viernes, 13 de diciembre de 2024

 

 

1255

 

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

22

 

Las noticias que llegaban de la Unión Soviética eran cada vez más inquietantes. Las disensiones surgidas dentro del grupo dirigente soviético, incluso antes de la muerte de Lenin, se habían agudizado y la lucha entre las fracciones era cada vez más violenta. Derrotado por la troika (Stalin, Zinóviev, Kámenev) después de su denuncia de la esclerosis burocrática del partido, y derrotado nuevamente en el dilema «revolución permanente» o «construcción del socialismo en un solo país», Trotski no por ello había atenuado su oposición a Stalin. Pero el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética concentraba ya en sus manos un poder inmenso. La recomendación del «testamento» dictado por Lenin el 24-25 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923 se había dejado de lado.

 

 

Desde que el camarada Stalin es secretario general —decía Lenin— reúne en sus manos un poder enorme y no estoy seguro de que siempre vaya a saber usarlo con la debida prudencia […]. Stalin es demasiado rudo, y este defecto es inadmisible en el cargo de secretario general. Por esto propongo a los camaradas que se encuentre el modo de alejar a Stalin de este cargo y que se nombre un sucesor [...] más paciente, leal, cortés, más atento con los camaradas y menos caprichoso.

 

 

 

Si, pese al severo juicio de Lenin, Stalin había permanecido en su puesto era gracias a Zinóviev y Kámenev; estos, preocupados en aquel momento de liquidar ante todo el antagonista que consideraban más peligroso, Trotski, habían apoyado al tercer miembro del triunvirato consiguiendo que el Comité Central, en una reunión de mayo de 1924, no enviase el «testamento» de Lenin al XIII Congreso del PCUS y que confirmase a Stalin en el cargo de secretario general del partido. Luego Stalin se deshizo a su vez de Zinóviev y Kámenev. El proceso de regresión de un régimen de democracia proletaria a un régimen de autocracia en nombre del proletariado se desarrollaba rápidamente. En el Politburó, Trotski, Zinóviev y Kámenev, unidos ahora en un bloque de las distintas oposiciones, estaban aislados. No solo les combatía Stalin, sino también la derecha (Bujarin, Ribov y Tomski). Y también les combatían los nuevos miembros (Mólotov, Voroshílov y Kalinin) que Stalin, que no quería depender exclusivamente del apoyo de la derecha, se había preocupado de hacer elegir para el Politburó en el XIV Congreso celebrado en diciembre de 1925. Entre el verano y el otoño de 1926, las rivalidades personales y las discordias en el terreno ideológico se habían exacerbado por la distinta interpretación que el bloque de los oposicionistas y la mayoría daban a la «nueva política económica» (NEP) iniciada por Lenin. La NEP era un sistema de economía mixta: la gran industria estaba bajo la dirección del Estado; la pequeña y media industria, el comercio y la agricultura estaban en manos de la iniciativa privada. Esto daba lugar a una oposición de intereses entre la clase obrera, sujeta a graves privaciones por la crisis industrial, y las capas rurales, que presionaban en favor de una política de precios bajos para los productos industriales y de precios altos para los productos de la agricultura. En la controversia, el bloque de las oposiciones de izquierda sostenía la exigencia de una rápida industrialización, único pilar estable de la revolución socialista. Decían que, de otro modo, el debilitamiento del proletariado y la excesiva fuerza que se daría a los campesinos ricos (kulaki) si se aceptaban sus exigencias, abrirían el camino a la restauración del capitalismo. Esta era la cuestión que se discutía en Moscú durante el verano-otoño de 1926; con una dureza acentuada por los resentimientos y la tensa hostilidad que había suscitado la lucha por el poder, Stalin no se había declarado decididamente en favor de la política filocampesina de Bujarin, pero en aquel momento la apoyaba. Creía conveniente solidarizarse con la derecha para eliminar definitivamente a los opositores de izquierda; calculaba también que si se procediese a la colectivización del campo podían manifestarse en el mundo campesino fermentos muy peligrosos mientras estuviera abierta la lucha contra Trotski, Zinóviev y Kámenev. El choque entre el bloque de los oposicionistas y la mayoría del Comité Central llegó a un momento de máxima violencia en octubre de 1926.

 

 

En general, Gramsci compartía las tesis de la mayoría. Ya se había opuesto a Trotski en la disputa entre «construcción del socialismo en un solo país» y «revolución permanente» (lo escribirá en una nota de la cárcel, rechazando la tesis del napoleonismo revolucionario, de la revolución exportada). Ahora, en la nueva controversia, no podía dejar de rechazar, dada su concepción de fondo (la alianza permanente entre los obreros y los campesinos era el elemento necesario para la estabilidad de las conquistas proletarias), el renacimiento del corporativismo obrero que le parecía entrever en las tesis del bloque de izquierda. Pero, aparte de la sustancia del debate, le inquietaba el modo en que este se desarrollaba, el furor, la violencia; le inquietaban los reflejos que la escisión en el seno del grupo dirigente del PCUS podía producir en el movimiento internacional, en plena lucha defensiva, especialmente en Italia, para no morir. ¿Podían dejar de tenerlo en cuenta los revolucionarios rusos? ¿Podían olvidar sus deberes hacia el proletariado de otros países? El 14 de octubre de 1926, por encargo del Buró Político del partido italiano, se decidió a escribir una carta sin velos ni tapujos al Comité Central del PCUS. La independencia de juicio había constituido siempre su fuerza. No tenía fetiches y por eso escribió lo que sentía.

 

 

 

Los comunistas italianos y todos los trabajadores conscientes de nuestro país —decía la carta— han seguido siempre con la máxima atención vuestras discusiones. En vísperas de cada uno de los congresos y de las conferencias del Partido Comunista ruso siempre estábamos seguros, pese a la violencia de las polémicas, de que la unidad del partido no estaba en peligro... Hoy, en vísperas de nuestra XV Conferencia, no tenemos ya la seguridad de antes; nos sentimos irresistiblemente angustiados; nos parece que la actual actitud del grupo de la oposición y la violencia de las polémicas exigen la intervención de los partidos hermanos […]. Camaradas, vosotros habéis sido en estos nueve años de historia mundial el elemento organizador y propulsor de las fuerzas revolucionarias de todos los países; las funciones que vosotros habéis realizado no tienen precedentes en toda la historia del género humano, nada hay que las iguale en amplitud y profundidad. Pero ahora estáis destruyendo vuestra obra, degradáis y corréis el peligro de anular la función dirigente que el Partido Comunista de la URSS había conquistado por impulso de Lenin; creemos que la violenta pasión de las cuestiones rusas os hace perder de vista los aspectos internacionales de las mismas, os hace olvidar que vuestros deberes de militantes rusos solo pueden y deben cumplirse en el marco de los intereses del proletariado internacional.

 

 

En cuanto a la sustancia del debate en curso en el PCUS, Gramsci no vacilaba en admitir el carácter paradójico de la situación denunciada por el bloque Trotski-Zinóviev-Kámenev: el proletariado, clase dominante, se encontraba en condiciones de vida inferiores a las de determinados elementos y estratos de la clase dominada y sometida.

 

 

Sin embargo —proseguía—, el proletariado no puede convertirse en clase dominante si no supera esta contradicción con el sacrificio de los intereses corporativos; no puede mantener su hegemonía y su dictadura si, incluso después de haber llegado a ser dominante, no sacrifica estos intereses inmediatos en aras de los intereses generales y permanentes de la clase. Es ciertamente fácil hacer demagogia en este terreno, es fácil insistir en los lados negativos de la contradicción: «¿Eres tú el dominador, obrero mal nutrido y mal vestido, o bien el dominador es el ‘nepman’ cubierto de pieles y que tiene a su disposición todos los bienes de la tierra?». Es fácil hacer demagogia en este terreno y es difícil no hacerla cuando la cuestión se ha planteado en términos del espíritu corporativo y no en términos de leninismo, de la doctrina de la hegemonía del proletariado, que históricamente se encuentra en una determinada posición y no en otra... En este elemento está la raíz de los errores del bloque de la oposición y el origen de los peligros latentes en su actividad. En la ideología y en la práctica del bloque de la oposición renace plenamente toda la tradición de la socialdemocracia y del sindicalismo, que ha impedido hasta ahora al proletariado occidental organizarse en clase dirigente.

 

 

A modo de conclusión, Gramsci lanzaba a los dos grupos en conflicto un llamamiento a la unidad:

 

 

Los camaradas Zinóviev, Trotski y Kámenev han contribuido poderosamente a educarnos para la revolución, nos han corregido a veces enérgica y severamente, han sido nuestros maestros. A ellos nos dirigimos especialmente como a los principales responsables de la situación actual, porque queremos estar seguros de que la mayoría del Comité Central del Partido Comunista de la URSS no pretende abusar de su victoria en la lucha y está dispuesta a evitar las medidas excesivas.

 

 

La carta no gustó a Togliatti, que estaba entonces en Moscú representando al partido italiano en la Internacional. Para él, el defecto esencial de aquel planteamiento consistía en haber colocado en primer plano el hecho de la escisión y solo en segundo plano el problema del carácter justo o erróneo de la línea seguida por la mayoría del Comité Central. Por ello dijo explícitamente, en una carta a Gramsci del 18 de octubre, que había que expresar la propia adhesión a la línea de la mayoría «sin poner ninguna limitación». Por lo demás, ¿qué sentido tenía el llamamiento a la unidad?

 

 

La posición que tomáis en vuestra carta —señalaba Togliatti— tiene un gran peligro porque lo más probable es que de ahora en adelante la unidad de la vieja guardia leninista no se mantenga ya de modo continuo o se realice muy difícilmente. En el pasado, el factor más importante de esta unidad era el enorme prestigio y la autoridad personal de Lenin. Este elemento no puede sustituirse.

 

 

Pero ¿era justo atribuir a todo el grupo dirigente la responsabilidad de la situación de ruptura, sin distinguir entre la mayoría y el bloque, de la oposición?

 

 

En la primera parte de vuestra carta, allí donde habláis de las consecuencias que puede tener para el movimiento occidental una escisión del partido ruso y de su núcleo dirigente, habláis indistintamente de todos los camaradas dirigentes rusos, no hacéis ninguna distinción entre los camaradas que están al frente del Comité Central y los dirigentes de la oposición. En la segunda página de la carta escrita por Antonio se invita a los camaradas rusos a «reflexionar y a ser más conscientes de su responsabilidad». No hay ninguna referencia a una posible distinción entre ellos... La única conclusión posible es que el Politburó del Partido Comunista italiano considera que todos son responsables, que hay que llamar a todos al orden. Es cierto que al final de la carta se corrige esta actitud. Se dice que Zinóviev, Kámenev y Trotski son «los principales» responsables de la situación y se añade: «Queremos estar seguros de que la mayoría del Comité Central del Partido Comunista de la URSS no pretende abusar de su victoria en la lucha y está dispuesta a evitar las medidas excesivas». La expresión «Queremos estar seguros» tiene un valor de limitación, es decir, se quiere significar con ella que no se está seguro. Ahora bien, aparte de las consideraciones sobre la oportunidad de intervenir en el actual debate ruso atribuyendo un poco de culpa incluso a la mayoría del Comité Central, aparte del hecho de que esta posición no puede dejar de pesar en beneficio total de la oposición, aparte de estas consideraciones de oportunidad, ¿puede afirmarse que la mayoría del Comité Central tenga también una parte de culpa?

 

 

Togliatti lo excluía. Estaba completamente de acuerdo con las posiciones del grupo Stalin-Bujarin y le parecía justo que la lucha contra el grupo Zinóviev-Kámenev-Trotski llegase a consecuencias extremas. Por eso no compartía la posición expresada en la carta de Gramsci, ni siquiera su llamamiento a evitar las «medidas excesivas» contra el bloque de la oposición.

 

 

Sin duda, hay un rigor en la vida interna del Partido Comunista de la Unión Soviética, pero debe haberlo. Si los partidos occidentales quisiesen intervenir cerca del grupo dirigente para hacer desaparecer este rigor, cometerían un grave error... Es justo que los demás partidos observen con preocupación la agudización de la crisis del Partido Comunista ruso, y es justo que intenten, en la medida de sus posibilidades, hacer que sea menos aguda. Pero es indudable que cuando se está de acuerdo con la línea del Comité Central, el mejor modo de contribuir a superar la crisis es expresar la propia adhesión a esta línea sin limitación alguna.

 

 

 

Después de leer la contestación de Togliatti, Gramsci no cambió de parecer. Lo cuenta el mismo Togliatti en una carta a Giansiro Ferrata:

 

«Gramsci recibió mi carta, a través de un miembro de la representación soviética en Roma. Probablemente hiciera una lectura rápida de la misma en una de las oficinas de dicha representación, donde le había sido entregada, y contestó enseguida con una breve nota en la que no aceptaba mi argumentación».

 

 

Fue el último contacto directo entre Gramsci y Togliatti. No volvieron a verse ni a escribirse nunca más.

 

 

Entre el 23 y el 26 de octubre se celebró en Moscú una reunión plenaria del Comité Central y de la Comisión Central de Control. La exhortación de Gramsci a evitar las «medidas excesivas» no encontró, naturalmente, eco alguno. El grupo Stalin-Bujarin estaba decidido a vencer completamente sin reservas. Los primeros resultados fueron la expulsión de Trotski del Politburó, la destitución de Zinóviev de su cargo de presidente de la Internacional (en el que le sustituyó Bujarin) y la expulsión de Kámenev del Politburó (en julio había tenido que ceder ya a Mikoyán su puesto de comisario para el comercio exterior).

 

 

 

Mientras tanto, el secretariado de la Internacional había decidido, después de la toma de posición de Gramsci, enviar a Italia a uno de sus secretarios, Jules Humbert-Droz, con la misión de exponer el estado de las disputas en el Partido Comunista ruso. Se convocó en Valpolcevera, cerca de Génova, una reunión del Buró Político italiano. La reunión tenía que celebrarse clandestinamente del 1 al 3 de noviembre. Pero el 31 de octubre, en vísperas de la reunión, la situación se precipitó. En Bolonia hubo un atentado contra Mussolini, atribuido a un muchacho de quince años, Anteo Zamboni. Esto constituyó un incentivo para las violencias fascistas: saqueos, expediciones punitivas (incluso contra la casa de Benedetto Croce, en Nápoles), incendio de las imprentas de los periódicos de oposición. Para Gramsci, moverse abiertamente era una aventura llena de peligros. A pesar de todo salió de Roma para Valpolcevera.

 

 

Quería llegar a Génova —refiere Togliatti sobre la base de las noticias que por entonces le comunicaron camaradas próximos a Gramsci— pasando por Milán, donde le esperaban algunos camaradas. Pero en Milán no pudo ni siquiera bajar del tren. Un comisario de policía, reteniéndole en el tren, le dijo: «Señor diputado, por su bien, vuélvase a Roma». Esto es lo que hizo. Tomó el primer tren que salía, salvando así del peligro tanto a los camaradas de Milán como a los de Génova, pero renunciando a participar en la reunión, para la cual se había preparado ampliamente.

 

 

Algunos días después, el 4 de noviembre, Gramsci escribía a Julia: «A causa de un incidente, he tenido que regresar a Roma». La reunión de Valpolcevera, que debía aclarar las cosas, no dio ningún resultado. En un informe de Ruggero Grieco a Togliatti, del 30 de noviembre de 1936, leemos: «Reunión modesta, a caballo entre el 31/10 y el 2/11. Faltaban Amadeo (Bordiga), Antonio (Gramsci), Angelo (Tasca) y otros. Éramos pocos...». No hay ningún elemento, ni siquiera vago, que permita creer que, después de la inútil reunión de Valpolcevera, Humbert-Droz intentara encontrarse separadamente con Gramsci, es decir, con el máximo dirigente del partido y autor e inspirador del documento enviado a Moscú. ¿Cabe pensar que lo que impidió el encuentro fue la rápida precipitación de los acontecimientos en Italia?

 

 

El atentado de Bolonia había sido un buen pretexto para el reforzamiento del poder fascista. El 5 de noviembre, el Consejo de Ministros dio el golpe definitivo contra la escasa democracia que todavía quedaba en Italia. El Gobierno acordó la anulación de todos los pasaportes, la utilización de las armas contra los que intentasen expatriarse clandestinamente, la supresión de los periódicos antifascistas, la disolución de los partidos y de las asociaciones contrarias al régimen. Estaba también a punto un proyecto de ley para la institución de la pena de muerte y para la creación de un tribunal especial: la Cámara tenía que discutirlo y aprobarlo el 9 de noviembre.

 

 

En aquella situación extrema todos creían que Gramsci había de ponerse a salvo. Se había dispuesto su refugio en Suiza. Con el encargo de acompañarlo hasta Milán, fue a Roma la esposa del administrador de L’Unità, Ester Zamboni. Pero Gramsci consideró que no debía seguirla. ¿Por qué motivos? Pueden ser dos.

 

 

Desde hacía tiempo —escribió Camilla Ravera a Togliatti en un informe redactado a mediados de noviembre de 1926— insistíamos en la necesidad de que Antonio se marchase «fuera», como dirigente de una organización nuestra en el exterior encargada de tareas particulares y estrechamente relacionada con nuestro centro. En general, Antonio oponía una cierta resistencia: decía que solo había que tomar dicha medida cuando las circunstancias la justificasen absolutamente a los ojos de los obreros; que los dirigentes tenían que permanecer en Italia, hasta el momento en que fuese realmente imposible; señalaba muchas otras razones, todas dignas de tomarse en consideración.

 

 

Influía mucho en él el deseo de no faltar a la sesión de la Cámara del 9 de noviembre, en la que se iban a discutir las leyes liberticidas aprobadas el día 5 por el Consejo de Ministros. Pero es probable también que no creyese en la eventualidad de la detención, porque el mandato parlamentario le garantizaba la inmunidad. Los últimos acontecimientos le inducían a un optimismo equivocado. El 6 de noviembre por la mañana, un diario fascista, Il Tevere, publicó, llamativamente, una moción de Roberto Farinacci. Esta moción proponía la revocación del mandato parlamentario de los diputados de la oposición; la cual se justificaba por la sistemática ausencia de los diputados del Aventino de las labores parlamentarias, motivo que no podía aplicarse a los comunistas, que ya hacía tiempo que se habían separado del Aventino y habían vuelto a ocupar su puesto en la asamblea parlamentaria; de hecho, en la lista nominal publicada por Il Tevere no estaban los diputados del grupo comunista. Probablemente en esto se basaba la relativa serenidad de Gramsci. La noche del 8 de noviembre reunió a algunos colegas del grupo en una sala del Montecitorio y encargó a Ezio Riboldi que, en la sesión del día siguiente, interviniese contra la propuesta de restablecimiento de la pena de muerte y contra la moción Farinacci de revocación del mandato parlamentario de los diputados del Aventino. Pero aquella misma noche se produjo el golpe teatral. «Hacia las ocho —recuerda Riboldi— Mussolini llamó a Farinacci y a Augusto Turati al palacio Chigi, donde residía, y les comunicó que había que añadir a la lista a los diputados comunistas». Farinacci objetó que la moción fundamentaba la expulsión en el abandono de las labores parlamentarias por parte de los diputados del Aventino y que esto no afectaba a los comunistas, que siempre habían participado en el Parlamento. Mussolini contestó que «la Corona lo quería así». El rey participaba en la preparación del golpe de Estado y lo apoyaba con esta condición. Muy tarde ya, y sin sospechar el cambio de última hora, Gramsci salió del Montecitorio y se dirigió a su casa, más allá de Porta Pia. Pero no durmió allí. Pese a estar protegido por la inmunidad parlamentaria, fue detenido. Eran las 22:30 horas. Tenía treinta y cinco años.

 

 

Poco después de la detención escribió a Julia:

 

Me decías que somos todavía lo bastante jóvenes como para ver crecer juntos a nuestros hijos. Es necesario que tengas esto bien presente ahora, que te acuerdes de ello cada vez que pienses en mí y me asocies con los niños. Estoy seguro de que serás fuerte y valerosa, como has sido siempre. Tendrás que serlo incluso más que en el pasado para que los niños crezcan bien y sean todos dignos de ti.

 

 

También escribió a su madre:

 

 

He pensado mucho en ti estos días. He pensado en el nuevo dolor que iba a causarte, a tu edad y después de los sufrimientos que has pasado. Es necesario que seas fuerte a pesar de todo, como yo lo soy, y que me perdones con toda la ternura de tu inmenso amor y de tu bondad. Saber que eres fuerte y paciente en tu sufrimiento será un motivo de fortaleza para mí... Yo estoy tranquilo y sereno. Moralmente estaba preparado para todo. Intentaré superar también físicamente las dificultades que puedan esperarme y conservar el equilibrio... Queridos todos, en este momento me sangra el corazón al pensar que no siempre he sido con vosotros tan afectuoso y bueno como debería haber sido y como merecíais. No dejéis de quererme a pesar de todo, y acordaos de mí.

 

 

Empezaba el largo calvario de Antonio Gramsci…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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