lunes, 7 de julio de 2025



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STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.

 

 

( 21 )

 

 

 

LOS BOLCHEVIQUES, DEL CONFLICTO

IDEOLÓGICO A LA GUERRA CIVIL





 

Guerra civil y maniobras internacionales

 

No sorprende que de la guerra civil latente en la Rusia soviética haya intentado de vez en cuando obtener beneficios tal o cuál superpotencia. Quien solicita o quiere provocar la intervención extranjera es en cada ocasión el grupo derrotado, que considera no tener otra posibilidad de éxito. Tal dialéctica se desarrolla ya desde los primeros meses de vida de la Rusia soviética. Volvamos al atentado del 6 de julio de 1918. Este es parte integrante de un proyecto bastante ambicioso. De un lado, los socialistas revolucionarios de izquierdas promueven «en bastantes centros sublevaciones contrarrevolucionarias contra el gobierno soviético» o también «una insurrección en Moscú esperando derrocar al gobierno comunista»; por otro lado, se proponen también «asesinar a bastantes representantes alemanes», con el fin de provocar una reacción militar de Alemania y la consiguiente reanudación de la guerra. Esta habría sido abordada con una levée en massedel pueblo ruso, que habría infligido una derrota al mismo tiempo al gobierno de los traidores y al enemigo invasor. El protagonista del atentado contra el embajador alemán es un revolucionario sincero: antes de emprender contactos con los ambientes trotskistas, intenta emular a los jacobinos, protagonistas de la fase más radical de la Revolución francesa y de la heroica resistencia de masas contra la invasión de las potencias contrarrevolucionarias. A ojos de las autoridades soviéticas, sin embargo, Blumkin no puede ser otra cosa que un provocador: el éxito de su plan habría tenido como resultado una acometida del ejército de Guillermo II y quizás el derrumbe del poder nacido de la Revolución de octubre.

 

 

En cada cambio histórico se vuelve a presentar el entrelazamiento entre política interna y política internacional. La llegada al poder de Hitler, con la aniquilación o el diezmado de la sección alemana de la Internacional comunista representa un duro golpe para la Unión Soviética: ¿qué consecuencias tendrá sobre los equilibrios políticos internos? El 30 de marzo de 1933, Trotsky que adjudica a la burocracia gobernante en la URSS la responsabilidad de la derrota de los comunistas en Alemania, escribe que «la liquidación del régimen de Stalin» es «absolutamente inevitable y [...] no muy lejana». En el verano de aquél mismo año, en Francia el gobierno Daladier otorga el visado a Trotsky: han transcurrido apenas unos meses desde la oposición de Herriot, y surgen dudas sobre las razones de tal cambio de parecer.

 

 

Ruth Fischer considera que el gobierno francés partía de la presunción de la «debilidad de la posición de Stalin», de la «reagrupación de la oposición contra él» y del próximo retorno de Trotsky a Moscú con funciones dirigentes de primer nivel.

 


Un nuevo y dramático giro de los acontecimientos se produce con el estallido de la Segunda guerra mundial. En la primavera de 1940, la Unión Soviética está todavía fuera del gigantesco choque, es más, continúa vinculada al pacto de no agresión con Alemania. Es una situación intolerable para los países ya envueltos en la agresión nazi; tomando como pretexto el conflicto ruso-finés, meditan sobre el proyecto de bombardeo de los centros petrolíferos de Bakú. No se trata solamente de golpear la línea de aprovisionamiento energético del Tercer Reich: «los planes bélicos franco-británicos apuntaban a quebrar la alianza militar de la Unión Soviética con Alemania a través de ataques contra las industrias petrolíferas del área del Cáucaso y tener así un eventual régimen post-estalinista a su lado contra Alemania».

 

 

Volvamos por un momento al atentado contra el embajador alemán Mirbach. El responsable intentaba desde luego provocar el ataque de Alemania, pero no porque esperase su victoria: al contrario, esperaba que el latigazo despertara a Rusia, llevándola a una respuesta decidida. Más tarde veremos a Blumkin participar en la conspiración dirigida por Trotsky. Y éste, a su vez, Para aclarar su postura, se compara en 1927 al primer ministro francés Clemenceau, que en el transcurso de la Primera guerra mundial asume la dirección del país después de haber denunciado la escasa energía bélica de sus predecesores y por tanto proponiéndose como el único estadista capaz de llevar a Francia a la victoria contra Alemania. De la cantidad de sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones de esta analogía sólo una cosa quedaba clara, ni siquiera la invasión de la Unión Soviética habría acabado con los intentos de la oposición de conquistar el poder. Todavía más inquietante es la comparación ya citada de Stalin con Nicolás II: en el transcurso del Primer conflicto mundial, leído y denunciado como guerra imperialista, los bolcheviques habían proclamado el lema del derrotismo revolucionario y habían identificado en la autocracia zarista y en el enemigo interno al enemigo principal, aquél que en primer lugar había que combatir y derrotar.

 


En los años siguientes Trotsky va bastante más allá de la evocación del espíritu de Clemenceau: el 22 de abril de 1939 se pronuncia en favor de «la liberación de la llamada Ucrania Soviética del yugo estalinista». Una vez independiente, esta se habría unificado con la Ucrania occidental, que sería arrancada a Polonia, y con la Ucrania carpática, anexionada poco antes por Hungría. Reflexionemos sobre el momento en el que aparece tal posicionamiento: el Tercer Reich acaba de llevar a cabo el desmembramiento de Checoslovaquia y se incrementan las voces que indican a la Unión Soviética (y en especial Ucrania) como el siguiente objetivo de Alemania. En estas circunstancias, en julio de 1939 incluso Kerensky toma posición contra el sorprendente proyecto de Trotsky que, según el líder menchevique, sólo favorece los planes de Hitler. «Es la misma opinión del Kremlin», replica rápidamente un Trotsky que, por otro lado, ya en el artículo del 22 de abril había escrito que con la independencia de Ucrania «la claque bonapartista [de Moscú] recogerá lo que ha sembrado»; es bueno que «la actual casta bonapartista se vea minada, sacudida, destruida y barrida». Solamente así se allana el camino para una auténtica «defensa de la República soviética» y de su «futuro socialista».

 

 

Inmediatamente después de la invasión de Polonia, Trotsky va más allá. Al prever la ruina final del Tercer Reich, añade: «Y, sin embargo, antes de irse al infierno, Hitler podría infligir a la Unión Soviética una derrota tal que podría costarle la cabeza a la oligarquía del Kremlin». Esta previsión (o esperanza) de una liquidación (también física) de la «claque» o «casta bonapartista» por obra de una revolución desde abajo o también de una invasión militar no puede sino parecer a ojos de Stalin la confirmación de sus sospechas sobre la convergencia al menos «objetiva» entre dirigencia nazi y oposición trotskista: ambas tenían interés en provocar en la URSS el derrumbe del frente interno, aunque la primera viese en este derrumbe el antecedente de la esclavización del país eslavo y la segunda el desencadenamiento de una nueva revolución.

 

 

 

 

No se trataba tampoco de una sospecha especialmente infamante: remitiéndose al primer Lenin, Trotsky aspiraba a utilizar en su favor la dialéctica que en su momento había llevado a la derrota del ejército ruso, al derrumbe de la autocracia zarista y a la victoria de la Revolución de octubre. Una vez más, la historia previa del bolchevismo se vuelve contra el poder soviético. Kerensky, que en 1917 había denunciado la traición de los bolcheviques, ahora alerta acerca de la traición de aquellos que se autodefinen «bolcheviques-leninistas». Desde el punto de vista de Stalin, se ha producido un cambio radical respecto a la Primera guerra mundial: ahora se trata de enfrentarse a un partido político o una fracción que, al menos en lo que respecta a la fase inicial del conflicto, espera el derrumbe del país y el triunfo militar de una Alemania ya no desgastada por tres años de guerra, como era el caso de Guillermo II, sino más bien en la plenitud de su potencia bélica y explícitamente dedicada a construir su imperio colonial en el este. Dados estos antecedentes, desde luego no sorprende el surgimiento de una acusación de traición. Volvamos al artículo de Trotsky del 22 abril de 1939. En éste hay una sola afirmación que puede haber sacudido el consenso a favor de Stalin: «La guerra que se aproxima suscitará un clima favorable para todos los posibles aventureros, profetas y buscadores del vellocino de oro».

 

 

Mientras las llamas de la Segunda guerra mundial arden cada vez más alto, destinadas a extenderse también hacia la Unión Soviética según la misma previsión de Trotsky, éste continúa haciendo declaraciones y afirmaciones que son todo menos tranquilizadoras. Veamos algunas: «el patriotismo soviético no puede separarse de la lucha irreconciliable contra la claque estaliniana» U8 de junio de 1940); «la Cuarta Internacional ha reconocido desde hace tiempo la necesidad de derrocar a la burocracia [en el poder en Rusia] mediante una sublevación revolucionaria de los trabajadores» (25 de septiembre de 1939). «Stalin y la oligarquía guiada por él representan el peligro principal para la Unión Soviética» (13 de abril de 1940). Es bastante comprensible que, etiquetada como «enemigo principal», la «burocracia» o la «oligarquía» albergue el convencimiento de que la oposición, si no al servicio directo del enemigo ¡en todo caso está lista en un principio para acompañarla en sus acciones!

 

 

Cualquier gobierno habría encontrado en organizaciones de esta orientación una amenaza para la seguridad nacional. Las preocupaciones y sospechas de Stalin se ven aumentadas por la visión a la que se abandona Trotsky (25 de septiembre de 1939); la de una «inminente revolución en la Unión Soviética»: faltarían «pocos años o quizás meses para el poco glorioso derrumbe» de la burocracia estaliniana.

 

 

¿De dónde proviene esta seguridad? ¿Es una previsión formulada en base solamente a los acontecimientos ocurridos dentro del país? Mucho más difícil se muestra el análisis del entrelazamiento entre los conflictos políticos de la Rusia soviética y las tensiones internacionales, por el hecho de que las sospechas y las acusaciones son alimentadas por la patente realidad de la quinta columna y las operaciones de desinformación, puestas en marcha por los servicios secretos de la Alemania nazi. En abril de 1938 Goebbels anota en su diario:

 

 

«Nuestra estación de radio clandestina que emite desde Prusia oriental hacia Rusia despierta un enorme alboroto. Opera en nombre de Trotsky, y pone en apuros a Stalin». 

 

 

Inmediatamente después del comienzo de la Operación Barbarroja, el jefe de los servicios de propaganda del Tercer Reich se encuentra todavía más satisfecho: «Ahora trabajamos con tres radios clandestinas en Rusia: la primera es trotskista, la segunda separatista, la tercera nacionalista-rusa, todas críticas con el régimen estaliniano».

 

 

Es un instrumento al que los agresores atribuyen gran importancia: «Trabajamos con todos los medios, sobre todo con las tres radios clandestinas en Rusia»; éstas «son un ejemplo de astucia y sutileza». Respecto al papel de la propaganda «trotskista» es especialmente significativa una entrada del diario del 14 de julio, que después de haberse referido al tratado estipulado entre la Unión Soviética y Gran Bretaña y del comunicado conjunto de los dos países prosigue así: «Esta es para nosotros una buena ocasión para demostrar el hermanamiento entre capitalismo y bolchevismo [en este caso sinónimo del poder soviético oficial]. La declaración encontrará escasa aceptación entre los círculos leninistas en Rusia» (téngase en cuenta que a los trotskistas les gustaba definirse como «bolcheviques-leninistas», en contraposición a los «estalinistas», considerados traidores al leninismo).

 

 

 

Naturalmente, hoy parece grotesca la pretensión de Stalin y sus colaboradores de condenar en bloque a la oposición como un nido de agentes enemigos, pero es necesario no perder de vista el marco histórico aquí presentado a grandes rasgos. Sobre todo es necesario tener en cuenta que sospechas y acusaciones similares y de signo contrapuesto eran formuladas contra la dirigencia estaliniana. Tras haber descrito a Stalin como un «dictador fascista», las octavillas que la red trotskista hacía circular en la Unión Soviética añadían: «Los dirigentes del Buró político son o enfermos mentales o mercenarios del fascismo». También en documentos oficiales de la oposición se insinuaba que Stalin podría ser el protagonista de una «gigantesca provocación consciente». De un lado y de otro, más que dedicarse a un arduo análisis de las contradicciones objetivas y de las opciones contrapuestas, así como de los conflictos políticos que sobre ellas se desarrollan, se prefiere recurrir apresuradamente a la categoría de traición y, en su forma extrema, el traidor se convierte en agente consciente y valioso para el enemigo.

 

 

 

Trotsky no se cansa de denunciar «el complot de la burocracia estaliniana contra la clase obrera», y el complot es aún más despreciable por cuanto que «la burocracia estaliniana» no es sino «un aparato de transmisión del imperialismo». No es necesario decir que a Trotsky se le paga con la misma moneda: él mismo se lamenta al verse descrito como «agente de una potencia extranjera», pero etiqueta a su vez a Stalin de «agente provocador al servicio de Hitler».

 

 

De un lado y del otro se intercambian las acusaciones más insidiosas; bien visto las más fantasiosas son las provenientes de la oposición. El estado de ánimo contradictorio y atormentado de su líder ha sido analizado con sutileza por un historiador raso poco sospechoso de simpatías estalinistas: Trotsky no quería la derrota de la Unión Soviética, sino el derrocamiento de Stalin. En sus profecías sobre la inminente guerra se advierte la inseguridad: el exiliado sabía que sólo una derrota de su patria podía acabar con el poder de Stalin [...]. Deseaba la guerra, porque en esta guerra él veía la única posibilidad de derrocar a Stalin. Pero esto Trotsky no quiso admitirlo ni siquiera ante sí mismo…


(continuará)

 

 

 



[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

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