miércoles, 18 de mayo de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

 

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III. LA COMISIÓN TRILATERAL

 

Samuel P. Huntington era también asesor de la Comisión Trilateral. El 4 de noviembre de 1976 Jimmy Carter (Partido Demócrata) fue elegido presidente de EEUU derrotando al sucesor de Richard Nixon, Gerald Ford (Partido Republicano). Con Carter llegaba al poder un equipo formado en torno de la Comisión Trilateral, creada en octubre de 1973 e impulsada desde el grupo económico Rockefeller. Para quienes aquel nombre no diga gran cosa recogeremos su descripción por Sean McBride, premio Nobel de la Paz y ex ministro de Asuntos Exteriores de Irlanda:

 

El Presidente de EEUU no es el amo, es el criado. A veces se piensa que el amo es el Pentágono. No, es el criado. Pero entonces, ¿quién es el amo? El amo es un consorcio de empresas transnacionales y de bancos. Primero tuvo éxito dirigiendo el mundo de manera informal, pero luego, curiosamente, ha creado una organización formal. David Rockefeller, a la sazón presidente del Chase Manhattan Bank y, como todos los Rockefeller, profundamente introducido en los negocios petrolíferos, fundó la Trilateral Commission en 1973. Se llama Trilateral porque corresponde a tres partes del mundo: Estados Unidos y Canadá en América del Norte, las naciones de Europa occidental y el Japón. Tiene oficinas (principales) en Nueva York, París y Tokio. Representa la mayor concentración de riqueza y de poder económico que se haya reunido jamás en la historia del mundo. Representa el sistema que más se aproxima hoy a un gobierno mundial.

 

La nueva Administración Carter adoptó en política exterior la denominada doctrina de democracia controlada. Para uno de sus principales teóricos, Zbigniew Brzezinski (próximo a David Rockefeller),

 

nacido en Polonia y casado con la hija del Presidente del Gobierno de coalición de Checoslovaquia derrocado en 1948, que sucedió al frente del Consejo de Seguridad Nacional a Henry Kissinger (nacido en Alemania, próximo a Nelson Rockefeller), más democrático es en realidad un sistema, más probable es que sea perjudicado por amenazas intrínsecas. Los desafíos intrínsecos son, en este sentido, más preocupantes que los extrínsecos: a) ruptura de los mecanismos tradicionales de control social, b) deslegitimación de la autoridad política y de otras formas de autoridad, c) exceso de demandas sobre el gobierno, superando su capacidad de respuesta.

 

Menos de un año después de que el general Franco hubiera fallecido, la derrota en Washington de la candidatura del Partido Republicano repercutió de inmediato en España, donde los sucesores del Caudillo se esforzaban en preservar los mecanismos de control social y de legitimación de su autoridad frente a una vasta movilización ciudadana que exigía recuperar las libertades. El gobierno, presidido a la sazón por un ex ministro de Franco, Adolfo Suárez, días después de la elección de Carter dio un brusco giro en su política interior y abrió negociaciones formales con personalidades previamente cooptadas para asumir la función de oposición tolerada.

 

Para Samuel Huntington, exponente de una concepción elitista temerosa de las consecuencias de la extensión de la democracia a todos los ciudadanos (las masas),

 

la democracia es sólo una de las maneras de constituir la autoridad, y no es necesariamente aplicable universalmente. El funcionamiento efectivo de un sistema democrático requiere cierto nivel de apatía y de no participación por parte de algunos individuos y grupos […]. Hay también potencialmente límites deseables a la extensión indefinida de la democracia política. La democracia tendrá una vida más larga si tiene una existencia más equilibrada.

 

Es la escuela de pensamiento conocida en la década de los años sesenta como de la modernización –construida por sociólogos al servicio de las políticas de la guerra fría, y cuyas investigaciones eran financiadas en parte sustantiva desde los presupuestos del Pentágono. Para aquellos,

 

una «participación» política incrementada puede someter los regímenes a presiones políticas internas que les conduzcan a adoptar políticas contrarias a los intereses a largo plazo de EEUU. Prácticas más democráticas pueden facilitar la llegada al poder de grupos que sientan como opuesta a sus propios y preferentes intereses la política exterior de EEUU, o su actividad económica en el extranjero.

 

 

En mayo de 1975, un mes después de la Revolución democrática en Portugal y medio año antes del fallecimiento del general Franco, la Comisión Trilateral había celebrado una publicitada reunión en la que influyentes miembros –entre ellos, Jimmy Carter, Brzezinski y el presidente de la Confederación de Sindicatos de la RFA–, consideraron que un eventual acceso al gobierno de Francia e Italia, por vía electoral-parlamentaria, de una coalición de izquierda que incluyera al Partido Comunista, vaciaría de sustancia a la Alianza Atlántica. Y tras considerar el informe presentado por Samuel Huntington concluyeron que tal riesgo debía contrarrestarse mediante una mayor integración de los Estados europeos dentro de la Coalición bélica, pues «la convergencia de las circunstancias favorables a la democracia toca a su fin». Recogieron también una opinión atribuida públicamente a Willy Brandt, según la cual Europa occidental no tenía por delante más de veinte años de democracia, después tendría que optar entre «el Politburó o la Junta Militar». En otras palabras, reiteraron la recurrente, maniquea y falsa dicotomía impuesta desde los años treinta por los fascismos y contrarrevolucionarios para autolegitimarse.

 

Las conclusiones de la Comisión Trilateral de 1975 fueron aplicadas sobre España en cuanto el equipo de Carter asumió la Presidencia de EEUU (enero de 1977). Su recuerdo evoca toda una época:

 

a) descentralizar la administración pública; b) convertir a los Parlamentos en órganos más técnicos y menos políticos, reduciendo el peso de las ideologías revolucionarias sobre la sociedad; c) personalizar el poder para estimular la identificación de los ciudadanos y reducir sus exigencias de participación; d) hacer de los partidos órganos de gestión más que de discurso político; suprimir las leyes que prohíben su financiación por las grandes empresas, y sumar la financiación desde fondos públicos; e) disminuir la influencia de los periodistas en los medios de comunicación, normas administrativas deben proteger a la sociedad y a los gobiernos contra el excesivo poder de los mass-media; f) reducir los recursos financieros puestos a disposición de las Universidades, que generan excedente de licenciados; programar la reducción de las pretensiones profesionales de quienes reciben una educación superior; g) en las empresas, combatir la presión a favor de la autogestión o de la participación de los trabajadores en su dirección; en compensación, prestar más atención a las condiciones de organización del trabajo y dignificar el trabajo manual; h) no confiar al azar el funcionamiento democrático, sino constatar y coordinar las experiencias políticas en los países integrantes de la Comisión Trilateral, tal como se viene haciendo en el terreno militar y económico; i) establecer una especie de Pacto Atlántico en el terreno ideológico, que contenga la excesiva voluntad de cambio en los países con exceso de democracia y preste ayuda a los países con déficit democrático.

 

Éstos fueron presupuestos de la Constitución de 1978 y de la reforma política que ella inauguraba. En la España de 1977 la aplicación de los postulados de la Trilateral significó sustituir la movilización en torno de reivindicaciones de soberanía y libertades democráticas por la apatía e indiferencia, inherentes a una democracia controlada, que legitimara la sucesión del franquismo sin alterar las estructuras socioeconómicas que lo sustentaban –excepto en lo que facilitara la circulación del capital internacional.

 

En sus acciones hacia España coincidieron la estrategia de Willy Brandt, canciller alemán desde 1969, y la preconizada por Brzezinski desde la Casa Blanca. Para el germano debía buscarse la desintegración progresiva de la Europa de economía no capitalista, y a ello debía contribuir una Comunidad Económica Europea más amplia, más integrada y con capacidad financiera para endeudar a la Europa oriental. El polaco-norteamericano venía sosteniendo desde 1966 que la recuperación del Este de Europa por los mercados capitalistas compensaría a largo plazo la desintegración de la Alianza Atlántica. Y en 1970 Brzezinski recomendaba que

 

lo correcto para Washington […] no es advertir a los alemanes del Oeste para que no vayan demasiado deprisa [hacia el Este], y por ende hacer más fácil a los democristianos oponerse a Brandt […] sino tomar parte activa en dar forma a las iniciativas en el frente Este-Oeste.

 

La planificación norteamericana del posfranquismo ha sido rígida en los fines y flexible en los medios. Los objetivos estratégicos siguieron las pautas trazadas desde la Administración Truman. En el sistema militar de EEUU, la Península Ibérica seguía siendo considerada un accidente geográfico en la entrada del Mediterráneo, cuya función respecto del territorio de Rusia en los planes bélicos era tri­ple: a) vía de ataque a través del Mediterráneo, b) de apoyo logístico, c) zona de repliegue y/o desembarco en Europa continental de tropas de EEUU. Los medios, en cambio, podían ser cambiantes. La inhumana, sangrienta represión aplicada por Kissinger entre 1968 y 1974 a las organizaciones y países rebeldes a su política, sus formas dictatoriales, fueron sustituidas durante la Administración Carter por po­lí­ticas de impulso a formas de gobierno menos entusiastas de aplicar la tortura y la cárcel de modo masivo. De este cambio dentro de EEUU se beneficiaron algunos de los países hasta entonces sometidos a dictaduras sostenidas por la Coalición de la Guerra Fría –Grecia, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Corea del Sur, Irán, también España.

 

La sucesión del régimen franquista fue iniciada mientras Kissinger estaba en el poder, y a las directrices de este último se ajustó el gobierno Carlos Arias Navarro-Manuel Fraga Iribarne (noviembre 1975-julio 1976): cambio político muy limitado en cuanto al fondo y las formas, restricciones al restablecimiento de los principios democráticos, a la legalización de sindicatos obreros o al reconocimiento de las nacionalidades. Inaugurada la Administración Carter-Brzezinski en enero de 1977, el posfranquismo readaptó de inmediato a ella su rumbo, legalizó a lo largo del mismo año a los grupos políticos cuyos cooptados líderes aceptaran el programado cambio, convocó elecciones a Cortes, inició el reconocimiento de la autonomía de las nacionalidades. Los sindicatos obreros empezaron a ser más tolerados y, cuando probaron que aceptaban el programa de cambio, fueron legalizados. Las estructuras de poder socioeconómico construidas durante el franquismo aceptaron la reforma política en la medida en que las consolidaba y, al tiempo, las adaptaba a las de la Europa de la guerra fría. Por consiguiente, no todos los grupos políticos existentes en 1977 pudieron presentar candidatos a las elecciones legislativas, ni en igualdad de condiciones los que en ellas participaron. Aquellos que no transigieron en ser legalizados a cambio de aceptar la restauración de la monarquía sin previo referéndum, continuaron ilegalizados. Sólo en la medida en que los equipos políticos –cooptados o no– demostraban que asumían las condiciones prefijadas, se les permitió acudir a la cita electoral. A los exponentes republicanos, de la izquierda nacionalista vasca, gallega y otras nacionalidades, no se les reconocieron los derechos políticos hasta que, mucho después del 15 de junio de 1977, el espacio electoral y el Parlamento estuvieron ocupados por los comprometidos con la programada reforma.

 

Durante la campaña electoral de 1977, los medios económicos y audiovisuales, públicos y privados, dosificaron adecuadamente su apoyo a personas cooptadas o comprometidas con el programa de cambio, contribuyendo así a modelar los resultados de los comicios y a legitimar los útiles preliminares del resto del plan de estabilización: conformar un Parlamento asentado en torno de un polo de centro-derecha y otro de centro-izquierda (ambos en manos de personas que aceptaban el contenido y alcance de la reforma). El caso del Partido Comunista fue uno de los más simbólicos. Los planes elaborados fuera y dentro de España mientras Kissinger era secretario de Estado preveían que el PCE permaneciera ilegalizado hasta tanto que los grupos cooptados hubieran ocupado el espacio electoral de la izquierda. Elegido Jimmy Carter en noviembre de 1976, se ofreció a la dirección del Partido Comunista la posibilidad de participar en las elecciones a cambio de que abandonara su programa de “ruptura democrática”, de instauración de un “gobierno provisional” encargado de convocar las elecciones y someter a referéndum la forma de Estado –como había podido hacer Italia en 1946 (cuando todavía no estaba enterrada la alianza antifascista), o Grecia en 1974 (tras juzgar y condenar a los militares que se rebelaron en el golpe de Estado de 1967). El equipo en torno de Carrillo intercambió en marzo de 1977 la sustancia del proyecto nacional del PCE por su legalización como partido, asumiendo y respaldando los fundamentos y objetivos de reforma concretados en el denominado “consenso” entre Unión del Centro Democrático, Alianza Popular –ambos procedentes del franquismo–, el grupo de F. González Márquez, núcleos nacionalistas de Euzkadi y Cataluña y, marginalmente, el propio Partido Comunista…”

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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