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LA LUCHA DE CLASES
Domenico Losurdo
(44)
VI
Paso al sureste. Cuestión nacional y lucha de clases
La breve etapa de la «guerra civil internacional»
Le Bon indirectamente, y de un modo explícito Pareto y las clases dominantes de su tiempo, ven el bautismo de fuego y el gigantesco conflicto que estalla en 1914 como el instrumento capaz de hacer retroceder varias décadas el movimiento obrero. A pesar de que el furor chovinista contagia a los propios partidos de orientación socialista, Lenin encuentra un terreno abonado para su consigna de transformar la guerra imperialista (en nombre de la «defensa de la patria») en guerra civil revolucionaria (llamada a derribar en cada país a la burguesía capitalista responsable o corresponsable de esa horrible carnicería). Solo que, en un momento en que la revolución, con las esperanzas creadas por la revolución de octubre, parece destinada a propagarse por Europa y el mundo, esta consigna tiende a perder toda determinación histórica y a ser interpretada como si hubiera empezado una nueva era caracterizada por la irrelevancia sustancial de las fronteras estatales y nacionales, y la propia idea de nación fuera ya una antigualla, incluso retrógrada.
La Plataforma aprobada (4 de marzo de 1919) por el I Congreso de la Tercera Internacional (comunista) invita a «subordinar los interesesllamados nacionales a los de la revolución mundial» (Agosti). La palabra que he destacado en cursiva es reveladora: no hay intereses nacionales reales. El Manifiesto de la Internacional Comunista al proletariado de todo el mundo (6 de marzo de 1919), que no en vano es obra de Trotski, dibuja un panorama elocuente: la humanidad corre el peligro de caer bajo el yugo de una «camarilla mundial» capaz de controlar todo el globo terráqueo con un «ejército “internacional”» y una «armada “internacional”». A todo esto se le contrapone un frente internacional igual de compacto, «una revolución proletaria que libera las fuerzas productivas de todos los países de las ataduras de los estados nacionales». Sí, el «estado nacional» que «después de haber dado un fuerte impulso al desarrollo del capitalismo es ahora demasiado estrecho para la expansión de las fuerzas productivas», está muerto o agonizando. Por otro lado, «los pequeños estados atrapados en medio de las grandes potencias de Europa y el mundo» solo pueden sobrevivir gracias al «enfrentamiento constante entre los dos campos imperialistas». Con el triunfo de los aliados este enfrentamiento ha desaparecido y el campo imperialista se ha unificado; frente a él se está constituyendo el campo proletario (Agosti). Vuelve claramente la lectura binaria del conflicto social a escala planetaria que hemos visto en algunas páginas de Marx y Engels.
Se comprenderán entonces las propuestas que, en vísperas del II Congreso de la Internacional Comunista, hace Tujachevski, comandante del Ejército Rojo, en una carta a Zinóviev: hay que estar preparados «para la próxima guerra civil, para el momento de un ataque mundial de todas las fuerzas armadas del proletariado contra el armado mundo capitalista»; debido a «la inevitabilidad de la guerra civil mundial en el futuro próximo» es preciso crear un estado mayor general, con composición y competencias que excedan ampliamente el marco nacional ruso. Y el maximalista italiano Giacinto Menotti Serrati, en la misma línea, ve próximo el día en que «el Ejército Rojo proletario estará formado no solo por proletarios rusos, sino por proletarios de todo el mundo» (Carr). El objetivo final es la creación de la república soviética internacional. Una de las resoluciones aprobadas por el II Congreso afirma:
«La Internacional Comunista proclama la causa de la Rusia soviética como su propia causa. El proletariado internacional no envainará la espada hasta que la Rusia soviética sea un eslabón en una federación mundial de repúblicas soviéticas»(Carr 1964).
Es un momento en que todas las miradas están puestas en la guerra contra Polonia: «En la sala del Congreso había un gran mapa geográfico en el que se marcaban todos los días los movimientos de nuestros ejércitos. Y cada mañana los delegados se agolpaban frente al mapa con un interés que les cortaba el aliento». Así se expresa Zinóviev, presidente del Congreso (Carr). Los delegados tenían la impresión de asistir al desarrollo prometedor de la guerra civil mundial, de un pulso entre clases enfrentadas que ya no tenía fronteras estatales ni nacionales. Pero no tardaban en percatarse de la persistencia y vitalidad de esas fronteras: el Ejército Rojo avanzaba sobre Varsovia en una guerra provocada, ciertamente, por el gobierno reaccionario de Józef Pilsudski, pero que en el bando soviético estaba pasando de guerra de defensa nacional a guerra revolucionaria para acabar con el capitalismo también en Polonia; sin embargo, el avance se detenía e incluso se invertía en una retirada precipitada debido, entre otras cosas, a la activa participación en la batalla de los obreros polacos, movidos por un fuerte patriotismo.
Cierto es que, derrotada en Varsovia, la revolución había cosechado su primera victoria el año anterior en Budapest. Pero conviene examinar lo que sucede en Hungría. En marzo de 1919 Béla Kun llega al poder merced a un amplio acuerdo nacional que abarca también a la burguesía y se apoya en los comunistas como única fuerza capaz de salvar la integridad territorial del país, amenazada por las maniobras de los aliados, que pretenden crear un cordón sanitario alrededor de la Rusia soviética y de paso dan rienda suelta a las aspiraciones expansionistas de Checoslovaquia y Rumanía (Kolko); se ha señalado acertadamente que «esta revolución pacífica fue el fruto de un orgullo nacional herido» (Mayer). En vísperas de la llegada al poder de Béla Kun, Alexander Garbai, uno de los dirigentes del Partido Socialista, declara:
«En París se ha firmado una paz imperialista [...]. Del Oeste solo podemos esperar una paz impuesta [...]. Los aliados nos han obligado a seguir un nuevo curso, que gracias al Este nos garantizará lo que el Oeste nos ha negado».
El mismo Béla Kun ve una «fase nacional» de la revolución húngara previa a la «revolución social» propiamente dicha (en Mayer 1967). En una palabra: las derrotas y victorias que menciona la Internacional Comunista no se pueden entender sin el papel que desempeña en cada ocasión la cuestión nacional.
Es más, mirándolo bien, la cuestión nacional también hizo sentir su presencia en la propia revolución de octubre, es decir, en la revolución que había estallado en el marco de la lucha contra el chovinismo y la retórica patriotera, en el marco de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria. Entre febrero y octubre de 1917 Stalin presentaba la revolución proletaria preconizada por él como el instrumento necesario no solo para edificar un nuevo orden social, sino también para reafirmar la independencia nacional de Rusia. Los aliados trataban de obligarla por todos los medios a seguir combatiendo y desangrándose, con la intención de transformarla «en una colonia de Inglaterra, Estados Unidos y Francia»; peor aún, se comportaban en Rusia como si estuvieran en «África central». Los mencheviques que se plegaban a la imposición imperialista propiciaban la «venta gradual de Rusia a los capitalistas extranjeros», llevaban al país «a la ruina» y por lo tanto eran auténticos «traidores» a la nación. Frente a todo esto, la revolución proletaria pendiente no solo promovía la emancipación de las clases populares, sino que «despejaba el camino a la liberación efectiva de Rusia». Más tarde la contrarrevolución desencadenada por los blancos, apoyados o espoleados por los aliados, era derrotada gracias al llamamiento al pueblo ruso de los bolcheviques (con la intervención destacada de Karl B. Radek) para aprestarse a una «lucha de liberación nacional contra la invasión extranjera» y contra unas potencias imperialistas que pretendían transformar Rusia en una «colonia» de Occidente. Fue este el motivo de que Alekséi A. Brusílov diera su apoyo al nuevo poder revolucionario. El brillante general de origen nobiliario, el único o de los pocos que habían tenido una actuación meritoria durante la primera guerra mundial, motivaba así su decisión: «A menudo mi sentido del deber hacia la nación me ha obligado a ir contra mis inclinaciones sociales naturales» (Figes 2000).
Los bolcheviques, con la revolución de octubre y su posterior defensa, protegen a la nación rusa de la amenaza de disgregación y balcanización a raíz de la derrota bélica y la caída del antiguo régimen. Este hecho no le pasa inadvertido a Gramsci: el 7 de junio de 1919 rinde homenaje a Lenin como «el estadista más grande de la Europa contemporánea» y a los bolcheviques como «una aristocracia de estadistas que no posee ninguna otra nación». Han sido capaces de acabar con el «tenebroso abismo de miseria, barbarie, anarquía y disolución» abierto «por una guerra larga y desastrosa», salvando a la nación, «al inmenso pueblo ruso», y de este modo han logrado «soldar la doctrina comunista con la conciencia colectiva del pueblo ruso». Los bolcheviques, en una relación de discontinuidad pero también de continuidad con la historia de Rusia, expresan una «conciencia de clase» pero al mismo tiempo son capaces de «ganar para el nuevo estado a la mayoría leal del pueblo ruso», de construir «el estado de todo el pueblo ruso». El imperialismo no se resigna y persiste en su política de agresión, pero «todo el pueblo ruso se ha alzado en pie [...]. Todo él se ha armado para su Valmy». El Partido Comunista, imbuido de una «conciencia de clase», de hecho está llamado a dirigir la lucha por la independencia nacional, imitando así a los jacobinos…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]
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