lunes, 10 de enero de 2022



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SOCIALISMO

por  Fernando Martínez Heredia 

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III. Socialismo y revoluciones anticapitalistas de liberación

 

La «bella época» del imperialismo desembocó en la horrorosa guerra mundial de 1914–1918. Pero en 1917 cayó el régimen zarista en la quebrantada Rusia, y el país entró en revolución.

 

El Partido Obrero Socialdemócrata ruso (bolchevique) –dirigido por Vladimir I. Lenin y opuesto a la posición de la II Internacional–, pasó a llamarse Partido Comunista, asumió una estrategia revolucionaria ante la crisis y en noviembre logró tomar el poder y convertir aquel proceso en una revolución anticapitalista.

 

El bolchevismo desplegó una gigantesca labor práctica y teórica que transformó o creó un gran número de instituciones y relaciones sociales a favor de los pueblos de la Rusia Soviética –URSS desde 1922–, y multiplicó las capacidades humanas y políticas de millones de personas.

 

Ese evento histórico afectó profundamente al concepto de socialismo. Las ideas sobre el cambio social y el socialismo fueron puestas a prueba, tanto las previas como las nuevas que surgieron en aquella experiencia. En vez de la creencia en la evolución natural que llevaría del capitalismo al socialismo y de los debates anteriores acerca del «derrumbe» forzoso del capitalismo a consecuencia de sus propias contradicciones, el bolchevismo se vio en el trance histórico de actuar en innumerables terrenos, y de poner a discusión la naturaleza del poder obrero, la actualidad de la revolución, los problemas de la organización estatal y partidaria, la política económica, la promoción y los fundamentos de una educación, una cultura, una democracia y unos valores que llevaran al socialismo, la creación de formas socialistas de vida cotidiana, los rasgos y los problemas fundamentales de la transición socialista, las perspectivas del socialismo.


El objeto de la teoría marxista se modificó y se amplió. A escala internacional, el campo conceptual y político del socialismo fue sometido a alternativas entre la revolución comunista y el reformismo socialdemócrata. La separación entre ambas posiciones fue tajante y cada una tendió a negar a la otra.

 

El impacto y la influencia de la revolución bolchevique en Europa y en muchos medios en el mundo fueron inmensos. La existencia y los logros de la URSS daban crédito a la posibilidad de alcanzar el socialismo en otros países, elevaron mucho el prestigio y la divulgación de las ideas socialistas y permitieron que las ideas internacionalistas se pusieran en práctica.

 

Después de 1919, la creación y el desarrollo de la Internacional Comunista y su red de organizaciones sociales fue el vehículo para formar un movimiento comunista que actuó en numerosos lugares del mundo. Pero se cometió el grave error de pretender que una sola forma organizativa y un mismo cuerpo ideológico teórico fueran compartidos por los revolucionarios anticapitalistas de todo el orbe, y que la línea de la Internacional se tornara determinante en las políticas y los proyectos de cambio en todas partes. Los partidos comunistas que se fueron creando en docenas de países debían ser los agentes principales de esa labor.

 

En escala muy diversa y adecuada a las más disímiles situaciones, la influencia del socialismo soviético estuvo presente en las ideas y las experiencias revolucionarias a lo largo del mundo del siglo XX.

 

El concepto de socialismo del marxismo originario sufrió adaptaciones a prácticas que fueron más o menos lejanas a sus postulados teóricos, por dos razones principales:

 

a) Para Marx, la revolución anticapitalista y el nuevo régimen previsto debían ser victoriosos a escala mundial, es decir, a la misma escala alcanzada por el capitalismo. Al no suceder así, ambos tipos de sociedad quedaron como poderes enfrentados en una enemistad mortal. Pero en el interior de los regímenes de transición socialista estuvieron presente cada vez más instrumentos, relaciones, ideas, formas de reproducción de la vida social y de dominación que eran propios del capitalismo;

 

b) El predominio en esas sociedades en transición de intereses parciales, y la apropiación del poder por parte de grupos, con la consiguiente expropiación de los medios revolucionarios, la participación democrática y la libertad que eran necesarios para la formación de personas y relaciones socialistas.

 

El proceso de la transición socialista debía ser diferente y opuesto al capitalismo –y no solo opuesto a él–, y sobre todo debía ser un conjunto y una sucesión de creaciones culturales superiores, obra de contingentes cada vez más numerosos, más conscientes y más capaces de dirigir los procesos sociales. En vez de esto, sucedió una historia de deformaciones, detenciones, retrocesos, e incluso represiones y crímenes. Durante ese proceso, el socialismo fue referido a las necesidades de la URSS y los intereses y políticas de sus gobernantes –«el socialismo en un solo país»–, fue convertido en sinónimo de metas civilizadoras o demagógicas –la «construcción del socialismo», «régimen social superior»–, su triunfo mundial fue referido a una competencia entre superpotencias –«alcanzar y superar»–, e incluso se llegó a inventar un apelativo de consuelo para la resultante soviética: el «socialismo realmente existente», o «socialismo real». La colosal experiencia bolchevique fue liquidada y la URSS se convirtió en un poderoso Estado. Todavía protagonizó la epopeya de 1941–1945 contra el nazismo, que brindó al socialismo un formidable prestigio mundial –dilapidado en la posguerra–, pero en los cuarenta años siguientes la URSS y el bloque que formó en Europa constituyeron poderes que asfixiaban a sus propias sociedades y participaban en la geopolítica bipolar. Al final de sus procesos de estancamiento y de corrosión, aquel socialismo de las fuerzas productivas y la dominación de grupos fue vencido por las fuerzas productivas y por la cultura del capitalismo.

 

La caída de esos regímenes, tan súbita como indecorosa, le infligió un daño inmenso al prestigio del socialismo en todo el mundo. Desde los años treinta el marxismo había sido víctima de la liquidación de la Revolución.

 

Se impuso el llamado marxismo-leninismo, autoritario, dogmático, distribuidor de premios y castigos, una ideología teorizada de obedecer, legitimar, clasificar y juzgar. Unía una profusión de citas de «los clásicos» con una mezcla de filosofía especulativa y positivismo. En 1965, Ernesto Che Guevara escribió en un texto clásico acerca del socialismo: «[…] el escolasticismo que ha frenado el desarrollo de la filosofía marxista e impedido el tratamiento sistemático del período».

 

Sería un grave error, sin embargo, reducir la historia del concepto y las experiencias del socialismo al ámbito de aquellos poderes europeos.

 

En la propia Europa, numerosos revolucionarios hicieron aportes al socialismo.

 

La obra intelectual de algunos de ellos –como Antonio Gramsci– es muy trascendente. En Asia y África, esa historia ha estado ligada al desarrollo de las revoluciones de liberación nacional y social, y a la emergencia y afirmación de Estados independientes. Han sido muy valiosos los aportes de China y Vietnam –presididos por Mao Tse Tung y Hồ Chí Minh–, y también los de Corea, los luchadores de las colonias portuguesas y Argelia, y otros africanos y asiáticos. En África, cierto número de Estados se calificaron de socialistas en las primeras décadas de su existencia como tales, y también movimientos políticos que deseaban unir la justicia social a la búsqueda de la liberación nacional.

 

En América Latina y el Caribe, las necesidades y las ideas llevaron a pensadores y políticos a relacionar la libertad y el anticolonialismo con la justicia social, durante la época de las revoluciones de independencia (1791–1824).

 

En las nuevas repúblicas, el socialismo fue valorado sobre todo en relación con los objetivos y las posiciones que se defendían o promovían.

 

José Martí (1853–1895) fue, a mi juicio, el pensador más profundo, original y subversivo de la época en América. Llegó a una comprensión completa del colonialismo viejo y nuevo, en sus relaciones con la explotación de los trabajadores, campesinos y pueblos sometidos en general, y con el naciente imperialismo norteamericano, y estudió los rasgos y las tendencias de este último, lo esencial de los sistemas de dominación vigentes en América Latina y la política revolucionaria necesaria para transformar la región. Político excepcional, su lucha y su proyecto eran de liberación nacional, una guerra revolucionaria para conseguir la formación de nuevas capacidades en un pueblo colonizado y la creación de una república democrática en Cuba, la detención del expansionismo norteamericano en el Caribe y el inicio de la «Segunda Independencia» del continente.

 

 

 

Martí conoció ideas marxianas y anarquistas, y admiró a Marx y los luchadores obreros de Estados Unidos, pero fijó su diferencia política e ideológica respecto a ellos.

 

Hace más de un siglo que existen las ideas socialistas en América, y organizaciones que las han proclamado o tratado efectivamente de realizarlas. Una gran corriente ha sido la que se inscribió en la Internacional Comunista o fue influida por ella y por los partidos comunistas a lo largo del siglo. Pensadores y movimientos políticos de otras corrientes, diversas entre sí, han asumido el comunismo marxista u otras ideas socialistas y han hecho un enorme número de aportes valiosos. Unos y otros se han visto ante los problemas, las identidades, los conflictos, las culturas y las situaciones latinoamericanas, y han acertado los que supieron utilizar sus instrumentos intelectuales de alcance general para conocer aquellas especificidades, como enseñó en fecha temprana José Carlos Mariátegui (1894–1930). Si se estudia e investiga sin prejuicios, puede establecerse un rico inventario de ideas de pensadores y movimientos, y descubrir las posiciones reales de revolucionarios descollantes, como Augusto César Sandino y Antonio Guiteras. El socialismo sigue vivo en el pensamiento latinoamericano actual –que es tan vigoroso–, y en movimientos sociales y políticos cuya capacidad de proyecto acompaña a su actividad cotidiana.

 


IV. Experiencias y deber ser, poder y proyecto, concepto de transición socialista

 

La historia de las experiencias de socialismo en el siglo XX ha sido satanizada en los últimos veinte años y tiende a ser olvidada. Es vital impedir esto, si se quiere comprender y utilizar el concepto, pero sobre todo para examinar mejor las opciones que tiene la humanidad ante los graves peligros, miserias y dificultades que la agobian en la actualidad, y enrumbar los nuevos movimientos e ideas que retan al capitalismo.

 

El balance crítico de las experiencias socialistas que ha habido y existen es un ejercicio indispensable para manejar el concepto de socialismo. Contribuyo a ese examen con algunas proposiciones.

Poderes que aspiraban al socialismo organizaron y desarrollaron economías diferentes a las del capitalismo, basadas en su origen en satisfacer las necesidades humanas y la justicia social; los Estados las articularon con muy amplias políticas sociales y con cierto grado de planeamiento. Pueblos enteros se movilizaron en la defensa y el despliegue de esas sociedades, en las cuales desplegaron su condición humana y aumentaron sus capacidades y la calidad de sus vidas. Esas sociedades, y las luchas de liberación y anticapitalistas de otros pueblos, involucraron a cientos de millones de personas; ellas, y la acumulación cultural que han producido, constituyen el evento social más trascendente del siglo XX. Pero a pesar de sus logros tan grandes, los poderes socialistas padecieron graves faltas y descalabros en cuanto a elaborar un tipo propio de democracia y enfrentar los problemas de su propio tipo de dominación, impidieron la ampliación de los espacios y el poder de sus sociedades, y en síntesis resultaron incapaces de echar las bases de una nueva cultura de liberación humana y social. La victoria del capitalismo frente a este socialismo estuvo en reabsorberlo a mediano o largo plazo, lo cual forma parte de su extraordinaria cualidad de recuperar los movimientos y las ideas de rebeldía dentro de su corriente principal. Frente a esa la línea general, Cuba ha logrado mantener hasta hoy su sociedad de transición socialista.

 

En cuanto se habla de socialismo aparece la necesidad de distinguir entre las propuestas y el deber ser del socialismo, por una parte, y las formas concretas en que este ha existido y existe en países, a partir de las luchas de liberación y los cambios profundos en esas sociedades.

 

Las ideas, la prefiguración, los ideales, la profecía, el proyecto, constituyen el fundamento, el alma y la razón de ser del socialismo, y brindan las metas que inspiran a sus seguidores.

Las prácticas son, sin embargo, la materia misma de la lucha y la esperanza: mediante ellas avanza o no el socialismo, y por ellas suele ser medido.

 

Esa distinción es básica, pero no es la única importante cuando se reflexiona acerca del socialismo.

 

En cuanto se aborda una experiencia socialista, se encuentran dos problemas. Uno es interno al país en cuestión: cómo son allí las relaciones entre el poder que existe y el proyecto enunciado; y el otro es externo: se refiere a las relaciones entre aquel país en transición socialista y el resto del mundo. En la realidad ambos problemas están muy relacionados, porque las prácticas que se tengan en cuanto a cada uno de ellos afectan al otro, y en alguna medida lo condicionan.

Las cuestiones planteadas por los experimentos socialistas no existen separadas, ni en estado «puro». Hay que enfrentarlas todas a la vez, están mezcladas o combinadas, ayudándose, estorbándose o confrontándose, exigiendo esfuerzos o sugiriendo olvidos y posposiciones que pueden ser o no fatales. Sus realidades, y cierto número de situaciones y sucesos ajenos, condicionan cada proceso. 

 

Enumero algunas cuestiones centrales.

 

Cada transición socialista debe conseguir cambios «civilizatorios» a escala de su población, no de una parte de ella, y debatirse entre ese deber y el complejo formado por los recursos con que cuenta y las carencias que padece; pero tiene que enfrentar, al mismo tiempo, la exigencia de cambios de liberación, porque o va conquistándolos, o todo el proceso se desnaturalizaría. Las correlaciones entre los grados de libertad que posee y las necesidades que la obligan son cruciales, porque la creación del socialismo depende básicamente del desarrollo de actividades calificadas que sean superiores a las necesidades y constricciones.

 

Hay muchos más dilemas y problemas.

 

Cómo combinar cambios y permanencias, relaciones sociales e ideologías que vienen del capitalismo –y que son muy capaces de rehacer capitalismo o generarlo– con transformaciones que están destinadas a formar personas diferentes, nuevas, y a producir una sociedad y una cultura nuevas. Cómo aprovechar, estimular o modificar las motivaciones y actitudes de los individuos –sin lo cual no habrá socialismo–, cuando el poder socialista resulta tan abarcador en la economía, la política, la formación y reproducción ideológica y la vida cotidiana de las personas, y tiende a desalentar o impedir las iniciativas de las personas en la medida en que se burocratiza.

 

Cómo lograr que prevalezca el proyecto sobre el poder –el mayor desafío interno a los regímenes de transición socialista–, cuando, además de los ámbitos que he referido, el poder es responsable de la defensa del país frente al imperialismo y los enemigos internos, y de las relaciones con los países, las empresas y las instituciones internacionales del capitalismo.

 

Cómo lograr que prevalezca el internacionalismo sobre la razón de Estado.

 

Es necesario que el pensamiento se ocupe de los problemas centrales, como los citados y otros, porque él debe cumplir una función crucial en la realización práctica del socialismo.

 

No hay retórica en esta afirmación: para toda la época de la transición socialista el factor subjetivo está obligado a ser determinante, y eso exige un pensamiento que sea muy superior a sus circunstancias, crítico y creador.

 

Algunas cuestiones teóricas más generales, ligadas a los problemas que cité arriba, resultan de utilidad permanente en el trabajo con el concepto de socialismo.

 

También poseen ese valor proposiciones estratégicas del marxismo originario, como la de la necesidad de la revolución a escala mundial –frente al ámbito nacional de cada experiencia socialista y frente a un capitalismo que ha sido cada vez más profundamente mundializado.

 

Y problemas desarrollados en momentos o a lo largo de la historia de la teoría, como el relativo a las decisiones en cuanto a qué es lo fundamental a desarrollar en las sociedades que emprenden el camino de creación del socialismo.

 

Paso a exponer mi concepto de transición socialista, que intenta precisar y hacer más útil para el trabajo intelectual el concepto de socialismo.

 

La transición socialista es la época consistente en cambios profundos y sucesivos de las relaciones e instituciones sociales, y de los seres humanos que se van cambiando a sí mismos mientras van haciéndose dueños de las relaciones sociales. Es muy prolongada en el tiempo, y sucede a escala de formaciones sociales nacionales. Consiste ante todo en un poder político e ideológico dedicado a realizar el proyecto revolucionario de elevar a la sociedad toda y a cada uno de sus miembros por encima de las condiciones de reproducción social existentes, no para adecuarse a ellas. El socialismo no surge de la evolución progresiva del capitalismo. Este ha sido creador de premisas económicas, de individualización, ideales, sistemas políticos e ideológicos democráticos, que han permitido postular el comunismo y el socialismo. Pero de su evolución solo surge más capitalismo.

 

El socialismo es una opción, y solo existirá a partir de la voluntad y de la acción que sean capaces de crear nuevas realidades.

 

Es el ejercicio de comportamientos públicos y no públicos de masas organizadas y conscientes que toman el camino de su liberación total.

 

La práctica revolucionaria de los individuos de las clases explotadas y dominadas, ahora en el poder, y de sus organizaciones, debe ser idónea para trastornar profundamente las funciones y resultados sociales que hasta aquí ha tenido la actividad humana en la historia. En este proceso debe predominar la tendencia a que cada vez más personas conozcan y dirijan efectivamente los procesos sociales, y sea real y eficaz la participación política de la población.

 

Sin esas condiciones, el proceso perdería su naturaleza, y sería imposible que culmine en socialismo y comunismo.

 

La transición socialista es un proceso de violentaciones sucesivas de las condiciones de la economía, la política, la ideología, lo más radical que le sea posible a la acción consciente y organizada, si ella es capaz de volverse cada vez más masiva y profunda. No se trata de una utopía para mañana mismo, sino de una larguísima transición. Su objetivo final debe servir de guía y de juez de la procedencia de cada táctica y cada política, dado que estas son las que especifican, concretan, sujetan a normas, modos y etapas las situaciones que afectan y mueven a los individuos, las instituciones y sus relaciones.

Por tanto, no basta con tener eficiencia o utilidad para ser procedente: es obligatorio sujetarse a principios y a una ética nueva, socialista.

 

Las etapas de la transición socialista se identifican por el grado y profundidad en que se enfrentan las contradicciones centrales del nuevo régimen, que son las existentes entre los vínculos de solidaridad y el nuevo modo de producción y de vida, por un lado, y por otro las relaciones de enfrentamiento, de mercado y de dominio.

La transición socialista debe partir hacia el comunismo desde el primer día, aunque sus actores consuman sus vidas apenas en sus primeras etapas. Se beneficia de un gran avance internacional: la conciencia y las acciones que sus protagonistas consideran posibles son superiores a las que podría generar la reproducción de la vida social a escala del desarrollo existente en sus países. Es un grave error esperar que el supuesto «desarrollo de una base técnico-material», a un grado inciertamente cuantificable, permita «construir» el socialismo, y por tanto creer que el socialismo pueda ser una locomotora económica que arrastre tras de sí a los vagones de la sociedad. El socialismo es un cambio cultural.

 

Nacida de una parte de la población que es más consciente, y ejercitada a través de un poder muy fuerte y centralizador en lo material y lo ideal, la transición socialista comienza sustituyendo la lucha viva de las clases por un poder que se ejerce sobre innumerables aspectos de la sociedad y de la vida, en nombre del pueblo.

 

Por tanto, su factibilidad y su éxito exigen la creación y desarrollo de sistemas de control sobre los que ejercen funciones, pero sobre todo complejas multiplicaciones de la participación política y el poder del pueblo, que deben ser muy diferentes y superiores a los logros previos en materia de democracia.

 

Desatar una y otra vez las fuerzas reales y potenciales de las mayorías es la función más alta de las vanguardias sociales, que van preparando así su desaparición como tales. El predominio del proyecto sobre el poder es la brújula de ese proceso de creaciones, que debe ser capaz de revolucionar sucesivamente sus propias invenciones, relaciones e instituciones, a la vez que hace permanentes los cambios y los va convirtiendo en hábitos. Todo el proceso depende de hacer masivos la conciencia, la organización, el poder y la generación de cambios: el socialismo no puede crearse espontáneamente, ni puede donarse…

 

(continuará)

 

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