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DE LA
DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL
Andrés
Piqueras
(45)
PARTE
II
Del
in-politicismo teórico-práctico
Domenico Losurdo
RESUMEN
CRÍTICO DE LOS “NEOMARXISMOS” ANALIZADOS. MARX COMO OPONENTE
(…) Queda
así todo supeditado a la incertidumbre del despliegue del antagonismo dirigido
por la dignidad. Ya nos irá mostrando ella por dónde ir.
“De
esta manera, el marxismo puede sumarse al abandono de la noción de clase que ha
venido avanzando en las ciencias sociales en las últimas décadas, y
reemplazarla por sujetos abstractos, en el sentido de abstraídos de las
relaciones que los constituyen (la anticlasificación, la no-identidad)” (Salvia,
2011).
El
aspecto ‘genético’ o ‘sintético’ del método dialéctico es relegado así al papel
de explicar la constitución social de las formas de objetividad de la sociedad
capitalista y, en el mejor de los casos, de las formas de subjetividad que
portan la reproducción de las primeras. Pero, desde estas perspectivas, dicho
segundo momento de la investigación dialéctica nada tiene para aportar respecto
de la comprensión del fundamento de la subjetividad revolucionaria.
“En
tanto la subjetividad revolucionaria es una ‘unidad de múltiples
determinaciones’, su fundamento no puede ser encontrado al ‘nivel de
abstracción’ del fetichismo de la mercancía, tal como implícitamente se sigue
de la Neue Marx-Lektüre y el Marxismo Abierto (…) Ahora bien, si de lo que se
trata es de la transformación radical del mundo, la cuestión que surge entonces
es cómo traducir dicho descubrimiento científco del fundamento humano de las
‘categorías económicas’ en una crítica práctica, esto es, cómo convertirlo en
una praxis consciente emancipadora. Y es en este punto donde, eventualmente, se
pone de relieve con toda claridad el recurso a un momento de exterioridad
respecto de las relaciones sociales capitalistas como fuente de las potencias transformadoras
de la acción revolucionaria. A grandes rasgos, las mismas no residirían en la
forma-mercancía misma que rige la práctica humana en el capitalismo, sino en el
carácter esencial de un contenido material genérico desprovisto de toda
determinación social, ‘el poder constitutivo’ del trabajo humano, el cual es
visto como ‘lógicamente’ previo a su existencia pervertida como productor de
valor (si bien, se declama, es ciertamente esta última la forma en que se manifiesta
y aparece)” (Starosta y Caligaris, 2017).
No es
de extrañar, como apunta Salvia (2011), que este abandono de la praxis de clase
se produzca en un contexto de avance de una tendencia en el debate intelectual
en las ciencias sociales signada por tópicos como el fin de la historia y el
triunfo del capitalismo como sistema social. Refleja o es parte en alguna
manera, de la impotencia (y la pasividad cuando no connivencia) de la (mayoría
de la) teoría que acompaña a la decadencia del valor, ya se autodefina como
“neo” o como “post” algo. Una impotencia que ha querido hacer también del
marxismo una teoría más de la “new wave”, ajena tanto al Poder metabólico del
capital como a los poderes institucionales y de clase en que coagula. De ahí la
ya añeja animadversión del “nuevo marxismo” occidental contra el marxismo
oriental, a la que aludía Losurdo (2019), porque ese último sí se ha
desarrollado lidiando con tales poderes, incluidos los del nuevo imperialismo
de las “sociedades democráticas” que tanto celebran buena parte de las
corrientes del marxismo occidental.
No
sorprende tampoco, para dar otro ejemplo, que el desinterés de los marxismos
“nuevos” por la concreción política de las luchas y de sus propios análisis del
medio social en que nos desenvolvemos, y a veces hasta de la propia ciencia
posibilidades y alcances, corra parejo al desprecio por el materialismo como
El
materialismo histórico es señalado incluso como parte del problema. ¿Del
problema de qué? ¿De encriptar la pretendida “esencia” humana que sería la
dignidad, de explicar las bases de los fetiches del mundo sin recurrir a
especulaciones, de mostrar la explotación intrínseca al modo de producción
capitalista?
Probablemente
Marx no empleó nunca el término “materialismo histórico” y hoy los neomarxismos
quieren hacerlo constar para renegar de ese análisis. Pero en Marx y en Engels
estaba desarrollada una “concepción materialista de la historia” basada en unos
argumentos elementales, como que el desarrollo de las fuerzas productivas
establece las coordenadas de lo que es “políticamente posible” en cada
coyuntura histórica, mientras que las relaciones sociales de producción (con el
efectivo control que ejercen unas u otras clases) enmarcan los contradictorios
intereses materiales que subyacen a las cambiantes fracturas antagónicas y conflictuales,
aunque también de posible alianza, que existen entre unas y otras clases y sus
luchas. Un método que procedía desde el punto de arranque de agentes inmersos
en concretas relaciones sociales, es decir, de individuos-sociales. La
conjunción en cada presente de esas fuerzas productivas y relaciones sociales
de producción establecían las posibles vías de generación y resolución de
antagonismos y crisis sociales. Porque la historia no es la sucesión de los
efectos que sobre los seres humanos obra el entorno exterior y sus condiciones
naturales. Su existencia viene dada por la lucha de los seres humanos por
realizar sus potencialidades, por evitar ser juguetes de las fuerzas naturales
y sociales, por un proceso de hominización como proceso de liberación de la
necesidad y de la estricta compulsión biológica, en el que bien puede tener
cabida también la emancipación de la dominación-explotación. No transformamos
el mundo por medio de la contemplación, sino por nuestra actividad (aunque en
ella va empotrada el pensamiento), y con ello alteramos nuestra propia
naturaleza: nuestras necesidades se hacen “sociales” o tamizadas por lo social-cultural,
evadiéndonos de los ciclos instintivos-repetitivos del resto del mundo animal
(que por eso carece de “historia” –sólo tiene “evolución”–).
Pero
la verdadera distinción de lo humano en el proceso de emancipación de la
necesidad marcada por los ritmos de lo físico-biológico, pasa para Engels y
Marx, definitivamente, por “una organización consciente de la producción
social, en la que la producción y la distribución sean planificadas” (Berlin,
2000), precisamente para poder tener alguna posibilidad de integrarse
armónicamente también en los ciclos ecosistémicos.
Con el
concepto de modo de producción los camaradas alemanes dieron un enorme salto
científico en la comprensión de la historia humana (especialmente por sobre las
concepciones liberales y del primer socialismo–utópico dadas hasta el momento),
para permitir trazar un mapa de posibilidades sobre las amplias coordenadas de
las políticas revolucionarias (Blackledge, 2019). Hicieron ampliamente
complementarios, además, materialismo y dialéctica.
“Si el
materialismo explica por qué las cosas pasan en la forma en que lo hacen sin el
recurso a causas extra-naturales, la dialéctica articula las formas
estructurales que muestran cómo una cosa emerge de otra. Lo opuesto
directamente a la emergencia natural es la creación divina” (Kangal,2020).
No hay
ninguna filosofía de la historia en nada de ello, sino sólo un intento de
trascender elaboraciones indeterminadas y sincréticas, que aluden a una amplia
variedad de factores sin especificar nunca la prevalencia de unos u otros,
“no
para reducir todo a la clase, sino [para realizar esa trascendencia] a través
de una ‘visión sintética de la vida social’ que facilite nuestra cognición del
todo como una totalidad compleja centrada en el compromiso productivo de la
humanidad con la naturaleza” (Blackledge, 2019).
Es
decir, se trata de entender los sistemas sociales como totalidades complejas
que adquieren una explicación central a través de la producción y reproducción
humana involucrada con la naturaleza y su intercambio energético, donde las
formas de conciencia y acción (la agencialidad humana en su multiplicidad de
expresiones), no son sólo resultado sino también motor permanentemente
transformador de tal dinámica sistémica.
Todo
este ingente esfuerzo teórico es revertido por buena parte de los neomarxismos
para volver a las indeterminaciones de “lo que pueda suceder”, de “lo que es
posible”, de “lo que está oculto”, “de lo que decanta el azar”; esto es, para
regresar al oscurantismo. Ante la impotencia de no (poder) hacer nada para
cambiar la realidad, no importa el análisis de lo que sucede, sino de lo que
está oculto en forma de potencia (como si ambas cuestiones no fueran
complementarias y necesarias). Pueden las interpretaciones del MAUT y del MA
dormir, así, fuera de cualquier propuesta concreta, pues, en el mejor de los
casos, sueñan con una sociedad reunificada, capaz de solventar por vía
referendaria y de comunión, las cuestiones sociales.
En el
terreno social de las grandes mayorías, la teoría fuera de la imbricación
material-dialéctica y de su proyección hacia los asuntos del mundo, se hace
estéril. De ahí que estas corrientes “neo” nos abocan, más bien, a la
indefensión colectiva, la impotencia social y la inoperancia política.
Por
eso, mientras el MAUT, el MA y la NCV nos hablan de la enormidad de la
resistencia abstracta, ideal, del potencial de lo oculto, del brillante futuro
que sucede a la desfetichización, el capital prosigue su curso barbarizador,
destrozando nuestras vidas, arrasando el planeta y provocando hecatombes
colosales. Al contrario que en las fantasías neomarxistas, en las condiciones
sociales existentes la potencialidad creativa de los seres humanos, su
capacidad de configurar de manera autónoma la vida social, es negada por la
heteronomía y la alienación inherentes a la sociedad de la mercancía, que
provoca la separación de las condiciones de su actividad, su enajenación
intrínseca a aquélla. La cosificación de las relaciones sociales lleva a que lo
producido por los seres humanos se transforme en poder objetivo sobre ellos,
obstruyendo el autogobierno y la autonomía. Todo esto puede ser enfrentado,
ciertamente, pero no a partir de inmanencias innatas o de la formación de
entelequias supuestamente todopoderosas (la multitud) que mueven al propio
capital. Tampoco la teoría por sí sola puede hacerlo.
Porque
las propias luchas las llevan a cabo sujetos cuanto menos no del todo
des-enajenados, que de una u otra forma están dañados por la ley del valor. Su
coaligación como poder para o contra-poder no puede darse por garantizada.
Disputas, conflictos, articulaciones, compromisos, estarán siempre presentes,
lo que lleva a la necesidad de la Política y también de la identificación en
torno a unas u otras construcciones políticas de comunidad, de sujetos. Pasar
de la conciencia de comunidad (identidades sanguinizadas u objetivadas) a las
comunidades de conciencia (identidades politizadas) (Piqueras, 2004) es un
camino arduo y largo, que requiere de muchas dosis de Política en cuanto que
dinámica interactiva de pugna y alianzas mediante la que se construye el
consenso o la legitimidad, se regula el antagonismo y se dirimen los conflictos
y disensos, levantando el ámbito de lo social en el que confluyen
(desigualitariamente) los agentes y las clases sociales, también los sujetos en
lucha. Es por esto que cualquier sociedad generará siempre mediaciones en algún
grado institucionalizadas entre las distintas posiciones sociales y maneras de
entender el mundo.
“Consideramos
que es esencial recuperar el nombre de POLÍTICA como referencia a los asuntos comunes
de la polis, del colectivo capaz de definir sus reglas de interacción.
Cualquier forma de organización de la vida en común, que establezca reglas para
tomar decisiones que afecten a todos es, por definición, POLÍTICA (…) Porque
hay que transformar una sociedad que, en sí misma, no tiene una cualidad mejor
a la del poder (político) que se erige sobre ella. Salvo que se crea que todo lo
que surge de ‘la sociedad’ es bueno, por definición, y sólo es pervertido por
las prácticas impuestas desde ‘afuera’ por el Estado (poder) (…) De hecho, la
pérdida de confianza en la acción política no ha provocado un despertar
libertario sino que ha producido el fortalecimiento del polo del capital durante
décadas” (waites, 2004)
Y lo
opuesto al poder no es necesariamente el anti-poder: puede ser la impotencia.
De la misma manera que el grito del oprimido que no logra ser potente puede ser
más frustrante aún, concluye esta última autora citada.
Otra
cuestión práxica de primer nivel, que también es denigrada o cuando menos
ignorada por estos neomarxismos, la de la hegemonía. Por eso, llegados a este
punto no queda más remedio que hacer referencia a menosprecio congruente con la
desconsideración por cualquiera de los procesos políticos que pueden conducir a
ella: identificaciones, procesos de formación de sujetos colectivos,
identidades políticas, organización, proyectos, estrategias… Aquí reflejan
también su rechazo-pavor a los programas y a las condensaciones políticas
orgánicas. Dado el hondo vacío que las nuevas elaboraciones del marxismo
dejaron en estos campos, resulta cuanto menos paradójico que hayan sido ciertas
construcciones teóricas que se consideran ya decididamente postmarxistas las
que han recuperado la importancia de la hegemonía. Lástima que lo hicieran sólo
para contemplarla dentro de los implacables límites del valor-capital, sin
ningún atisbo de desafío a los mismos. Lo vemos a continuación…
(continuará)