lunes, 16 de mayo de 2022

 

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LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

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INTRODUCCIÓN

 

“(…)  ¿A qué se reduce, pues, lo que llamamos guerra civil en una provincia como Badajoz a lo largo de 1936? Digámoslo claramente: a un golpe militar brutal impuesto mediante una gran matanza y cuyo único fin era restaurar el orden natural perdido con la proclamación de la República. Se trataba de meter en cintura, por la fuerza, a una sociedad que mayoritariamente había decidido seguir por un camino similar a otras sociedades del entorno europeo. El avance de las reformas anunciadas en una provincia como Badajoz hubiera conducido inevitablemente a una sociedad más igualitaria y más justa. El objetivo no era tanto repartir la propiedad como socializar la renta de la tierra. Era cuestión de tiempo, que fue precisamente lo que las fuerzas antirrepublicanas no estaban dispuestas a conceder tras los resultados electorales de febrero del 36. La maquinaria del golpe, activada en agosto de 1932 y especialmente durante el Bienio Negro, se puso en marcha en el mismo momento en que se conocieron los resultados de las elecciones. La derecha sabía que era su última oportunidad.

 

Los límites cronológicos de este trabajo lo constituyen el 18 de julio, inicio del golpe militar en la Península, y el 21 de septiembre, fecha de la ocupación de Azuaga; su marco geográfico abarca la zona occidental de la provincia de Badajoz. He consultado todos los Juzgados de los partidos judiciales de Almendralejo, Olivenza, Zafra, Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Montijo y Villafranca de los Barros; y buena parte de los de Llerena, Mérida y Badajoz. En total, unos 85, algo más de la mitad de la provincia. El relato de los hechos se ajusta, en general, a estos límites, y sólo en ocasiones los desborda. Aparte de los registros de defunciones de los Juzgados, he manejado cuatro fuentes principales: el Archivo General Militar de Ávila, el Archivo Histórico Nacional de Salamanca, el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla y el Archivo Histórico Nacional de Madrid (Causa General), de donde podrá colegirse la dependencia casi absoluta en que nos hallamos con respecto a la visión de los vencedores. Prácticamente puede decirse que ignoramos cómo vivieron aquellos hechos los vencidos. Esta grave carencia sólo se ve compensada por las memorias escritas y por los testimonios orales, muy escasas las primeras y de complicada localización y uso los segundos. El reto de este tipo de investigaciones consiste en indagar en los acontecimientos y hacerlos comprensibles a partir precisamente de esa documentación. Se corre el peligro, por ejemplo, de que nos parezca normal que en una inscripción fuera de plazo de 1978 en el Juzgado de Almendralejo se anote como causa de fallecimiento: «La pasada guerra». Las palabras no son inocentes ni neutras y las que esos documentos nos transmiten están al servicio del golpe militar y de la larga dictadura. Tampoco lo son las que nosotros usamos para exponer aquellos hechos. Como sabemos hay palabras al servicio de la memoria y palabras al servicio del olvido. Y somos nosotros los que tenemos que elegir a través de esas palabras dónde nos situamos y qué queremos transmitir.

 

Esta investigación demuestra que, a pesar de las muchas ocasiones en que se ha tocado el caso de Badajoz, es necesario periódicamente renovar y revisar las fuentes, pues ni todos los historiadores buscan y ven lo mismo ni, incluso, el propio investigador busca y ve siempre lo mismo. Bastará con observar lo que pasa con una verdad establecida como el número de bajas sufridas por las fuerzas de Yagüe en Badajoz y, más exactamente, con el sacrificio de la 16.ª Compañía de la IV bandera para comprobar con qué facilidad los errores, los tópicos y las falsedades se transmiten de generación en generación sin problema alguno. Es tan fuerte el arraigo generalizado de las leyendas fundadas por el franquismo, tan intenso el peso ideológico de la transición y está tan extendido el uso de la historia como simple discurso justificador del pasado —la historia muerta—, que habrá que soportar todavía durante un tiempo estas viejas historias —y otras nuevas— creadas en su mayor parte para ocultar o suavizar la realidad, o simplemente para hacernos creer que pasó lo que tuvo que pasar. En el caso de Badajoz, estos problemas afectan no sólo a cuestiones concretas sino a toda la operación, repetida por unos y otros en detalle y hasta la saciedad según el modelo impuesto entonces por los vencedores. Resulta muy significativo que, a pesar de que las defunciones inscritas en el Registro Civil de Badajoz a consecuencia del golpe militar han sido investigadas al menos parcialmente, nunca se hayan hecho públicas sus identidades. Es obvio que la contemplación nombre a nombre del listado de víctimas —aunque sólo represente una aproximación al fenómeno represivo— nos coloca ante la prueba irrefutable de lo que allí ocurrió a partir del 14 de agosto.

 

El trabajo consta de tres bloques. En el primero (capítulos I y IV) se exponen los principales acontecimientos que marcaron la vida de cada uno de los pueblos de la zona estudiada. Sin embargo, a pesar de que ello sea necesario para la comprensión de todo el proceso, plantea un inconveniente: lo que en el primer capítulo es un recorrido más o menos coherente por la ruta principal que conducía de Sevilla a Mérida, en el IV se convierte —tal como fue en realidad— en un desordenado plan de ocupación a cargo de pequeñas columnas a través de rutas secundarias. Esto dificulta su tratamiento y convierte su exposición en un reto —en parte motivado por haber primado la cronología sobre la geografía— del que he sido consciente. El segundo bloque (capítulos II y III) constituye el núcleo del trabajo y se dedica a la ocupación de la ciudad de Badajoz y a sus consecuencias. Finalmente el tercero (capítulo V) expone —además de un análisis del tratamiento de la cuestión a lo largo del tiempo— lo que hemos logrado saber de la matanza de Badajoz y, en general, de la represión en la zona estudiada. Como complemento se han incorporado una serie de anexos, unos por su valor histórico y otros por ser pruebas de la interpretación que se hace de aquellos hechos. El primero de esos anexos, el de los gastos en alimentos de las milicias, puede parecer un tanto anecdótico, pero persigue una finalidad: ofrecer una prueba razonable que permita calcular el verdadero número de milicianos que participaron en la defensa de la ciudad, magnificado por todos. El segundo reúne la información que tenemos sobre los componentes de la guarnición de Badajoz. El anexo VI ofrece y resume una serie de datos sobre cada una de las localidades estudiadas, desde la población hasta las cifras de represión. El anexo VII, dedicado a la fotografía allí incluida y a su historia, constituye una reflexión sobre la memoria, sobre su manipulación y sobre las dificultades para encontrar los hilos que nos conducen a la restauración de la verdad. La pequeña historia de esa fotografía representa lo que, en otra escala superior, ha ocurrido con aquel golpe militar y con lo que vino después.

 

No quiero cerrar estos comentarios iniciales sin aludir, como ya hice en trabajos anteriores, a las dificultades sufridas en la investigación. Realmente dichos problemas aportan un valor añadido a estos trabajos, del que no suele ser consciente el lector y que, sin embargo, para el investigador se traduce en un enorme desgaste personal. Resulta que cuando ya hemos logrado que la mayoría de los archivos sean accesibles, los amos de la memoria o gestores del olvido, que no dejan de maquinar, han ideado dos nuevos procedimientos para ahuyentar a los investigadores, que parece que no acabarnos de enterarnos de que el ciclo histórico abierto en 1931 y cerrado en 1975 es materia reservada y protegida. Así, por ejemplo, el Archivo General Militar de Segovia —aplicándolo de manera un tanto azarosa— ha decidido que los cincuenta años prescritos por la ley para la consulta de documentos no se cuentan a partir de la fecha de los documentos sino del último documento de cada expediente (« … que el expediente está formado por un conjunto de documentos con diferentes fechas y que la fecha extrema que se toma para la consulta del expediente es la del último documento», carta de 29 de mayo de 2000); y diversos organismos provinciales y regionales, al abrigo de ciertos reglamentos, impiden sistemáticamente la consulta de algunos documentos por encontrarse eternamente sin catalogar o en proceso de catalogación. Por ejemplo, el «preferentemente a través de los instrumentos de descripción» que la legislación andaluza establece para la consulta de documentos representa la típica argucia que tarde o temprano acabará creando problemas al investigador. Se convendrá en que, por estos dos procedimientos, la investigación sobre nuestra historia reciente —ya de por sí escasa— puede tocar a su fin. En mi caso cabe afirmar sin exageración alguna que de habérseme aplicado esos criterios restrictivos tiempo atrás, ni la investigación que realicé sobre la guerra en Huelva ni el trabajo sobre la justicia militar en el territorio de Queipo hubieran existido.

 

No obstante, no debe extrañarnos que el país que permite que desaparezca la plaza de toros de Badajoz (y que mantiene con fondos públicos el Alcázar, el Valle de los Caídos o la Fundación Nacional Francisco Franco) carezca de una política coherente y democrática sobre el patrimonio documental. No tenemos muchas leyes a nuestro favor y, por si fuera poco, su sentido depende básicamente de quien las interpreta. Aquí cualquiera puede paralizar una investigación. La palabra que definiría esta situación, fruto de una ley ambigua y restrictiva, sería arbitrariedad. De esta forma, se corre el peligro de que los archivos —puesta a salvo la documentación delicada y alejados los investigadores que indagan en cuestiones inadecuadas— se integren como parte primordial de la red nacional de lugares de olvido, con larga práctica ya en resistir los embates de la memoria.

 

 

No considero exagerado decir que han sido y están siendo el empuje y las iniciativas de la gente, más que los cauces abiertos por las leyes —siempre tendentes a proteger al poder— o, en general, los proyectos de las instituciones encargadas de la transmisión del pasado, los que están consiguiendo abrir brechas de memoria en el muro de olvido que el franquismo nos legó y que la transición asumió bajo el erróneo y reaccionario criterio de que los recuerdos reabrían heridas y el silencio reconciliaba. Así se fraguó un fenómeno de negación de la memoria —algunos prefieren pensar (pro domo sua) que se trató de un simple aplazamiento obligado por las circunstancias—, de graves consecuencias para la identidad colectiva y que —por más que denunciado hace tiempo— sólo ha comenzado a percibirse y a lamentarse por parte de ciertos sectores, empeñados hasta hace poco en no mirar atrás, cuando ya habían pasado más de veinte años desde la aprobación de la Constitución y con la derecha asentada en el poder. Como si la memoria —convertida a veces en mero instrumento de desgaste político— sólo fuera útil cuando se está en la oposición.

 

Sin embargo, el éxito de algunos trabajos de historia, la acogida de las diversas iniciativas de la asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE), del proyecto del Canal de los Presos en el suroeste o la asombrosa historia de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) —todo ello fruto del trabajo de particulares— demuestran que la sociedad española, como era previsible, ni estaba ni está por el olvido. Ante estas circunstancias algunos de los que hasta hace poco apostaban por el supuesto silencio reconciliador se han apresurado a subirse al carro de la memoria. Sería pues el momento de recuperar el tiempo perdido. El primer paso, desde luego, por más que llegue tarde, consistiría en salvar el patrimonio documental relativo al ciclo histórico 1931-1977 que ha llegado hasta nuestros días y ponerlo al servicio de la investigación. La observación y el análisis de ese interés por la memoria, desde mediados de los noventa, y de su creciente repercusión social, llevan a pensar en si, a pesar de lo que se ha hecho y se hace por evitarlo, no entra dentro de lo posible que sea la memoria del golpe militar, de la guerra y de la dictadura —y con ellas la de la República arrasada— la que acabe por vertebrar una verdadera memoria colectiva y democrática en nuestro país. Hay sin embargo un impedimento serio para que este proceso culmine. Por lo que respecta a la memoria, la transición, al negar la rememoración crítica del golpe militar, de la guerra y de la dictadura —y con ello la posibilidad de enlazar con la anterior experiencia democrática, la II República, cuya sola mención era considerada desestabilizadora— impidió la existencia de un hito que delimitase claramente el tránsito del estado dictatorial al estado de derecho. En la práctica esto —unido a la amnistía de 1977, verdadera «ley de borrón y cuenta nueva» para la dictadura— supuso avalar al franquismo y su memoria, cuyos hagiógrafos siguieron campando a sus anchas, y, al mismo tiempo, cerrar los caminos que hubieran llevado a la restauración de la memoria democrática, abandonada al esfuerzo individual de quienes se negaron a asumir la política del olvido. Así, transcurridos más de veinticinco años desde la muerte de Franco, hemos avanzado, no sin grandes dificultades, en el establecimiento de la verdad histórica sobre el período 1931-1975, pero no se ha conseguido aún elaborar la correspondiente verdad jurídica, es decir, una interpretación del pasado en términos jurídicos que nos permita avanzar en el análisis y superar de manera definitiva la ambigüedad generalizada —especialmente manifiesta en el ámbito terminológico— que envuelve nuestra historia reciente…”

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte”]

 

*

 

2 comentarios:

  1. Y en eso estamos, a pesar de las dificultades... y de las trampas y oportunismos, que también los hay.

    Salud, memoria y comunismo

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    1. Los historiadores listillos, esos fieles asalariados de la clase dominante, no dudan en afirmar que ‘los pueblos incultos no tienen historia’. De tal manera que generosos como son, se ofrecen desinteresadamente a escribir la historia de tales ignorantes desde, claro está, el punto de vista y los intereses de la clase que los condena a la ignorancia. Así que la mentira que fabrican esos mercenarios es ‘comprada’ como ‘verdad’ por la abúlica mayoría de la población. Es en ‘esa historia artificial’, lo ignoremos o no, donde estamos atrapados aún. Y ya sabemos que “Vivir un artificio –como escribió el filósofo– nos va convirtiendo en artificiales”.

      “Mirad, hijos de puta, en vuestra ‘Memoria Histórica’ si la tenéis, y si no, ¿así andáis por la vida?”
      (Alfonso Sastre, levemente manipulado)

      *

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