lunes, 17 de junio de 2024

 

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LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(10)

 

 

 

I

 

Las distintas formas de la lucha de clases

 

 

 

10. LUCHA DE CLASES Y LUCHA IDEOLÓGICA

 

La lucha de clases no solo concierne a las relaciones sociales, también se sitúa en el plano ideológico. Ni siquiera la religión se salva, por mucho que pretenda ser un espacio sagrado que trasciende el conflicto; en realidad funciona a menudo como «opio del pueblo», facilitándole las cosas a la clase dominante (MEW). De todos modos es conveniente detenerse en este aspecto, porque el planteamiento marxiano sobre la religión se ha confundido a menudo con el de la Ilustración, lo que dificulta la comprensión de la crítica marxiana de las ideologías. Para Marx la religión es una ideología más, no la ideología como tal; es preciso averiguar la función que desempeña esta o aquella religión en el ámbito de la lucha de clases con sus distintas configuraciones. Echemos un vistazo a la historia.

 

 

A finales del siglo XVIII Polonia todavía es formalmente un estado soberano. Federico II de Prusia aprovecha los sentimientos anticatólicos de la Ilustración para justificar la anexión de territorios polacos, presentándola como una contribución a la difusión de las Luces y a la causa de la tolerancia religiosa. D’Alembert, en una carta al soberano ilustrado, elogia sus «versos deliciosos» que, con un feliz maridaje de «razón» e «imaginación», se burlan de los polacos y de la «Santa Virgen María» en la que depositaban sus esperanzas de «liberación» (Fréderic II 1791). Un fenómeno parecido se produce en Irlanda, colonia de la Inglaterra protestante y anglicana. Al igual que en Polonia, aquí el movimiento de lucha contra la opresión nacional se nutre de motivos religiosos y esgrime consignas religiosas (católicas). En este segundo caso es John Locke quien empuña el pathos de la Ilustración para denostar a los rebeldes, expresión del

 

 

«mundo ignorante y fanático» del papismo y engañados «por los hábiles manejos de su clero»; quienes les alientan son los «curas» que, «para asegurarse el dominio, han dispensado a la razón de ejercer función alguna en el ámbito de la religión»

(Locke).

 

 

No puede haber tolerancia con los papistas: además de adherirse a un poder extranjero y hostil, se nutren de «opiniones peligrosas que son absolutamente destructivas para todos los gobiernos, excepto el del papa»; «el magistrado debe reprimir a todo aquel que difunda o haga pública alguna de ellas» (Locke). En ambos casos la supuesta lucha contra el oscurantismo clerical es al mismo tiempo represión de las aspiraciones nacionales del pueblo polaco y del irlandés. Proudhon se puede considerar un heredero de esta Ilustración, pues su postura de librepensador es inseparable del escarnecimiento de los movimientos independentistas, para quienes la defensa de la identidad (y la liberación) nacional también pasa por la defensa de la identidad religiosa.

 

 

Bien distinta es la actitud de Marx y Engels: en ellos, desde el principio, el compromiso con la lucha por la emancipación de las clases subalternas, a menudo paralizadas o idiotizadas por el «opio» religioso, se entrelaza con el apoyo a movimientos independentistas que empiezan a tomar conciencia de la cuestión nacional justamente a través de la religión. Para los irlandeses —señala el joven Engels— los «intrusos protestantes» son lo mismo que los «terratenientes» y forman parte de la maquinaria que oprime al pueblo, invadido y sometido a la «más brutal explotación» (MEW). Si hurgamos bajo la superficie del enfrentamiento religioso entre católicos y protestantes (anglicanos), aparece en enfrentamientos entre braceros irlandeses, a menudo expropiados de sus tierras, y colonos ingleses expropiadores; aparece la realidad de la lucha de clases en su plasmación concreta. La religión puede ser un sentimiento muy intenso que despliega su gran eficacia en la evolución histórica y política, pero no es la causa primaria del conflicto.

 

 

En lo que respecta a Polonia, justo después de la rebelión (rápidamente reprimida) de enero de 1863, al repasar la historia del país desmembrado y oprimido, Marx señala que la Rusia zarista no ha dudado en tomar como pretexto «la privación de derechos políticos a los disidentes (no católicos)» para legitimar su política de intervención y expansionismo en perjuicio de Polonia. Es un tema desarrollado posteriormente por Engels. En la época del primer reparto del país —observa— se había formado una «‘‘opinión pública” ilustrada en Europa (...) bajo la poderosa influencia de Diderot, Voltaire, Rousseau y los demás escritores franceses del siglo XVIII». Pues bien, en su avance expansionista la Rusia zarista supo aprovecharse de esta situación; aunque estaba desatando una feroz persecución contra los judíos, «pronto cayó sobre Polonia en nombre de la tolerancia religiosa» y de los derechos de los ortodoxos, oprimidos por un país y un gobierno católico y oscurantista. Para ello Rusia pudo contar con el respaldo o la benevolencia de los philosophes.

 

 

La corte de Catalina II se convirtió en el cuartel general de los hombres ilustrados de esos días, sobre todo de los franceses. La emperatriz y su corte profesaron los más altos principios de la Ilustración, y ella logró engañar tan bien a la opinión pública que Voltaire y muchos otros se deshicieron en alabanzas a la «Semíramis del Norte» y ensalzaron a Rusia como el país más adelantado del mundo, la patria de los principios liberales y la campeona de la tolerancia religiosa (MEW).

 

 

Estamos en 1866. Al año siguiente hemos visto a Marx contarle a Engels que su hija Jenny rinde homenaje a los patriotas irlandeses recién ahorcados, relacionándolos con los patriotas polacos que también luchan por su independencia. Esta actitud no está dictada únicamente por la emoción del momento. En 1869 Marx vuelve a ocuparse del asunto. Manda primero a Engels y luego a Ludwig Kugelmann una foto de su hija Jenny y en la carta que la acompaña explica: la cruz que lleva colgada es «la cruz de la insurrección polaca de 1864» (MEW). En casa del gran filósofo, revolucionario y fustigador del «opio del pueblo», no se duda en expresar solidaridad con la lucha de liberación de un pueblo oprimido exhibiendo también sus símbolos religiosos.

 

 

La atención prestada al significado concreto que asume la religión en una situación histórica concreta y en el ámbito de un conflicto determinado es una constante del pensamiento de los dos grandes revolucionarios. Con motivo de la Guerra de Secesión, Marx destaca calurosamente el papel de vanguardia que desempeñan los abolicionistas cristianos, como William L. Garrison y Wendell Phillips. Este último, en particular, «desde hace treinta años, jugándose la vida, hace de la emancipación de los esclavos su grito de batalla, impasible ante la ironía de la prensa, los rabiosos alborotos de los reventadores a sueldo, los argumentos conciliadores de los amigos solícitos». Sí, no duda en criticar al propio presidente Abraham Lincoln, a quien reprocha que confíe más en las negociaciones por las alturas con los dirigentes de los estados fronterizos entre el Norte y el Sur, indecisos sobre la posición a adoptar, que en la movilización por debajo de los negros decididos a romper las cadenas de la esclavitud. «Lincoln hace una guerra política»: tal es la denuncia de Phillips quien, por el contrario, aspira a transformar la exhibición de fuerza militar entre las dos secciones de la Unión en una suerte de revolución abolicionista, en la revolución abolicionista que también propugna Marx (MEW).

 

 

El gran antagonista del abolicionismo cristiano es John C. Calhoun, quien clama contra los «fanáticos rabiosos que consideran la esclavitud un pecado y, por este motivo, creen que es su supremo deber destruirla, aunque ello supusiera destruir la Constitución de la Unión». Para ellos la abolición es una «obligación de conciencia», solo así piensan que podrán liberarse de la sensación angustiosa de ser cómplices de ese «pecado» imperdonable que sería la esclavitud, contra la que lanzan una «cruzada» en toda regla, «una cruzada generalizada» (Losurdo). A pesar de su odio o quizá, precisamente, gracias a él, Calhoun está en lo cierto: no le faltan tintes fundamentalistas al abolicionismo cristiano, frente al cual el gran teórico del Sur esclavista adopta una actitud laica, a su manera «ilustrada». Pese a todo Marx se pronuncia a favor de Garrison y Phillips, es más, los elogia como adalides de la causa de la libertad. En la gigantesca lucha de clases que se desarrolla en vísperas y en el transcurso de la Guerra de Secesión, el abolicionismo cristiano, a menudo con resonancias fundamentalistas, es el que encarna la resistencia contra la «cruzada generalizada de la propiedad contra el trabajo», el que encarna la causa revolucionaria de la emancipación del trabajo.

 

 

No solo como militantes llamados a tomar posiciones sobre los conflictos de sus contemporáneos, también como historiadores que analizan conflictos que ya han quedado atrás, incluso en épocas remotas, Marx y Engels se cuidan mucho de condenar sin distinciones los movimientos inspirados de alguna manera por la religión. En su momento, la sublevación de España contra el ejército napoleónico había reprobado, junto con la ocupación militar, la tradición cultural del país invasor; por lo tanto había censurado la Ilustración y la revolución francesa, y frente a estas ideas más o menos «satánicas» se había encomendado a la religión de los antepasados y a la Santa Fe. Pero esto no fue óbice para que Marx emitiera en 1854 un juicio equilibrado, el de que en la época napoleónica «todas las guerras de independencia sostenidas contra Francia tienen en común el sello de una regeneración unido al de la reacción» (MEW). La «regeneración» se encarna en la lucha de masas por la independencia nacional, mientras que la «reacción» es la ideología oscurantista que inspira esta lucha.

 

 

Justo después del fracaso de la revolución de 1848, sin dejarse llevar por el desánimo y el escapismo, Engels se dedica a repasar la «tradición revolucionaria» alemana (MEW) y escribe un libro sobre la Guerra de los Campesinos, la gran rebelión antifeudal que había estallado más de tres siglos antes, en la estela de la Reforma protestante y agitando consignas tomadas del Antiguo y el Nuevo Testamento.

 

 

Más tarde, en 1895, es decir, ya al final de su vida, Engels no duda en comparar la irresistible ascensión del socialismo con el triunfo que en su día cosechó el cristianismo pese a la gran persecución de Diocleciano y gracias a la conversión de Constantino (MEW). Es una posición significativa, pues coincide con el periodo en que Nietzsche equipara y condena al cristianismo y al socialismo en nombre, primero, de la Ilustración propiamente dicha, y luego, en la última etapa de su evolución, en nombre de la «nueva Ilustración» (Losurdo).

 

 

Vale la pena recordar, por último, que ya en sus comienzos Marx polemiza con Gustav Hugo quien, dándoselas de «escéptico completo» aún más consecuente que los «otros ilustrados», ridiculiza el ideal de la emancipación de los esclavos (MEW), no pocas veces profesado, como hemos visto, por los abolicionistas cristianos.

 

 

En conclusión: para Marx y Engels la religión se configura como «opio del pueblo» en la medida en que pretende trascender el conflicto; entonces obstaculiza la toma de conciencia revolucionaria y acaba manteniendo las cadenas de la opresión. Pero puede ocurrir que la religión sea el terreno abonado para una básica toma de conciencia del conflicto, de la lucha de clases en sus distintos aspectos. Es lo que ocurre, en particular, con la cuestión nacional. En este caso la representación religiosa, que explica el conflicto partiendo de la contraposición entre católicos irlandeses y protestantes ingleses, o entre católicos polacos y ortodoxos rusos, es mucho menos idealista y mucho menos mistificadora que la visión según la cual en Irlanda y Polonia se enfrentan las ideas ilustradas por un lado y el oscurantismo por otro.

 

 

Esta «ilustración» tan ponderada por Federico II (y en parte por D’Alembert), así como por Hugo, Calhoun y Nietzsche, que transfigura la dominación vistiéndola con los ropajes de la razón ilustrada, bien podría llamarse ilustración de corte; entonces no conviene perder nunca de vista que en Marx y Engels la crítica de la religión no puede separarse de la crítica de la ilustración de corte…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

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