domingo, 13 de julio de 2025

 


1355

 

 

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA

 

Eduardo Galeano

 

(06)

 

 

 


PRIMERA PARTE

 

 

LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA.

FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA.

 

 

 

 

 

 


Carlos V, por Tiziano




«ESPAÑA TENÍA LA VACA, PERO OTROS TOMABAN LA LECHE»

 

Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período. El «rush» de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del siglo XVII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones minerales de la América hispánica.

América era, por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas. La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía de contrabando rumbo a las Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los cálculos de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema, cifras asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el total de las reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.

 

 

Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España pertenecían las fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, 

 

 


«España es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos enseguida a los demás órganos, y no retiene de ellos por su parte, más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus dientes».

 

 

 

Los españoles tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente las arcas de la Casa de Contratación de Sevilla, destinadas a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas los tesoros de América.

 

 

La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos de deuda. Sólo en mínima medida la plata americana se incorporaba a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Welser, los Shetz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo.

 

 

Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaban, en suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasas de interés del dinero. La industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma economía española no podía resistir el brusco impacto del alza de la demanda de alimentos y mercancías que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en las posesiones de ultramar agudizaban el déficit comercial y desataban, al galope, la inflación. Colbert escribía: «Cuanto más comercio con los españoles tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata de América. Un memorial francés de fines del siglo XVII, nos permite saber que España sólo dominaba, por entonces, el cinco por ciento del comercio con «sus» posesiones coloniales de más allá del océano; pese al espejismo jurídico del monopolio: cerca de una tercera parte del total estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el diez y los alemanes algo menos. América era un negocio europeo.

 

 

Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, sólo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que extendía salvoconductos para sacar de España mulas y caballos cargados de oro y joyas y a los que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía de los Habsburgo no se agotó con su muerte; España habría de padecer el reinado de los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe II. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Guadarrama, Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía. El calvinismo había hecho presa de Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del retorno de la religión de Alá. El salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados a las bocas de los hornos.

 

 

Ardían también los herejes o los sospechosos de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra contra el capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada —dice Elliott en su obra ya citada— entrañaba la perpetuación de la arcaica organización social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y ruina de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía moderna. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra de los comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de la traición de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente, fue también ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores, hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la comarca.

 

 

La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra la historia. La expulsión de los judíos —españoles de religión judía— había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se considera no tan importante la expulsión de los árabes —españoles, en realidad, de religión musulmana— aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana, y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados. Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos religiosos, a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas británicas.

 

 

Como se ve, las distancias enormes y las comunicaciones difíciles no eran los principales obstáculos que se oponían al progreso industrial de España. Los capitalistas españoles se convertían en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico deriva hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo, dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía.

 

 

Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y los, puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos industrializados por otros. Se llevaban la plata de América y la lana española, que marchaba rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya tejida por la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban a remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si las manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado interno, ¿cómo iban a satisfacer las necesidades de las colonias?

 

 

Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas, los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia, las armas de Milán y los vinos y lienzos de Francia inundaban el mercado español, a expensas de la producción local, para satisfacer el ansia de ostentación y las exigencias de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos y poderosos en un país cada vez más pobre. La industria moría en el huevo, y los Habsburgo hicieron todo lo posible por acelerar su extinción. A mediados del siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación de tejidos extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños castellanos que no fueran a América.

 

 

Por el contrario, como ha hecho notar Ramos, muy distintas eran las orientaciones de Enrique VIII o Isabel I en Inglaterra, cuando prohibían en esta ascendente nación la salida del oro y de la plata, monopolizaban las letras de cambio, impedían la extracción de la lana y arrojaban de los puertos británicos a los mercaderes de la Liga Hanseática del Mar del Norte. Mientras tanto, las repúblicas italianas protegían su comercio exterior y su industria mediante aranceles, privilegios y prohibiciones rigurosas: los artífices no podían expatriarse bajo pena de muerte.

 

 

La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que quedaban en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, sólo restaban cuatrocientos cuando murió Felipe II, cuarenta años después. Los siete millones de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron a dos millones. Cervantes retrató en Don Quijote de la Mancha —novela de gran circulación en América— la sociedad de su época. Un decreto de mediados del siglo XVI hacía imposible la importación de libros extranjeros e impedía a los estudiantes cursar estudios fuera de España; los estudiantes de Salamanca se redujeron a la mitad en pocas décadas; había nueve mil conventos y el clero se multiplicaba casi tan intensamente como la nobleza de capa y espada; 160 mil extranjeros acaparaban el comercio exterior y los derroches de la aristocracia condenaban a España a la impotencia económica. Hacia 1630, poco más de un centenar y medio de duques, marqueses, condes y vizcondes recogían cinco millones de ducados de renta anual, que alimentaban copiosamente el brillo de sus títulos rimbombantes. El duque de Medinaceli tenía setecientos criados y eran trescientos los sirvientes del gran duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de Rusia, los vestía con tapados de pieles.

 

 

El siglo XVII fue la época del pícaro, el hambre y las epidemias. Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los rincones de Europa. Hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores de la guerra, aunque el país se vaciaba: su población se había reducido a la mitad en algo más de dos siglos, y era equivalente a la de Inglaterra, que en el mismo período la había duplicado. 1700 señala el fin del régimen de los Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación crónica, grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada, guerras perdidas y tesoros vacíos, la autoridad central desconocida en las provincias: la España que afrontó Felipe V estaba «poco menos difunta que su amo muerto».

 

 

Los Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna, pero a fines del siglo XVIII el clero español tenía nada menos que doscientos mil miembros y el resto de la población improductiva no detenía su aplastante desarrollo, a expensas del subdesarrollo del país. Por entonces, había aún en España más de diez mil pueblos y ciudades sujetos a la jurisdicción señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control directo del rey. Los latifundios y la institución del mayorazgo seguían intactos. Continuaban en pie el oscurantismo y el fatalismo. No había sido superada la época de Felipe IV: en sus tiempos, una junta de teólogos se reunió para examinar el proyecto de construcción de un canal entre el Manzanares y el Tajo y terminó declarando que si Dios hubiese querido que los ríos fuesen navegables, El mismo los hubiera hecho así…

 

(continuará)

 

 


 

 

[ Fragmento de: Eduardo Galeano. “Las venas abiertas de América Latina” ]

 

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lunes, 7 de julio de 2025



1354

 

 

STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.

 

 

( 21 )

 

 

 

LOS BOLCHEVIQUES, DEL CONFLICTO

IDEOLÓGICO A LA GUERRA CIVIL





 

Guerra civil y maniobras internacionales

 

No sorprende que de la guerra civil latente en la Rusia soviética haya intentado de vez en cuando obtener beneficios tal o cuál superpotencia. Quien solicita o quiere provocar la intervención extranjera es en cada ocasión el grupo derrotado, que considera no tener otra posibilidad de éxito. Tal dialéctica se desarrolla ya desde los primeros meses de vida de la Rusia soviética. Volvamos al atentado del 6 de julio de 1918. Este es parte integrante de un proyecto bastante ambicioso. De un lado, los socialistas revolucionarios de izquierdas promueven «en bastantes centros sublevaciones contrarrevolucionarias contra el gobierno soviético» o también «una insurrección en Moscú esperando derrocar al gobierno comunista»; por otro lado, se proponen también «asesinar a bastantes representantes alemanes», con el fin de provocar una reacción militar de Alemania y la consiguiente reanudación de la guerra. Esta habría sido abordada con una levée en massedel pueblo ruso, que habría infligido una derrota al mismo tiempo al gobierno de los traidores y al enemigo invasor. El protagonista del atentado contra el embajador alemán es un revolucionario sincero: antes de emprender contactos con los ambientes trotskistas, intenta emular a los jacobinos, protagonistas de la fase más radical de la Revolución francesa y de la heroica resistencia de masas contra la invasión de las potencias contrarrevolucionarias. A ojos de las autoridades soviéticas, sin embargo, Blumkin no puede ser otra cosa que un provocador: el éxito de su plan habría tenido como resultado una acometida del ejército de Guillermo II y quizás el derrumbe del poder nacido de la Revolución de octubre.

 

 

En cada cambio histórico se vuelve a presentar el entrelazamiento entre política interna y política internacional. La llegada al poder de Hitler, con la aniquilación o el diezmado de la sección alemana de la Internacional comunista representa un duro golpe para la Unión Soviética: ¿qué consecuencias tendrá sobre los equilibrios políticos internos? El 30 de marzo de 1933, Trotsky que adjudica a la burocracia gobernante en la URSS la responsabilidad de la derrota de los comunistas en Alemania, escribe que «la liquidación del régimen de Stalin» es «absolutamente inevitable y [...] no muy lejana». En el verano de aquél mismo año, en Francia el gobierno Daladier otorga el visado a Trotsky: han transcurrido apenas unos meses desde la oposición de Herriot, y surgen dudas sobre las razones de tal cambio de parecer.

 

 

Ruth Fischer considera que el gobierno francés partía de la presunción de la «debilidad de la posición de Stalin», de la «reagrupación de la oposición contra él» y del próximo retorno de Trotsky a Moscú con funciones dirigentes de primer nivel.

 


Un nuevo y dramático giro de los acontecimientos se produce con el estallido de la Segunda guerra mundial. En la primavera de 1940, la Unión Soviética está todavía fuera del gigantesco choque, es más, continúa vinculada al pacto de no agresión con Alemania. Es una situación intolerable para los países ya envueltos en la agresión nazi; tomando como pretexto el conflicto ruso-finés, meditan sobre el proyecto de bombardeo de los centros petrolíferos de Bakú. No se trata solamente de golpear la línea de aprovisionamiento energético del Tercer Reich: «los planes bélicos franco-británicos apuntaban a quebrar la alianza militar de la Unión Soviética con Alemania a través de ataques contra las industrias petrolíferas del área del Cáucaso y tener así un eventual régimen post-estalinista a su lado contra Alemania».

 

 

Volvamos por un momento al atentado contra el embajador alemán Mirbach. El responsable intentaba desde luego provocar el ataque de Alemania, pero no porque esperase su victoria: al contrario, esperaba que el latigazo despertara a Rusia, llevándola a una respuesta decidida. Más tarde veremos a Blumkin participar en la conspiración dirigida por Trotsky. Y éste, a su vez, Para aclarar su postura, se compara en 1927 al primer ministro francés Clemenceau, que en el transcurso de la Primera guerra mundial asume la dirección del país después de haber denunciado la escasa energía bélica de sus predecesores y por tanto proponiéndose como el único estadista capaz de llevar a Francia a la victoria contra Alemania. De la cantidad de sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones de esta analogía sólo una cosa quedaba clara, ni siquiera la invasión de la Unión Soviética habría acabado con los intentos de la oposición de conquistar el poder. Todavía más inquietante es la comparación ya citada de Stalin con Nicolás II: en el transcurso del Primer conflicto mundial, leído y denunciado como guerra imperialista, los bolcheviques habían proclamado el lema del derrotismo revolucionario y habían identificado en la autocracia zarista y en el enemigo interno al enemigo principal, aquél que en primer lugar había que combatir y derrotar.

 


En los años siguientes Trotsky va bastante más allá de la evocación del espíritu de Clemenceau: el 22 de abril de 1939 se pronuncia en favor de «la liberación de la llamada Ucrania Soviética del yugo estalinista». Una vez independiente, esta se habría unificado con la Ucrania occidental, que sería arrancada a Polonia, y con la Ucrania carpática, anexionada poco antes por Hungría. Reflexionemos sobre el momento en el que aparece tal posicionamiento: el Tercer Reich acaba de llevar a cabo el desmembramiento de Checoslovaquia y se incrementan las voces que indican a la Unión Soviética (y en especial Ucrania) como el siguiente objetivo de Alemania. En estas circunstancias, en julio de 1939 incluso Kerensky toma posición contra el sorprendente proyecto de Trotsky que, según el líder menchevique, sólo favorece los planes de Hitler. «Es la misma opinión del Kremlin», replica rápidamente un Trotsky que, por otro lado, ya en el artículo del 22 de abril había escrito que con la independencia de Ucrania «la claque bonapartista [de Moscú] recogerá lo que ha sembrado»; es bueno que «la actual casta bonapartista se vea minada, sacudida, destruida y barrida». Solamente así se allana el camino para una auténtica «defensa de la República soviética» y de su «futuro socialista».

 

 

Inmediatamente después de la invasión de Polonia, Trotsky va más allá. Al prever la ruina final del Tercer Reich, añade: «Y, sin embargo, antes de irse al infierno, Hitler podría infligir a la Unión Soviética una derrota tal que podría costarle la cabeza a la oligarquía del Kremlin». Esta previsión (o esperanza) de una liquidación (también física) de la «claque» o «casta bonapartista» por obra de una revolución desde abajo o también de una invasión militar no puede sino parecer a ojos de Stalin la confirmación de sus sospechas sobre la convergencia al menos «objetiva» entre dirigencia nazi y oposición trotskista: ambas tenían interés en provocar en la URSS el derrumbe del frente interno, aunque la primera viese en este derrumbe el antecedente de la esclavización del país eslavo y la segunda el desencadenamiento de una nueva revolución.

 

 

 

 

No se trataba tampoco de una sospecha especialmente infamante: remitiéndose al primer Lenin, Trotsky aspiraba a utilizar en su favor la dialéctica que en su momento había llevado a la derrota del ejército ruso, al derrumbe de la autocracia zarista y a la victoria de la Revolución de octubre. Una vez más, la historia previa del bolchevismo se vuelve contra el poder soviético. Kerensky, que en 1917 había denunciado la traición de los bolcheviques, ahora alerta acerca de la traición de aquellos que se autodefinen «bolcheviques-leninistas». Desde el punto de vista de Stalin, se ha producido un cambio radical respecto a la Primera guerra mundial: ahora se trata de enfrentarse a un partido político o una fracción que, al menos en lo que respecta a la fase inicial del conflicto, espera el derrumbe del país y el triunfo militar de una Alemania ya no desgastada por tres años de guerra, como era el caso de Guillermo II, sino más bien en la plenitud de su potencia bélica y explícitamente dedicada a construir su imperio colonial en el este. Dados estos antecedentes, desde luego no sorprende el surgimiento de una acusación de traición. Volvamos al artículo de Trotsky del 22 abril de 1939. En éste hay una sola afirmación que puede haber sacudido el consenso a favor de Stalin: «La guerra que se aproxima suscitará un clima favorable para todos los posibles aventureros, profetas y buscadores del vellocino de oro».

 

 

Mientras las llamas de la Segunda guerra mundial arden cada vez más alto, destinadas a extenderse también hacia la Unión Soviética según la misma previsión de Trotsky, éste continúa haciendo declaraciones y afirmaciones que son todo menos tranquilizadoras. Veamos algunas: «el patriotismo soviético no puede separarse de la lucha irreconciliable contra la claque estaliniana» U8 de junio de 1940); «la Cuarta Internacional ha reconocido desde hace tiempo la necesidad de derrocar a la burocracia [en el poder en Rusia] mediante una sublevación revolucionaria de los trabajadores» (25 de septiembre de 1939). «Stalin y la oligarquía guiada por él representan el peligro principal para la Unión Soviética» (13 de abril de 1940). Es bastante comprensible que, etiquetada como «enemigo principal», la «burocracia» o la «oligarquía» albergue el convencimiento de que la oposición, si no al servicio directo del enemigo ¡en todo caso está lista en un principio para acompañarla en sus acciones!

 

 

Cualquier gobierno habría encontrado en organizaciones de esta orientación una amenaza para la seguridad nacional. Las preocupaciones y sospechas de Stalin se ven aumentadas por la visión a la que se abandona Trotsky (25 de septiembre de 1939); la de una «inminente revolución en la Unión Soviética»: faltarían «pocos años o quizás meses para el poco glorioso derrumbe» de la burocracia estaliniana.

 

 

¿De dónde proviene esta seguridad? ¿Es una previsión formulada en base solamente a los acontecimientos ocurridos dentro del país? Mucho más difícil se muestra el análisis del entrelazamiento entre los conflictos políticos de la Rusia soviética y las tensiones internacionales, por el hecho de que las sospechas y las acusaciones son alimentadas por la patente realidad de la quinta columna y las operaciones de desinformación, puestas en marcha por los servicios secretos de la Alemania nazi. En abril de 1938 Goebbels anota en su diario:

 

 

«Nuestra estación de radio clandestina que emite desde Prusia oriental hacia Rusia despierta un enorme alboroto. Opera en nombre de Trotsky, y pone en apuros a Stalin». 

 

 

Inmediatamente después del comienzo de la Operación Barbarroja, el jefe de los servicios de propaganda del Tercer Reich se encuentra todavía más satisfecho: «Ahora trabajamos con tres radios clandestinas en Rusia: la primera es trotskista, la segunda separatista, la tercera nacionalista-rusa, todas críticas con el régimen estaliniano».

 

 

Es un instrumento al que los agresores atribuyen gran importancia: «Trabajamos con todos los medios, sobre todo con las tres radios clandestinas en Rusia»; éstas «son un ejemplo de astucia y sutileza». Respecto al papel de la propaganda «trotskista» es especialmente significativa una entrada del diario del 14 de julio, que después de haberse referido al tratado estipulado entre la Unión Soviética y Gran Bretaña y del comunicado conjunto de los dos países prosigue así: «Esta es para nosotros una buena ocasión para demostrar el hermanamiento entre capitalismo y bolchevismo [en este caso sinónimo del poder soviético oficial]. La declaración encontrará escasa aceptación entre los círculos leninistas en Rusia» (téngase en cuenta que a los trotskistas les gustaba definirse como «bolcheviques-leninistas», en contraposición a los «estalinistas», considerados traidores al leninismo).

 

 

 

Naturalmente, hoy parece grotesca la pretensión de Stalin y sus colaboradores de condenar en bloque a la oposición como un nido de agentes enemigos, pero es necesario no perder de vista el marco histórico aquí presentado a grandes rasgos. Sobre todo es necesario tener en cuenta que sospechas y acusaciones similares y de signo contrapuesto eran formuladas contra la dirigencia estaliniana. Tras haber descrito a Stalin como un «dictador fascista», las octavillas que la red trotskista hacía circular en la Unión Soviética añadían: «Los dirigentes del Buró político son o enfermos mentales o mercenarios del fascismo». También en documentos oficiales de la oposición se insinuaba que Stalin podría ser el protagonista de una «gigantesca provocación consciente». De un lado y de otro, más que dedicarse a un arduo análisis de las contradicciones objetivas y de las opciones contrapuestas, así como de los conflictos políticos que sobre ellas se desarrollan, se prefiere recurrir apresuradamente a la categoría de traición y, en su forma extrema, el traidor se convierte en agente consciente y valioso para el enemigo.

 

 

 

Trotsky no se cansa de denunciar «el complot de la burocracia estaliniana contra la clase obrera», y el complot es aún más despreciable por cuanto que «la burocracia estaliniana» no es sino «un aparato de transmisión del imperialismo». No es necesario decir que a Trotsky se le paga con la misma moneda: él mismo se lamenta al verse descrito como «agente de una potencia extranjera», pero etiqueta a su vez a Stalin de «agente provocador al servicio de Hitler».

 

 

De un lado y del otro se intercambian las acusaciones más insidiosas; bien visto las más fantasiosas son las provenientes de la oposición. El estado de ánimo contradictorio y atormentado de su líder ha sido analizado con sutileza por un historiador raso poco sospechoso de simpatías estalinistas: Trotsky no quería la derrota de la Unión Soviética, sino el derrocamiento de Stalin. En sus profecías sobre la inminente guerra se advierte la inseguridad: el exiliado sabía que sólo una derrota de su patria podía acabar con el poder de Stalin [...]. Deseaba la guerra, porque en esta guerra él veía la única posibilidad de derrocar a Stalin. Pero esto Trotsky no quiso admitirlo ni siquiera ante sí mismo…


(continuará)

 

 

 



[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

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lunes, 30 de junio de 2025



1353

 

CONTRA EL SHOW DE LOS BOMBARDEOS

 

Fernando Buen Abad 

 

 






Organizan su re-manida moraleja visual bajo la regla de exhibir el disparo y el destrozo. Saben que cuando una bomba cae, no sólo se despedaza la materia: se fractura el sentido. La guerra, hoy más que nunca, es una operación semiótico-financiera total que excede los campos de batalla. Es una mercancía para invadir al imaginario, a la memoria y a la percepción. Las bombas no sólo buscan destruir cuerpos sino producir narrativas: instaurar significados prefabricados por el poder burgués para justificar la barbarie, para mantener intacta su dominación. Y obtener ganancias. Por eso, nuestra Filosofía de la Semiosisno puede ni debe limitarse al análisis académico o a la contemplación teórica. Hoy más que nunca, debe ser una trinchera epistemológica en la defensa cognitiva y praxis emancipadora de nuestros pueblos. Ya lo había avisado Marx.

 

 

Ha desarrollado una semiótica del negocio militar: un arte de guerra simbólica y audiovisual muy rentable que prepara, acompaña y perpetúa los crímenes del imperialismo. Esa semiótica organiza el odio, estetiza la destrucción, edulcora la ocupación y convierte a las víctimas en culpables. Con un arsenal mediático sin precedentes —pantallas, redes, titulares y algoritmos— se produce un sentido teledirigido: selectivo, encubridor, alienante. En este contexto, la semiosis se vuelve un campo de lucha entre clases sociales. No hay neutralidad posible. Cada signo entra al conflicto como un proyectil: puede ser de emancipación o de sometimiento.

 

 

Esa semiótica burguesa de los bombardeos, construye un sentido de la subordinación que funciona como dispositivo integral de anestesia. El plan es el vaciamiento del sentido, los cuerpos mutilados son transformados en abstracciones, las ciudades arrasadas en “objetivos estratégicos”, y los niños asesinados en “daños colaterales”. Todo el aparato mediático se conjuga para limpiar la sangre con eufemismos y encubrimientos técnicos. Se trata de una semiótica del borramiento: borrar las huellas de la injusticia, borrar los nombres propios, borrar la historia real de los pueblos agredidos. Cada misil lanzado es acompañado por un torrente de justificaciones visuales y lingüísticas que pretenden blindar la conciencia pública frente al horror. Después del bombardeo pasaremos unos avisos comerciales.

 

 

Contra eso, proponemos una semiótica crítica, de raíz y objetivos humanistas, como una Filosofía de la Semiosis activada para ser un sistema de alerta temprana, una crítica radical al modo en que se produce y manipula el sentido, también, en condiciones de guerra. Exhibir, bajo denuncia, las cadenas de sentido que se articulan desde los cuarteles mediáticos de las potencias y sus monopolios “informativos”. No es suficiente desenmascarar una mentira: es urgente transparentar el régimen entero que financia sus signos y hace posible que las distorsiones y desfiguraciones más inhumanas se impongan como verdad. Hay que leer los bombardeos no sólo como hechos materiales, sino como mensajes codificados, programados para generar terror, resignación y vaciamiento de sentido. La bomba no es sólo un proyectil: es un relato.

 

 

Porque el poder de fuego de la semiótica burguesa no es invencible. Así como se fabrica una gramática de la opresión, también es posible construir una semiótica para la transformación de los medios, los modos y las relaciones de producción de sentido. Cada imagen contra-hegemónica, cada palabra que denuncia el exterminio, cada símbolo que calma el dolor concreto de los pueblos, es una forma de contraataque. Contra el genocidio perpetrado al pueblo palestino, en la ofensiva del Netanyahu contra le pueblo de Irán, hay que desplegar las contraofensivas semióticas que nos defiendan de la moralina perversa del bombardeo. Oponerle una semiosis de dignidad contra el control de los fabricantes de sentido dominante. Se trata de signos insurgentes, grietas en la hegemonía, que pueden y deben ser fortalecidas desde una praxis comunicacional revolucionaria. Frecuentemente la luz de alcoba es una luz macabra parida por los bombardeos, incluso ideológicos.

 

 

La defensa cognitiva no es una metáfora. Es una necesidad política, científica, ética. Se trata de articular una pedagogía crítica de los tiempos de guerra, producir con los pueblos un escudo contra los signos del terror. Traducir las imágenes oficiales en su reverso verídico es un acto de desobediencia cognitiva que puede salvar vidas. Los medios que celebran los bombardeos —como si fuesen cirugías clínicas— no hacen sólo propaganda: configuran el marco epistemológico en el que se inscriben las decisiones políticas globales. De ahí la importancia de combatir su sintaxis. Todo relato que legitima el ataque sobre un pueblo necesita ser desmontada, transparentada, y vuelta contra su emisor. Cada titular que habla de “conflictos” cuando hay genocidios, cada mapa que esconde la ocupación, cada gráfico que normaliza el saqueo, es una pieza de la arquitectura semiótica del poder. Una Filosofía de la Semiosis para intervenir ahí, como una crítica materialista de los signos.

No se puede ser neutral. Necesitamos una teoría de la producción de sentido situada, históricamente determinada por las luchas de clases. Y en tiempos de guerra, la lucha de clases se intensifica también en el plano simbólico. ¿Qué sentido tiene la palabra “democracia” cuando se usa para justificar el bombardeo de civiles? ¿Qué sentido tiene la palabra “paz” cuando se utiliza para exigir la rendición incondicional de los pueblos agredidos? La semiosis revolucionaria no puede permitir que los enemigos de la humanidad monopolicen el diccionario. Hay que reapropiarse del lenguaje y re-semantizarlo desde abajo, con las voces silenciadas, con las palabras prohibidas.

 

 

Defenderse cognitivamente es una forma de autodefensa popular. Es construir un escudo crítico frente a los embates de la propaganda imperial. Es levantar una muralla de conciencia frente al aluvión de desinformación planificada. No se trata sólo de decir la verdad: se trata de crear las condiciones sociales para que esa verdad se escuche, se entienda y se transforme en acción colectiva organizada. Se trata de construir, con rigurosidad científica y compromiso ético, una alternativa semiótica que no se limite a denunciar, sino que organice, eduque y movilice. En última instancia, la Filosofía de la Semiosis es una filosofía del sentido como campo de batalla. No hay signo inocente en tiempos de guerra. Cada palabra, cada imagen, cada silencio incluso, es parte de un sistema de posicionamientos. El desafío es enorme: hacer de la semiosis un instrumento para la emancipación, para la paz con justicia, para la reconstrucción del sentido común desde el humanismo de nuevo género. Un humanismo que no pacta con los verdugos ni se arrodilla ante las bombas. Un humanismo que lee, que piensa, que lucha.

 

 

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lunes, 23 de junio de 2025



1352

 

 

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

 

Andrés Piqueras

 

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PARTE II

Del in-politicismo teórico-práctico

 

 






MARXISMO AUTONOMISTA

 

(…) Las luchas de clase pueden darse en todas las formas funcionales del capital, capital industrial, comercial, también en la del capital-dinero, esto es, en el mundo de las finanzas (un mundo que cuenta con población asalariada y que posibilita también mediante el crédito y el préstamo el acceso a valores de uso, ya sean medios de producción y fuerza de trabajo para la clase capitalista, en el primer caso, ya sea bienes de consumo para la clase trabajadora, en el segundo),  independientemente de la condición de “productivo” o “improductivo” que se le dé a cada trabajo. Son, así, provechosos los análisis de Cleaver sobre el dinero. Los distintos aspectos delvalorque se efectivizan en las diferentes relaciones laborales, se expresan en el dinero. El dinero encarna todas las relaciones antagónicas impuestas por el trabajo, y por tanto deviene también un campo de luchas, porque el Capital pretende usar el dinero para manejar y expandir su orden social, mientras que el Trabajo trata de subvertir el dinero para sus propios propósitos (Cleaver, 2017). La forma dinero es la forma central de mediación, aunque no adquiera la forma de salario. Precisamente, los distintos flujos y asignaciones del dinero entre el Trabajo contribuyen a generar y agrandar las diferencias y desigualdades entre el mismo, haciendo ver las luchas de cada quien como desconectadas de las de los demás y traduciendo unas como “luchas de clase”, mientras que otras son vistas como “luchas sociales”, asociadas a viejos o nuevos movimientos sociales, a una creciente heteroclitud de los mismos, en todo caso. Así, el Capital consigue imponer su división de la población entre “asalariada” y “no asalariada”, y dentro de esta última aquella que logra su sustento mediante relación laboral “autónoma”, producción de subsistencia, reproducción, apropiación de lo de otros (delincuentes…). Por supuesto, los flujos de dinero hacia cada sector asalariado, marcan también la estratificación entre la fuerza de trabajo. En suma, la organización capitalista del conjunto de la sociedad como una máquina de trabajo total envuelve una compleja matriz de cuidadosamente estructuradas mediaciones “psilogísticas” (siempre un ente tercero media entre dos personas: el dinero), en las cuales una variedad de instituciones está celosamente organizada tanto para manejar diferentes flujos de dinero como para mantener a todo el mundo trabajando, a través de un empleo o fuera del mismo (2017). 



El dinero no es sólo, pues, un medio de pago o de circulación, de atesoramiento, estándar de precios, de depósito del valor y patrón de pagos diferidos, es también un medio de comando sobre el Trabajo, un medio de dominación social. Por eso Cleaver propone como objetivo de las luchas la eliminación progresiva del dinero. Sin embargo, Cleaver parte de la afirmación de Negri de que el trabajo hoy sigue siendo importante, pero no tanto como fuente de valorsino como medio de dominación. Este autor hace también del capitalismo lo que no es: un régimen de dominación por encima de un sistema de explotación. Según Cleaver, la teoría del valor de Marx puede ser más fructíferamente interpretada como envolviendo una perspectiva de la clase trabajadora sobre la imposición capitalista del trabajo y la lucha contra ella. Por eso concluye que hay que reformular la teoría del valor como la teoría del valor del trabajo para el capital, porque el primer valor de uso social del trabajo para el capital es su papel para organizar la sociedad capitalista y mantener el control sobre ella (2017). 

 


Para el Capital, el primer valor de uso social del trabajo que extrae de nuestra fuerza de trabajo es el control social sobre nuestras vidas. “Extrae” control social, lo que es más importante que la plusvalía. Porque la primera utilidad de la plusvalía es su potencialidad para imponernos más trabajo vía la inversión, y por tanto más control social en el futuro. La substancia del valordel trabajo es precisamente su utilidad política en proveer el más fundamental vehículo de dominación y control capitalista (2017). El forzamiento de la teoría del valor de Marx llega al máximo. 

 

“.. entonces el valor de cualquier producto particular para el capital como un todo es la cantidadpromedio de control vía trabajo que aquél puede imponer en su producción” (Cleaver, 2017). 

 

Pasamos así con Cleaver de la explotación a la dominación como primera forma de identificar al sistema capitalista, a la manera de los modos de producción precapitalistas. Pero el capitalismo se basa en una inversión radical de ese orden explicativo: la dominación está al servicio de la explotación (en cuanto que extracción de plusvalía) y no al revés. Obviamente, ambos procesos son inseparables y complementarios, pero reducir el valora dominación no favorece el entendimiento de la especificidad del capitalismo como modo de producción y sistema histórico. De ahí que, una vez más, como ocurre con todos los “marxismos” de nuevo cuño que nada quieren tener que ver con ensuciarse las manos con la historia real, con los poderes y la monstruosa violencia real que entraña el capital y sus personificaciones e instituciones, no podemos sino obtener propuestas de transformación tan simplistas como en el fondo inofensivas. Para Cleaver el paso a dar, el objetivo primero de nuestras luchas ha de ser la eliminación del trabajo, del dinero y de los mercados. Es decir, de nuevo el todo de golpe, sin pasar por partes o fases. ¿Y cómo lo hacemos? Obviamente, nada nos dice al respecto. 

 

Si las dinámicas del “sujeto automático”, del valor-capital impregnan las conciencias individuales, tanto como la conciencia social completa, el dinero es algo por sí deseado como procurador de bienes y realizador de deseos, como indicador de estatus y autoestima. Las sociedades como totalidades no renuncian voluntariamente a él. Sólo algunos pocos sectores pueden hacer una “desconexión” muy limitada y parcial, de forma voluntaria, con el dinero. ¿Cómo va a tener ese impulso de deshacerse del dinero una sociedad entera, nada más siguiendo las proclamas de estos autores, sin haber subvertido, al menos, previamente el aparato institucional de formación de conciencia y de socialización, ya no digo sin dar muerte a la ley del valor? 

 

De hecho, una vez adquirido, las poblaciones han abandonado el dinerocuando no les ha quedado más remedio. En la construcción socialista, previa revolución política, llevaría un proceso muy largo, que ha de pasar por sucesivas fases de rupturas parciales con el valor, y sólo manteniendo un aparato institucional capaz de soportar la potente tendencia del dinero a manifestarse como expresión de distintas cantidades de trabajo, por no hablar de toda la violencia posible que desatarían las viejas clases expropiadas para destruir el proceso. Es decir, se requiere sine qua non de un entramado institucional enormemente fuerte, capaz de ejercer contra-poderpolítico a las inercias de la economía heredada. Pero Cleaver con esa que él no cree en la superación del capitalismo mediante un proceso revolucionario institucional. Puede que sea bastante improbable que se dé así, pero lo que propone él no es sólo improbable, es absurdo, pues en contrapartida las personas (no sabemos cómo convencidas de ello) deben emprender luchas contra el dinero, enfrentar directamente al fetiche para acabar con su sustrato: el valor(las personificaciones físicas e institucionales del valor-capital no tienen, evidentemente, importancia alguna). 

 

De nuevo carentes de praxis, parecen nuestros autores prisioneros de esas ilusiones y fetiches que dicen combatir. Defienden “procesos revolucionarios” inverosímiles, pero jamás una revolución. Ésta, a todas luces, les aterra. No obstante, la realidad es testaruda, para hacer reformas no-reformistas, que probablemente es a lo que algunos llamen también “revoluciones desde abajo”, hay que contar con un amplio cuerpo social e institucional coordinado, que tenga un objetivo claro: la revolución política para proteger y profundizar las embrionarias y acumulativas transformaciones sociales. Puede haber muchas consideraciones sobre los pasos a dar y las prioridades a llevar a cabo, pero unos y otros de esos temas, tristemente, son del todo ajenos a esta corriente, que nos ofrece una vez más la in-políticacomo propuesta. La ausencia de praxis como alarde…

 


(continuará)

 



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