jueves, 27 de noviembre de 2025

 

1381

 

CONTRA EL MORALISMO PEQUEÑOBURGUÉS: LOGÍSTICA, SANGRE Y PACIENCIA ESTRATÉGICA

 

Daniel Seixo Paz

 

 

 


 

«El arma de la crítica no puede, evidentemente, sustituir a la crítica de las armas; la fuerza material tiene que ser derrocada por fuerza material.»

Karl Marx

 

 

«En el curso de un largo período hemos llegado a formarnos este concepto para la lucha contra el enemigo: estratégicamente, debemos desdeñar a todos nuestros enemigos, pero tácticamente, debemos tomarlos muy en serio. Es decir, al considerar el todo, debemos despreciar al enemigo, pero tenerlo muy en cuenta en cada una de las cuestiones concretes. Si no despreciamos al enemigo al considerar el todo, caeremos en el error de oportunismo. Marx y Engels no eran más que dos personas, pero ya en su tiempo declararon que el capitalismo seria derribado en todo el mundo. Sin embargo, al enfrentar las cuestiones concretes y a cada uno de los enemigos en particular, si no los tomamos muy en serio, cometeremos el error de aventurerismo. En la guerra, las batallas sólo pueden ser dadas una por una y las fuerzas enemigas, aniquiladas parte por parte. Las fábricas sólo pueden construirse una a una. Los campesinos sólo pueden arar la tierra parcela por parcela. Incluso al comer pasa lo mismo. Desde el punto de vista estratégico, tenemos en poco el comer una comida: estamos seguros de poder terminarla. Pero en el proceso concreto de comer, lo hacemos bocado por bocado. No podemos engullir toda una comida de un golpe. Esto se llama solución por partes. Y en la literatura militar se llama destruir las fuerzas enemigas por separado.»

Mao Zedong

 

 

«Aceptar el combate cuando ello es manifiestamente ventajoso para el enemigo, pero no para nosotros, es criminal; los dirigentes políticos de la clase revolucionaria son absolutamente inútiles si no saben «maniobrar» o proponer «la conciliación y el compromiso» a fin de rehuir el combate evidentemente desfavorable.»

Lenin

 


Seamos claros, bruscos incluso, si así lo requiere la interacción: la lectura actual del mundo nos exige elevarnos por encima de la apariencia inmediata de los hechos. En la política internacional, especialmente en la época de crisis orgánica del capitalismo que nos ha tocado vivir, el moralismo pequeño-burgués se aferra a gestos, mientras la historia se mueve bajo la superficie en macroprocesos enfrentados con la pluma volátil y la coquetería inútil del tertuliano. Hoy resulta vital la paciencia estratégica, una categoría fundamental de la diplomacia revolucionaria desde Lenin hasta Zhou Enlai.

 

 

En la inmediatez del acontecimiento político, la conciencia vulgar, incluso cuando esta se reviste de fraseología izquierdista, tiende a quedar atrapada en la mera apariencia de los fenómenos, ignorando la esencia real de la historia. A estas alturas, ya sabrán ustedes que la reciente resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Palestina y la consecuente abstención de la Federación Rusa y la República Popular China, ha desatado en redes sociales y el microcosmos europeo una ola de moralismo pequeñoburgués que, incapaz de comprender la dialéctica de la totalidad concreta, grita «traición» donde solo hay cálculo de tiempos históricos y necesidades materiales.

 

 

En el convulso tablero internacional que hoy observamos en los breves respiros que nos permite la realidad diaria, las naciones del Sur global siguen atravesando, una tras otra, las mismas contradicciones fundamentales que Lenin analizó hace más de un siglo. El imperialismo continúa extendiendo su dominio mediante guerras híbridas, sanciones, bloqueos económicos, golpes blandos y campañas de propaganda. Y no es casualidad que los escenarios de mayor inestabilidad correspondan exactamente a las regiones donde las potencias occidentales han hecho de la rapiña su método histórico de interacción.

 

 

La política no es un tribunal de ética abstracta, sino la ciencia de la correlación de fuerzas en la lucha de clases internacional. Analizar el reciente voto en Nueva York de Pekín o Moscú aislado de la guerra en Sudán, de las contradicciones en el Sahel, de los Acuerdos de Abraham y de la logística de un futuro enfrentamiento global con la OTAN, es caer en la reificación de la diplomacia burguesa: es convertir un acto diplomático en un fetiche, divorciado de la realidad orgánica del imperialismo.

 

 

La izquierda europea, o la que así se autodenomina, observa todo esto como quien mira un documental: con distancia, impotencia y con un moralismo desencarnado que sustituye el análisis por la consigna vacía y la solidaridad por el tuit sentimental o las habituales procesiones inanes por la causa de turno. Son sectores que exigen “comunidades internacionales” abstractas, “condenas”, “diálogo”, “resoluciones”, como si la correlación de fuerzas en el mundo se alterara a base de declaraciones de prensa o nobles intenciones de partidos con más interés real en el reparto de las prebendas parlamentarias que en acción alguna de transformación real para sus realidades más inmediatas. No entienden, o más habitualmente no quieren entender, que la política internacional no es un acto teatral, un sainete con el que entretenernos, sino lucha material concreta entre intereses contrapuestos.

 

 

Frente a ellos, frente a su falsa moralina y su teatro de sombras, los pueblos que resisten el despojo no viven de discursos: viven de logística, de soberanía energética, de acceso a mercados, rutas comerciales y de la defensa militar real. Mali no pudo expulsar a Francia sin la cobertura diplomática y técnica que Moscú le otorgó. Nigeria no logrará mantener la soberanía de sus propios recursos si no circularan armas y tecnologías ajenas al dictado occidental. Irán no mantendría su histórica posición de independencia, ni su apoyo al pueblo palestino, si no dispusiera de aliados que compran sus recursos sin condiciones ni chantajes. Ni existiría desafío al sionismo sin una realidad armamentística con trazado de origen fácilmente rastreable. Cuba, desangrado por un bloqueo criminal, sobrevive en parte porque China o Rusia continúan invirtiendo en infraestructuras y energía incluso bajo la amenaza de sanciones. Y Palestina, agonizante, devastada, boicoteada, solo existe como pueblo porque existe en este planeta un poder real capaz de contener la destrucción total que buscaban Estados Unidos e Israel.

 

 

No estamos hablando de una idealización romántica de las crecientes potencias del Este, sino de reconocer la fría mecánica de la supervivencia. Rusia y China actúan por una necesidad existencial que, afortunadamente para los pueblos oprimidos y aquellos que nunca aceptamos el llamado fin de la historia, converge objetivamente con las posibilidades de lucha antiimperialista existente. Ambos pueblos caminan hoy en una senda de construcción revolucionaria y reconstrucción nacional que les obliga a ser el muro de contención contra la barbarie unipolar. Y eso, en términos materiales, vale más que mil manifiestos de solidaridad pura pero impotente.

 

 

Estos no son juicios morales, son hechos materiales. Verificables para quien tenga el coraje de mirarlos sin los lentes deformados del progresismo europeo. Mientras unos redactan manifiestos o lanzan lamentos plañideros que dejaron de lado cuando votaban contra palestina en sus consejos de ministros, otros neutralizan drones, sostienen economías, proporcionan inteligencia, financian infraestructuras, rompen bloqueos. Las armas que permiten a los pueblos defenderse no caen del cielo ni provienen de seminarios en Bruselas, provienen de países que, por razones propias estratégicas en la búsqueda de un de equilibrio multipolar, han decidido contradecir el monopolio militar occidental, arriesgando con ello el futuro de sus propios pueblos. Porque ellos sí, saben lo que es sangrar, perder recursos y vidas por mandar parar a Washington.

 

 

El error fundamental de quienes exigen un veto performativo reside en su incomprensión de la etapa actual del capitalismo tardío y su fase imperialista. Vivimos el interregno gramsciano, el tiempo entre un mundo que muere y otro que lucha por nacer. En este claroscuro, la ruptura prematura de la globalidad económica mundial no es un acto revolucionario, sino un suicidio estratégico. Un regalo al Imperio.

 

 

Rusia y China, como vanguardias objetivas del bloque multipolar, comprenden que la soberanía no se conquista con gestos en esa cueva de ladrones de la ONU, hoy convertida en teatro de la impotencia, sino con la garantía material de la supervivencia.

 

 

¿Por qué no romper la baraja ahora? Porque la infraestructura del nuevo mundo: los BRICS, las rutas comerciales alternativas, los sistemas de pago desdolarizados, las alianzas diplomáticas y militares, aún no ha sustituido completamente a la vieja realidad. Romper hoy, vetar y paralizar el sistema internacional de golpe, condenaría a las economías periféricas y pequeñas al colapso absoluto. Rusia y China no buscan la autarquía para sí mismas, sino construir una arquitectura donde las naciones del Sur Global puedan transitar hacia la soberanía sin perecer de hambre por el bloqueo de las cadenas de suministro controladas por Occidente.

 

 

Es aquí donde la dialéctica se vuelve cruel pero necesaria. Igual que el Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 no fue una alianza ideológica con el fascismo, sino una maniobra imprescindible para ganar tiempo y trasladar la industria soviética a los Urales ante la guerra de exterminio que se avecinaba o como el Tratado de Brest-Litovsk en 1918, cuando Lenin cedió vastos territorios y recursos a Alemania aceptando una paz humillante para impedir que la Revolución de Octubre fuese aplastada en su cuna, el actual tino diplomático de Moscú y Pekín responde a una táctica dilatoria evidente. En todos estos casos, la historia demostró que la pureza ideológica en el momento táctico conduce a la derrota estratégica. La lógica de hierro que guio aquellas decisiones es la misma que opera hoy: se está comprando tiempo. Tiempo para asegurar el Mar Rojo, el Estrecho de Malaca y el Ártico antes del inminente choque frontal con la OTAN.

 

 

La pseudoizquierda europea, atrapada en una ilusión de pureza irreal, repite el dogma de que la multipolaridad no es suficiente, que no es “socialista”, que no basta con que Estados Unidos sea frenado. Pero olvidan o desconocen que Vietnam no habría vencido sin armas soviéticas, que Argelia no habría triunfado sin entrenamiento y apoyo del bloque socialista, que Cuba resistió porque la URSS garantizó petróleo, azúcar y armas, que Angola se sostuvo porque miles de internacionalistas cubanos entendieron que la lucha antimperialista es un tejido mundial. Esa es la memoria que se exige, no la memoria abstracta y sentimental que repite “yo estoy por la paz” mientras las bombas caen sobre los mismos pueblos desde hace un siglo.

 

 

La crítica izquierdista vulgar olvida que el imperialismo ha sembrado el campo de minas. Los Acuerdos de Abraham no son meros papeles firmados, son la estructuración de una arquitectura militar y de inteligencia que une al sionismo con las monarquías reaccionarias del Golfo. Miremos hacia el Sahel y el Norte de África. La situación en Malí, el conflicto en el Sáhara Occidental y la guerra civil en Sudán no son eventos aislados, son partes integrantes de una totalidad en disputa. Rusia está librando una batalla asimétrica en el Sahel para romper el control colonial francés y estadounidense sobre el uranio y el oro. En este contexto, la posición de Argelia es clave.

 

 

Argelia, un baluarte histórico del anticolonialismo, votó a favor de la resolución, e incluso la celebró. ¿Debe Rusia, desde su asiento en el Consejo de Seguridad, vetar una resolución que el propio representante argelino exige, deslegitimando así a un aliado fundamental en el Mediterráneo y el gas? Eso sería imponer una voluntad imperial, replicando exactamente el modus operandi de Estados Unidos.

 

 

Si Rusia y China actuaran como el hegemón estadounidense, forzarían a los países árabes a seguir su línea mediante la coerción. Pero la propuesta multipolar se basa precisamente en el respeto irrestricto a la soberanía, incluso cuando esa soberanía se ejerce de manera contradictoria o errónea por parte de las burguesías nacionales árabes. Rusia y China no pueden ser «más palestinas que los palestinos», ni «más árabes que los árabes». Su papel es ofrecer el paraguas bajo el cual, cuando las condiciones objetivas maduren, esos pueblos puedan liberarse.

 

 

Lenin, comprendiendo a Clausewitz, nos enseñó que la guerra y la diplomacia son un continuum. La abstención en la ONU no significa inacción en el terreno. Mientras los diplomáticos levantan la mano en Nueva York, los ingenieros militares rusos e iraníes, con tecnología china, están rediseñando la capacidad de fuego del Eje de la Resistencia.

 

 

¿Quién arma a Yemen para cerrar el Mar Rojo al comercio sionista? ¿Quién sostiene la economía de Irán frente a las sanciones occidentales? ¿Quién protege a Venezuela de una invasión directa permitiendo la recuperación de su industria petrolera?

 

 

Rusia y China entienden que la liberación de Palestina no vendrá de una resolución de la ONU. La ONU es una estructura ya anquilosada, incapaz de transformar la realidad. La liberación vendrá de la derrota militar y económica del proyecto sionista y de su patrocinador estadounidense. Y para lograr esa derrota, es necesario evitar que Estados Unidos consolide un frente unido global contra Eurasia antes de tiempo.

 

 

Al abstenerse, Rusia y China niegan a Washington la narrativa propagandística perfecta: «El mundo quiere la paz, pero las autocracias rusa y china la bloquean». Desactivan la trampa ideológica, dejando que sea la propia realidad del genocidio israelí la que demuestre la inutilidad de la resolución estadounidense, sin que ellos carguen con la culpa del bloqueo. Es una maniobra de judo geopolítico: utilizan la fuerza evidente del adversario en sus propias instituciones para demostrar la profunda injusticia e incapacidad de las mismas en el mundo que ya nace.

 

 

Y preguntémonos, ¿cuántos de esos izquierdistas europeos estarían encantados de culpar a Rusia y a China si la guerra estallase por su postura tal y como el representante estadounidense amenazo antes de la votación? ¿Cuántos de los miles de manifestantes que salen a la calle en Europa apoyan realmente a Hamás o la resistencia armada y cuantos estarían dispuestos a sustituir el papel que Rusia, China o Irán juegan en la confrontación directa contra el imperio? ¿Cuántos en Europa seguirán mañana atentos a lo que sucede en Palestina cuando ya han comprado el plan de paz de Trump suceda lo que suceda?

 

 

El imperialismo norteamericano opera mediante la negación de la historia y la imposición de la voluntad: portaaviones, sanciones, golpes de estado, vetos unilaterales. Es la dictadura de la burguesía financiera global.

 

 

La propuesta chino-rusa, por el contrario, busca restaurar la agencia histórica de los pueblos. Si los países árabes, atrapados en sus propias contradicciones y dependencias, deciden apoyar una resolución defectuosa, Rusia y China respetan esa decisión formal, mientras trabajan subterráneamente para cambiar las condiciones materiales que obligan a esos países a la sumisión. Incluso enfrentando a estos países a contradicciones directas y amenazas militares si fuese preciso, Arabia Saudí lo sabe bien.

 

 

Imponer un veto contra la voluntad explícita de la región habría sido un acto de paternalismo colonial, una afirmación de que Moscú sabe lo que es mejor para los árabes mejor que los propios árabes. Romper la unidad del «Sur Global» o de los BRICS por un voto simbólico sería fortalecer al enemigo principal, el imperialismo.

 

 

Las economías pequeñas, aquellas que están empezando a comerciar en yuanes o a buscar seguridad en los Wagner o en acuerdos con Pekín, observan. Si codifican que Rusia y China usan su poder para anular sus decisiones diplomáticas, por equivocadas que estas sean, verán simplemente a un nuevo amo. Pero al ver que Rusia y China permiten que el proceso regional siga su curso, mientras ofrecen alternativas materiales, se consolida la confianza necesaria para el bloque contrahegemónico.

 

 

La angustia ante el genocidio en Gaza es real y legítima. Pero la respuesta política a esa angustia no puede ser el voluntarismo mágico, no podemos saltar sobre nuestra propia sombra histórica.

 

 

Estamos en una fase de acumulación de fuerzas palpable, la guerra total se acerca. La necesidad de garantizar suministros, asegurar el grano, la energía y los semiconductores para el momento cercano en el que el Estrecho de Taiwán o el Báltico ardan, es la prioridad absoluta para cualquier pueblo que piense en términos de supervivencia y victoria final.

 

 

Rusia y China no han vendido a Palestina. Al contrario, están construyendo meticulosamente el único escenario mundial, un mundo multipolar, desdolarizado y logísticamente independiente, en el que la liberación de Palestina sea materialmente posible. Y no, eso no se logrará con una consigna vacía en una sala de Nueva York.

 

 

La historia no avanza en línea recta, sino a través de contradicciones dolorosas. La abstención de hoy es el silencio táctico que precede al estruendo del nuevo mundo que nace. Criticarla desde la pureza moral es olvidar que en la guerra contra el imperialismo, la victoria requiere, ante todo, que la vanguardia antiimperialista no se autodestruya antes de la batalla decisiva.

 

 

Al final, lo que mejor retrata a esa izquierda europea que hoy clama al cielo contra un Sur movilizado, activo y combativo, es su propio extravío: un izquierdismo de escaparate, voluntarista y pueril, que confunde la política con el desahogo moral, que sustituye el estudio por el tuit ingenioso y la estrategia por la afectación sentimental. Hablan, hablan, hablan… Hablan siempre, pero sus palabras son huecas, sus gestos son cínicos, sus denuncias son inocuas y su solidaridad es un adorno para su propia conciencia. Pretenden interpretar el mundo sin mancharse las manos en su materia real, opinan sobre guerras que no entienden y de las que no participan, repiten titulares como loros satisfechos y escriben análisis que no aguantan ni el peso de la primera contradicción. Son tertulianos de lo inmediato, cartógrafos de la superficie, espíritus livianos que dejan volar la pluma antes de comprender el golpe que los derribará cuando la historia, siempre implacable, vuelva a recordarnos que la política no la hacen los moralistas, sino la correlación de fuerzas. Y esa, hoy, no la mueven ellos. Los que resisten nos protejan de depender de todos esos que desde el Norte continúan exigiendo pureza a un Sur curtido en mil batallas. Un Sur que aprende, recuerda y avanza.

 

 

 

 

Fuente:

https://antiimperialistas.com/contra-el-moralismo-pequenoburgues-logistica-sangre-y-paciencia-estrategica/

 

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lunes, 24 de noviembre de 2025

 

1380

 

TRANSPARENTAR EL COSTO DE LAS GUERRAS

 

Fernando Buen Abad

 

 

 


 

SEMIÓTICA DE UNA INDUSTRIA MACABRA. LAS PARTES ÍNTIMAS DEL CAPITALISMO.

 

 

 

¿Qué posibilidades reales tenemos para superar esto?

 

Parece ser una imposibilidad del destino transparentar el costo real de las guerras y eso constituye una de las operaciones semióticas más feroces, eficaces, persistentes y criminales del capitalismo contemporáneo. Todo comienza por un principio rector de la ideología bélica, si los pueblos conocieran, con exactitud y sin anestesia simbólica, cuánto cuestan las guerras —en dinero, en vidas, en recursos naturales, en infraestructura, en tiempo humano amputado, en salud física y mental, en destrucción cultural, en retrocesos científicos, en devastación ecológica—, ningún gobierno podría sostener, sin ruptura interna, la maquinaria que perpetúa este negocio macabro. La guerra es un producto de lujo obsceno en los mercados de la muerte; su rentabilidad exige opacidad. Y la opacidad exige un dispositivo semiótico complejo encargado de falsificar los signos del gasto, de disolver la responsabilidad, de normalizar la sangre como si fuera un acontecimiento contable y no un crimen planificado.

 

Sus guerras son un negocio monstruoso. Y como todo negocio de gran escala, necesita una gramática. Esa gramática no se limita a justificar la violencia; construye las condiciones de inteligibilidad para que sus genocidios parezcan un precio inevitable de la “civilización”. Cada misil tiene dos costos, el económico, medible; y el semiótico, indecible. Lo que vemos en los balances públicos es sólo la huella digital de una economía de la muerte cuidadosamente maquillada. Lo que no vemos —lo que sistemáticamente se nos impide ver— es la cadena de signos mercantiles, jurídicos, mediáticos y emocionales que convierten el asesinato en un producto de consumo político. La guerra funciona porque su negocio-relato funciona. Y su relato funciona porque ha logrado inocular la noción de que hay costos asumibles si el objetivo es proteger la seguridad, la democracia, la libertad o cualquier abstracción útil al capitalismo. Es una mascarada sangrienta celebrada por ellos en púbico y en privado.

 

Transparentar el costo de las guerras implica desmontar esta arquitectura de significados. Requiere mostrar que cada cifra es una mentira parcial. Que cada informe presupuestario es una pieza de propaganda. Que cada estipulación fiscal oculta una transferencia de recursos gigantesca desde los pueblos hacia los fabricantes de armas, las empresas privadas de servicios militares, los bancos que financian la deuda bélica y los gobiernos que la legitiman. Transparentar significa romper el hechizo de la “necesidad histórica” con que la burguesía cubre sus masacres. Significa exponer la equivalencia material entre cada misil lanzado y cada hospital no construido, cada dron comprado y cada escuela cerrada, cada tanque desplegado y cada salario impago, cada campaña mediática de odio y cada niño obligado a crecer entre ruinas.

 

Pero la semiótica de esta industria macabra va más lejos. No sólo oculta, también produce. Produce sentidos específicos diseñados para convertir la guerra en un objeto deseable para el imaginario colectivo. La estetización de la tecnología militar —con su brillo metálico, sus formas aerodinámicas, su “precisión quirúrgica”— es un acto de seducción simbólica. La industria bélica sabe que la forma es parte del crimen. Un misil de apariencia “inteligente” genera más aceptación que un artefacto rugoso y grotesco, aunque ambos despedacen cuerpos por igual. La forma suaviza el horror; lo vuelve compatible con el consumo audiovisual; lo adapta a la pantalla, que es hoy el principal laboratorio de anestesia política. El capitalismo militarista opera, por tanto, como un diseñador de percepciones que necesita convencernos de que la destrucción es un espectáculo fascinante, un ritual de soberanía tecnológica y no la aniquilación de pueblos enteros.

 

Transparentar el costo de las guerras implica revelar que la información no es un dato, sino un campo de batalla. Cada cifra es un territorio. Cada silencio es un arma. Cada eufemismo es un soldado semiótico que oculta un cadáver real. “Daños colaterales”, “operación preventiva”, “ataques selectivos”, “objetivos estratégicos”, estas expresiones son ingeniería lingüística diseñada para desensibilizar la percepción de masas. Son productos sintácticos elaborados con el rigor calculado de quien sabe que la palabra es la primera línea del frente. El capitalismo de guerra no puede permitir que la población hable de los muertos con precisión. Necesita una lengua que neutralice la emoción, que convierta el duelo en estadística, que disuelva la compasión en gráficos. Esta es la verdadera batalla cultural de la guerra, sustituir la experiencia humana por una gramática despersonalizada, higiénica, supuestamente racional.

 

Los costos humanos, más irreparables, son también los más invisibilizados. Ningún presupuesto nacional consigna el precio simbólico de convertir ciudades enteras en traumatismos colectivos. No hay rubro para la reconstrucción psíquica de generaciones. No existe una casilla contable donde colocar el valor económico de romper vínculos comunitarios, destruir archivos históricos, arrasar con las culturas materiales y las tradiciones inmateriales. No se registra cuánto cuesta perder los cantos, los ritos, las memorias familiares, las lenguas locales, los saberes artesanales. La guerra es un proceso de des-semiotización, borra los signos que permiten a un pueblo narrarse a sí mismo, arrancando de cuajo los hilos simbólicos que sostienen la continuidad histórica. Transparentar su costo exige medir —aunque sea en términos éticos y políticos, no contables— esa devastación simbólica que ningún Estado reconoce, aunque determine el destino de los pueblos durante siglos.

 

Su “economía” bélica también produce una semiótica de la inevitabilidad. Sus medios de difusión hacen creer que la guerra es un fenómeno natural, como un terremoto o una tormenta. Normalizan la idea de que “siempre ha habido guerras” y “siempre las habrá”, (las que les benefician) inoculando en el imaginario social la imposibilidad de pensar alternativas. Pero la guerra no es un fenómeno natural, es el resultado de decisiones políticas, empresariales y geoestratégicas tomadas por minorías que buscan ampliar sus zonas de ganancia. Transparentar el costo de la guerra significa denunciar que estas decisiones se toman en oficinas, no en leyes naturales; que quienes aprietan los botones no son fuerzas metafísicas, sino personas concretas con nombres, apellidos y cuentas bancarias. Significa, también, recordar que la guerra es evitable y que su permanencia responde a una lógica de acumulación que transforma el sufrimiento en capital.

 

Si la guerra es una industria, su principal activo simbólico es la mentira. Una mentira estratégica, repetida con disciplina militar, que exige el funcionamiento articulado de todos los dispositivos del Estado burgués, sus medios, sus intelectuales orgánicos, sus expertos, sus instituciones financieras, sus laboratorios de “opinión pública”. Transparentar el costo es evidenciar que el gasto militar no se destina sólo a armas, una porción significativa se invierte en propaganda. La industria bélica necesita construir consenso, y ese consenso no se obtiene sólo con discursos, se obtiene con la producción industrial de miedo. El miedo moviliza recursos, permite justificar gastos exorbitantes, disciplina a la población y genera obediencia. De este modo, el miedo se convierte en una materia prima central de la economía bélica, una mercancía que se fabrica y distribuye con precisión comunicacional.

 

Una transparencia —real, no simulada— es incompatible con su lógica de la guerra. Porque ver el costo real implica ver la estructura que la sostiene. Ver la estructura implica ver sus beneficiarios. Y ver sus beneficiarios implica enfrentar la pregunta decisiva, ¿por qué las sociedades modernas permiten que un puñado de corporaciones determine la vida y la muerte de millones? La respuesta es semiótica, porque se ha logrado imponer un sistema de signos que hace parecer razonable lo irracional, inevitable lo evitable, justo lo injusto, técnico lo criminal. Desarmar esta red de signos es una tarea central para los pueblos. Y sólo puede hacerse desde una crítica radical que no se limite a “informar”, sino que desarticule el corazón simbólico del militarismo.

 

Transparentar el costo de las guerras significa devolver a los pueblos la posibilidad de pensar su futuro sin la sombra de la devastación programada. Significa construir una semiótica emancipadora capaz de desactivar los códigos de la muerte y reemplazarlos por los de la vida. Significa comprender que toda lucha contra la guerra es una lucha contra su lenguaje, contra su estética, contra su lógica de mercado, contra su maquinaria de invisibilización. Significa, en última instancia, restituir la soberanía simbólica de la humanidad frente a la industria más destructiva que haya producido la historia, la industria que convierte el sufrimiento en negocio, la mentira en política y la muerte en mercancía.

 

No hay una lista de conocimiento público con los informes más recientes aunque SIPRI provee datos referidos a 2023. Pero con base en esos datos recientes y algunas proyecciones, podemos hacer una actualización bastante precisa y crítica de quiénes son las grandes empresas bélicas en 2025, qué tan poderosas están y cuáles son algunas tendencias clave.

 

 

 


 

 

Empresas clave y cifras actualizadas (hasta 2025, con base en datos de SIPRI y otras fuentes) Lockheed Martin (EE.UU.) Líder absoluto en ingresos bélicos, según SIPRI, sus ingresos en armas en 2023 fueron 60.810 millones USD. Sigue siendo uno de los pilares de la industria militar estadounidense y global. RTX (antes Raytheon Technologies, EE.UU.) En 2023, ~ 40.660 millones USD en ingresos por armas. Como gran proveedor de misiles, sistemas de radar, defensa aérea, mantiene una posición estratégica muy fuerte en 2025. Northrop Grumman (EE.UU.) Ingresos por armas en 2023, ~35.570 millones USD. Con su experiencia en aeronaves estratégicas, sistemas de defensa y tecnología espacial, continúa siendo un actor central. Boeing (EE.UU.) Parte de su negocio está dedicado a defensa; en 2023 reportó ~31.100 millones USD en “arms revenues” según SIPRI. La división militar de Boeing sigue siendo poderosa, especialmente en aviación, misiles y sistemas de apoyo. General Dynamics (EE.UU.) Según SIPRI, unos 30.200 millones USD en ventas de armamento en 2023. Produce tanques, vehículos blindados, submarinos, sistemas terrestres y mucho más. BAE Systems (Reino Unido) Según SIPRI, en 2023 sus ingresos bélicos fueron 29.810 millones USD.

 

En 2024, BAE reportó un salto fuerte en ventas gracias a los presupuestos de defensa crecientes, según WSJ, sus ventas crecieron un 14 % ese año. Su backlog (órdenes pendientes) es muy grande, lo que indica una demanda sostenida → creciente poder económico en 2025. Rostec (Rusia) Empresa estatal rusa. Sus ingresos en “arms revenues” para 2023 fueron ~21.730 millones USD, según SIPRI. Su crecimiento ha sido relevante recientemente, según SIPRI, los productores rusos en el Top-100 mostraron un aumento marcado. Rostec representa una parte importante de la industria bélica rusa, con fuerte control estatal, lo que la convierte en un actor clave para entender la guerra-industria en Rusia. AVIC (China) Compañía china con ingresos por armas de ~20.850 millones USD en 2023 según SIPRI. Parte del auge militar chino; en 2025 la presión por la modernización militar y la competencia global hacen que firmas como AVIC tengan un peso aún mayor.

 

Otras tendencias y datos emergentes para 2025: El total combinado de ingresos armamentísticos del Top 100 alcanzó 632 mil millones USD en 2023, un aumento real del 4,2 % respecto a 2022. En la actualización de SIPRI se señala que 73 de las 100 empresas incrementaron sus ingresos bélicos, ¡39 de ellas con crecimiento de dos dígitos! Las empresas estadounidenses mantienen un dominio abrumador, 41 empresas del Top 100 son norteamericanas, con un total de ingresos de 317 mil millones USD. Empresas chinas también tienen un peso cada vez más grande, combinadas, sus 9 firmas del Top-100 sumaron unos 103 mil millones USD en ingresos bélicos. En la zona de Oriente Medio, los ingresos crecieron mucho, seis compañías de la región aumentaron sus ingresos de armas a 19,6 mil millones USD en 2023. En particular, Israel vio un récord histórico, sus empresas en el Top 100 generaron 13,6 mil millones USD en 2023, impulsados por el conflicto en Gaza. Turquía también, tres contratistas turcos (Aselsan, Baykar y TUSAŞ) incrementaron sus ventas en un 24 % y totalizaron unos 6.000 millones USD en 2023. También hay una tendencia tecnológica fuerte, según Defense News (2025), empresas de drones, IA y robótica están desafiando el statu quo tradicional de los fabricantes de armas.

 

Estas cifras, aproximadas, confirman que la industria bélica sigue siendo uno de los centros de acumulación más rentables del capitalismo global, y que su lógica no es simplemente técnica, sino profundamente política y simbólica. El hecho de que 73 de 100 compañías hayan crecido en ingresos bélicos en 2023 sugiere que no es una “anomalía de guerra”, sino una estructuración permanente, la guerra (o al menos la preparación para ella) se ha convertido en un motor estructural de negocio. La concentración en empresas de EE.UU. (41 de 100) muestra que el complejo militar-industrial norteamericano sigue siendo la columna vertebral de esta economía macabra. A la vez, el creciente protagonismo de China y de países del Medio Oriente indica una reconfiguración geopolítica en la industria armamentística. Las empresas tecnológicas (IA, drones, robótica) no sólo agregan valor económico, sino también simbólico, alimentan la narrativa de la “guerra futurista”, de la tecnología que salva, pero es letal, reforzando el mito de que el progreso técnico justifica la destrucción.

 

Tal ontología bélica del capitalismo ya superó el punto de retorno. Su industria global de muerte crece sistemáticamente incluso sin guerras directas entre grandes potencias. Las tensiones son suficientes para garantizar rentabilidad. La guerra dejó de ser “excepción” y se convirtió en un régimen semiótico-económico permanente. El conflicto ya es un modelo de negocios estable y previsible; las empresas planifican su crecimiento con base en escenarios de muerte. El back-office de la barbarie está en manos de unas 40 corporaciones. Con sólo 15 empresas ya superamos los 350 mil millones USD, más de la mitad del total mundial. El aumento 2024–2025 no proviene sólo de Ucrania.Influye Gaza, mar Rojo, Indo-Pacífico, Mediterráneo oriental, tensiones India-Pakistán, rearme europeo, Corea del Sur, Japón, Australia y la carrera naval global. La semiótica militarista instala la idea de “necesidad”, “defensa” y “seguridad”, cuando en realidad opera una economía programada del caos. Las cifras son un espejo moral,cada punto porcentual de aumento equivale a hospitales no construidos, infraestructuras civiles destruidas, escuelas sin recursos, planetas devastados por extracción bélica.

 

Así, la transparencia que exige la justicia histórica choca aquí con la economía real, la industria armamentística global no es ya un sector marginal ni un mero proveedor de los Estados, sino una maquinaria de acumulación que dicta ritmos de política, producción simbólica y vida social. Las cifras públicas más fiables nos dicen que las cien mayores corporaciones de armas y servicios militares del mundo registraron 632.000 millones de dólares en ingresos por armamento en 2023, una cifra que, aun referida a aquel año, sirve como umbral para comprender por qué en 2025 la industria sigue expandiéndose y recomponiendo sus hegemonías. (SIPRI, Top-100 2023).

 

No lo olvidemos. Detrás del número global hay un mapa de concentración brutal, Lockheed Martin figura como líder con 60.810 millones USD en ingresos armamentísticos (2023), seguida por RTX (≈40.660 MUSD), Northrop Grumman (≈35.570 MUSD), Boeing (≈31.100 MUSD), y General Dynamics (≈30.200 MUSD). Estas cifras no son ornamentales, representan la densidad productiva y la dependencia estratégica de los Estados hacia unas empresas cuyos “backlogs” (carteras de pedidos) han crecido más rápido que sus ingresos, lo que indica contratos firmes y capacidades industriales orientadas a la continuidad bélica. (SIPRI Top-100, hoja de datos y base de datos).

 

Traducir esas magnitudes a su costo social no es una metáfora, cada punto porcentual de crecimiento en los ingresos armamentísticos equivale, en términos comparativos presupuestarios, a miles de escuelas no construidas, hospitales no inaugurados o programas de agua y saneamiento postergados. La semiótica del negocio de la muerte aparece aquí en crudo, la industria no sólo vende sistemas de armas, vende relatos—seguridad, disuasión, modernidad tecnológica—que existen para justificar las transferencias masivas de recursos públicos a balances privados. Los estados que “recomponen” sus arsenales venden esas compras como inversiones de seguridad; las empresas las empaquetan como innovación; los medios convierten la compra en noticia especializada, técnica y legitimadora. La consecuencia, la muerte se naturaliza como gasto público eficiente. Desmontar esta gramática implica mostrar con números quién gana, cuánto y en qué plazos; significa que la palabra “transparencia” deje de ser un gesto retórico y pase a ser una herramienta de denuncia y reconstrucción democrática. (Análisis a partir de SIPRI y evolución de ventas 2023–2025).

 

Finalmente, la lectura política es implacable, la aceleración 2022–2025 (y los pronósticos realistas que la sitúan en una barbarie financiera de 660–710 mil millones USD para el conjunto del Top-100 si se consolidan tendencias de conflicto) confirma que la guerra es hoy estructura y negocio. No basta con enumerar empresas y cifras, es imprescindible enlazar esos datos con los efectos materiales (desvío de inversión social, dependencia tecnológica, creación de cadenas de valor militares) y con los efectos simbólicos (normalización del miedo, estetización tecnológica de la violencia). Para transparentar verdaderamente el costo de las guerras hay que convertir cada línea de balance en pregunta pública, ¿qué se deja de hacer cuando se compra un sistema? ¿quién se beneficia políticamente de que la población no tenga acceso a esa información en términos comparables y comprensibles? Las cifras, crudas y verificadas, son la palanca para que la semiótica de la industria deje de ser el barniz que oculta su naturaleza extractiva y criminal.

 

Traducir crecimiento en armamento a costo social es un ejercicio obligatorio de aritmética política, cada punto porcentual adicional en la facturación armamentística equivale a centenas de miles (o millones) de personas privadas de servicios básicos. La semiótica hace su parte, la compra se presenta como inversión en seguridad; la empresa la exhibe como innovación; los medios la convierten en discusión técnica; la política la transforma en deber patriótico. El efecto simultáneo es simple y demoledor, el sufrimiento humano queda fuera del balance visible —no tiene partida contable— mientras la industria registra beneficios, expansión laboral selectiva y una estética profesional que oculta la biografía concreta de cada víctima. La principal conclusión política es inapelable, la guerra es hoy una fábrica de valor macabro. No se limita a producir armas; produce discursos, ciclos de inversión, empleos especializados y dependencia tecnológica estatal. Por tanto, transparentar no es un acto técnico, es un acto de soberanía. Exponer quién gana, cuánto y en qué plazos obliga a desactivar la gramática que naturaliza la violencia y permite que la corrupción simbólica (miedo, patriotismo tecnocrático, eufemismos) funcione como lubricante del negocio. Es obligación ética transformar las cifras en preguntas públicas, ¿qué capacidades sociales se sacrifican ante cada punto de crecimiento del mercado de armas? ¿quiénes son los beneficiarios directos e indirectos? ¿qué cadenas productivas civiles son sacrificadas para sostener una economía del desastre?

 

Transparentar el costo de las guerras, en el sentido más radical del verbo, no consiste en contabilizar gastos militares o en “auditar” presupuestos secretos; consiste en perforar la opacidad semiótica que recubre la industria bélica para exponerla como lo que realmente es, una máquina de valorización que metaboliza sufrimiento humano, destrucción de fuerzas productivas y desposesión planetaria bajo la gramática tecnocrática de la “seguridad”. Nada en la industria militar existe sin un aura de legitimaciones simbólicas que la envuelven, los lobbies, los discursos gubernamentales, la estética aséptica de los laboratorios, la neolengua de las agencias de defensa, la heroización mediática de la violencia selectiva, los eufemismos que convierten la devastación en “misión”. Transparentar es entonces desenmascarar, en un mismo gesto epistemológico y político, la trilogía de la guerra contemporánea, su economía, su ideología y su semiosis. Y hacerlo con la contundencia que exige la lucha de clases en su dimensión comunicacional, mostrar cómo la industria bélica ha capturado no sólo los recursos de los Estados, sino también el imaginario.

 

Su capitalismo encontró en la guerra no un accidente, sino una de sus formas más sofisticadas de reproducción. El incremento sostenido de la inversión militar global, la concentración corporativa brutal en el sector armamentístico, la interdependencia entre los presupuestos estatales y los ciclos industriales, y la maduración técnica de una semiótica del miedo han producido una estructura que ya no se limita a “responder” a conflictos geopolíticos, los anticipa, los administra, los prolonga. La guerra, hoy, es simultáneamente un dispositivo de política exterior, un estímulo industrial, un laboratorio tecnológico, un régimen de comunicación y un símbolo operativo en la cultura de masas. La pregunta por el costo —real, integral, histórico— es imposible de responder desde la contabilidad convencional. Porque el costo no es únicamente monetario, es semiótico. Cada dron que se arma, cada misil que se perfecciona, cada sistema de defensa que se despliega, implica también una producción de sentido, un relato que naturaliza la escalada, un aparato discursivo que invisibiliza a las víctimas, una pedagogía del miedo que vuelve racional la irracionalidad de la destrucción organizada. El capitalismo belicista depende de esa producción simbólica tanto como de la producción material del armamento. Sin esa semiótica del consenso, la industria se derrumbaría políticamente.

 

Allí aparece la dimensión verdaderamente macabra del negocio, la industria armamentística es el único sector económico del mundo cuyo producto final sólo tiene eficacia plena cuando destruye. A diferencia de cualquier otro objeto industrial, un arma no se “consume” sino en la medida en que aniquila, hiere o intimida. Su ciclo de valorización no cierra en la fábrica, sino en el campo de batalla, donde la mercancía se realiza mediante la muerte. Y sin embargo, esto se oculta bajo un régimen de signos que convierte la barbarie en tecnicismo. Se habla de “capacidad de disuasión”, de “modernización estratégica”, de “interoperabilidad”, de “efectores”, de “vectores”, de “respuestas proporcionales”. Se evita nombrar lo esencial, que estamos frente a una industria que vive de la destrucción física y social de pueblos enteros.

 

Por eso el nivel de opacidad asociado a la industria bélica no es un efecto secundario, es un requisito. Ningún negocio que depende de vidas humanas puede sostenerse sin un cerco simbólico que impida la plena visualización de lo que produce. La publicidad de la industria militar es minimalista, técnica, despersonalizada. Sus ferias exhiben prototipos como si fueran artefactos de ciencia aplicada, no instrumentos de muerte. Los gobiernos justifican el gasto sin detallar quién fabrica cada módulo, a qué precio, con qué sobrecostos, con qué corrupción incluida, con qué favores geopolíticos adjuntos. Y los medios reproducen la terminología empresarial como si fuera un lenguaje científico neutral.

 

Sin embargo, basta abrir la cortina opaca para que la magnitud del negocio aparezca en toda su crudeza. La industria armamentística global —sumando las cien mayores empresas— supera ampliamente el medio billón de dólares al año y se expande incluso en tiempos de recesión en otros sectores. Sus ganancias no dependen del bienestar social, sino del deterioro global. Las guerras no son, para estas empresas, tragedias humanitarias; son ciclos de demanda. Los conflictos prolongados no son fracasos diplomáticos; son entornos favorables de mercado. La inestabilidad, para ellos, no es amenaza; es oportunidad.

 

Esta inversión del significado —donde lo que es tragedia para los pueblos se vuelve éxito para las corporaciones— es el corazón semiótico de la industria bélica. Esa inversión se sostiene gracias a un gigantesco esfuerzo comunicacional, informes, think tanks, estrategias de comunicación gubernamental, articulación entre organismos de seguridad y conglomerados mediáticos, campañas de legitimación cultural. No hay un sólo misil moderno que no lleve consigo una carga semiótica, un gráfico, una descripción técnica, un video promocional, un discurso parlamentario, una línea narrativa que lo presenta como “necesario”, “inevitable”, “responsable”. Cada arma necesita ser narrada antes de ser comprada, y necesita ser legitimada antes de ser usada. La guerra es, antes que nada, una conquista del lenguaje.

 

En este régimen semiótico, las cifras —desnudas, brutales, sin maquillaje— tienen un poder político inmenso. Cuando se expone que una sola empresa puede facturar decenas de miles de millones anuales en armamento, se abre una grieta en la narrativa de la “defensa nacional”. Cuando se exhibe que los contratos se firman a décadas, que los Estados compiten por acceder a tecnologías de destrucción, que las compras incluyen cláusulas de confidencialidad y sobrecostos escandalosos, entonces aparece el verdadero mapa del poder. No se trata de un mercado neutral; es una arquitectura de dependencia. El Estado comprador queda subordinado al proveedor. El proveedor condiciona la política exterior del Estado. Y el ciudadano queda excluido del conocimiento sobre el destino de sus propios recursos.

 

Exponer quién fabrica qué, a qué precio, con qué margen de beneficio, con qué financiamiento público, con qué cadenas de subcontratación, con qué lobby ante qué ministerio, es una forma de emancipación. Porque cuando la estructura se vuelve visible, la legitimidad se desploma. La industria militar depende de la opacidad para sostener su estabilidad. De ahí que tantas decisiones se tomen en secreto, que tantos datos se clasifiquen, que tantos contratos terminen blindados frente al escrutinio. La transparencia es peligrosa para quienes lucran con la muerte. Por eso, al hablar de transparentar el costo de las guerras, no basta con auditar presupuestos. Hay que desmontar el dispositivo semiótico. Eso implica señalar cómo se construyen las narrativas que justifican cada arma; implica mostrar la falsedad de la dicotomía seguridad/inseguridad que se utiliza para fomentar compras; implica desmontar la estética tecnológica que convierte la violencia en espectáculo de precisión; implica revelar que los mismos actores que venden armas financian institutos académicos, generan papers, financian conferencias y moldean la opinión pública. La semiósfera de la guerra es tan importante como su base industrial.

 

Romper esa maquinaria implica vincular las cifras con las vidas. Cada punto porcentual de crecimiento de la industria militar significa miles de millones que no terminan en salud, educación, ciencia, transición energética, bienestar social. Significa que se privilegia la destrucción sobre la construcción. Significa que la fuerza de trabajo, la inteligencia humana, la metalurgia, la electrónica, la robótica, la inteligencia artificial, los laboratorios, se organizan en torno a la muerte. Una sociedad que invierte en su capacidad de matar está desinvirtiendo en su capacidad de vivir. Esta es la ecuación elemental que el capitalismo intenta esconder. La tarea crítica es, pues, semiótica y política a la vez, desmontar el significado de la industria bélica, desarticular su aura de inevitabilidad, recontextualizarla como lo que es —un negocio que necesita de la guerra como condición de su reproducción—, y mostrar que ese negocio sólo prospera porque controla la producción del sentido social sobre el miedo, la amenaza y la seguridad.

 

Transparentar el costo de las guerras exige un doble movimiento, revelar los números y destruir los relatos que los justifican. Sólo así, los pueblos en lucha, podrán reorientar la acción política hacia una ética de la vida y no de la muerte. La guerra no se sostiene sólo por cañones; se sostiene también por relatos anestésicos. Y desmontar su palabrerío macabro exige una crítica radical de la semiótica capitalista de la violencia, capaz de demostrar que la industria armamentística no es un “sector productivo” como cualquier otro, sino una maquinaria de extracción de valor basada en la destrucción programada de la humanidad. Ese es el verdadero significado de transparentar, no sólo iluminar la contabilidad, abrir los libros contables de la burguesía, sino iluminar la conciencia.

 

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