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Francisco Espinosa Maestre. “La justicia de Queipo”.
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La sublevación en marcha:
los años republicanos
LOS SUCESOS DEL 10 DE AGOSTO DE 1932
Las intrigas del general Sanjurjo, así como las de los sectores monárquicos, eran un secreto a voces. Un mes antes del 10 de agosto circularon octavillas por la ciudad donde se hablaba de lo que se tramaba. El antes aludido Miguel García-Bravo Lerrer, en el discurso mencionado, arremetía contra los que advertían del posible golpe, acusándolos de «excitación al crimen, a la revuelta, a la revolución, al asesinato de la fuerza pública». En la octavilla reproducida en el discurso se leía: «Ciudadanos trabajadores. La Guardia Civil con el criminal de Sanjurjo al frente se dispone a establecer en España una dictadura asesina». Incluso el ambiente estaba preparado, pues según García-Bravo Ferrer:
… el buen sevillano que ve a la fuerza pública patrullando por las calles, que ve en las esquinas apostadas algunas veces las ametralladoras, que ve las azoteas de los centros oficiales tomadas militarmente como puntos de observación, que ve cruzar, incesantemente, el cielo de la ciudad por aeroplanos en vigilancia continua, a la vista de este aparato bélico que le anuncia la inminencia de un peligro, siente ¡cómo no!, abatido su espíritu.
En tales circunstancias más que la temida revolución lo que podía venir era un nuevo golpe. Y eso fue lo que ocurrió al año y pico de proclamarse la República y de la aplicación de la «Ley de fugas». La memoria de «los sucesos de 1932» fue mucho más fuerte de lo que se piensa. Frente a la idea de que el fracaso de la intentona llevó a los civiles y militares participantes en ella a apartarse y a dudar de todo proyecto golpista, lo cierto es que más bien parece que la aventura sevillana de Sanjurjo y las escasas consecuencias para los culpables constituyen la base del 18 de julio. Lo que ocurre es que la derecha jugó como siempre a magnificar el castigo recibido, convirtiendo lo que quiso ser justicia, débil e incompleta, en agravio irreparable. Tuvo dos graves consecuencias: a la izquierda le hizo pensar que los golpes no eran ya viables o que se podían sofocar con relativa facilidad; y para la derecha, sin embargo, constituyó una experiencia única. No hay que olvidar que aunque el golpe fracasó en el resto del país, triunfó en Sevilla, donde los golpistas tomaron el poder y las autoridades fueron detenidas. Ciertos datos del todavía desconocido golpe de agosto de 1932 producen perplejidad. Su extensión en el sur: Sevilla, Écija, Córdoba, Andújar, Cádiz, Jerez, Huelva; sus protagonistas: José Enrique Varela Iglesias, Alfonso Gómez Cobián, Luis Redondo García, Pedro Parias González, Felipe Acedo Colunga, Guillermo y Manuel Delgado Brackembury, José Solís Chiclana, Lisardo Doval Bravo, Ildefonso Pacheco Quintanilla, Modesto Aguilera Morente, Antonio Villa Baena, Adolfo Corretjer Duimovich y tantos otros hasta más de un centenar, y en el Gobierno Civil, allí junto al gobernador Eduardo Valera Valverde, desde primeras horas de la mañana del 10 de agosto, el comandante del Estado Mayor José Cuesta Monereo, observando en primera fila una clase práctica de golpe de estado. Así, igual que el futuro Jefe de Orden Público se labra en julio de 1931 demostrando que se puede matar impunemente a cuatro personas, a cuatro obreros, es ahí en ese despacho del Gobierno Civil donde se forma el cerebro del golpe de 1936.
Ese mismo Gobierno Civil ocupado por el comandante de Ingenieros retirado Cristóbal González de Aguilar, marqués de Sauceda, y por José María García de Paredes, otro exmilitar y carlista como el anterior en funciones de secretario, fue lugar de paso para muchos derechistas sevillanos, unos para ofrecerse y otros para dar ánimos, desde el exdiputado provincial primorriverista de Huelva Francisco Rincón Rincón, que en 1936 acompañará a la columna dirigida por Luis Redondo en su recorrido por la Sierra de Aracena, hasta Pedro Parias, todo el día trasteando por las dependencias del Gobierno, anticipándose a su destino de ocupar pronto esos mismos despachos a sangre y fuego. Tampoco podía faltar José García Carranza «El Algabeño», quien se jactaría en noviembre de 1936 al periódico FE de su participación en la Sanjurjada y de los cuatro meses que pasó en prisión por ello. En la trama civil, muy poco investigada en Sevilla, apareció también Martín Ruiz Arenado, miembro de la colonia santanderina y al que la amnistía de febrero de 1936 libró de una larga condena por homicidio. «¡Hay que salvar a España de la canalla!», gritaba Francisco Rincón a las fuerzas de Asalto en la Plaza Nueva cuatro años antes de que Queipo pusiera de moda la expresión.
El estilo del 10 de agosto lo puede marcar algo que ocurrió en Tablada. Ante la actitud legalista que parecía predominar en la Base, que no acababa de secundar al sector encabezado por Felipe Acedo Colunga, Sanjurjo se presentó allí al mediodía. Amparado por sus partidarios, estuvo en el comedor de oficiales, a los que arengó diciéndoles que no podían tolerarse los insultos a los militares ni la separación de Cataluña, y que se sumasen a su movimiento, que era republicano. Entonces, convencido del éxito de su visita y antes de marcharse de la Base Militar, sacó doscientas pesetas y dijo: «Esto para refrescos para la tropa». Otro curioso detalle, destacado por los sublevados en su favor, fue que las piezas de artillería situadas en la Plaza Nueva fueron colocadas de tal forma que no se interrumpiera el tráfico… Tampoco debe olvidarse que ese estilo todavía un tanto primorriverista del golpe del 10 de agosto estuvo a punto de irse al garete esa misma mañana en la Plaza Nueva, cuando un guardia echó mano al fusil y disparó contra el grupo de manifestantes que se había ido agrupando ante el Ayuntamiento desde por la mañana. El disparo no llegó a su destino porque el arma falló. Otra imagen representativa y premonitoria sería la del grupo de guardias civiles que atravesaron Sierpes arrastrando y pisoteando una bandera republicana, grupo que fue aplaudido y jaleado a su paso por el Círculo Mercantil. Más definitivo sería el informe de Leopoldo Ruiz Trillo en funciones de Inspector General, quien para justificar lo ocurrido en Sevilla resaltaba que, después de todo, Sanjurjo «ya había tomado el mando en otra ocasión», en referencia al año anterior. En este mismo sentido, dos de los atenuantes manejados más tarde serían la confusión que produjo la inercia del mando legítimo y la sugestión del mando intruso.
La República pudo hundir a los sublevados, pero no lo hizo. Para ello hubiera bastado con recurrir al Código de Justicia Militar. La guarnición de Sevilla hubiera requerido una remodelación a fondo que ni siquiera llegó a plantearse. Y mientras el sustrato básico golpista controlaba el proceso, se airearon los castigos recaídos sobre ciertos militares y monárquicos. Sin embargo, todo fue convenientemente retardado, tanto como para amnistiar en agosto de 1934 a procesados como Varela Iglesias, Lisardo Doval, Solís Chiclana, Rodríguez Carmona o Acedo Colunga, o como para que las últimas decisiones judiciales sobre los sucesos de agosto de 1932 se tomasen en agosto de 1935, seis meses antes de las elecciones de febrero de 1936.
La euforia republicana duró muy poco y, dado el curso del proceso y el de la propia República a lo largo de 1933, muy pronto se pudo comprobar que los encausados, cada vez más envalentonados, recuperaban el tono inicial y que las responsabilidades se volatilizaban. De esta manera, lo que ya en el mismo mes de agosto de 1932 fue definido legalmente como «subversión armada contra las Cortes y el Gobierno constituido», dos años y medio después pasó a ser considerado como auxilio a la rebelión militar. Solo Sanjurjo incurrió en delito de rebelión militar. La ausencia de violencia y de derramamiento de sangre fue el principal atenuante. Flotando quedó en el ambiente la razón argüida por varios de los principales encausados para sumarse al golpe: puesto que según todos los indicios el Gobierno había caído, todo era legítimo.
A pesar de la evidente farsa, lo ocurrido, por nimio que pudiera parecer, fue sumado al memorial de agravios de los que, por todos los medios a su alcance, consiguieron que la República ni siquiera llegara a asentarse. Mientras más débil fue la República más se agrandó la seguridad y el odio de los que querían acabar con ella, pues como luego veremos casi todo se convirtió en motivo de venganza. Retengamos una imagen más y pensemos, por ejemplo, cómo asumirían los detenidos las diligencias de reconocimiento de octubre de 1932. Hay que imaginarse a todos, ochenta militares casi todos oficiales, formados, y por delante, intentando identificar a los que entraron arma en mano en el Ayuntamiento y detuvieron a las autoridades, el alcalde José González Fernández de Labandera o el concejal Fernando García de Leániz. ¿Quién reconocía a quién? De nada sirvieron las ingenuas y bienintencionadas declaraciones de las
víctimas a favor de los culpables: el alcalde Labandera y el capitán Puigdengolas testimoniaron a favor de Valera Valverde y el diputado gaditano Manuel Muñoz Martínez, exmilitar, a favor de Varela. Por supuesto, y ello da la medida de la farsa, nunca se llegó a saber quiénes fueron los militares que entraron en el Ayuntamiento ni los guardias civiles que pisotearon la bandera por Sierpes ni la identidad del que intentó disparar contra los manifestantes. Las tramas internas que habían posibilitado el 10 de agosto en Sevilla quedaron intactas a la espera de una ocasión más propicia.
A la causa se incorporaron como prueba gráfica veintidós de las fotografías realizadas por Juan José Serrano. Es otra de las peculiaridades de la Sanjurjada, un golpe de estado fotografiado paso a paso. Lógicamente Serrano, estrechamente ligado al ABC, reflejó en sus fotografías su afinidad con los sublevados plasmando para la posteridad una «jornada memorable» donde «toda Sevilla» secunda y abriga a Sanjurjo, un «héroe tranquilo» que recorre plácidamente la ciudad. El fotógrafo, como el periódico al que pertenecía, no está con la mayoría de los sevillanos sino con los golpistas. Ninguna imagen ensombrece este panorama ni ofrece información complementaria. Por supuesto, Serrano, que recibiría la Medalla Militar por su trabajo a partir del 18 julio de 1936, no captó imágenes del ajetreo del elemento civil ni la detención del alcalde y concejales, ni el ingreso de los detenidos en el Cuartel del Carmen. Evidentemente ninguna de esas imágenes forma parte de nuestra memoria gráfica de la Sanjurjada, sino que por el contrario todo ha acabado por reducirse a dos instantáneas: el plácido paseo de Sanjurjo y sus amigos por la calle Jesús del Gran Poder en la mañana del 10 de agosto y el espectacular incendio del Nuevo Casino unas horas después, cuando ya el golpe ha fracasado. El tiempo no ha hecho sino ahondar más la distorsión nacida de la visión parcial y tendenciosa. De esta forma la violencia y tensión inherentes al golpe de estado ha sido trasladada a sus víctimas, masa anónima agresiva e incendiaria frente a ese grupo de amigos que parecen dirigirse a tomar café entre los saludos aquiescentes del vecindario antes de cumplir, una vez más, con la «sagrada misión» de salvar la patria…”
(continuará)
[Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La justicia de Queipo”]
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