho del general, quien de inmediato, y tal como todos esperaban, se sometió a la política de hechos consumados; Queipo tampoco tuvo un agarrón ni hubo de echar mano a pistola alguna con Allanegui, sino que simplemente, como suelen hacer todos los golpistas, lo engañó, haciéndole creer que la última decisión la tomaría el ya detenido Villa-Abrille. Luego, a la hora convenida, hecho que comunico a las comandancias complicadas en la trama, cada grupo desempeñó su papel. En cuestión de horas, entre la salida de fuerzas y la caída del Gobierno Civil, todos los puntos importantes pasaron a manos de Queipo, y no precisamente con unas docenas de soldaditos. Desde ese momento todos los intentos por parte de la izquierda de acceder a la zona controlada por los militares fueron rechazados, contentándose aquélla en destrozar e incendiar un número considerable de edificios civiles y religiosos.
Siempre fue evidente que esto no pudo hacerse con las fuerzas que el general Queipo recordó en ocasiones. Ocurre, sin embargo, que si se hubieran tenido en cuenta todos los elementos que cooperaron al triunfo del golpe militar, los méritos del general, y de paso los de la guarnición sevillana situada al margen de la ley, se hubieran vistos menguados. ¿Qué hazaña representa controlar con una guarnición tan potente una ciudad como Sevilla y esperar «a tiro limpio», como decía Rafael Medina Villalonga en sus memorias, la llegada de las fuerzas africanas para aplastar definitivamente a la población civil? La zona controlada por los sublevados se llenó de fascistas. Queipo sólo tuvo en cuenta, y siempre a la baja, a los que salieron a las calles a partir de las dos y media, hacia La Campana, La Encarnación o Plaza Nueva, desde diferentes puntos de la ciudad, desde cuarteles tan distantes como los de Infantería, Intendencia o Caballería. Todo estaba preparado y todo funcionó.
La izquierda sevillana, muy criticada por su pasividad e inoperancia, no ha sido tratada con justicia, como se demostrará el día en que se estudien los sumarios dedicados a depurar la resistencia en los barrios. Desde La Macarena se accedió al Cuartel de Asalto de La Alameda, donde se repartieron armas, y se fracasó en los asaltos al cuartel de la Guardia Civil de la calle Gerona y al cuartel de Los Terceros; desde Triana se asaltó el Parque de Artillería y se intentó llegar al centro. Pero se fracasó igualmente. Ametralladoras colocadas en La Alameda, La Encarnación y Reyes Católicos impidieron todo intento de acceso. Lo ocurrido en el Parque de Artillería, con los izquierdistas trepando por las enormes ventanas en busca de armas, es buena muestra de hasta qué punto se llegó. En la mañana del domingo 19, en una batida efectuada por fuerzas de Artillería al mando del comandante José Méndez San Julián en algunas calles cercanas, se encontraron siete cadáveres en la calle Dos de Mayo y se detuvo a más de cien personas. Las iglesias ardieron en Sevilla después de que todos supieran que el centro estaba dominado a sangre y fuego por los golpistas. Sólo entonces, en total soledad y abandono por parte del Estado, la agresividad colectiva se canalizó hacia templos y casas particulares.
Respecto a la violencia sobre las personas, la investigación de los días rojos resultó tan frustrante que el caso de Sevilla ni se individualizó en publicación alguna. Incluyendo entre las víctimas incluso a quien murió en enfrentamiento con las fuerzas leales, apenas trece víctimas pudieron adjudicárselas a los «rojos» y «moscovitas» en los cinco días en que dominaron gran parte de la ciudad. ¿Cómo justificar, pues, la carnicería posterior? Ante esto, y como en otras ocasiones, se prefirió tapar el asunto y referirse siempre a los días rojos como si hubiesen sido algo tan horrible como indecible...”
(continuará)
[Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La justicia de Queipo”]
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No fue una "Guerra Civil", fue lucha de clases llevada por la dominante hasta sus últimas y más sangrientas consecuencias.
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Gramsci, en sus “Cuadernos de la cárcel”, llamó ‘filosofía de la praxis’ al marxismo (y tengo entendido que no fue el primero), con el objetivo de sortear la censura penitenciaria. En realidad cambió un nombre por un concepto que con el tiempo acabó haciendo fortuna. Además utilizó nombres ficticios para referirse a Lenin, Bujarin… y demás pensadores marxistas por el mismo motivo, pero sin traicionar la esencia de sus obras respectivas, opiniones o puntos de vista. Para los marxistas es cierto que, tanto las huelgas, las batallas políticas, los golpes militares o las guerras de ámbito nacional o internacional son distintos episodios de un mismo proceso histórico de lucha de clases. Pero eso no es así para la historiografía burguesa o académica, y ni siquiera para ciertos historiadores considerados ‘marxistas’. En cualquier caso, en un historiador como Francisco Espinosa, está muy claro que no va de imparcial ni de equidistante sino que demuestra ser un honesto investigador y divulgador de la historia de este país desde posiciones claramente antifascistas (su polémica con Javier Cercas al que acusó, con datos y documentos, de blanquear el franquismo fue todo un inaudito suceso). Eso ya le convierte en una absoluta excepción a la regla, y en consecuencia en un autor marginado de los circuitos que llegan a las grandes audiencias. En cualquier caso, y no creo que esté muy equivocado, yo creo que Espinosa emplea un método de análisis que si no es marxista de nombre si lo es de concepto metodológico. Aunque él no lo sepa, o sí. Como aquél personaje de Moliere que ignoraba que llevaba toda la vida hablando en prosa…
EliminarSalud y comunismo
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