jueves, 2 de mayo de 2024

 

1150

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

09

 

Al término de los estudios secundarios se ofrecía la posibilidad a los estudiantes pobres de las antiguas provincias del pasado reino de Cerdeña de proseguir los estudios en la Universidad de Turín, con una beca del colegio Carlo Alberto. La beca consistía en setenta liras mensuales durante diez meses. Aquel año, en el otoño de 1911, la fundación albertina había abierto un concurso para treinta y nueve becas; Antonio Gramsci comprendió enseguida que sin esta solución su familia difícilmente podría sostener la carga de los estudios universitarios. El padre había conseguido la rehabilitación y había entrado en el catastro como simple escribiente, pese a sus estudios clásicos y a un par de años de estudios de derecho. Para mantener a un hijo en la universidad se necesitaba mucho más que su modesta paga, sobre todo si se tiene en cuenta que tenía todavía a su cargo a otros cinco hijos además de Antonio. Mario, quien había cumplido los dieciocho años, quería entrar en la marina o en el ejército; había hecho algunos años de ginnasio y tenía alguna posibilidad de hacer carrera como suboficial y quizá como oficial; pero, mientras tanto, en espera de tener la edad para el ingreso voluntario en filas, seguía en Ghilarza sin trabajar y constituía una carga para las débiles finanzas paternas. Carlo tenía catorce años y estudiaba en el ginnasio de Oristano. Las hijas ayudaban lo poco que podían. En conclusión, la única perspectiva para Antonio era obtener una de las treinta y nueve becas en concurso. En caso de trasladarse a Turín, habría podido contar con algún dinero de Gennaro, que trabajaba en la fábrica de hielo de Cagliari y ganaba lo suficiente para mantenerse y socorrer un poco al hermano estudiante. Había que pasar, sin embargo, la primera prueba, contando con las notas de la licencia secundaria. Si era admitido e invitado a Turín, tenía que pasar una larga serie de exámenes escritos y orales.

 

Aquel verano, Antonio no atravesaba un buen momento: el ayuno parcial en la última etapa del instituto le había debilitado. Estaba desanimado. Más tarde recordará: «Solo a finales del año escolar supe que existía la beca del colegio Carlo Alberto, pero en el concurso debíamos examinarnos de todas las materias de los tres años de instituto. Así que debía hacer un esfuerzo enorme durante los tres meses de vacaciones». Tenía un tío en Oristano, el farmacéutico Serafino Delogu (primo hermano de la madre), y un hijo de este tío Serafino, llamado Delio, por el cual Antonio sentía mucho afecto, necesitaba algunas lecciones particulares: «Solo el tío Serafino se dio cuenta de las deplorables condiciones de debilidad en que me encontraba y me invitó a ir con él a Oristano, como profesor particular de Delio. Estuve un mes y medio y por poco no me volví loco. No podía estudiar para el concurso, porque Delio me absorbía completamente, y la preocupación, unida a la debilidad, me fulminaba. Me escapé a escondidas y ya solo me quedaba un mes para estudiar».

 

A primeros de septiembre supo que había sido admitido a las pruebas del examen. Al darle la noticia en carta fechada el 2 de septiembre, la secretaría del colegio Carlo Alberto añadía: «Los concursantes de Cagliari no son más que dos, comprendido usted». Y también: «Durante el periodo de los exámenes escritos, desde el 16 de octubre, fecha en que deberá encontrarse usted en Turín, hasta el día siguiente al último examen, recibirá usted la indemnización prescrita de tres liras diarias y se le pagará el viaje en segunda clase de Cagliari a Turín (menos el importe de trescientos kilómetros)».

 

A mediados de octubre, a los veinte años y medio (cumplía los veintiuno en enero), Gramsci abandonó Ghilarza para trasladarse «al otro lado de las grandes aguas», como se decía entonces, menos barrocamente de lo que hoy parece. «Partí hacía Turín —recordará— como en un estado de sonambulismo. Llevaba cincuenta y cinco liras en el bolsillo; había gastado cuarenta y cinco liras para el viaje en tercera, de las cien liras que me habían dado en casa».

 

Fue un viaje largo, con parada en Pisa. El tío Zaccaria Delogu, capitán del ejército, partía hacia Trípoli. Habían pasado a saludarlo los hermanos Serafino y Achille. Antonio pasó la noche con ellos. Finalmente, llegó a la gran metrópoli industrial. El «triple o cuádruple provincial que era un joven sardo a principios de siglo» quedó aturdido. En la primera carta enviada a casa desde Turín leemos: «Siento una especie de horror a andar por la calle desde que he corrido el peligro de ir a parar bajo las ruedas de no sé cuántos automóviles y tranvías». En la estación de Porta Nuova le había recibido un compatriota de Ghilarza que trabajaba en la Pirelli, Francesco Oppo. Apenas llegó a la habitación que le había indicado este, tuvo la primera sorpresa: a causa del alza de precios provocada por la Exposición del Cincuentenario, la habitación costaba tres liras diarias: todo lo que le daba el colegio no solo para dormir, sino también para comer. Escribió a su padre: «Tengo que pagar tres liras diarias por el alquiler y otras tantas o más para comer; pero hoy, cuando he ido al colegio para cobrar la indemnización, he contado al secretario mi odisea y muy amablemente me ha encontrado otra habitación por una lira cincuenta al día».

 

Los exámenes empezaron el 18 de octubre. El tema de Italiano, según refiere Domenico Zucàro, que ha recogido los testimonios de María Cristina Togliatti y de Augusto Rostagni, que también participaron en el concurso, versó sobre la contribución de los escritores anteriores al Risorgimento, Alfieri, Foscolo, etc., a la unidad italiana. Apenas supo que había sido admitido a los exámenes orales, Antonio escribió a casa: «Acabo de volver de la universidad, adonde he ido a ver los resultados del tema de Italiano. He pasado, menos mal. Pero esto no me da plena seguridad, porque de entre unos setenta concursantes solo cinco han sido suspendidos; esto quiere decir que todos están bien preparados y que el examen es mucho más serio de lo que yo creía». En los demás exámenes escritos tuvo también notas suficientes: veintiuno en el de Historia; veintitrés en la composición de Latín, veinticuatro en la traducción de Griego; veinticinco en el tema de Filosofía. El 27 de octubre pasó los exámenes orales. Más tarde dirá: «No sé cómo hice para pasar los exámenes, porque me desvanecí dos o tres veces». Al publicarse la clasificación final, vio que su nombre figuraba en el noveno puesto. En el segundo estaba el nombre de otro estudiante pobre venido de un instituto de Cerdeña, Palmiro Togliatti.

 

No se habían conocido antes. «El primer y fugaz encuentro entre dos jóvenes entonces bastante huraños y cerrados» no tuvo lugar, como más tarde recordará Togliatti, hasta los exámenes para la admisión en el Colegio de las Provincias. Les aproximaba el hecho de proceder ambos de Cerdeña: Togliatti, hijo de un administrador del Colegio Nacional de Pensionistas, fallecido en enero de aquel mismo año 1911, había cursado los tres años de instituto en el Domenico Alberto Azuni, de Sassari. También les movía a la confianza «la común y evidente condición de gran privación, el mismo modo en que íbamos vestidos», escribirá Togliatti. Pero los vínculos entre los dos jóvenes estudiantes no empezaron a ser sólidos hasta más tarde.

 

El primer invierno de Gramsci en Turín constituyó uno de los momentos más críticos de su agitada existencia. Había alquilado una habitación en la Barriera di Milano, en el número 57 de Corso Firenze, sobre el Dora. No tenía amigos, estaba lejos de su casa y sentía más que nunca el peso de la soledad. El esfuerzo para ganar la beca y las privaciones a que le constreñían sus escasos medios le habían agotado.

 

«En 1911, en un periodo en que enfermé gravemente por el frío y la desnutrición —recordará más tarde—, soñaba que una inmensa araña se precipitaba de noche sobre mí y me sorbía el cerebro mientras dormía».

 

 

Un contratiempo le había hecho pasar las primeras semanas después del concurso sin dinero. Creía que tenía derecho a la exención de las tasas universitarias, pero solo le concedieron una exención del cincuenta por ciento; para obtenerla tenía que presentar, además, una serie de documentos. En espera de estos, la inscripción en la universidad estaba condicionada al pago de las tasas enteras; y sin la inscripción en la universidad, el colegio no le pagaba la beca de setenta liras mensuales. El 4 de noviembre, Antonio escribió al padre pidiéndole que pagase el importe de las tasas y añadió: «El colegio no me paga el subsidio si no estoy inscrito regularmente en la universidad: me encuentro casi sin blanca y tengo que pagar a la patrona de la casa donde me he instalado provisionalmente durante estos meses. Es necesario, pues, que, si puedes, me mandes telegráficamente treinta liras, por lo menos». Francesco Gramsci pagó en Ghilarza las setenta y cinco liras de tasa el 10 de noviembre y el 16 Antonio pudo finalmente matricularse en la Facultad de Letras, en la sección de Filología moderna. Enseguida empezó a percibir el primer dinero del colegio. Pero en Ghilarza no entendían que para vivir necesitase más que las setenta liras de la fundación albertina. Antonio escribió:

 

Estas setenta liras son absolutamente insuficientes y lo demostraré con datos concretos: por más vueltas que he dado, no he podido encontrar una habitación por menos de veinticinco liras, como la que ocupo ahora. De las setenta quito veinticinco y quedan cuarenta y cinco liras, con las cuales he de comer, lavarme la ropa (no menos de cinco liras entre el lavado, el planchado, etcétera), limpiarme los zapatos, iluminar la habitación, comprar papel, plumas, tinta para la escuela: parece poco, pero hace en total cuarenta liras. Para el desayuno, os diré que un vaso de leche cuesta diez céntimos y un panecillo de veinticinco gramos cuesta cinco... Para la comida, no se encuentra nada por menos de dos liras en la fonda más modesta, como aquella en que comía hasta hace pocos días; me daban un plato mínimo de macarrones por sesenta céntimos y un bistec delgado como una hoja de papel por otros sesenta céntimos más; tenía que comerme seis y siete panecillos y me quedaba con el hambre de antes.

 

 

Su madre le envió un chal: «Para que te lo pongas en los hombros —le escribió Grazietta el 14 de diciembre— cuando estés en casa. A mamá le ha hecho reír la forma en que andas vestido por casa, pero también siente una gran compasión por tu mísera situación». Cinco días antes de Navidad, la primera Navidad que pasaba fuera de casa, Antonio se decidió a contar más abiertamente, en una carta al padre, las condiciones en que vivía en Turín. Es una de las pocas veces en que Gramsci, tan poco inclinado a hablar de sí mismo en lo sucesivo y, en todo caso, propenso a hacerlo impersonalmente, como si describiese cosas que no le afectasen, es una de las pocas veces, decimos, en que Gramsci, abandonando el tono del cronista alejado de sus sufrimientos, se desahoga y habla libremente:

 

 

Me veo obligado —imploraba— a pedirte que me mandes sin falta, antes de acabar el mes, las veinte liras que me has prometido; este mes en el colegio solo me han dado sesenta y dos liras, de las cuales he entregado cuarenta a la patrona como anticipo y deberé darle cuarenta más para completar el resto. Pasaré una Navidad muy estrecha y no quisiera hacerla todavía más escuálida con la perspectiva de tener que vagabundear a través de Turín en busca de un cuchitril, con este frío. Creía que me podría hacer un abrigo, porque Nannaro me ha mandado diez liras. Pero tendré que esperar hasta quién sabe cuándo: y no creas que es muy agradable salir de casa y atravesar la ciudad tiritando y, al volver, encontrar una habitación fría y no poderla calentar y estar tiritando todavía durante un par de horas. Si lo hubiese sabido, puedes tener por seguro que a ningún precio me habría metido en este glaciar. Y lo peor es que la preocupación por el frío no me permite estudiar, porque o bien paseo por la habitación para calentarme los pies o debo quedarme en cama, envuelto en las mantas, porque no consigo soportar la primera helada.

 

 

El dinero pedido llegó el día de Año Nuevo. Se deduce por una carta del 3 de enero de 1912. Antonio decía a su padre:

 

Recibí ayer tu giro telegráfico de quince liras y te estoy muy agradecido. Puedes creer que estoy pasando un momento muy malo y después de recibir una postal el día 26 no esperaba ya que me enviases el dinero. Espero que de ahora en adelante no te sentirás molesto, porque puedes creer que sin tus veinte liras no puedo tirar adelante aunque quiera hacer los más duros sacrificios».

 

 

En estas condiciones, mal alimentado, amargado por una soledad más aguda y dolorosa que nunca y con el cerebro lacerado por el agotamiento, Gramsci estudiaba. Más tarde recordará: «Pasé el invierno sin abrigo, con un traje de entretiempo bueno para Cagliari. Hacia marzo de 1912, me encontraba tan mal que durante algunos meses dejé de hablar: cuando hablaba, equivocaba las palabras. Además, habitaba junto al Dora y la niebla helada me hacía un daño terrible».

 

Desde el principio le había tomado mucho afecto un joven profesor dálmata, Matteo Bartoli, catedrático de Lingüística, que había publicado ocho años antes un ensayo con el título Un po’di sardo. A Bartoli le parecía que el dialecto sardo tenía mucha importancia en el cuadro de los estudios sobre las prolongaciones extremas a que había llegado el latín vulgar, renovándose en varias direcciones y haciendo proliferar nuevas lenguas. Por esto «seguía con mucha atención», —como escribe Domenico Zucàro—, «los testimonios lingüísticos de Cerdeña». Gramsci hablaba el sardo perfectamente y era uno de los escasos isleños inscritos en la Facultad de Letras de Turín. Indudablemente, fue esta circunstancia la que despertó la atención, primero, y la simpatía, después, del lingüista; atención y simpatía que a medida que la colaboración se intensificaba se convirtieron en verdadera amistad. A aquel primer periodo pertenece una carta en que Antonio pedía a su padre que encargase a algún amigo una lista de palabras sardas, «pero en el dialecto de Fonni..., indicando claramente si la s se pronuncia sonora, como en rosa (italiano) o sorda, como en sordo (italiano)»…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

*

martes, 30 de abril de 2024

 

 

1149

 

EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

Lenin

 

( 21 )

 

 

 

CAPÍTULO VI

 

EL ENVILECIMIENTO DEL MARXISMO POR LOS

OPORTUNISTAS

 

 

(…)

 

3. La polémica de Kautsky con Pannekoek

 

Pannekoek se manifestó contra Kautsky como uno de los representantes de la tendencia “radical de izquierda”, que contaba en sus filas a Rosa Luxemburgo, a Karl Radek y a otros y que, defendiendo la táctica revolucionaria, tenía como elemento aglutinador la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del

“centro”, el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era acertada vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del “centro” (erróneamente denominado marxista) o del “kautskismo” se reveló en toda su repugnante miseria.

 

En el artículo “Las acciones de masas y la revolución” ( Neue Zeit, 1912), donde se tocaba la cuestión del Estado, Pannekoek caracterizó la posición de Kautsky como una posición de “radicalismo pasivo”, como la “teoría de la espera inactiva”. “Kautsky no quiere ver el proceso de la revolución”. Planteando la cuestión en estos términos, Pannekoek abordó el tema que nos interesa aquí, o sea, el de las tareas de la revolución proletaria respecto al Estado.

 

 

La lucha del proletariado –escribió– no es sencillamente una lucha contra la burguesía por el poder estatal, sino una lucha contra el poder estatal… El contenido de la revolución proletaria es la destrucción y eliminación (literalmente: disolución, Auflösung) de los medios de fuerza del Estado por los medios de fuerza del proletariado… La lucha cesa únicamente cuando se produce, como resultado final, la destrucción completa de la organización estatal. La organización de la mayoría demuestra su superioridad al destruir la organización de la minoría dominante.

 

 

La formulación que da a sus pensamientos Pannekoek adolece de defectos muy grandes. Pero, a pesar de todo, la idea está clara, y es interesante ver cómo la refuta Kautsky:

 

 

Hasta aquí –escribe– la diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas consistía en que los primeros querían conquistar el poder del Estado, y los segundos, destruirlo. Pannekoek quiere las dos cosas.

 

 

Si en Pannekoek la exposición adolece de nebulosidad y no es lo bastante concreta (para no hablar aquí de otros defectos de su partido, que no interesan al tema que tratamos), Kautsky, en cambio, toma precisamente la esencia de principio del asunto, sugerida por Pannekoek, y en esta cuestión cardinal y de principio abandona enteramente la posición del marxismo y se pasa con armas y bagajes al oportunismo. La diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas aparece definida en él de un modo falso por completo, y el marxismo se ve definitivamente tergiversado y envilecido.

 

La diferencia entre los marxistas y los anarquistas consiste en lo siguiente:

 

1. En que los primeros, proponiéndose como fin la destrucción completa del Estado, reconocen que este fin solo puede alcanzarse después de que la revolución socialista haya destruido las clases, como resultado de la instauración del socialismo, que conduce a la extinción del Estado; mientras que los segundos quieren destruir completamente el Estado de la noche a la mañana, sin comprender las condiciones en las que puede lograrse esta destrucción.

 

2. En que los primeros reconocen la necesidad de que el proletariado, después de conquistar el poder político, destruya totalmente la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por otra nueva, formada por la organización de los obreros armados, según el tipo de la Comuna, mientras que los segundos, abogando por la destrucción de la máquina del Estado, tienen una idea absolutamente confusa respecto al punto de con qué ha de sustituir esa máquina el proletariado y cómo este ha de emplear el poder revolucionario. Los anarquistas rechazan incluso el empleo del poder estatal por el proletariado revolucionario, su dictadura revolucionaria.

 

3. En que los primeros propugnan que el proletariado se prepare para la revolución utilizando el Estado moderno, mientras que los anarquistas lo rechazan.

 

 

En esta controversia es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky, pues precisamente Marx nos enseñó que el proletariado no puede limitarse a conquistar el poder del Estado, en el sentido de que el viejo aparato estatal pase a nuevas manos, sino que debe destruir, romper ese aparato y sustituirlo por otro nuevo.

 

Kautsky se pasa del marxismo al oportunismo, pues en él desaparece en absoluto precisamente esta destrucción de la máquina del Estado, de todo punto inaceptable para los oportunistas, y se les deja a estos un portillo abierto en el sentido de interpretar la “conquista” como una simple adquisición de la mayoría.

 

Para encubrir su tergiversación del marxismo, Kautsky procede como un exégeta: nos saca una “cita” del propio Marx. En 1850, Marx había escrito acerca de la necesidad de una “resuelta centralización de la fuerza en manos del poder del Estado”. Y Kautsky pregunta, triunfal: ¿Acaso pretende Pannekoek destruir el “centralismo”? Este es ya, sencillamente, un juego de manos, parecido a la identificación que hace Bernstein del marxismo y del proudhonismo en sus puntos de vista sobre el federalismo, que él opone al centralismo.

 

La “cita” tomada por Kautsky es totalmente inadecuada al caso. El centralismo cabe tanto en la vieja como en la nueva máquina estatal. Si los obreros unen voluntariamente sus fuerzas armadas, esto será centralismo, pero un centralismo basado en la “completa destrucción” del aparato centralista del Estado, del ejército permanente, de la policía, de la burocracia. Kautsky se comporta como un estafador eludiendo los pasajes, perfectamente conocidos, de Marx y Engels sobre la Comuna y destacando una cita que no guarda ninguna relación con el asunto.

 

 

… ¿Acaso quiere Pannekoek abolir las funciones públicas de los funcionarios? –pregunta Kautsky–. Pero ni en el partido ni en los sindicatos, y no digamos en la administración pública, podemos prescindir de funcionarios. Nuestro programa no pide la supresión de los funcionarios del Estado, sino la elección de los funcionarios por el pueblo (…) De lo que se trata no es de saber qué estructura presentará el aparato administrativo del “Estado del porvenir”, sino de saber si nuestra lucha política destruirá (literalmente: disolverá: auflöst) el poder estatal antes de haberlo conquistado nosotros (subrayado por Kautsky). ¿Qué ministerio, con sus funcionarios, podría suprimirse? Y se enumeran los ministerios de Instrucción, de Justicia, de Hacienda, de Guerra. No, nuestra lucha política contra el gobierno no eliminará ninguno de los actuales ministerios (…) Lo repito para evitar equívocos: aquí no se trata de la forma que dará al Estado del porvenir” la socialdemocracia triunfante, sino de cómo nuestra oposición modifica el Estado actual.

 

Esto es una superchería manifiesta. Pannekoek había planteado precisamente la cuestión de la revolución. Así se dice con toda claridad en el título de su artículo y en los pasajes citados. Al saltar a la cuestión de la “oposición”, Kautsky suplanta el punto de vista revolucionario por el oportunista. La cosa aparece, en él, planteada así:

 

Ahora estamos en la oposición; después de la conquista del poder, ya veremos. ¡La revolución desaparece! Esto es exactamente lo que exigían los oportunistas.

 

 

No se trata de la oposición ni de la lucha política en general, sino precisamente de la revolución. La revolución consiste en que el proletariado destruye el “aparato administrativo” y todo el aparato del Estado, sustituyéndolo por otro nuevo, constituido por los obreros armados. Kautsky revela una “veneración supersticiosa” por los “ministerios”, pero ¿por qué estos ministerios no han de poder sustituirse, supongamos, por comisiones de especialistas adjuntas a los soviets soberanos y todopoderosos de diputados obreros y soldados?

 

La esencia de la cuestión no está, ni mucho menos, en saber si han de subsistir los “ministerios” o ha de haber “comisiones de especialistas” u otras instituciones; esto es completamente secundario. La esencia de la cuestión radica en si se mantiene la vieja máquina estatal (enlazada por miles de hilos a la burguesía y empapada hasta el tuétano de rutina y de inercia) o si se la destruye, sustituyéndola por otra nueva. La revolución debe consistir no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne, con ayuda de otra nueva: esta idea fundamental del marxismo se esfuma en Kautsky, o bien Kautsky no la ha entendido en absoluto. La pregunta que hace a propósito de los funcionarios demuestra palpablemente que no ha comprendido las enseñanzas de la Comuna ni la doctrina de Marx.

 

“Ni en el partido ni en los sindicatos podemos prescindir de funcionarios…”.

 

No podemos prescindir de funcionarios en el capitalismo, bajo la dominación de la burguesía. El proletariado está oprimido, las masas trabajadoras están esclavizadas por el capitalismo. En el capitalismo, la democracia se ve coartada, cohibida, mutilada, deformada por todo el ambiente de la esclavitud asalariada, de penuria y miseria de las masas. Por esto, y solamente por esto, los funcionarios de nuestras organizaciones políticas y sindicales se corrompen (o, para hablar con más exactitud, muestran la tendencia a corromperse) en el ambiente del capitalismo y muestran la tendencia a convertirse en burócratas, es decir, en personas privilegiadas, divorciadas de las masas, situadas por encima de las masas. En esto reside la esencia del burocratismo, y mientras los capitalistas no sean expropiados, mientras no se derribe a la burguesía, será inevitable una cierta “burocratización” incluso de los funcionarios proletarios.

 

Kautsky presenta la cosa así: puesto que sigue habiendo funcionarios electivos, en el socialismo sigue habiendo funcionarios, ¡sigue habiendo burocracia! Y esto es precisamente lo falso. Precisamente en el ejemplo de la Comuna, Marx puso de manifiesto que, en el socialismo, los que ocupan cargos oficiales dejan de ser “burócratas”, dejan de ser “funcionarios”, dejan de serlo a medida que se implanta, además de la elegibilidad, la movilidad en todo momento; y, además de esto, los sueldos equiparados al salario medio de un obrero; y, además de esto, la sustitución de las instituciones parlamentarias por “instituciones de trabajo, es decir, que dictan leyes y las ejecutan”.

 

En el fondo, toda la argumentación de Kautsky contra Pannekoek, y especialmente su notable argumento de que tampoco en las organizaciones sindicales y del partido podemos prescindir de funcionarios, revelan que Kautsky repite los viejos “argumentos” de Bernstein contra el marxismo en general. En su libro de renegado Las premisas del socialismo, Bernstein combate las ideas de la democracia “primitiva”, lo que él llama “democratismo doctrinario”: mandatos, imperativos, funcionarios sin sueldo, una representación central impotente, etc. Como prueba de que este democratismo “primitivo” es inconsistente, Bernstein aduce la experiencia de las tradeuniones inglesas, en la interpretación de los esposos Webb. Según ellos, en los setenta años que llevan de existencia, las tradeuniones, que se han desarrollado “en completa libertad”, se han convencido precisamente de la inutilidad del democratismo primitivo y lo han sustituido por el democratismo corriente: por el parlamentarismo combinado con el burocratismo.

 

En realidad, las tradeuniones no se han desarrollado “en completa libertad”, sino en completa esclavitud capitalista, en la cual es lógico que “no pueda prescindirse” de una serie de concesiones a los males imperantes, a la violencia, a la falsedad, a la exclusión de los pobres de los asuntos de la “alta” administración. En el socialismo reviven inevitablemente muchas cosas de la democracia “primitiva”, pues por primera vez en la historia de las sociedades civilizadas, la masa de la población se eleva para intervenir por cuenta propia no solo en votaciones y en relaciones, sino también en la labor diaria de la administración. En el socialismo, todos intervendrán por turno en la dirección y se habituarán rápidamente a que nadie dirija.

 

Con su genial inteligencia crítico-analítica, Marx vio en las medidas prácticas de la Comuna aquel viraje que temen y no quieren reconocer los oportunistas por cobardía, para no romper irrevocablemente con la burguesía, y que los anarquistas no quieren ver por precipitación o por incomprensión de las condiciones en que se producen las transformaciones sociales de masas en general.

 

“No cabe ni pensar en destruir la vieja máquina del Estado, pues ¿cómo vamos a arreglárnosla sin ministerios y sin burócratas?”, razona el oportunista impregnado de filisteísmo hasta el tuétano y que, en el fondo, no solo no cree en la revolución, en la capacidad creadora de la revolución, sino que le teme como a la muerte (como le temen nuestros mencheviques y eseristas).

 

“Solo hay que pensar en destruir la vieja máquina del Estado, no hay por qué ahondar en las experiencias concretas de las anteriores revoluciones proletarias ni analizar con qué y cómo sustituir lo destruido”, razonan los anarquistas (los mejores anarquistas, naturalmente, no los que van a la zaga de la burguesía tras los señores como Kropotkin y compañía); de donde resulta en los anarquistas la táctica de la desesperación y no la táctica de una labor revolucionaria, implacable y audaz que persiga objetivos concretos y, al mismo tiempo, tenga en cuenta las condiciones prácticas del movimiento de masas.

 

Marx nos enseña a evitar ambos errores, nos enseña a ser de una intrepidez sin límites en la destrucción de toda la vieja máquina del Estado, pero, a la vez, nos enseña a plantear la cuestión de un modo concreto: la Comuna pudo en unas cuantas semanas comenzar a construir una nueva máquina, una máquina estatal proletaria, de tal y tal modo, aplicando las medidas señaladas para ampliar la democracia y desarraigar el burocratismo. Aprendamos de los comuneros la intrepidez revolucionaria, veamos en sus medidas prácticas un esbozo de las medidas prácticamente urgentes e inmediatamente aplicables, y entonces, siguiendo este camino, llegaremos a la destrucción completa del burocratismo.

 

La posibilidad de esta destrucción está garantizada por el hecho de que el socialismo reducirá la jornada de trabajo, elevará las masas a una nueva vida, colocará la mayoría de la población en condiciones que permitirán a todos, sin excepción, ejercer las “funciones del Estado”, y esto conducirá a la extinción completa de todo Estado en general.

 

… La tarea de la huelga de masas –prosigue Kautsky– no puede ser nunca la de destruir el poder estatal, sino simplemente la de obligar a un gobierno a ceder en un determinado punto o la de sustituir un gobierno hostil al proletariado por otro dispuesto a hacerle concesiones ( Entgegenkommende) (…) Pero jamás ni en modo alguno puede esto (es decir, la victoria del proletariado sobre un gobierno hostil) conducir a la destrucción del poder del Estado, sino pura y simplemente a un cierto desplazamiento ( Verschiebung) en la relación de fuerzas dentro del poder del Estado (…) Y la meta de nuestra lucha política sigue siendo la que ha sido hasta aquí: conquistar el poder del Estado ganando la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno.

 

 

Esto es ya el más puro y el más vil oportunismo, es ya renunciar de hecho a la revolución, reconociéndola de palabra. El pensamiento de Kautsky no va más allá de “un gobierno dispuesto a hacer concesiones al proletariado”, lo que significa un paso atrás hacia el filisteísmo, en comparación con el año 1847, en el que El manifiesto comunista proclamaba la “organización del proletariado en clase dominante”. Kautsky tendrá que realizar la “unidad”, tan preferida por él, con los Scheidemann, los Plejánov, y los Vanderveld, todos los cuales están de acuerdo en luchar por un gobierno “dispuesto a hacer concesiones al proletariado”. Pero nosotros iremos a la ruptura con estos traidores al socialismo y lucharemos por la destrucción de toda la vieja máquina estatal para que el mismo proletariado armado sea el gobierno. Son dos cosas muy distintas.

 

Kautsky quedará en la grata compañía de los Legien y los David, los Plejánov, los Potrésov, los Tsereteli y los Chernov, que están completamente de acuerdo en luchar por “un desplazamiento en la relación de fuerzas dentro del poder del Estado” y por “ganar la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno”, nobilísimo fin en el que todo es aceptable para los oportunistas y todo permanece en el marco de la república parlamentaria burguesa. Pero nosotros iremos a la ruptura con los oportunistas; y todo el proletariado consciente estará con nosotros en la lucha, no por “el desplazamiento en la relación de fuerzas”, sino por el derrocamiento de la burguesía, por la destrucción del parlamentarismo burgués, por una república democrática del tipo de la Comuna o por una república de los soviets de diputados obreros y soldados, por la dictadura revolucionaria del proletariado.

 

Más a la derecha que Kautsky están situadas, en el socialismo internacional, corrientes como las de los Cuadernos Mensuales Socialistas en Alemania (Legien, David, Kolb y muchos otros, incluyendo a los escandinavos Stauning y Branting); los jauresistas y Vanderveld en Francia y Bélgica; Turati, Treves y otros representantes del ala derecha del partido italiano; los fabianos y los

 

“independientes” (el Partido Laborista Independiente, que en realidad ha estado siempre bajo la dependencia de los liberales) en Inglaterra, etc. Todos estos señores, que desempeñan un papel enorme, no pocas veces predominante, en la actividad parlamentaria y en la labor publicista del partido, niegan francamente la dictadura del proletariado y practican un oportunismo descarado. Para estos señores, la “dictadura” del proletariado ¡¡“contradice” la democracia!! Sustancialmente, no se distinguen en nada serio de los demócratas pequeñoburgueses.

 

 

Tomando en consideración esta circunstancia, tenemos derecho a llegar a la conclusión de que la Segunda Internacional, en la aplastante mayoría de sus representantes oficiales, ha caído de lleno en el oportunismo. La experiencia de la Comuna no ha sido solamente olvidada, sino tergiversada. No solo no se ha inculcado a las masas obreras que se acerca el día en que deberán levantarse y destruir el viejo aparato del Estado, sustituyéndolo por uno nuevo y convirtiendo así su dominación política en base para la transformación socialista de la sociedad, sino que se les ha inculcado todo lo contrario, y la “conquista del poder” se ha presentado de tal modo que han quedado miles de portillos abiertos al oportunismo.

 

La tergiversación y el silenciamiento de la cuestión de la actitud de la revolución proletaria hacia el Estado no podían por menos de desempeñar un enorme papel en el momento en que los Estados, con su aparato militar reforzado a consecuencia de la rivalidad imperialista, se convertían en monstruos guerreros que exterminaban a millones de hombres para decidir quién había de dominar el mundo: Inglaterra o Alemania, uno u otro capital financiero…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: LENIN. “El estado y la revolución” ]

 

*

domingo, 28 de abril de 2024

 

1148

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

Andrés Piqueras

 

(04)

 

 

 

 

 

PARTE I

 

De la agonía del capital(ismo) y del

desvelamiento de su ilusión democrática

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

(…)

 

1.1 De la paradójica “totalidad incompleta” del capital

 

 

Podríamos identificar la noción de metabolismo con la de totalidad social. La totalidad, en el sentido dialéctico-materialista, es el conjunto de procesos, de conexiones internas entre categorías que constituyen un fenómeno. La “realidad” es concebida así como una totalidad, una totalidad concreta que se convierte en estructura significativa para cada hecho o conjunto de hechos. Los hechos, a su vez, deben comprenderse como elementos de un todo, como partes de una estructura que deviene de sus relaciones dialécticas entre sí y no como piezas aisladas del conjunto. En consecuencia, desde el punto de vista ontológico, la realidad se desarrolla y se va auto-creando, es un todo estructurado y dialéctico, de donde lo estructural, lo social, explica preferentemente lo individual, y no al revés. Arranque epistemológico decisivo contra las especulaciones de la economía neoclásica, individualismos metodológicos y versiones kantianas y neokantianas, liberales y neoliberales, postmodernas y neo-modernas que postulan individuos extirpados de la sociedad (la cual a veces llega a ser negada), atomizados, que con activos y presupuestos (“intereses”, “decisiones” “cursos de acción”...) salidos del vacío, entran en relaciones recíprocas a fin de satisfacer necesidades exógenamente dadas, siendo la sociedad (si acaso) la suma total de todas esas voluntades. Para el materialismo dialéctico (para Marx y Engels), por el contrario, los individuos no son sino concreciones de una totalidad que de muy diferente y desigual manera se plasma en ellos. Razón por la cual sus posibilidades, condiciones, motivos, intereses y decisiones están determinados tanto por el tipo de sociedad a la que pertenecen, como por la situación (o conjunto de posiciones) que ocupan en ella.

 

 

“La sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de las relaciones y condiciones en las que esos individuos se encuentran recíprocamente situados. Como si alguien quisiera decir desde el punto de vista de la sociedad no existen esclavos y citizens: éstos y aquéllos son hombres. Más bien lo son fuera de la sociedad. Ser esclavo y ser citizen constituyen determinaciones sociales, relaciones entre los hombres A y B. El hombre A, en cuanto tal, no es esclavo. Lo es en y a causa de la sociedad”

(Marx)

 

 

Los individuos no son sino la parte en la que la sociedad no se puede dividir más (el elemento social indivisible). Pues cada ser humano, por más que entrañe una concreta singularidad (y justamente es su singularidad la que hace de ella/él un ser social individual real, es, en la misma medida, la totalidad, la existencia subjetiva de ella (Marx). Por eso desde el punto de entrada al mundo del materialismo dialéctico la “esencia humana” no es otra cosa que el conjunto de las relaciones sociales en que cada persona está inmersa (Marx y Engels).

 

No obstante, los individuos a la vez, a través precisamente de sus relaciones sociales, dan a la estructura metabólica su cualidad dinámica, pues a través de ellos también ésta se transforma y adquiere cambiantes expresiones histórico-concretas. En uno u otro caso hemos de considerar, por tanto, que aludimos a una forma de hacer seres humanos y sus relaciones entre sí y con su entorno físico y social, que no sólo es perecedera, mudable, sino también,  paradójicamente, incompleta, insuficiente y, en todo caso, inestable, “precaria”.

 

El capitalismo como decurso de relaciones sociales, y no totalidad-en-sentido-estricto, es inherentemente un sistema abierto (en cuanto que conjunto de reglas temporales de reproducción de relaciones, que parcialmente y de modo incompleto se complementan, y que además no pueden existir de modo abstracto, separadas de su contexto externo y de otros sistemas con los que convive, situados en sus temporalidades específicas)

 

 

“El capitalismo es un sistema histórico de relaciones sociales pero no constituye una totalidad en el sentido estricto de la palabra. Ni interna, ni externamente, más bien se trata de un proceso de relaciones sociales de explotación y poder de clase, que sucede históricamente con otros procesos. De este modo, el capitalismo es una trayectoria histórica posible conjuntamente con otras”

 

 

Puede que el siguiente pasaje exprese bien el sentido del carácter paradójico, inestable e incompleto de esa totalidad:

 

“La lógica social del capitalismo posee sentido y carácter de totalidad en la medida en que el nexo social se autonomiza de los sujetos que vincula, enfrentándoseles como algo ajeno. El capital llega a ser sujeto de la vida social en el momento más desarrollado de la reificación de las relaciones sociales, o sea, en la subordinación de los individuos a los imperativos enajenados del beneficio (…) Sólo hay totalidad porque el nexo social abstracto tiende a cerrarse a la modificación por las personas, volviendo ciegamente sobre sí mismo. La noción marxista de totalidad (…) no supone la sumatoria exhaustiva de los elementos dados en el cuerpo social, sino que refiere al sentido de su articulación. Lo anterior significa que la totalidad no es el conjunto de todos los elementos de la sociedad, sino la lógica que ordena esos elementos. Hay totalidad en la medida en que un Sujeto global emerge como articulador fundamental del vínculo social. Ese sujeto mediador de la totalidad social tiene una dinámica propia de naturaleza ‘especulativa’: se pone a sí mismo como resultado de su propio desarrollo y tiende a reducir todos los elementos que se le enfrentan como diversos momentos de su propio autodesarrollo. El sujeto de la totalidad social es, como vimos, el capital en tanto valor que se autorreproduce, dotado de un dinamismo automático y ciego que articula globalmente los momentos de la reproducción social” (Martín).

 

 

Y es que la ontología del capital es por demás extraña y paradójica (más que la de las entidades subatómicas, que son algo así como partículas y ondas a la vez). El capital es Todo, un Sujeto Absoluto capaz de subsumir cada ranura y resquicio de la vida social a los imperativos de la mercantilización, monetarización y valorización. Pero al mismo tiempo es igualmente Nada en sí mismo, un mero Pseudo-sujeto, un parásito, un “vampiro” en palabras de Marx, cuya autovalorización no resulta ser sino una forzada apropiación de los poderes creativos del trabajo vivo (seres humanos) y de los poderes de la ciencia, la maquinaria, pero también de la naturaleza, los logros culturales pre-capitalistas y demás condiciones que el trabajo vivo moviliza. De manera que en un sentido todas ellas parecen “capacidades del capital”, y así son vistas por la sociedad, pero en otro, el capital por sí mismo no tiene capacidad alguna ni contenido determinante. En esta última condición, la acumulación de capital es completamente dependiente de los agentes sociales y de sus capacidades. Y estas capacidades son ontológicamente “otras” que las del capital. Una vez movilizadas permanecen como capacidades del trabajo vivo (la persecución de fines humanos y el desarrollo de capacidades humanas son siempre más que meros momentos de la autovalorización del capital), aunque en permanente tensión de apropiación por el capital. El capital está forzado siempre a encauzar esos fines, capacidades-creatividades y deseos humanos hacia su propio interés; a objeto de poder vivir como capital debe succionar todas esas condiciones humanas, como el vampiro la sangre. Pero ahí está también la grieta, la contradicción permanente de su propia esencia, que permite el desafío a su precaria “totalidad” (Smith 2017). Ciertamente, toda potencial totalidad se modifca o desintegra en función de sus propios contenidos que la tensionan desde dentro, y según sus relaciones extra-metabólicas. De hecho, y esta es su gran paradójica debilidad, el capital nunca puede vencer de una vez y para siempre, de manera “definitiva”, al Trabajo, ya que ello implicaría la desaparición de su única fuente de valor, esto es, de existencia.

 

 

De la misma manera, si los seres humanos somos personificaciones de las categorías del capital, como poseedores de diferentes mercancías (bien de medios de producción, bien de fuerza de trabajo) (Marx), esas “personificaciones” no son completas, no están total y definitivamente incorporadas al capital, porque de lo contrario no habría posibilidad de salida, de crítica, de “ruptura”. En cada individuo puede darse la personificación de las relaciones sociales capitalistas y la personificación de lo que se rebela contra ellas, de lo que las contesta, de lo potencialmente posible (Holloway y Tischler). Mas por eso mismo, como se ha dicho ya, el capital tiene que traducirse también en Poder para controlar el hacer y el ser de los individuos. Lo cual implica su control no sólo en y del lugar de trabajo, sino también –dado que precisa asimismo de la producción y reproducción de esa fuerza de trabajo– en y de los lugares en los que se produce y reproduce la fuerza de trabajo, como el ámbito doméstico, aunque igualmente cualquier otro donde la vida se procura en común…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL  /  Andrés Piqueras ]

 

*

jueves, 25 de abril de 2024

 

1147

 

LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(05)

 

 

 

I

 

Las distintas formas de la lucha de clases

 

 

 

4. LA CONDICIÓN DE LA MUJER Y LA «PRIMERA OPRESIÓN DE CLASE»

 

El género de las luchas de clases emancipadoras incluye una tercera especie, además de las dos que hemos visto. Sí, hay otro grupo social, muy numeroso, tan numeroso que es la mitad o más de la población total, un grupo social que padece la «autocracia» y anhela la «liberación» (Befreiung): se trata de las mujeres, sobre quienes pesa la opresión ejercida por el varón entre las cuatro paredes domésticas (MEW). Estoy citando de un texto (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado) que Engels publicó en 1884. Es verdad que Marx había muerto hacía un año, pero ya entre 1845 y 1846, en La ideología alemana, texto al que Engels se remite explícitamente, observa que en la familia patriarcal «la esposa y los hijos son los esclavos del hombre» (MEW). A su vez, el Manifiesto, que no se cansa de reprochar a la burguesía la reducción del proletario a máquina e instrumento de trabajo, señala que «para el burgués su propia mujer es un simple instrumento de producción»; pues bien, «se trata justamente de abolir la posición de las mujeres como meros instrumentos de producción» (MEW). La categoría utilizada para definir la condición del obrero en la fábrica capitalista también se utiliza para definir la condición de la mujer en el ámbito de la familia patriarcal.

 

Visto en conjunto, el sistema capitalista se presenta como una serie de relaciones más o menos serviles impuestas por un pueblo a otro pueblo a escala internacional, por una clase a otra en el ámbito de un país y por el hombre a la mujer en el ámbito de la misma clase. Se comprende entonces la tesis que formula Engels remitiéndose a François-Marie-Charles Fourier y que también defiende Marx, la tesis de que la emancipación femenina es «la medida de la emancipación universal» (MEW). Para bien y para mal, la relación hombre/mujer es una suerte de microcosmos que refleja el ordenamiento social: en la Rusia ampliamente premoderna, sometidos a una implacable opresión de sus amos, los campesinos —observa Marx— son capaces, a su vez, de dar «horribles palizas mortales a sus mujeres» (MEW). Veamos ahora la fábrica capitalista: aunque el poder despótico del patrono sojuzga a todos los obreros, lo hace de un modo especialmente humillante con las mujeres: «su fábrica es al mismo tiempo su harén» (MEW).

 

No es difícil encontrar en la cultura de la época voces que denuncian el carácter opresor de la condición femenina. En 1790 Condorcet dice que la exclusión de la mujer de los derechos políticos es un «acto de tiranía». Al año siguiente la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita por Olympia de Gouges, llama la atención en su artículo 4 sobre la «tiranía perpetua» impuesta por el hombre a la mujer. En Inglaterra, más de medio siglo después, J. S. Mill habla de «esclavitud de la mujer», «tiranía doméstica» y «servidumbre real» (actual bondage) sancionada por la ley.

 

Pero ¿cuáles son las causas de esta opresión y de la insensibilidad general frente a ella? Condorcet condena «el poder de la costumbre» que ofusca el sentido de la justicia incluso en los «hombres ilustrados». De un modo parecido argumenta Mill, quien remite al conjunto de «costumbres», «prejuicios» y «supersticiones» que es preciso superar o neutralizar con «una sana psicología». Aunque se hace referencia a las relaciones sociales, solo se trata de las «relaciones sociales de ambos sexos», que sancionan la esclavitud o sumisión de la mujer a causa de la «inferioridad de su fuerza muscular» y de la vigencia en este ámbito de la «ley del más fuerte».

 

No se indaga la relación entre la condición de la mujer y las otras formas de opresión. Es más, a ojos de Mill la relación hombre/mujer es una especie de isla en la que aún se mantiene la lógica del sometimiento, que ya ha quedado muy atrás en otros ámbitos:

 

«Vivimos, o viven por lo menos una o dos de las naciones más avanzadas del mundo, en un estado en que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y se diría que ya no sirve de norma a los asuntos de los hombres».

 

En cambio, desde el punto de vista de Marx y Engels, la relación entre la metrópoli capitalista (las «naciones más avanzadas del mundo») y las colonias es, más que nunca, una relación de dominio y sometimiento; y en la propia metrópoli capitalista la coacción económica (no ya jurídica) sigue presidiendo las relaciones entre capital y trabajo.

 

Si acaso es Mary Wollstonecraft quien une la denuncia de la «dependencia servil» que se reserva a la mujer con el cuestionamiento del orden social. El dominio machista parece propio del antiguo régimen. Mientras que los campeones de la lucha por la abolición de la esclavitud denuncian la «aristocracia de la epidermis» o la «nobleza de la piel», la militante feminista critica lo que a su juicio se configura como el poder aristocrático de los varones; la denuncia de este poder va unida a la condena de las «riquezas» hereditarias y de los «honores hereditarios», a la condena de las «absurdas distinciones de estamento». En todo caso, «las mujeres no se liberarán» de verdad «hasta que los estamentos no se mezclen» y «no se establezca más igualdad en toda la sociedad» (Wollstonecraft). Otras veces parece que la feminista y jacobina inglesa cuestiona la propia sociedad capitalista. Sí, las mujeres deberían «tener representantes en vez de ser gobernadas sin ninguna voz en las deliberaciones del gobierno». Pero no hay que perder de vista que en Inglaterra también los obreros están privados de derechos políticos:

 

 

Todo el sistema de representación en este país es solo una cómoda ocasión de despotismo, las mujeres no deberían olvidar que están representadas en la misma medida en que lo está la numerosa clase de los obreros, trabajadores esforzados que pagan por el sustento de la familia real, a pesar de que a duras penas consigue saciar con pan la boca de sus hijos (Wollstonecraft).

 

 

No faltan los puntos de contacto entre condición obrera y condición femenina: lo mismo que para los miembros de la clase obrera, «los pocos trabajos abiertos a las mujeres, lejos de ser liberales, son serviles». Por último, en el ámbito de esta crítica global de las relaciones de dominio que caracterizan el orden social existente, las propias mujeres (sobre todo las de situación más acomodada) deben hacer examen de conciencia, pues a veces dan muestras de «locura» por «el modo en que tratan a los sirvientes en presencia de los niños, con lo que sus hijos creen que aquellos deben servirles y soportar sus destemplanzas» (Wollstonecraft).

 

La «jacobina inglesa», que es una excepción genial, parece en cierto modo precursora de Marx y Engels, quienes establecieron un nexo entre división del trabajo en el ámbito de la familia y división del trabajo en el ámbito de la sociedad. El segundo, en particular, formula la tesis de que «la familia nuclear moderna se basa en la esclavitud doméstica, abierta o disimulada, de la mujer»; en todo caso, «el varón es el burgués, mientras que la mujer representa al proletariado» (MEW).

 

Entre los contemporáneos de Marx y Engels, quien hace un análisis que podría parecerse al suyo no es J. S. Mill sino Nietzsche, aunque con un juicio de valor opuesto. El crítico implacable de la revolución como tal, incluida la revolución feminista, compara la condición de la mujer con la de los «miserables de los estamentos inferiores», los «esclavos del trabajo (Arbeitssklaven) o los presos» (Genealogía de la moral) e indirectamente junta el movimiento feminista con el movimiento obrero y el movimiento abolicionista: los tres buscan afanosamente, para denunciarlas con indignación, las distintas «formas de esclavitud y servidumbre», como si constatarlas no fuese la confirmación de que la esclavitud es «el fundamento de toda civilización superior» (Más allá del bien y del mal).

 

Evidentemente, el motivo del nexo entre sometimiento de la mujer y opresión social en general está desarrollado de un modo más amplio y orgánico en Engels, remitiéndose siempre a La ideología alemana que escribió con Marx y permaneció inédita mucho tiempo:

 

«la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por el sexo masculino».

 

 

Es una larga historia que aún no ha terminado:

 

La abolición del matriarcado fue la derrota del sexo femenino en el plano histórico universal. El hombre tomó el timón de la casa y la mujer fue envilecida, sometida, convertida en esclava de sus deseos y simple instrumento para hacer hijos (Werkzeug der Kinderzeugung). Este estado de degradación de la mujer [...] fue gradualmente adornado y disimulado, a veces tuvo formas más suaves, pero nunca se ha eliminado (MEW)…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

*