viernes, 20 de mayo de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

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IV. CONSTITUCIÓN Y EUTANASIA DEL ESTADO-NACIÓN


Los españoles y latinoamericanos adquirieron la conciencia moderna de Nación, es decir, de soberanía popular y democrática, de ciudadanos, como reacción a la intervención francesa de 1808 y en las guerras populares o de independencia que siguieron. Cuantas intervenciones de las Potencias en los asuntos internos han tenido lugar desde entonces se han traducido, en la medida que tuvieron éxito, en amputación de soberanía popular y crisis de la conciencia colectiva y moderna de Nación –equivalente a la de ciudadanos libres, con referentes comunes en su respectivo pasado, presente y en su voluntad colectiva de futuro. La intervención germano-italiana en España en 1936-1939, la prolongada dictadura que generó, aplastaron la sobe­ranía popular democrática y, por consiguiente, los basamentos de la conciencia de “Nación”. Sobre el subconsciente colectivo de los ciudadanos que resistieron a la intervención germano-italiana, o se negaron a renunciar a su soberanía y libertades colectivas, la propaganda de la dictadura marcó a sangre y fuego un concepto de “Estado” que significaba negación de libertades ciudadanas y nacionales. La “Nación” quedó así sumergida, para algunos muerta, en un “Estado” dictatorial que disociaba el “Estado” (estructura de dominación) respecto de la “Nación” (conciencia de ciudadanos libres y soberanos). Después de 1975, la transición desde la dictadura a la democracia fue una “reforma del Estado” que, en la práctica, no se propuso “nacionalizar” el Estado y enraizarlo en la Nación mediante la devolución a los ciu­dadanos de su plena soberanía interior y de su soberanía exterior –liberándoles del intervencionismo que sostuvo a la dictadura. La transición no reconstruyó los pilares del alma y conciencia del “Estado-Nación”. ¿Por qué? Porque ello hubiera representado recuperar el significado democrático-republicano que la Nación perdió en 1939 al sobreponerse sobre ella y sus ciudadanos la Potencia intervencionista, una dictadura y su régimen sociopolítico. Agotado el Dictador, se procedió a reformar las estructuras del “Estado de Dictadura”, no a romper con la obra de ésta –lo que hubiera requerido la plena recuperación de la soberanía por la Nación y los ciudadanos.

 

A los españoles se les redactó en 1977-1978 el texto constitucional mejor preparado para la integración-disolución del Estado en el sistema de la Europa de la guerra fría. En la Constitución de 1978 las cesiones de soberanía posibles son prácticamente ilimitadas, superiores a las impuestas a Alemania e Italia después de su derrota en 1945. Y expeditas: basta una simple Ley orgánica para transferir a organizaciones o instituciones internacionales competencias inherentes al Estado, sin ninguna limitación (art. 93). Hay que situarse en la perspectiva del sistema construido en Alemania e Italia bajo el dominio de sus vencedores para encontrar algo equivalente, y aun así sin llegar tan lejos (arts. 24 y 11 de las Constituciones de la RFA e Italia, respectivamente). Pero ninguno de los Estados que en 1945 resistieron y ganaron la guerra con Alemania, o fueron neutrales, conoce semejante limitación de soberanía en su Ley Fundamental, tan categóricamente explicitada. Así, la del Reino de Dinamarca (art. 20) prohíbe la delegación de facultades constitucionales si el proyecto de Ley no es aprobado por una mayoría de las cinco sextas partes del Parlamento, que además debe ser sometido a referéndum.

 

Ninguna Constitución europea incluye el equivalente del art. 96.1 de la española, según el cual las disposiciones de los tratados internacionales «sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas del Derecho internacional». La francesa exige una cláusula de reciprocidad (art. 55). En Estados Unidos, cualquier tratado puede ser anulado por una decisión legislativa posterior, y ningún tratado puede autorizar lo que la Constitución prohíbe (Geofrey vs. Riggs, 113 U.S. 267-1889), mientras que el texto español no lo prohíbe salvo resolución expresa del Tribunal Constitucional –que no puede pronunciarse en este campo sino a requerimiento de las solas Cámaras o del Gobierno (art. 95). En otras palabras, un Gabinete con mayoría coyuntural en las Cortes tiene manos libres para cualquier pacto con Poderes extranjeros, sin que en principio pueda dejarlo sin efecto una mayoría parlamentaria posterior que lo juzgara desfavorable a los intereses del país. La Convención de Viena de 1969 sobre los Tratados ¿no reconoce, acaso, como principio su carácter perpetuo en ausencia de situaciones determinadas que son la excepción?

 

La Constitución de 1978 institucionalizó una vía de desmantelamiento progresivo del Estado en el sistema internacional construido durante la guerra fría. Un proceso político semejante es lógico que sea reflejo de la sociedad en que se da. Cuando los sectores sociales internos dominantes se hallan mediatizados desde Potencias externas, en la medida en que se identifique con aquéllos también lo estará el aparato armado del Estado intervenido. Desplazados los intereses y lealtades estratégicos hacia centros de decisión ajenos, es la estructura de la Nación la que se agrieta y amenaza derrumbe, el andamiaje del sistema de gestión interna es articulado como una prolongación local de los centros de decisión supraestatales. Desde esta perspectiva, tan lógico es que el Estado español el 28 de junio de 1976 haya renunciado al privilegio que desde 1478 ostentaba de participar en la designación de Obispos católicos, como que en 1976 haya abrogado las normas legales que le permitían actuar sobre la actividad económica interior, o que la Constitución de 1978 haya posibilitado a una mayoría coyuntural en el Congreso ceder competencias propias de la soberanía nacional sin hacer obligatorio su refrendo por los ciudadanos (art. 93). Con igual facilidad son enajenables las competencias exclusivas del Estado que las de las Comunidades Autónomas (arts. 148 y 149), entre ellas las relativas a igualdad en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales, nacionalidad, relaciones internacionales, defensa y FF AA, administración de justicia, legislación, comercio exterior, sistema monetario, bases del crédito, banca y seguros, planificación general de la actividad económica, hacienda y deuda del Estado, régimen jurídico de la Admón. pública, puertos, aeropuertos, control del espacio aéreo, ferrocarriles y transportes, recursos hidráulicos, régimen minero y energético, seguridad pública, organización del autogobierno de las Comunidades Autónomas, y un largo etcétera.

 

 

La sucesión del régimen franquista se llevó a cabo de modo que se dificultara, e imposibilitara, un proyecto nacional o una política exterior no alineada o neutral. Puede haber uno u otro proyecto nacional, y de hecho lo hay, en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Suiza, Noruega, etc. No lo habrá entre los españoles en tanto las cúpulas políticas se encuentren mediatizadas o satelizadas por intereses de otros Estados. Contemplado desde este ángulo, y en su lógica dinámica, España habría dejado de tener fundamento socioeconómico y político como Nación y Estado independiente-soberano; sería cuestión de tiempo su desintegración hacia afuera –cesión de competencias estatales a centros de decisión externos (como se viene haciendo en lo económico, militar y político desde 1981 por la vía del art. 93 de la Constitución de 1978)–, y también su desintegración hacia adentro –cesión ilimitada de competencias del Estado a las entidades territoriales locales (art. 150.2). Dado que aisladas unas de otras las nacionalidades ofrecen menos resistencia a los intereses intervencionistas, está en la lógica de los hechos que las Potencias promuevan subordinar las nacionalidades a sus propios centros de decisión económica y estratégica, directamente, reduciendo lo que reste de “Estado español” a simple mediación administrativa. En su racional desarrollo, los intereses más integrados en las estructuras supranacionales podrían así estimular, sin chocar con norma legal alguna, la progresiva eutanasia de la conciencia de Estado y Nación de los españoles, su disolución en las estructuras supraestatales creadas a lo largo de la guerra fría. Lo que sería compatible con el eventual mantenimiento de un ente administrativo que pudiera continuar siendo denominado “Estado”, pero con funciones apenas de orden interno, de recaudación de tributos y administración local, no de soberanía, en cuya demarcación se aplicaran normas económicas, políticas y militares decididas en centros respecto de los cuales el Parlamento español desempeñe un papel secundario –como hoy el de La Rioja u otra Comunidad Autónoma respecto de las Cortes españolas. Más aún, dado que de modo derivado y complementario también las competencias cedidas por el Estado a las Comunidades Autónomas pueden, a su vez, ser cedidas a centros supraestatales, hasta se podría prescindir del residual “Estado” de los españoles.

 

Más elocuente si cabe es la discriminación que la Constitución de 1978 hace de las relaciones internacionales en el terreno económico, dejando indefenso al Estado frente a la ilimitada penetración del capital transnacional. Mientras que para obligar al Estado los convenios internacionales de contenido político y militar deben ser aprobados por las Cortes (art. 94.1), se prescinde de este trámite en los de contenido económico. En lenguaje llano, un Gobierno puede ceder, o enajenar, o dejar en concesión a entidades extranjeras sectores neurálgicos del patrimonio económico común, sin que el Parlamento tenga que autorizarlo, pero dejando comprometidos a los gobiernos sucesivos por lo dicho del art. 93. Puestos a facilitar la enajenación de soberanía, se empieza por la dimensión que más importa al capital transnacional. Es éste un boquete que singulariza a la española con respecto a las Constituciones de la inmensa mayoría de los países capitalistas, la Constitución francesa (art. 53), de Estados Unidos (art. 1[8]), suiza (arts. 8 y 85), canadiense, japonesa (art. 73), las de los Reinos de Noruega (art. 61), Dinamarca (art. 19), Bélgica (art. 68), la de Grecia (art. 28), etc., exigen que los tratados económicos o comerciales sean aprobados por el Parlamento.

 

La Carta española se singulariza, asimismo, por la constitucionalización del sistema económico en su específica variante capitalista. No sólo eleva a rango constitucional el mito de la “libertad de empresa y la economía de mercado” (art. 38), sino que entre todas las Constituciones de Europa es el texto más explícitamente obstruccionista a eventuales veleidades socializantes o simplemente nacionalizadoras. El “juego democrático” podría aparecer ilegitimado si una mayoría electoral respaldara un proyecto socioeconómico antagónico al capitalista, ya fuera en el gobierno central ya en el ámbito de los territorios autónomos. Una eventual mayoría socializadora elegida al frente de un Gobierno autónomo, estaría legalmente paralizada en lo referente a eventuales cambios en las relaciones de producción e intercambio. Por no poder, ni siquiera puede expropiar, y en este punto la de España es más restrictiva que la Constitución de la RFA –que sí concede explícitamente tal facultad a los Gobiernos de los Länder (art. 74-14). En cambio, el texto español es ambiguo en cuanto al endeudamiento exterior de las entidades territoriales autónomas, y es fácil imaginar a dónde puede llevar este camino en el progresivo desmantelamiento del Estado; no en balde las Constituciones federales de Suiza (arts. 9 y 10) y de la RFA (arts. 73 y 112) lo excluyen formalmente, y también la de Italia (art. 117), pero no la española.

 

Con todo, la clave de bóveda de esta adaptación política reside en la estructura del Estado. En su cúspide se sitúa el Rey, mientras que a las FF AA continúa encomendándoseles la defensa del ordenamiento constitucional (art. 8) –nexo de continuidad con el ordenamiento jurídico del Estado de la Dictadura, de cuya esencia militar permanece, cual eslabón, este artículo 8 de la Constitución de 1978 (reproduce, sin mayores cambios, el artículo 38 de la Ley Orgánica del Estado de Franco). Al reconocer preventivamente esta función a las Fuerzas Armadas, la Constitución monárquica abre el cauce formal a eventuales intervenciones militares ante situaciones críticas en los órganos del Estado, lo que distancia la española de las Constituciones democráticas europeas y americanas y la aproxima, en este preciso punto, a las dictadas en regímenes de dictadura –desde Corea al Brasil posterior a 1964, o en el Chile militarizado y su Constitución de 1980, aún hoy vigente…”

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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