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LA LUCHA DE CLASES
Domenico Losurdo
(25)
III
Luchas de clase y luchas por el reconocimiento
UNA DEMANDA GENERALIZADA DE RECONOCIMIENTO
Marx y Engels hacen su llamamiento general a la lucha de clases en un momento histórico crucial, cuando más que nunca se alzan voces reclamando un reconocimiento de todos aquellos que de un modo u otro se sienten sometidos a cláusulas de exclusión, que humillan y pisotean su dignidad humana. Un famoso cartel de la campaña abolicionista muestra a un esclavo negro encadenado que exclama: «¿Acaso yo no soy un hombre y un hermano?» (Am I Not a Man and a Brother?). Es un cartel publicado por la revista inglesa Punch en 1844, el mismo año en que Marx escribe los Manuscritos económicos y filosóficos, profundamente inspirados en el pathos del hombre y la dignidad humana. Detrás de todo esto late la experiencia de la revolución de los esclavos negros que había estallado a finales del siglo XVIII en Santo Domingo y que, por boca de su dirigente (Toussaint Louverture), había invocado «la adopción absoluta del principio por el cual ningún hombre, ya sea rojo [es decir, mulato], negro o blanco, pueda ser propiedad de su semejante»; por modesta que fuera su condición, los hombres no podían ser «confundidos con los animales», como ocurría en el sistema esclavista (en Dubois 2004).
Antes que él, Condorcet había denunciado: el colono «americano olvida que los negros son hombres: no mantiene ninguna relación moral con ellos, para él son meros objetos de beneficio». Y dirigiéndose a los esclavos, el filósofo francés se había expresado así:
Amigos míos, aunque no soy del mismo color que vosotros, siempre os he considerado mis hermanos. La naturaleza os ha formado para tener el mismo espíritu, la misma razón, las mismas virtudes que los blancos. Hablo de los blancos de Europa, porque en lo que respecta a los blancos de las colonias, no os hago la injuria de compararlos con vosotros [...]. Si alguien fuera en busca de un hombre en las islas de América, ciertamente no hallaría ninguno entre los de carne blanca (Condorcet).
El filósofo francés responde a la deshumanización del esclavo negro por el amo blanco excluyendo idealmente del género humano al responsable de tal infamia. Como se ve, la polémica gira en torno a la inclusión o no en la categoría de «hombre»: estamos en presencia de una lucha por el reconocimiento. Engels razona de un modo parecido al de Condorcet cuando, en 1845, analiza y denuncia La situación de la clase obrera en Inglaterra. Dirigiéndose a los obreros ingleses que él está «contento y orgulloso» de haber conocido, que «son degradados al nivel de máquinas» por las relaciones sociales vigentes y padecen una «esclavitud peor que la de los negros de América» (MEW), Engels exclama:
«he comprobado que sois hombres, miembros de la gran familia universal de la humanidad» y que expresáis «la causa de la humanidad», pisoteada por los capitalistas que se dedican a un «comercio indirecto de carne humana», una trata de esclavos apenas disimulada (MEW).
La actitud del hombre que se está convirtiendo en el colaborador estrecho e inseparable de Marx constituye una suerte de balance histórico y teórico de la lucha entablada por las clases subalternas. Durante mucho tiempo la ideología dominante las ha tratado con un desprecio en cierto modo racial. Un ilustre sociólogo observó que entre 1660 y 1760 cundió en Inglaterra una actitud hacia el nuevo proletariado industrial bastante más dura que la que generalmente se tenía en la primera mitad del siglo XVII, y que en nuestros días solo tiene parangón con el comportamiento de los colonizadores blancos más abyectos hacia los trabajadores de color (Tawney).
El fenómeno, en realidad, sobrepasa los límites espaciales y temporales aquí señalados. Baste pensar en Edmund Burke y Emmanuel-Joseph Sieyes, que definen al trabajador asalariado como instrumentum vocale o como «máquina bípeda» (Losurdo 2005). Por supuesto, esta deshumanización tan burda y explícita entra en crisis con la revolución francesa y la irrupción en la escena de la historia de los presuntos instrumentos de trabajo, pero tampoco desaparece, de modo que en cada etapa de la lucha de clases resurge la demanda de reconocimiento. En junio de 1790 Marat hace que un representante de los «desdichados» a quienes se niega la ciudadanía política polemice contra la «aristocracia de los ricos» en estos términos: «Vosotros siempre nos habéis visto como la canalla» (en Guillemin). Excluir de los derechos políticos a los que no tienen nada —declara Robespierre en abril del año siguiente— es como volver a arrojarles a la «clase de los ilotas» (Robespierre). En el París inmediatamente posterior a la revolución de julio los periódicos populares, indignados por la persistencia de la discriminación censitaria y la prohibición de formar coaliciones y organizaciones sindicales, recriminan a los «nobles burgueses» su empeño en ver a los obreros como «máquinas» en vez de «hombres», máquinas que solo sirven para producir las «necesidades» de sus dueños. Después de la revolución de febrero de 1848, para los proletarios la conquista de sus derechos políticos es la demostración de que, gracias a la lucha, ellos también empiezan a ser elevados al «rango de hombres» (Losurdo 1993).
También resuenan motivos y acentos parecidos en la agitación y el movimiento de lucha cuyas protagonistas son las mujeres. En uno de los primeros textos del feminismo, Wollstonecraft (2008) recrimina a la sociedad de su tiempo que considere y trate a las mujeres como «esclavas» a quienes no les está permitido «respirar el aire regenerador y penetrante de la libertad» o, peor aún, como «graciosos animales domésticos»; es más, la cultura dominante llega a discutir acerca de un «ánimo femenino» como se discute acerca del «alma de los animales». Pues bien, «ha llegado la hora de recuperar la dignidad perdida», de considerar a las mujeres «criaturas racionales» y «parte de la especie humana». (Wollstonecraft 2008, pp. 67 y 110). También en el año 1792 se expresa en el mismo sentido feminista el francés Pierre Manuel: «Hubo un tiempo en que la sociedad humana y machista se preguntó si las mujeres tenían alma», alma humana (en Soprani). Y otra vez, de estas palabras indignadas, se desprende una demanda de reconocimiento. Casi un siglo después es la propia hija de Marx, Eleanor, que milita al mismo tiempo en el movimiento obrero y en el feminista, quien denuncia que en la sociedad burguesa se les niegan a las mujeres, lo mismo que a los obreros, «los derechos que les competen como seres humanos» (Marx-Aveling, Aveling 1983).
La lucha por el reconocimiento distaba mucho de haber concluido. El llamamiento general de Marx y Engels tiene un enorme eco por una razón bien sencilla: los dos pensadores revolucionarios han sabido captar y elaborar en el plano teórico y político una demanda de reconocimiento muy extendida. El punto de partida se puede situar en la hegeliana Fenomenología del espíritu y en la dialéctica del siervo y el amo que se plantea en ella. Más allá de las referencias explícitas a este texto, que tuvo que dejar una huella profunda en la formación intelectual sobre todo de Marx, su influencia se nota ya en el lenguaje. Los Manuscritos económicos y filosóficos subrayan que, «con un aparente reconocimiento del hombre» (Anerkennung des Menschen), la economía política, la sociedad burguesa, «es más bien la consecuente realización de la negación del hombre» (MEW). Con la caída del antiguo régimen no se produjo el Anerkennung, el «reconocimiento» que reclama esa especie de esclavo moderno que es el obrero asalariado. Y esto vale también para los demás protagonistas de las luchas de clases y para el reconocimiento. Podemos comprender entonces los términos en que el Manifiesto se refiere a los burgueses, que se erigen en adalides de la «persona» y su dignidad: «Por persona no entendéis sino al burgués, al propietario burgués» (MEW)…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]
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