lunes, 5 de diciembre de 2022

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

 (…)

 

Segunda parte

ESTRATEGIAS MUNDIALES E INTERVENCIÓN

 

 

 

 III. La América Latina que no llegó a nacer

 

A lo largo del siglo XVIII España desarrolló una política económica y diplomática complementaria de la de Francia, lo que estimuló la enemiga del rival de Francia, el Reino Unido –ya primera potencia naval. La pugna de las Potencias por la hegemonía sobre Europa se proyectaría desde entonces, cada vez más, sobre la América hispánica. Evocaremos un ejemplo premonitorio, la suerte del área septentrional del Virreinato de Nueva España –entre el Mississippi y las Montañas Rocosas, el golfo de México y Canadá–, después que el 23 de marzo de 1701 el embajador de Francia en Madrid presentara a Felipe V de Borbón un memorándum aduciendo que colonos ingleses de Pensilvania, Nueva York y Carolina se proponían ocupar las minas de Nueva España. Desde París su abuelo Luis XIV de Borbón quería evitar que los ingleses ocuparan la Nueva España, y para ello deseaba asentar franceses al este del Mississippi –entre los ingleses y los españoles– y pedía que su nieto lo autorizara. El 6 de junio la Junta de Guerra, tras estudiar en Madrid la propuesta de París, la informaba desfavorablemente –por unanimidad, exceptuado el voto del conde de Fernán Núñez. El día 17 Felipe V llevaba de nuevo la exigencia de su abuelo ante la Junta de Guerra, la cual reafirmaba el 21 que Nueva España disponía de recursos financieros para asegurar el territorio, y proponía que el mejor medio de frenar la expansión de colonos ingleses hacia el Este era otro: que los españoles establecieran alianzas con los pueblos indígenas. Hubo un único voto disidente, el mismo. Felipe V envió una copia de la resolución a París. Pocos meses después, sin embargo, Francia empezó a desplegar tropas en el golfo de México. La Junta de Guerra protestó por ello ante Felipe V el 1 de agosto de 1702, agregando que mientras él –Rey de España– no tomara una decisión la Junta no podía ordenar medidas que preservaran la integridad del territorio. La respuesta de Felipe de Borbón fue recriminar duramente a la Junta de Guerra haberle dirigido la nota de protesta. Así nació en América la Luisiana en 1702, en las fechas en que los Estados de la Confederación aragonesa se negaban ya a reconocer la autoridad de Felipe de Borbón, y Europa, para controlar el trono del llamado “Reino de los Dos Mundos”, se instalaba en la guerra general durante tres lustros.

 

Que la elite dirigente española del siglo XVIII cediera en favor de otra Potencia (Francia) la decisión sobre sus propias opciones estratégicas hizo posible, entre otras consecuencias, que Madrid subvencionara la revolución de los colonos ingleses americanos contra Londres. No obedecía ello a que en España hubieran tomado el poder inexistentes revolucionarios antiimperialistas, sino a que así convenía a París, y sin que disuadiera de hacerlo el efecto demostración que la revolución pudiera tener entre los denominados “españoles americanos”. Tras la insurrección de los colonos ingleses de 1776, el conde de Aranda, embajador de España en París, había recomendado en vano la neutralidad española en la guerra entre Inglaterra y sus colonias de América. Después, cuando la suerte de las armas aún estaba por decidir, el de Aranda propuso que España ofreciera a Estados Unidos reconocerles directa y anticipadamente como independientes, pero a cambio de que garantizaran las fronteras de los territorios limítrofes bajo jurisdicción española –la Luisiana, desde el golfo de México hasta Canadá. La propuesta de Aranda fue rechazada, el ministerio español aduciendo que prefería en su lugar poner a los nacientes EEUU bajo el protectorado de Francia (y, agregaba, de España). En la misma lógica, Madrid también rechazó la oferta del enviado de los colonos en insurrección, John Jay, el 22 de septiembre de 1781: convenir un tratado de amistad y alianza, con reconocimiento mutuo de los territorios de España y los trece Estados Unidos. En 1783, consumada la independencia de EEUU, esa misma garantía recíproca que Madrid había despreciado cuando se la ofrecía Jay, era el gobierno español quien la pedía en Versalles pero por intermedio de Francia, durante las negociaciones de paz entre EEUU y el Reino Unido. Con el consiguiente gran fracaso para Madrid, pues París perseguía sus propios objetivos bien distintos. No hubo una cuarta oportunidad. Como aconsejara Thomas Jefferson en 1788, para resolver los límites en torno del Mississippi «los años de paz no son los más seguros para lograr esta pieza […], mantengamos las cosas quietas hasta tanto la parte occidental de Europa se encuentre sumergida en una guerra».

 

El conde de Aranda, tras cumplir la orden de firmar el tratado de paz con Inglaterra (1783) que reconocía la independencia de EEUU de América del Norte, propuso en una Memoria secreta que el gobierno español concediera de inmediato la independencia a los “españoles americanos”. Vislumbraba Aranda:

 

La independencia de las colonias inglesas ha sido reconocida [por Francia y España] y esto es para mí un motivo de dolor y de temor […]. Estos temores son muy fundados, señor, si acaso antes no acontecen algunos trastornos todavía más funestos en nuestras Américas. Este modo de ver las cosas está justificado por lo que ha acontecido en todos los siglos y en todas las naciones que han comenzado a levantarse […].

 

El ministro, conde de Floridablanca, le respondió categórico desde Madrid:

 

El remedio de la América por los medios que V.E. dice soñar, es más fácil de desear que de alcanzar. Los indios y los que están allá pueden gritar si gustan, que V.E. sepa que nuestros indios están más seguros en estos momentos que nunca […].

 

En julio de 1785 de nuevo urgía Aranda al Gobierno que la independencia de América, en su totalidad, era inevitable:

 

Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce en población, en cultura, en las artes y el comercio, pues la del otro lado del Océano debe ser considerada como precaria, como no debiendo guardarla más que unos años […].

 

No le hicieron el menor caso. Y se comprende. El proyecto de independencia americana del aragonés Aranda era una proyección de los cinco siglos de experiencia “federativa” practicada por la extinta Confederación Aragonesa, poco compatible con el modelo centralista francés importado por Felipe V de Borbón. Sensible a las manifestaciones de protesta que surgían en diversos puntos del vasto territorio americano –por ejemplo, insurrección de los partidarios de Tupac Amaru en Perú, noviembre de 1780, o de los “comuneros” en Nueva Granada poco después–, el de Aranda aconsejaba la inmediata creación de tres reinos independientes, siguiendo los límites, en general, de los virreinatos; pero asegurando a la masa continental de cada uno de ellos disponer de costas sobre los océanos Pacífico y Atlántico (como Nueva España o Nueva Granada, y unificando a este fin los de Perú y La Plata –Buenos Aires). Aranda deseaba vincular los tres nuevos reinos americanos entre sí y, a su vez, apoyarlos en España –y más allá, en prolongación europea, con la potencia francesa– mediante un instrumento político del Antiguo Régimen: alianzas matrimoniales dentro de la dinastía común –los Borbones. ¿Habría sido distinta la suerte de América de haberse concedido a fines del siglo XVIII la independencia a los virreinatos? Fue el camino que por otras razones siguió en el siglo XIX Brasil respecto de Portugal, y ello contribuyó a evitarle el proceso de independencia a través de guerras civiles y desmembramientos que desintegraría la América española en más de veinte Estados, divididos, divisibles, subordinables todos. Formas de gobierno al margen, la visión estratégica de Aranda anticipaba en décadas la de Miranda y Bolívar de ganar la independencia sin fragmentaciones. Decía el de Aranda en 1783:

 

[…] La Francia tiene pocas posesiones en América, pero hubiera debido considerar que la España, su íntima aliada, tiene muchas, que quedan desde hoy expuestas a terribles convulsiones […]. Ni el poder de los tres reinos de América, una vez ligados por las obligaciones que se han propuesto, ni el de España y Francia en nuestro continente podrían ser contrarrestados en aquellos países por ninguna potencia de Europa. Se podría evitar también el engrandecimiento de las colonias angloamericanas […]. El paso primero de esta potencia, cuando haya llegado a engrandecerse, será apoderarse de las Floridas para dominar el Golfo de México. Después de habernos hecho de este modo dificultoso el comercio con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no nos será posible defender contra una potencia formidable, establecida en el mismo continente, y a más de esto limítrofe.

 

Aranda se anticipaba en dos años a la visión estratégica de Thomas Jefferson, a la sazón residente en París y que con el tiempo llegaría a ser el tercer presidente de EEUU, que escribía en 1786:

 

[…] nuestra confederación debemos verla como el nido a partir del cual toda América, el Norte y el Sur, será poblada. En interés de esta gran Continente debemos cuidar, también, evitar presionar a los españoles demasiado pronto. Esos países no pueden estar en mejores manos. Mi temor es que son demasiado débiles para conservarlos hasta que nuestra población haya avanzado bastante para ganárselos, pieza a pieza. Tenemos que lograr la navegación del Mississippi. Esto es todo lo que por el momento nos encontramos en condiciones de recibir.

 

La independencia de las 13 colonias británicas tuvo lugar en una coyuntura de división político-económica intraeuropea, polarizada entre Inglaterra y Francia. Esta última y sus aliados (españoles, holandeses y otros) aportaron ayuda decisiva, militar y financiera, a los insurrectos contra el Imperio de Londres. Pero aquellos revolucionarios norteamericanos optaron por una política de amistad hacia todos los Estados y alianza con ninguno, evitando así que su independencia resultara mediatizada por Potencias que hubieran tratado de condicionar la política exterior del nuevo Estado y de intervenir sus asuntos internos. Para los republicanos el centro de sus decisiones debía encontrarse dentro del propio Estados Unidos, de ahí su obsesión por ser neutrales respecto de los conflictos entre Potencias europeas.

 

La insistencia de Aranda en identificar el interés de los españoles, en Europa y en América, con su neutralidad en las rivalidades entre Potencias europeas, la reafirmó de nuevo ante la Revolución francesa al recomendar la neutralidad armada. Por razones que expuso al gobierno en su Memoria de 23 de febrero de 1793. Dos meses antes de que el presidente George Washington declarara neutral a EEUU en la guerra de la coalición de los Tronos contra la Francia revolucionaria, el estadista español advertía la proyección que los cambios revolucionarios tendrían en uno y otro hemisferio que prefería encauzar más que bloquear:

 

La neutralidad armada no sólo es conveniente con respecto a la contienda de Europa, sino que nos conviene también para nuestros Estados de América. No hay que hacernos ilusiones en cuanto a esto. No se piense que nuestra América esté tan inocente como en los siglos pasados, ni tan despoblada, ni se crea que falten gentes instruidas, que crean que aquellos habitantes están abandonados en su propio suelo, que son tratados con rigor, y que les chupan la substancia los nacidos en la matriz, ni ignoren tampoco que en varias partes de aquel continente ha habido fuertes conmociones y costado gentes y caudales el sosegarlas; para lo cual ha sido necesario que fueran fuerzas de España. No se les oculta nada de lo que aquí pasa, tienen libros que los instruyan de las nuevas máximas de la libertad, y no faltarán propagandistas que irán a persuadirles si llega el caso. La parte del mar del Sur, está ya contagiada; la del mar del Norte tiene no sólo el ejemplo, sino también el influjo de las colonias inglesas que estando próximas pueden dar auxilio. Rodeándolas también muchas islas de varias naciones, que en caso de levantamientos se mirarían como americanas.

 

El reemplazo de Aranda al frente del Gobierno significó el abandono de la política de neutralidad. Desde noviembre de 1792 el extremeño Manuel Godoy siguió la política opuesta, sumándose a la coalición en guerra contra la Francia revolucionaria. Lo que fue respondido por París con una iniciativa cuyo eco atrajo el interés del presidente Washington y de su secretario de Estado, Jefferson:

 

Nos han dicho de modo confidencial, en términos como para atraer nuestra atención, que Francia entiende enviar una importante fuerza al comienzo de la primavera para ofrecer la independencia a las colonias hispanoamericanas, empezando por las que están junto al Mississippi; y que no se opondrá a que recibamos en nuestra confederación las de su lado oriental…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos” ]

 

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